Pablo Sol Mora: Nada hago sin alegría

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Para mí, de todos los proyectos de escritura, los más apasionantes son los que se conciben y se viven como odisea autoinducida, como una aventura que altera o rige el curso de la vida que la engendra. (Hablo concienzudamente de proyectos, no de resultados). Eso es lo primero que yo veo, o elijo ver, en los Ensayos de Montaigne: una solución noble, si no es que heroica, a la disyuntiva entre vida y literatura. Al igual que las épicas antiguas, la obra pone a trabajar no nada más al erudito, sino a la imaginación literaria general, ante la cual se posa como un monumento muchas veces intimidante. ¿Cómo acometer, en fin, la lectura de los Ensayos, cuando tantos descendientes suyos tienen tanto que decir al respecto de ellos?

Entre líneas, me parece que Pablo Sol Mora dice: “Olvídate de lo demás y lee a Montaigne”. Su libro, Nada hago sin alegría, es sobre todo una invitación sincera a leerlo, a convivir con él. (Tengo la sospecha de que ese propósito se da por sentado injustificadamente para cualquier ensayo sobre un clásico; hay gente que dedica su vida entera a un autor sin traslucir entusiasmo alguno). En segundo término, se trata de compartir la experiencia de su lectura, con la esperanza de que ésta pueda motivar a algún lector primerizo o proporcionarle nuevas luces a uno más avezado. Como la empresa de leer las mil y tantas páginas del hombre de la torre puede verse abrumadora, oír el testimonio de quien ya lo ha hecho puede infundir ánimos, o renovarlos. Nada más lejos de la intención del texto que presentarse como un complemento —o peor, un sustituto— de los Ensayos. De hecho, posee una cualidad que no encuentro tanto como me gustaría en los libros “secundarios” (es decir, los libros sobre libros): la virtud de saber difuminarse. Más que ancilares, muchos ensayos sobre literatura son llanamente oportunistas: les preocupa menos hablar de una obra que quedar vinculados a ella. Sol Mora aspira a ser “mensajero del texto”, creo yo, en el sentido de la crítica más servicial: difundir la palabra de cierto autor, y luego dejar el escenario.

No quiero decir con esto que el texto no contenga interpretaciones propias o memorables. Cito la que probablemente es la más crucial: “La gran lección del Señor de la Montaña, para quien sepa entenderlo, es ni más ni menos que esta: cómo vivir alegre, felizmente, una vida humana”. Como alguien que ha leído a Montaigne de manera quizá no desatenta, pero sí muy desordenada —o sea, alguien que sólo ha merodeado, mas no ascendido, la Montaña, para seguir la imagen pedagógico-espiritual del libro—, la idea despertó mi curiosidad. Recordaba que Montaigne hace una condena explícita de la tristeza, pero también tenía un vago recuerdo de ciertos pasajes que delataban una fuerte vena melancólica en su carácter. Y aun si ese no fuera su temperamento predominante, es difícil llevarse una impresión feliz de él tras la muerte de su amigo La Boétie, considerando que dijo: “desde el día que lo perdí… no hago más que arrastrarme languideciendo”. La pregunta es natural: ¿en verdad un individuo así puede enseñarnos cómo vivir una vida alegre? ¿Puede coexistir una nostalgia tan grande, una consciencia tan honda de la pérdida, con un presente pleno? Aunque parezca difícil responder que sí, un gran acierto de Nada hago sin alegría es que logra articular a los múltiples Montaignes; hazaña nada fácil, y prueba de genuina cercanía con su obra. El libro consta de tres partes, correspondientes a las de los Ensayos, pero Sol Mora sabe cuándo conviene adelantarse o retroceder para captar todos los matices del autorretrato. Si inicialmente uno duda de que Montaigne, por su vida o por su naturaleza, pueda ser un maestro confiable del bienestar, el ensayista responde a esas dudas con un pasaje decisivo del tercer volumen; aquel en donde el autor se nos muestra más asentado y maduro:

 

no hay que aferrarse con tanta fuerza a los humores y complexiones propios. Nuestra principal cualidad es saber aplicarse a diversos usos. Es ser, pero no vivir, mantenerse atado y obligado por necesidad a una sola forma de ser. Las almas más hermosas son aquellas que tienen la mayor variedad y flexibilidad (III, III).

 

(A esto yo añadiría, como ya han sugerido otros, la posibilidad de que Montaigne no sólo esté pintando al que es, sino que también esté tratando de ser el que pinta. ¿Qué alma no está también en sus ideales?).

“Ensayar sobre Montaigne es una redundancia […] La literatura es un dilatado comentario que se reproduce a sí mismo, y sobra decir que hay ensayos sobre los ensayos sobre los Ensayos”. Con frecuencia me aqueja la sensación de que hoy en día se publica demasiado, sensación seguida por la culpa de contribuir a ese exceso. Sol Mora advierte desde el principio que ese es el panorama. Al mismo tiempo, subraya que, para él, la lectura de los Ensayos forma parte de su destino como lector. Toda lectura de la que pueda decirse esto pasa de ser una predilección literaria a una experiencia vital, imprescindible para el autorretrato de ese lector como persona. Hay un corolario: si toda gran obra de crítica es autobiográfica, Nada hago sin alegría forma parte de su destino como crítico o como escritor, y guarda con los Ensayos de Montaigne el vínculo de ser una obra necesaria para quien la escribió. No creo absurdo sugerir que, de cumplir con esa condición, más libros justificarían su existencia en el mundo, como creo que cabalmente lo hace éste.