Lo que tendría que decir de Ahora imagino cosas (Random House, 2019) es que es un libro de relatos. Lo que menciona su campaña de publicidad es que es de crónicas. Sin embargo, tras su lectura, me queda claro que es un libro sobre Julián Herbert.
A finales del año pasado, durante la campaña de promoción, Herbert dijo algo que me brincó: “los lectores no son tus clientes; son compañeros de viaje”. La consideré una afirmación sincera y hasta cierto punto, válida. Pero luego de leer los ocho textos (de los cuales solo cinco parecen terminados), concluyo que no es así.
Para nadie son un secreto los modos obrajeros con que se conducen las empresas editoriales (y si son grandes, mucho peor). A ellos les interesa muy poco el proceso íntimo donde ocurre la literatura. Lo que buscan son páginas llenas de letras para convertirlas en libros que engorden los anaqueles de librerías y ferias.
Ahora imagino cosas se vende como un libro de crónicas. En apariencia lo es, pero al revisar la construcción de cada texto, vemos que son algo muy parecido al relato, a la ficción autobiográfica o al ensayo. Ni en la contraportada logra definirse su clasificación.
Hoy en día se ha vuelto más laxo el rigor con que se mide la crónica. Mientras algunos lo usan como un chilaquil donde pueden echar todo el sobrante de su producción. Para otros, es un género de ocasión que se permiten cada cierto tiempo. Eso ha propiciado pilas de libros vendidos como crónica, sin serlo. Todo indica que este género periodístico se ha convertido en un gran negocio. Si bien la crónica permite echar mano de otros géneros y exige un trabajo paciente, debe realizarse bajo dos premisas fundamentales en el periodismo: rigor y responsabilidad. Sin eso, el texto se convierte en un relato, un cuento o un mero debraye.
Desde el punto de vista narrativo hay poco que objetarle a Herbert. Cada texto (incluso, hasta los tres que parecen mero relleno) está construido con oficio. Quizá, el único pero sea ese tono quejinche del autor ante la vida, que le da a la prosa un aire plañidero. Lo anterior vuelve fome lo que pintaba fine.
Sin embargo, desde el plano periodístico cuarranguea más. Daré algunos ejemplos:
1.- Algunas de sus fuentes son de oficios tan desautorizados como los taxistas o meseros. Y digo desautorizados no porque sean trabajos indignos, no, sino porque los testimonios de este tipo de empleados se han manido a raíz del bombardeo noticioso, las redes sociales y mucha imaginación. De un tiempo acá, muchos editores rechazan un texto donde tus fuentes sean los antes mencionados.
2.- Antepone los recuerdos a la investigación de campo. Casi todos los textos provienen de los inexactos registros de la memoria (y también del Internet). Cualquier reportero profesional irá al lugar y platicará con los protagonistas. Para hacerlo, echará mano de al menos dos recursos para preservar su información. Herbert no indaga mucho sobre los temas que aborda, todo se reduce a pláticas superficiales, a evocaciones y en el mejor de los casos, citas de libros o documentos. Evade la reporteada, el rigor informativo y opta por adentrarse en su existencia. En varios textos, lo primero que pienso es ¿por qué no reporteó un poco más? (Ñoquis con entraña) ¿Por qué no siguió las pistas para ir un poco más allá? (El camino hacia Mazatlán). Si bien su formación no es periodística, un buen editor pudo haber hecho un mejor apalancado. Herbert se abraza al pretexto de que es “un periodista impuro, un escritor que está de paso en la ciudad”, posiblemente de manera profiláctica.
3.-Modifica testimonios. Consulté al menos a tres de sus declarantes y los tres manifestaron no haber dicho lo que Herbert escribió. Esto es grave. Si el autor no le tiene respeto a sus fuentes, no se lo tendrá a nadie. Si el tema fuera “La clasificación de las nubes de octubre”, una cita mal puesta no tendrían mayores repercusiones. Pero si hablamos de inseguridad, de narco, de lavado de dinero, hay que hacerlo con precisión médica. Cualquier palabra mal puesta pondrá en riesgo a un ser humano. Ejercer periodismo conlleva responsabilidad. Esto diferencia a un yutuber de un reportero; a un tuitero de un editor. A un escritor de un cronista.
