Yuri Herrera. De resquicios históricos y tesituras

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Well, I’ve walked these streets
In a carnival, of sights to see
All the cheap thrill seekers vendors and the dealers
They crowded around me

 

Have I been blind have I been lost
Inside myself and my own mind
Hypnotized, mesmerized by what my eyes have seen?

Carnival, Natalie Merchant

 

Yuri Herrera, La estación del pantano, Periférica, Cáceres, 2022, 192 p.

Que Yuri Herrera es ducho con la lengua, lo sabemos; que sabe observar y leer en derredor, también; que recurre al archivo para eludir el olvido, lo vimos con El incendio de la mina El Bordo (Periférica, 2018); que puede mezclar todo lo anterior sin equívocos, lo constatamos en La estación del pantano (Periférica, 2022).

En su reciente publicación, el escritor acude de nuevo al archivo, pero esta vez aprovecha los resquicios de la Historia para imaginar y construir los casi dieciocho meses de Benito Juárez en el exilio –por voluntad del dictador Antonio López de Santa Anna–, inicialmente en Europa vía La Habana, pero que por giros del destino termina en Nueva Orleans.

A través de la indagación y la imaginación, Yuri Herrera (Actopan, 1970) dispone ante el lector temas, problemas y comportamientos que podríamos considerar añejos pero que, vistos bien de cerca, descubrimos recurrentes en los países. Acaso piedras de tropiezo duras de librar porque parecen parte de los territorios mismos y sus habitantes.

Uno de los valores del texto, sin embargo, reside en que su autor explora y explota sus obsesiones: el lenguaje, el encuentro con el Otro, las fronteras y la migración, sumados a la admiración por una ciudad tan caótica, llena de trampas y sorpresas –algarabía, sabores, colores, humores y horrores– como Nueva Orleans. Ciudad revelada por el deambular de Benito, hipnotizado lo mismo por las calles y sus ruidos que por las personas y sus músicas.

 

Obsesiones

1) Si como lectores tenemos preferencias temáticas, los escritores cargan no sólo con las suyas sino con obsesiones que, una vez hallado su estilo, se encargan de cultivar. Es el caso de Herrera en sus ya seis publicaciones con Periférica, pues todas convergen en la experimentación de usos, mutaciones y traducciones de las lenguas.

En La estación del pantano, el autor persiste en exprimir el lenguaje por mero placer, en torcerlo y hacerlo decir cosas negadas a otros pero que el lector entiende a la perfección. La persistencia de este autor es la de quien es capaz de detener el tiempo hasta articular, a placer, idea y registro: “Y las veces que pedía pedía sin rogar; nunca rogaba, no rogaba ni cuando decía Le ruego en un documento oficial, esos que no son papeles vivos, sino lápidas de grosor milimétrico cinceladas en una lengua que nadie habla y en una gramática altanera. Los papeles muertos están para funenariar la vida, para crear la ilusión de que puede ser contenida y archivada”.

De forma tal que hallamos barrios con “menos blanquitud, más coloritud, muchos robles robleando despreocupadamente, como con las manos en los bolsillos mientras ven la gente pasar”. Y así, entre una cosa y otra, entre lo que dicen los personajes y lo que piensan, entre los olores pestilentes o cautivadores, leemos sobre una ciudad más familiarizada con el caos –cercana a esa estampa de población variopinta y precaria anticipada por Kennedy Toole–, acaso más parecida a las latinoamericanas y menos a las del “gran” norte.

Qué decir de eso que “sonaba a francés, pero como mejorado, como desprendido de un diccionario y puesto a pasear”, de los lenguajes desconocidos para el protagonista “que necesitaba otro idioma para entender lo que veía tanto como lo que escuchaba”, de la música y las ajenas formas de sonreír, de los silencios.

De pronto, el lector se descubre bajo la misma hipnosis que Benito, maravillado con las formas de nombrar, con el movimiento y la vida de ese pantano, pero también paralizado por los peligros del clima y horrorizado por el sometimiento de humanos deshumanizados.

El personaje desconocía la sofisticación de la esclavitud con que se encontró: antes de esos años ignoraba la existencia de Commodities agents encargados de cerrar tratos y lavar la mugre del negocio “de manos”. Porque comerciaban “manos”, pertinente sinécdoque ante la apariencia que debía prevalecer. En ese país no corrían los tiempos de antes; la esclavitud y los látigos habían sido sustituidos por refinadas formas, que igual mantenían el sistema lacerante y rentable, pero bajo camuflaje. (Faltaban algunos años para la guerra de Secesión.)

Las historias, constatamos, son las de siempre. Cambian nombres, actores y climas, pero el pie sobre el cogote de unos sobre otros, la esterilidad de algunos respecto del resto, es la de costumbre: “–No sabíamos ver de lejos; no les vimos los colmillos hasta que ya nos estaban mordiendo. Igual que ustedes. ¿Ustedes ya aprendieron?”. ¿Acaso aprendimos?

Entre 1853 y 1855, el Benito liberal que la Historia de México conoció después como presidente tiene sus primeras revelaciones: la necesidad de la gente de “algo propio”, de tierra, y la igualdad ante la ley, “terrible […] sin fueros ni excepciones”.

 

2) Dejar tierra y parentela, por el motivo que sea, obliga al encuentro con el Otro; a descubrir y sorprenderse, soportar y ceder ante formas disímiles y, en ocasiones, despreciables; a callar y esperar, discernir y aprender, a veces a imitar; invita a la observación, el análisis, la paciencia y la prudencia.

 

3) Sin importar la época, ¿qué tan distintas son las historias de migrantes?, ¿cuánto varían los motivos para emprender el trayecto?

En su ensayo Los niños perdidos, Valeria Luiselli consigna el cuestionario de admisión para menores de edad indocumentados que cruzan solos la frontera norte de México; la pregunta número uno es “¿por qué viniste a los Estados Unidos?”. Desde las primeras páginas, apenas baja del paquebote, al Benito de Herrera le plantean variantes de esa misma pregunta, porque en el fondo siempre se cuestiona el afán de estar ahí. Más de siglo y medio antes que los niños de Luiselli, pero rondando los cincuenta años de edad, Benito contestaba de corrido, aunque sin mayores certezas que los menores.

Lo que encuentra una vez en este territorio es un crisol de experiencias donde va a tientas, conociendo el pestilente pantano que a alguien se le ocurrió habitar, topándose con esa gente extraña, blanca, blanqueada, Creole, creole (porque hay diferencia), libre de color, esclavo de plantación, esclavo de ciudad –imposible evitar pensar en las mezclas de castas en la Nueva España: mestizo, castizo, zambo, mulato, morisco, coyote, cholo–, en la que sin distinción encuentra un férreo pulso por conservarse con vida. Porque a eso se reduce la existencia, a sobrevivir aun a costa de otros.

A Herrera, al narrador y al personaje –en ese orden y en sus diferentes planos–, no se les escapan los detalles ni se les desvanecen los contornos, al contrario, perciben y comunican el humor de la ciudad y su gente, y el desafío que los excesos de ambas representan para el resto del país narrado. Después el lector hará su parte, leerá la historia a contrapelo, atará (o desatará) los cabos necesarios. Mientras tanto, Herrera sigue el rastro de las palabras, alcanza su tesitura habitual y deslumbra, aunque sea a expensas de nuestras miserias.