Traducción de David Noria
El siguiente extracto proviene del libro ¡Queremos tanto a Julio! del poeta francés Éric Sarner, traducción de David Noria, publicado por La Cartonera, Cuernavaca, 2023. Agradecimientos a Dany Hurpin por el permiso de esta reproducción.
Ahí estoy sobre la carretera de Forcalquier, en mi autobús. Cada tanto acaricio con los ojos el paquete de mis libros que Jean Orizet me hizo preparar en el boulevard Saint-Germain. Quiero a Orizet, caluroso, astuto y siempre con corbata de moño. Cada vez que nos vimos (raras veces, en total), nos hicimos reír. Dicho esto, me parece que siempre me vio un poco desde arriba –y conozco a otros, y no lejos, que lo hacen con menos franqueza, pero a ellos los contemplo con mi culo mientras que jamás miré a Jean Orizet por allí–.
Y entonces, mi paquete, mi pequeña maleta, mi ingenuidad, mis presunciones y yo avanzamos sobre la nacional 100. La próxima parada es Apt, todavía en Vaucluse, una pequeña ciudad encantadora que riegan no menos de cinco ríos. No me contengo de citar sus nombres: Calavon, Dôa, Riaille, Marguerite y Rimayon. Apt posee una rica historia y casas en lo alto que datan del siglo XVI, cuando se situaba a los animales abajo y a los hombres encima.
Apt, donde el autobús hace parada por algunos minutos, el chofer bajándose a fumar un cigarrillo en el sol, yo impaciente de llegar.
Algo pasa entonces en la orilla de uno de esos ríos de los cuales hablaba. Miro por la ventana; allá en el estacionamiento, un grupo de gente alrededor de una combi Wolkswagen; y un hombre más alto al centro, cerrando su vehículo. ¿Lo conozco o no? No lo conozco personalmente, pero lo conozco. Esa alta estatura, esa barba… ¿Cómo se lla…? Cortázar, Cortázar, ¡Julio Cortázar! Ignoraba en esa época que Julio poseía una pequeña casa en Saignon, a cuatro kilómetros de Apt, pero sabía de su gusto por la región, sus fastos naturales y sus misterios. Cortázar, el hombre de Rayuela, el autor de Historias de cronopios y de famas, el loco del tango y de Buenos Aires.
No podía dejar pasar la ocasión. ¿Pero iba a correrle detrás? Por otra parte, el chofer ya había terminado su cigarrillo y el autobús debía partir. ¿Qué hacer? ¿Qué hacer de este encuentro, de este cruce de caminos con un escritor que admiraba mucho? ¿Qué hacer de este azar? Julio no podía conocerme, pero yo sentía que debía moverme, yo, joven escritor recién publicado. Debía de alguna manera identificarme.
Este impulso organizó sin duda mis acciones siguientes. Abrí el paquete de libros, tomé uno por la garganta, rayé algunas palabras en la contraportada agregando mi dirección, deslicé el ejemplar en un sobre que ciertamente había puesto allí para eso y, dirigiéndome al chofer: “¡…Una urgencia! ¿Me puede esperar unos segundos? ¡Gracias…!”
Y bien, escuchen…
Desciendo, corro a la combi.
Julio y el grupo se han alejado en dirección al centro de la ciudad.
Me acerco a la combi, la observo de una manera casi fetichista, me parece.
No sé qué voy a hacer y lo sé.
Tomo con la mano uno de los limpiaparabrisas, lo levanto.
Deslizo el sobre por abajo, entre el cristal y la escobilla.
Y corro al autobús.
Voilà. Está bien.
El máximo de lo que podía hacer.
De regreso en Saint Michel, desembalaba mi paquete de libros y deglutía con A. generosas copas de champaña. Sobre la terraza, en el aire y sobre la piel, la primavera venía.
Releí uno o dos cuentos de Julio Cortázar, después dejé de pensar en ese ejemplar de mi libro, obviamente olvidado en Apt sobre el vehículo de un genio argentino sin duda muy ocupado.
Dos semanas pasaron.
Una carta llegó muy pronto, puesta en el correo en Saignon, que recopio aquí tal cual, en una misma ola de inmodestia y de tierna amistad:
Querido Éric,
Gracias por Monos, y gracias por haberme ofrecido su libro de una manera tan conmovedora para mí. ¿Sabe usted que subí de Apt a Saignon sin darme cuenta de que su mensaje estaba fijado sobre el parabrisas? Es casi milagroso que el libro no se haya caído, dada la naturaleza del terreno, los trompicones y las curvas. Pero no, ahí estaba y bruscamente lo noté una vez en mi casa. Eso es la poesía después de todo: algo que aguanta. Y la suya, creo, aguanta por muchas razones, por una fuerza que estalla en cada línea, por un extraño impulso (¡tan raro en Francia en estos tiempos retóricos o neorretóricos!). Me parece muy comprensible que un hombre como Delteil se haya expresado como lo ha hecho en su introducción. Incapaz de seguir hasta el límite su recorrido para mí demasiado vertiginoso, siento sin embargo la corriente oculta o visible que atraviesa su poesía. Gracias una vez más por habérmelo regalado, tal vez un día podremos conocernos (de la otra forma, la de la mano tendida y la jarra de vino) y que hablaremos de este mundo –el suyo y el mío– que no es común.
Suyo, J. C.
Una carta como esta te deja patidifuso, casi avergonzado. Pero como de todo, uno se recupera. De donde esta audacia hoy, casi cuarenta años después, de mencionarla. Lo hago como se revisita un bello recuerdo que nos da un poco de fuerza y mucha emoción.
Poco después, A. y yo partimos a hacer un tour por la Provenza. Queríamos ver Saint Paul de Vence y en particular pasar a la Fundación Maeght, sus increíbles riquezas y su jardín extraordinario. Y llegó la hora de refrescarse. Hay gente en la cafetería, pero pasamos. ¡Y al fondo la espalda de un hombre que no puede ser sino Julio Cortázar! ¿Con quién estaba? ¿Ugné Karvelis, que lo había ayudado mucho a hacerse conocer entre nosotros y se había convertido en su esposa? ¿Alguien más?
Seguramente todavía no Carol Dunlop, la última compañera de su vida. Me acerco, suavemente le toco la espalda, sonríe y nos conocemos, de la otra forma, la de la mano tendida y la jarra de vino blanco.
Hablamos. Y entre otras cosas de un miná del Himalaya, que estaba ahí cerca de nosotros, a quien alguien acababa de enseñar a silbar La Marsellesa, una ocurrencia como ésa, porque se anunciaba la visita próxima a Maeght del presidente Pompidou. Medio serio, muy cortazarianamente, Julio exclamó muy fuerte para que todos escucharan: “¡Pero es la Internacional la que hay que enseñarle!”.
Mantuvimos trato. Y un poco más tarde por cartas y postales cruzadas también, porque América del sur se estaba convirtiendo un teatro muy sucio en esos años, y Julio, que sufría mucho de esa situación (¡qué no se ha dicho en Argentina sobre su supuesta falta de compromiso!), viajaba allá cada vez más.