En al menos tres ocasiones me he rehusado a ser fixer. Vivir en un lugar tan violento me obliga a moverme con cautela. Son muchos a quienes la violencia o la inseguridad los atrae. Vienen a estas tierras a escribir de ella como si se tratara de una atracción turística. Luego, volverán a su vida, a su ciudad. Creen que con pagarte por dos o tres días de trabajo uno está obligado a brindarles un lugar en primera fila para que atestigüen una ejecución, un tiroteo o mínimo, un avistamiento de hombres armados.
Y todo para que escriban lo que les da su rechingada gana, amparados en las “libertades” de la crónica. Hacen suya la vieja advertencia: “No dejes que la verdad te eche a perder un buen texto”.
Conocí a Julián Herbert en Chilpancingo cuando él era una promesa literaria, allá por el año 2003. Unas semanas antes (o quizá después, para que vean que la memoria es inexacta), Letras Libres lo había mencionado como la pluma joven a seguir. Lo de la revista de marras nos tenía sin cuidado. Lo que nos asombró, a un grupo de mozalbetes que por aquellos años soñábamos en que la literatura salvaría al mundo, era su nivel de lecturas y su cultura general que usaba a diestra y siniestra en las conversaciones.
Me obsequió su poemario El nombre de esta casa (Tierra Adentro, 1999) y seguí (junto con aquellos mozalbetes que, con el tiempo nos convertimos en cñores) sus libros de poesía, cuento, novela y ensayo.
Con Canción de tumba (Mondadori, 2011) me pareció que alcanzaba un nivel narrativo sobresaliente. Equilibró su músculo poético, su inmenso bagaje literario y una dolorosa historia. Cautivó a la crítica y a muchos lectores de habla hispana. Ya fue traducida a varios idiomas.
Actualmente, Herbert tiene un lugar entre las figuras de la literatura mexicana. Parafraseando a Chris Offutt , aún no se le debe el respeto de la vejez, pero ya se le niegan las excusas de la juventud. Por ello, desanima que, con tanta experiencia el nacido en Acapulco haya traído un libro con tales imprecisiones.
Tampoco diré que todo es caos. No. En Ahora imagino cosas hay lapsos sostenidos de esa prosa clínica y erudita. Pero en vez de permitir su libre flujo, Herbert insiste en trazar el vínculo con sus anécdotas personales. Tim O’Brien afirma que la literatura sirve para unir el pasado con el futuro. Herbert lo hace al revés: se empecina en unir el futuro con el pasado. Con su pasado. Su lectura me lleva a pensar que no se pretende construir una obra, sino una figura. Y el mundito literario ya está lleno de ellas.
Como epílogo debo aclarar que admiro a Julián Herbert. Pero esa admiración me obliga a escribir con sinceridad. A Julián le debo una parte de mi alma por haber cantado Huracán junto a Las Madrastras; por el poema Autoretrato a los 27 y por la más fabulosa lectura de poesía que he presenciado en mi vida, ocurrida en Acapulco en agosto de 2010.
También diré que el mejor texto es el último: La leyenda del Fiscal de Hierro. Libre de adendas sobre la vida de Herbert, el relato abunda en la vida de Salvador del Toro Rosales. Muestra investigación, abreva en muchísimas fuentes, rastrea datos, mapea información y demuestra un asombroso manejo del tema. Es una lástima que esté al final, porque al llegar a él, nos queda la corcoma de que igual y el autor imagina cosas o solo quiere que compremos el libro.
Julian Herbert, Ahora imagino cosas, Random House, México 2019, 168p,
@balapodrida