Los infinitos viajes de Aitor Iraegui y Juan de Arrate

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La novela El viaje sin fin de Juan de Arrate, Señor de los arandú, del escritor Aitor Iraegui, publicada por la editorial vasca Txertoa es, amén de una obra excelente, un libro inasible, elusivo a clasificaciones y etiquetas de portada. ¿A qué tipo de libro nos enfrentamos entonces? ¿Novela histórica? ¿Libro de viajes y aventuras? ¿Crónica apócrifa? Difícil catalogarlo, ya que El viaje sin fin apuesta por la inevitable mixtura y yuxtaposición de todos y cada uno. ¿En dónde reside la clave para entender ese mestizaje? A nuestro juicio: en el riesgo del lenguaje. Un lenguaje destilado en sumo grado estético que nos permite acceder a los muchos y complejos universos, discursos y relatos que explora el texto de Aitor Iraegui.

A grandes rasgos, la novela narra la vida, corta e intensa, de Juan de Arrate, un campesino vasco –súbdito insignificante en la España del siglo XVI durante la época de Carlos V– desde su infancia en una lúgubre aldea del país vasco; luego, su juventud en Éibar como aprendiz de fabricante de llaves para arcabuces; y más tarde, como principiante de varios oficios en distintas regiones de España; hasta su viaje al Nuevo Mundo en plena conquista y colonización. Viaje, este último, que se torna en otros agónicos viajes por montañas y selvas inefables tras la concreción de su sueño de peninsular pobre y segundón, encarnada en la fiebre por los metales preciosos del Nuevo Mundo que consumía a aventureros, soldados, nobles venidos a menos, delincuentes, sin olvidar a banqueros, clérigos y monarcas. Viaje literario en que crece y culmina el recorrido del héroe, a través del cual el autor define en profundidad las cualidades morales y filosóficas, así como las obsesiones del personaje protagónico.

En los primeros capítulos de El viaje sin fin…, el autor nos propone, en calidad de lectores, el primero de sus viajes, no geográfico, sino en el tiempo. El duro mundo aldeano del país vasco en el que el protagonista vive sus primeros años hasta el cruel instante en que es separado de sus padres y hermanos y enviado a trabajar en una herrería en Éibar, en donde será empleado en rol de aprendiz. Y es precisamente este desgarramiento del hogar materno el primer paso que perfilará su destino de futuro viajero. En calidad de hijo no primogénito, segundón y sin derechos directo al patrimonio familiar – “institución” a la que tanto le debe, para bien y para mal, la historia de España–, a Arrate le tocará iniciarse en el aprendizaje de oficios y despedidas.

Ficción desplegada con exactas dosis entre imaginación y erudición, la descripción del trabajo en las ferrerías que proveen a los ejércitos y armadas reales es de tal precisión –o nos hacemos la ilusión, ¿para qué es la literatura si no?–, que nos permite palpar de cerca y adentrarnos en un espacio físico en el que sentimos el dolor y el sufrimiento del niño-aprendiz expuesto al despiadado y embrutecedor trabajo de aquellas fábricas, sobre las cuales descansaba parte de la logística de las aventuras de los primeros Augsburgos en Europa y América, que en aquel momento era similar a decir en más de medio mundo.

Luego de huir del taller, el joven Juan vivirá una serie de aventuras en las que el otro viajero, Aitor Iraegui, reconstruye con firmes y finos trazos –y en profundidad– la vida de la España del Siglo de Oro. Aquí de nuevo resaltamos la aventura del lenguaje. El mundo que Cervantes conoció, o padeció, Iraegui nos lo devuelve tras las idas y venidas de sus lecturas. Y en el sentido de esa peripecia, vale anotar que la exquisita trama evade las tentaciones de la picaresca, aunque sobresale el recurso del juego con la misma. O sea, el autor juega con este género en aras de una complejidad dramática en la que se entreveran personaje y contexto, y donde el personaje no se verá atrapado en el nihilismo característico de los héroes de la picaresca, ya que la historia siempre se tensa hacia otras aristas narrativas.

De estos capítulos, que podríamos llamar peninsulares, destaca por su belleza y emotividad el dedicado a un afinador de laudes portugués. El viaje musical se despliega. El autor se revela, o se muta, en conocedor y melómano de delicado grado. El capítulo podrá asumirse como una guía para el disfrute de las principales obras para ese instrumento existentes en el siglo XVI. Todo eso sin menospreciar la propia historia del afinador, una epopeya de amor, delincuencia, desencuentros y afligida paternidad hacia la que se verá atraído el protagonista y de la que emergerá más sabio; perdida su virginidad.

Los avatares del Siglo de Oro y la bastante movida existencia de Juan, le permitirán tener noticias –en ocasiones fantásticas, más o menos reales en otras– de la gesta del Nuevo Mundo. Su sueño de encontrar su personal “potosí” estará a punto de abocarse a la realidad cuando su camino se cruza con el del hidalgo, vasallo de algún conde, amante de los mapas antiguos y nuevos, de la cartografía en sus dos versiones, la ficticia o la existente registrada, Lope de Alegría. Pero no solo se cruzan sus caminos y afinidades, sino que, al conocerse ambos, sellarán sus muy diferentes, a la vez que inseparables, destinos.

