Las anatomías paisajísticas de Izuky Pérez Hernández

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Va siendo ya lugar común asociar a Izuky Pérez Hernández a la fotografía de desnudos, a los llamados portafolios, a las imágenes de quinceañeras… Si bien se ha ganado un reconocimiento notorio de que como artista no desprecia nada o casi nada —no limita su lente—, la atención vuelve hacia él porque entiende la cámara y, con ella, activa los espacios habitados, la ciudad que sin moradores cobra vida o mejor, la deja ver sin aspavientos.

En principio, con el desnudo, Pérez Hernández se ha sabido detener ante el cuerpo como paisaje. El desnudo es obsesión, memoria, deleite. Previamente a un recorrido, toda desnudez implica por lo menos un detenerse personal para recordarse o saber ser mirado por el otro. El otro es a ratos uno mismo que se logra distanciar para intentar la propia aceptación. Una mirada más ajena no implica siempre el cuerpo del deseo de una juventud codiciada o, en el peor de los casos, sobrevalorada. Hay un instante, no sé sabe cuándo, que la alarma psicosomática aparece acompañada de la curiosidad estética.

Al tener como premisa el cuerpo como paisaje, el arte de Izuky se expande. Pues sabe que al individuo no conviene entenderlo fuera de un contexto. Es verdad que sus desnudos incurren adrede (y muchas veces) en cierto anacronismo: las geografías corporales suelen desentenderse de nacionalismos. Y el artista hace bien en revalidarlo. Pues al ser humano hay que prestarle la atención que merece. No es el centro del universo. Izuky Pérez Hernández, sin adscribirse a una línea de clasificaciones metafísicas —no le interesa—, crítica, sin embargo, a un tiempo los excesos y descuidos del sujeto contemporáneo. Ni más ni menos. Es por ello que Izuky necesita explorar la ciudad como ese paseante —el flâneur— que el argentino Sergio Chejfec aseguró, hace no mucho tiempo, que ya había muerto.

Una vez que Pérez Hernández se detiene a registrar la ciudad asume en primer lugar lo que es elemental y a veces se soslaya o se descuida. Para fotografiar la ciudad es preciso comprender las cualidades de lo paisajístico urbano, a diferencia de lo que supone es el paisaje campestre o marino, contenido en lo natural pero sin ser rigurosamente cuestión del medio ambiente. Que este último contribuya a su variación a ojos vistas del hombre, no le resta clase a lo que es: creación humana. No es caprichoso que, con sus fotografías de paisaje urbano, Izuky recuerde a Georg Simmel: “La naturaleza, que en su ser y sentido profundo nada sabe de individualidad, es reconstruida por la mirada del hombre que divide y que conforma lo dividido en unidades aisladas en la correspondiente individualidad paisaje”.

La ventaja que tiene la naturaleza sobre la construcción paisajística lo recuerda Martin Glaz Serup cuando alude a la indiferencia del campo ante el fotógrafo. Porque, personificándose, se apena por al artista que acaso se exalta porque cree conquistar un motivo. Ello no sucede cuando alguien como Izuky Pérez Hernández mira a la ciudad y esta se deja penetrar. Pero ya no como alegoría sino cual vestigio de una confusión, cuando no de un eclecticismo estilístico porque, admitámoslo, esta capital es más que la ciudad de las columnas, revelando un no sé qué de lo que tiene, a fin de cuentas sigue teniendo estilo. Estilo ya de la casi completa ausencia de un elemento que hay que imaginarlo, si fuera el caso de no poder recurrir al registro fotográfico de antaño. Las cosas que no son por su presencia lo son entonces —y no siempre a duras penas— por su ausencia.

Pero llega Izuky y fija su lente para no buscar siempre la imagen edulcorada del folclorismo ni las veleidades de lo pintoresco. Hay ciudades que les retoñan las imágenes hermosas sin recurrir a sus artistas. No precisan ser reiteradas en postales como cuando Woody Allen por ejemplo nos quiso vender tarjetas de España en Vicky Cristina Barcelona. A pesar de todos los pesares, la belleza de La Habana persevera en esa rara mixtura a medio camino entre las desapariciones y cuanto (se) resguarda. Pues abriga a quienes la viven y se abriga a sí misma hasta donde puede. De ahí ese lente generoso y espontáneo que refleja la ciudad tal cual es. Alguien pudiera criticarle a Izuky una suerte de paisaje urbano benévolo y hasta festivo que choca con la imagen de una ciudad que ya no es ni será la de antes.

Ninguna urbe puede desvivirse por lo que fue. La ciudad moderna es reflejo de su presente. Su supervivencia depende más de cuanto proyecta que de cuanto recuerda. Esa caligrafía tridimensional, a la que la fotografía contribuye, nunca representará la totalidad de lo que sufre, deja de ser o gana un enclave cultural de la notoriedad de una ciudad cosmopolita como La Habana. Las anatomías paisajísticas de Izuky Pérez Hernández muestran y evocan el colorido y los caracteres de un paisaje urbano diverso por lo monumental moderno, el art decó, el barroquismo, todos esos neos y hasta el kitsch que no siempre pactan para bien en lo que concierne al paisaje urbano.

Si bien los conceptos de paisaje y paisajismo se relacionan, no son equivalentes. Cabría asociarlo primero a la obra de arte pictórico, la llamada pintura del paisaje. Pero, desde hace un tiempo hacia acá, el concepto se ha ampliado. Paisajismo es también intervención humana a fin de crear parques y jardines. Es un arte que se emparenta con el urbanismo y hasta exige, en el fondo, urbanidad. El paisajismo asimila el concepto más primario de paisaje en calidad de extensión de un terreno. Pero está mediado y acaso armonizado por la variedad de paisajes que parecen comprender exclusivamente el centro y la periferia. De registrar más de un centro y sus periferias se ha encargado Izuky Pérez Hernández.

Qué manera de testificar lo humano sin cometer el delito de reiterarlo.