No sé lo que soy pero sé de lo que huyo.
Crítica de una literatura mexicana
Fondo Editorial Universidad Autónoma de Querétaro
2023
342 pp.
I
El alma noble y romántica de Albert Béguin lo llevó a plantearse como principio de su labor crítica esta frase: “Lo que importa es saber quién soy”; lo cual podría interpretarse como el eje programático de sus estudios literarios, que abarcaron desde el análisis de la experiencia poética (sobre todo como aquella “segunda vida” que reveló la ensoñación del romanticismo alemán), hasta el papel del crítico en su época (Bachelard, Barthes, entre otros). Pero más allá de que pueda pensarse que ésta es sólo una afortunada frase “literaria”, lo cierto es que Béguin la asumió en toda su connotación existencial y como fundamento de la creación verbal que habría de darle al mundo un sentido, una aproximación a sus “destinos enlazados”, de que hablaba Nerval.
Saber quién se es, entonces, bordea las fronteras de lo ontológico y se constituye como una condición para ejercer la vocación literaria y, por supuesto, lectora; o “leedora”, que en los términos de Béguin estaría íntimamente ligada con la experiencia vital. Este zigzagueo por la función crítica —quizá forzado con la aparición de las tesis estructuralistas—, tiene parentescos muy lejanos: con el Montaigne de “sé de lo que huyo, pero no sé lo que busco”; o más recientes, con el Pessoa de “qué puedo saber de lo que seré, yo que no sé lo que soy”, en ese manifiesto existencial y poético que es “Tabaquería”. Nuevamente, la promulgación del “yo” establece el punto de partida para el ejercicio de la crítica literaria. No se entendería este ejercicio a partir sólo de una metodología de lectura (y escritura) que conlleve a la reflexión en torno a un texto, se requiere asumir una postura frente a él, crear un espacio de enunciación donde quede registrada la “poética del yo” lector.
Pareciera que un título como No sé lo que soy pero sé de lo que huyo. Crítica de una literatura mexicana va en sentido contrario a las referencias anteriores; pero en realidad comparten la dirección hacia una misma fuente: el ejercicio de la crítica es una interrogación constante acerca del valor literario que debe (o no) compartirse con el otro desde la subjetividad y la percepción lectora, por medio del diálogo con la obra, con la necesaria presunción de quien sabe (aunque lo niegue) quién se es. No digo que Wolfson niegue el papel individualista del crítico con el título de su libro (ignoro incluso si es de otra referencia literaria); al contrario, proporciona desde ahí la primera clave para entender su propuesta de lectura, no sólo de ciertos escritores o fenómenos culturales, sino de mostrar sin amagues su “forma de leerlos” (como señala en las palabras introductorias del libro). A partir de aquí, uno puede establecer también la coincidencia o la distancia con el discurso de ese “yo” que fija sus términos de abordaje hacia la obra, y de reconocer, sí, su carácter subjetivo, que es la única garantía de apreciar su autonomía de juicio, su verosimilitud.
Quizá bordear todo este asunto a partir del título del libro parezca fuera de tono, pero creo que es el modo de aproximarse al método con que el autor comparte una (su) experiencia literaria, desde y hacia “su propio yo” (como señalara Antonio Alatorre en sus Ensayos sobre crítica literaria), aunque quiera prescindir de él o lo ponga en fuga sabiendo de lo que huye. La subjetividad es, por todas estas razones, la fuente que nutre la conciencia individual e indivisible del ejercicio crítico; una práctica intelectual que repele toda “exacerbación didáctica” (Reyes), todo intento de condenar o encumbrar un texto literario en aras de imponer su sistema de interpretación, o de mostrar una postura netamente beligerante y provocativa, esa especie de “despotismo magisterial” (José Joaquín Blanco) tan arraigado en la crítica mexicana. Wolfson lo sabe y de eso es, precisamente, de lo que huye.
II
No hay mucho que especular en torno a las intenciones, método o intereses personales del autor en este libro. De entrada define (en su inicial “Corte de caja”) los motivos de esta muestra reseñística: su carácter recopilatorio y su “forma” de leer esa que él llama “una literatura mexicana”, o esa porción temporal o casuística que alcanza a cubrir un crítico que colaboró durante muchos años en revistas literarias (la mayor, creo, en Crítica de la BUAP, donde conocí los textos iniciales de Wolfson y que marcaban ya lo que fue puliendo a lo largo de los años: un estilo de enunciar sus lecturas; cosa que sacrifican muchos críticos mexicanos en aras del revanchismo, la zalamería o, a falta de inteligencia, la simple bravuconería). Esto es importante y nos devuelve a las líneas iniciales de este texto, a la idea de la crítica como creación verbal, donde precisamente el estilo, la manera de asumir y proclamar una postura ante un texto literario, evita que el discurso se convierta en medio gratuito de linchamiento o devoción.
Detenerse en ese “Corte de caja” es entender no sólo cuestiones de método a la hora de “testificar” sobre (no necesariamente en contra de) una novedad editorial, también —y más importante a mi parecer— acerca de la distancia establecida entre el crítico y un autor, más allá del sonsonete monográfico a que nos tiene acostumbrado el lenguaje académico (cuya contraposición, el lenguaje literario, no sólo es nominal, sino que da forma al antagonismo advertido con precisión docta por Antonio Alatorre entre crítica literaria tradicional y crítica neo-académica); o el enfrentamiento con los “límites institucionales de la creación”, que han derivado en convertir al escritor en un creador adscrito a la demanda editorial y la burocracia cultural; o a la revisión hemerográfica de las disputas ideológicas y la apertura intelectual que significó la revista Plural de Octavio Paz, con sus respectivos “alcances y límites”.
