Leer era una cosa valorada en esa casa, y escribir también. Ya cumplidos los nueve o diez años, tenía yo cierta facilidad para escribir, y eso era muy festejado por mis padres; supongo que la “facilidad para escribir” debía ser en buena parte facilidad para imitar la idea de buena escritura de los adultos y borronear algunos esperpentos entre sentimentales y sentenciosos. Sea como fuere, allí estaba yo, confiado en mi temprana habilidad y alegre de ser aprobado por ella. Pienso ahora que a mi padre le hubiera gustado escribir: tenía una hermosa letra, amplia y clara, y es probable que, como tantos niños, yo me haya hecho cargo de un deseo paterno que andaba dando vueltas por ahí. Otra circunstancia que quizás haya contribuido a mi devenir escritor es la temprana frustración de otra vocación que parece que tuve, la de físico atómico. Eran los años en que campeaba la amenaza de una guerra nuclear: pues bien, con unas maderitas rescatadas por ahí y unos alambres fabriqué una bomba atómica y la presenté a mis tíos y unos primos muy mayores que tenía; cuando me pidieron explicaciones acerca de cómo funcionaba aquello, ni corto ni perezoso me puse a garabatear en un pizarrón una cantidad de detalles “técnicos”. En las semanas siguientes, cada vez que hubo una reunión familiar aquella socarrona asamblea se reunió para pedirme más datos sobre la bomba, hasta que caí en la cuenta de que se estaban burlando de mí. Me enojé tanto que decidí no inventar más nada, o por lo menos no mostrarlo, y como sabía que si andaba por ahí con maderas y alambres insistirían en que les dijera qué estaba fabricando, me limité a una actividad que parecía más segura: escribir en un cuaderno algunas fórmulas y planes secretos, luego frases copiadas o inventadas hiperconvencionales, y quizás, no me acuerdo, algún poema. Obviamente, estaba tan lejos de escribir algo “mío” como de hacer un artefacto nuclear, pero trasladé mis sueños de un lado al otro y por lo menos no me molestaron más.
Mientras tanto, seguía yo leyendo horas y horas, así que en algún momento me cansé de Verne, Dumas y Salgari, y empecé a leer todo lo que me llamaba la atención de la biblioteca de mis padres: a los once años leí a Pearl S. Buck, Tifón de Conrad, un par de novelas de Hemingway y una de Graham Greene; a los doce El retrato de Dorian Gray y el teatro de Anouilh, Sartre y O. Henry; aún no debía tener trece cuando me tragué el tostón del Jean–Christophe, de Romain Rolland, algo de Stefan Zweig, La Guerra de los Mundos de H.G.Wells y quién sabe cuántas cosas más. De todas aquellas lecturas, en el patio de mi casa, bajo una parra de uva criolla, me queda el recuerdo agridulce de unas horas gloriosas y otras de un gran aburrimiento; a menudo también una gran desazón porque se me escapaba el sentido de las cuatro quintas partes de todo aquello. Sin embargo, no lo podía soltar: de los libros surgían grandes misterios, cosas que no entendía pero tampoco quería preguntar; no palabras desconocidas (al fin de cuentas siempre podía ir al diccionario), ni referencias históricas, que no me importaban; lo que me partía la cabeza eran conductas y sentimientos extraños, paisajes existenciales que me resultaban incomprensibles: ¿por qué los personajes no disipaban tal o cual equívoco, se angustiaban, u odiaban, olvidaban o amaban? Lo más maravilloso de aquellos libros estaba, creo ahora, en que no habían sido escritos para mí. Y eso es la literatura, ¿no? ¿Escribió acaso el Dante para nosotros, o tenemos que cambiar de cabeza para poder leerlo? Yo sentía ese vago reclamo de ser otro, y desde luego me resultaba infinitamente más atractivo que la obligación de ser yo mismo en una casa pequeña de un barrio bastante apartado del centro de Buenos Aires. La televisión había llegado a casa cuando yo tenía diez u once años y me apasionaba, igual que las historietas, pero los libros de la biblioteca de mis padres eran otra cosa, un mundo que, porque me halagaba menos, me tentaba más, o me tentaba de otro modo.
Después llegó el colegio secundario, la adolescencia, etc. Yo seguía siendo considerado y considerándome a mí mismo dotado para la escritura, y ejercía ese supuesto don en las revistas estudiantiles, en los exámenes de literatura, en poemas a las chicas de las que me enamoraba. La invención de una trama no me tentaba para nada; la revelación instantánea de verdades y emociones que la poesía prometía, sí: otra vez, quizás, el deseo de la súperbomba, de algo capaz de barrer con todo.
A esa altura la facilidad para escribir, adornada por mis voraces lecturas de infancia, podría haberse transformado en un obstáculo serio para ser un día un escritor, si no hubiera sido contrastada con nuevas lecturas que llegaron con la primera juventud. Algunas funcionaban y otras no; me gustaba Pavese y lo imitaba, los beatniks y los imitaba; por ese camino, creo que iba de cabeza a un punto muerto; en cambio Lewis Carroll, Jarry, Breton, Blaise Cendrars, no había forma de impostar esas voces, lo que me pedían era una inventiva, un punto de azar y descentramiento, exactitud y sinsentido, una mezcla de reglas y dejarse ir. Proponían atención a los sueños, a los encuentros casuales de palabras, a lo que está en los bordes de la imaginación, en su zona menos controlada, al impulso de la escritura “sin filtro racional”: procedimientos de los que surgieron unos primeros textos que no eran gran cosa pero apuntaban, creo, a algún lado. Ya tendría tiempo para ser hábil; para empezar yo necesitaba un punto de partida, y el punto de partida no podía ser yo mismo, que era un adolescente a la vez demasiado apasionado y demasiado racional. Para acercarme a algo propio, necesitaba apartarme de mí; necesitaba un punto de arranque que de algún modo estuviera protegido de mis limitaciones y mis “habilidades”: el surrealismo, o el mundo que el surrealismo me descubrió, me dio ese punto. Después vendrían otras tentaciones, otras historias: pero, bueno, justamente, esa es otra historia.