La casa de las palomas

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Del tiempo que estuve en el estado de Chihuahua, permanece el recuerdo de Delicias y, también, muy cerca de ahí, el de Lázaro Cárdenas, donde me gustaba caminar debido a la intensidad del sol en las calles, haciéndolas casi blancas, y también por la sensación de que en esa localidad el desierto mantiene su carácter indómito, con esas retamas dolientes y los espinos sepultados en la arena, y que, en conjunto, producen la sensación de desamparo y extravío. Allí, sentado en un parque trazado en forma de rombo, abrumado por el calor, compraba paletas y miraba el paso de las personas, todas de carácter apaciguado, silenciosas, con gestos y andar muy serenos, de tal manera que parecían pertenecer a otro tiempo, a uno muy antiguo. Y yo, que tenía el sol en la cara, que estaba mareado por el calor, me sentía hundido en el letargo, y la gente y las calles se me presentaban envueltos en una bruma ardiente. Por la tarde tenía para mí, ya en la carretera hacia Ciudad Delicias, por el lado del río San Pedro, por donde se ve el puente que cruza las vías del tren en dirección a Meoqui, a los huisaches que no crecieron lo suficiente para alcanzar la arrogancia, pero que para la gente simbolizan su desafío al desierto.

En Delicias conversé con los dueños del “Hotel del Norte”, quienes mencionaron que Jesús Gardea se había instalado no hace muchos años ahí mismo, en compañía de algunos amigos. Ignoraban que ya había muerto. Tampoco tenían noticias de su trabajo literario. Preguntaron mi procedencia y se sorprendieron. “El trabajo de Jesús debe ser muy bueno como para que usted venga hasta acá”, dijo la señora. Ambos pertenecen a la generación de Graciela, hermana mayor de Jesús, y asistieron a la escuela primaria junto con los hermanos Gardea. Me contaron lo que ya sabía: que el padre de Jesús ―a quien apodaban, para desencanto del narrador, “El sordo Gardea”― tenía como negocio una tlapalería, la única en Delicias, donde niños y muchachos compraban, entre otras cosas, materiales para la escuela. “¿Quiere saber dónde es?”, preguntó la señora. Al día siguiente, muy temprano, me llevó por algunas calles hasta el centro de la ciudad y me detuvo frente a una tienda de ropa. “Aquí vivió Jesús”, dijo. Claro, no obtuve más que desconcierto. La señora no recordaba mucho a Jesús Gardea. “Él se fue de aquí muy niño, después de que a su padre lo mató una pulmonía que le sobrevino cuando se puso a remover la nieve que cubría su casa. No me acuerdo muy bien de Jesús; cuando él entró a la primaria yo ya estaba en el último año, junto con Graciela, a la que no podré olvidar nunca porque era muy guapa, la más linda. Pero de Jesús no me acuerdo mucho. En la época en que yo era novia de mi esposo, todavía chamacos, Jesús iba a la casa de él y hacían pesas juntos”.

Una tarde pregunté si había alguna localidad o caserío semejante a Delicias en su época de fundación. “No, no hay nada parecido”, dijo la señora, moviendo la cabeza muy segura; lo más cercano que había al respecto era una pintura que tenía en la sala de estar del hotel. Se trataba de una acuarela, no muy grande, y en ella aparecía una fila de chozas instaladas en el desierto, se podría decir improvisadas en ese lugar, ajenas al paisaje, y también la sombra inclinada de un solo hombre. Por las tardes, después de caminar por Delicias, Meoqui o Lázaro Cárdenas, volvía a la sala del hotel para mirar la acuarela. Me parecía que la pintura estaba en comunión con el trabajo de Gardea, que ilustraba su narrativa, y muy pronto la integré a mis lecturas de sus libros. De pronto recordé Soñar la guerra. Salí de la habitación y busqué a la señora. Barría alrededor de la alberca. Le dije que Jesús Gardea escribió de un levantamiento fallido. “Oh, sí, lo quería llevar a cabo un hombre muy amigo de mi papá, Emiliano Laing. Era un hombre franco, muy honesto, de mucho valor. La noche antes de morir y de que el pueblo lo traicionara, vino a casa a ver a mi padre y le entregó unos documentos que quería se ocuparan de ellos. Pero este pueblo no tuvo el coraje para entenderlo y acompañarlo. Qué va, si aquí el único valiente era él”, dijo. Las sombras delgadas de los bonetes se movían sobre la alberca.

Más tarde dejé Delicias para instalarme en Ciudad Cuauhtémoc. Guardo los paseos con un viejo amigo por el centro de la Ciudad de Chihuahua, y si todos los días realizaba el mismo viaje de ida y vuelta a Cuauhtémoc, con el pretexto de saludar una vez más a mi amigo, era tan sólo para ver de nuevo las flores amarillas y rojas bajo el cielo abierto, bajo una columna de luz que describía las montañas y que apenas las mordía para revelarlas distantes, paralelas a la carretera, estáticas también, y las flores eran las únicas que se movían, todas rítmicas al viento: se iban junto con el aire, desaparecían detrás de  una loma, y reaparecían tan pronto como las había añorado. Por la madrugada, apenas amanecía en Cuauhtémoc, tomaba el autobús a La Junta. Y ese mismo paisaje de flores que ya reconocía y al que me había acostumbrado, desaparecía minutos después y daba paso a las montañas, al frío, a la coloración blanca de la niebla que brotaba encima de los pinos. Ahora había flores amarillas, también las vías del tren y el propio tren lento y torturado por la inclinación de las colinas. La carretera avanzaba para señalar el espacio abierto, y ante mí se abrían kilómetros de sembradíos de manzanas. En La Junta desayunaba burritos y después caminaba por las vías del tren hasta la antigua y abandonada estación del ferrocarril, que ahora sirve como casa para palomas; más arriba, en lo alto, aparecía la Sierra. Iba por el camino de las vías y pisaba flores amarillas y arbustos cristalizados por el sereno. Mientras caminaba, hombres a caballo se detenían para platicar conmigo. Hablaban del invierno y de la nieve que, dicen, cubre sus casas, los encierra a ellos y mata las cosechas. También había hombres que a esa hora ordeñaban vacas o araban la tierra y que me daban los buenos días desde muy lejos y con la mano en alto.