En la primera sección de No sé lo que soy…, “Dos o tres generalizaciones”, llama especialmente la atención el asomo de Wolfson a una discusión poco usual ya entre los críticos mexicanos: el debate sobre la “literatura nacional”; tema que ha servido (pese a su talante inservible) para yuxtaponer la demagogia a lo ideológico, en épocas donde el Estado (desde el colonial hasta el actual) está urgido de reafirmar la identidad “nacional” para su proyecto político. Este debate, sin embargo, no para ahí. El autor lo extiende hacia otras “literaturas” mexicanas (digamos, de la Revolución a la fecha, para no entrar en las disputas genéricas) que dejaron atrás los monumentos a la Unidad y la Nación:
“En todo caso, salvo a la producción literaria coyuntural o en serie, a casi nadie le interesa ya hablar de ‘México’, o casi nadie ve posible hablar de ‘México’: se habla de Tijuana, por ejemplo, o de Veracruz, o se habla de alguien que camina en algún lugar de este viejo país pero sin pretender ni desear que lo que ve mientras camina sea símbolo de nada” (p. 42)
Frente a esta idea, Wolfson plantea también la interrogante de si la figura del “escritor global” es, o no, una oposición válida y fundamentada para dar carpetazo al “largo ciclo de la literatura nacional”; si no será una caracterización gratuita que la mercantilización editorial impone a las dinámicas de la creación verbal. Y aquí es donde radica, quizá, una de las aportaciones mayores del libro: no es una crítica que se ciña a lo meramente literario —sus protagonistas, procesos y productos—, sino a todo lo que prescribe el mercado (el oficial y el corporativo) en el terreno de la cultura.
III
Advierto: no soy lector asiduo ni visitante distinguido de la mesa de novedades editoriales. Muchos autores reseñados en la segunda sección de este libro, “El XXI”, los conozco sólo de nombre o tal vez por una mínima parte de sus obras. A otros los he leído y seguido desde el siglo pasado (Aguilar Mora, Meneses, Parra, Herbert, Enrigue, Domínguez Michael), a veces con renovada admiración, a veces con progresivo desencanto. Este mínimo espectro de lectura, sin embargo, me da la posibilidad de reafirmar la contundencia con que el autor aborda sus ejercicios de lectura, sin dejarse llevar por el entusiasmo o el escepticismo ante “la novedad” temática o de estructura narrativa de ciertos escritores (algunos contemporáneos suyos) o los nichos de sacralización que se han formado alrededor de otros. La crítica apunta directo hacia el núcleo discursivo de la obra —llámese narrativa o ensayo—, a su desarrollo, a su lógica. Nada puede (mejor dicho: debe) interponerse a la voluntad de confrontar un texto, ni siquiera las oscuras intenciones de descalificarlo, mucho menos la gratuidad de la entronización. Por eso resulta difícil adherirse o rechazar de tajo la opinión de un crítico (ni hay por qué): el dilema del lector común frente a aquél es dejarse guiar por su postura o impugnar su versión, aprobar su interpretación o sancionar su representación. En todo caso, la propuesta de lectura del crítico siempre debe revelar el rostro ecuánime de la inteligencia.
En los ensayos que conforman “El XXI”, se advierte la diversidad de lecturas hechas con “el pretexto de una publicación reciente” (p. 15), irremediablemente contrastantes y disparejas por lo circunstancial de su labor periódica como reseñista para distintas revistas, cosa que ya nos había advertido en las palabras preliminares; no hay trampa, ni intenciones malévolas de hacer aparecer estos ensayos como un libro unitario. Su carácter recopilatorio, sin embargo, no impide que podamos apreciar la voluntad de establecer puntos referenciales que trasciendan la obra reseñada, de avizorar los rasgos de una visión global de la literatura y, por supuesto, de los alcances de la crítica.
Mi primer dilema para escribir sobre el libro de Wolfson, fue plantearme si me era necesario marcar puntos de coincidencia o discrepancia con sus opiniones sobre ciertas obras y autores, o si optaba por apreciar los mecanismos, la técnica, con que asume su posición de lector, de leedor que reflexiona continuamente sobre los sentidos y significados del lenguaje literario y de la tradición narrativa. Sobra decir que elegí esta última porque mi interés se enfila más hacia dos temas a veces sólo susurrados en el medio literario (por conveniencia, por chambismo) y que en No sé lo que soy… se vuelven centrales: los modos de funcionamiento de las instituciones culturales como condicionantes de los límites de la “creación” (término casi inventariado como material de oficina), que a mi juicio alcanza tonos líricos en la sección “Dos o tres generalizaciones” (salvo la inclusión de una entrevista que nunca entendí por qué el autor no ubicó mejor en el segundo apartado). Y la otra: la revisión crítica e historiográfica (para decirlo en los términos de Françoise Perus) que hace de algunos autores, obras y revistas indispensables de nuestra tradición literaria en “El siglo pasado” (excepcionales me parecen los textos sobre Torri y López Velarde, de fina irreverencia el de Elizondo, de minuciosa documentación el de Plural…).
Y así por el estilo, por el nada “huidizo” estilo de Wolfson que demuestra que Béguin y Montaigne no andaban tan errados, y que la crítica es, debe seguir siendo, la protagonista de nuestras mejores prácticas políticas y culturales. Al final, me adhiero plenamente a su confesión: “en los autores tratados hay algunos de los que no volveré a leer una página y otros pocos que están entre las cosas —¿objetos, entidades, fantasmas?— más importantes de mi vida” (p. 14).