El citado encuentro será el detonante que el autor utiliza para introducir en su novela el cambio de escenario. Y pasada la pesadilla de la travesía del Atlántico, comenzarán las aventuras y desventuras del joven Juan y Lope de Alegría. Primero, a través del Caribe y, después, de la cordillera de los Andes peruanos a la selva amazónica donde, finalmente, conocerán a la tribu arandú, y en cuyos predios, el nacido pobre y aldeano fundará la ciudad de Nueva Anboto, de la cual será erigido monarca.

La tribu de los arandú –palabra que en guaraní significa sabio, inteligente– brotada de la imaginación de Iraegui, recuerda a otras muchas de las existentes, o extintas, en el Nuevo Mundo. El autor reinventa costumbres, geografía, cosmogonías, mitos originarios, hábitos políticos. Ellos, los arandú, salvarán la vida de los dos viajeros. Aceptados como nuevos miembros de la comunidad, el contacto con los europeos cambiará para siempre la vida y los destinos de la tribu. Hecho que nos permite resumir que estamos ante una obra en la que cada encuentro de sus personajes está signado de cualidades trascendentales. La aceptación de los dos europeos se traducirá de dos maneras muy distantes. Mientras Lope de Alegría es subsumido por la dinámica arandú -léase cultura, costumbres-, Juan primero intentará vanamente escapar de la jungla. No obstante, el azar y en parte el aburrimiento y la soledad, lo harán convertirse en ente colonizador o agente civilizador. Y aquí debemos entender por civilización la traspolación a la selva amazónica de la forma de vida europea en toda su expresión. O dicho con palabras de Iraegui: “A Nueva Anboto había llegado la civilización y había traído consigo sus regalos: las leyes, los castigos, la obediencia, las obligaciones, la burocracia, la vigilancia y el miedo” p. 216.

Es este último acto de la novela el que le imprime un aliento realmente contemporáneo. La escala de cómo la sociedad arandú deriva de la democracia primitiva hacia una monarquía que utiliza el miedo y la represión para legitimarse en el poder, opera de una manera bastante contemporánea, recuerda más a los regímenes totalitarios que a las monarquías absolutas a la usanza del siglo XVI.

Para esto Iraegui se basa, por una parte, en su experiencia personal de haber conocido, de primera mano, a través de la versión cubana, el funcionamiento de los estados totalitarios, y por otra, en el uso del conocimiento de cierto tipo de fábulas. El proceso en que los arandú sufrirán paso a paso la imposición de un poder represivo y controlador que certifica la consolidación del monarca y su élite en el poder, y que secuestrará a los arandú su estatus anterior, es parecida a la forma en que sucede con los buenos animales de Rebelión en la granja capitaneados por los cerdos y sus mastines. Es justo la tirantez de este conflicto que culminará en la rebelión contra el monarca y sus matones, el recurso mediante el cual el autor nos lleva hacia el final de la novela.

Un detalle exquisito de Los viajes sin fines el papel que juega en la obra el estandarte del emperador Carlos V que los arandú atesoran como su principal reliquia. El objeto, inexplicablemente aparecido en la selva en la que vive el supuesto grupo aborigen, adquiere connotaciones simbólicas inherentes al mundo arandú. Un pueblo en cuyos orígenes cosmogónicos el loro, en sus relaciones con el hombre arandú, juega un papel de gran trascendencia. Entonces, no es raro que la figura del águila bicéfala del monarca austriaco pase a formar parte del patrimonio arandú, y que facilitará, como veremos, la conexión de la tribu con el joven vasco y su acompañante Lope de Alegría. A este objeto Iraegui le dedicará el primero de los prólogos de su novela, el que recrea el viaje agónico de Francisco de Orellana por el profundo y extenso Amazonas.

Por último, quisiéramos volver sobre la idea de la originalidad de El viaje sin fin de Juan de Arrate, Señor de los arandú. Pues creemos que esta no solo queda demostrada con los numerosos discursos o juegos –limpios– con el lector, que exhibe o propone. Al final, la escritura también es vida, asistimos a las múltiples experiencias del autor, viajero en la música, en los variados conocimientos, en los contrastantes espacios. Experiencias trasmitidas mediante una erudición honesta y sin artificios. Y yendo más lejos, pensamos que El viaje sin fin… además de libro de viajes, de aventuras, de crónica y biografía apócrifas, es con todas las de ley una novela más latinoamericana que española –que escapa a las reglas y recetas de los best sellers seudohistóricos que colman los estantes de las actuales librerías–, relacionada a través de sutiles vasos comunicantes con toda una tradición literaria de primera línea y que redondean los viajes, literarios, en esta ocasión, del novelista Aitor Iraegui.

Montreal. Marzo de 2018