Una llama inmortal

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Paul Auster, Stephen Crane, La llama inmortal, México,

Seix Barral, 2021, 1040p.

 

Al hablar de Paul Auster pensamos inmediatamente en La trilogía de Nueva York (1986), esa tripleta formada por La ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada. La obra con la que más se reconoce a este autor. Aunque él mismo lo ha mencionado en varios escritos autobiográficos, la maduración de su obra se dio cuando lidió con la muerte de su padre en La invención de la soledad (1982), libro que comenzó a escribir poco tiempo después de haberse enterado de su fallecimiento. Dentro de la literatura contemporánea, tal vez él sea el autor más representativo de la gran manzana. En esta ocasión Auster no se centra tanto en sí mismo, sino en otro escritor prácticamente desconocido para el mundo de habla no inglesa: Stephen Crane.

Sin embargo, al hablar de Crane, Auster termina hablando de sí mismo nuevamente. Él nunca menciona de manera directa la relación estrecha, por decirlo de alguna forma, entre los dos autores; ambos son oriundos de Newark, Nueva Jersey. Tal vez esto sea lo que haya detonado en primera instancia la curiosidad por abundar en la obra del casi olvidado Stephen Crane. Existe una obra de este autor que aparece entre los grandes clásicos de la literatura norteamericana, mientras que el resto de su creación ha desaparecido del panorama literario. Auster, inclusive, menciona que dicho libro se incluía dentro de las lecturas obligatorias en las escuelas de Estados Unidos, a él le tocó leerlo cuando era estudiante sin tener idea de quién era Crane. Pero después fue descatalogado de las escuelas. La obra referida es La roja insignia del valor (1896).

Stephen Crane llegó a ser un autor valorado en su época, es decir, a finales del siglo XIX. Su vida trágicamente truncada a los 28 años de edad por una tuberculosis no permitió averiguar si él sería una de las grandes luminarias de las letras norteamericanas de la primera mitad del siglo XX, o sólo quedaría como una joven pluma brillante a la que se le agotaría el talento en la madurez. Y es que, para muchos, fue incomprendido desde el principio. Auster menciona que ya poseía un estilo mordaz desde sus inicios, poniendo como ejemplo un texto que publicó, a los 19 años, en los diarios New York Tribune y Syracuse Daily Standard, de los que era corresponsal: Enormes chinches en Ondonaga. En donde inventa una nueva especie de chinches gigantes que por su tremenda profusión logran ocasionar que un tren detenga su marcha.

Unos pocos años después con Maggie: una chica de la calle (1893) Auster ya encuentra muestras claras de la calidad literaria del joven escritor; sin embargo, esa primera novela fue injustamente menospreciada por la crítica. Parece ser que se enfocó en denunciar las supuestas malas compañías que seguramente el autor frecuentaba y que lo hacían escribir sobre temas deleznables y sórdidos de las clases bajas. Es decir, criticas moralinas y mojigatas que se olvidaron de revisar las cualidades literarias del texto. Tres años después no sucedería lo mismo con la publicación de La roja insignia del valor (1896).

Henry Fleming es el nombre del protagonista principal de este drama que toma como centro la guerra civil norteamericana. Precursora en cierta medida de Lo que el viento se llevó de Margaret Mitchell, pero escrita cuarenta años antes, La roja insignia del valor carece, afortunadamente, de ese romanticismo melodramático que sí posee la obra de Mitchell. Ese es el gran acierto de la novela de Crane, su narración resulta descarnadamente neutral; en todo momento evita hacer cualquier juicio moralista entre el norte y el sur, apenas si logramos enterarnos, a lo largo de las poco más de cien cuartillas, de que Henry Fleming es un soldado de la Unión. Pocos son los atisbos que va regando el autor a lo largo del texto; la guerra es el verdadero desafío que deberán enfrentar ambos bandos, y para cada uno de ellos, el contrario resulta tan aguerrido y atemorizante sin saber al final de qué lado de los combatientes terminará por inclinarse la balanza. La calidad poética de la narración junto con el desarrollo del personaje principal, quien no resulta mucho más joven que el autor al momento de escribir la obra, le valieron el reconocimiento de la crítica en su tiempo; y hasta el momento se le sigue considerando como la gran novela de la guerra civil norteamericana. Tomando en cuenta que el resto de las grandes narraciones de este periodo histórico se produjeron a lo largo del siguiente siglo.

Paul Auster describe cómo, a lo largo de su corta vida, Crane siguió conservando el reconocimiento de la crítica por esta obra, además de que lo escrito después no demeritó la calidad de su pluma, sin embargo, nunca obtuvo ni la fama ni el éxito económico que buscó con tanto ahínco. El biógrafo abunda en todos los aspectos de la vida de Crane, rellenando con literatura, como novelista que es, los lugares no hay más remedio que imaginar el cómo fue, a diferencia de la investigación exhaustiva que cuando no encuentra evidencia de algún hecho prefiere no mencionarlo o dejarlo en suspenso. Auster opta por la suposición, por ponerse en los zapatos de Crane y suponer cuál debió de haber sido la decisión más probable del joven escritor. Si en su obra anterior 4 3 2 1 (2017) Auster nos regaló un palimpsesto de múltiples historias alternativas en donde incluye algunas anécdotas clave de su propia biografía en momentos importantes del desarrollo de sus personajes, aquí las suposiciones en torno a la vida de Crane sirven también para enriquecer la complejidad de este personaje. Su preocupación constante por la simple subsistencia: había días en los que Crane no sabía en dónde pasaría la noche. El hambre como motor de la escritura, vender el texto a alguna publicación para poder conseguir comida, la figura constante de Crane en harapos como símbolo de su pobreza. Condiciones que desde un principio Auster va encaminando para hacer una suposición en común con el lector: las condiciones de pobreza facilitaron la muerte por tuberculosis en un individuo tan expuesto como Stephen Crane. Esto no quiere decir que Crane haya sido un debilucho. En sus apenas 28 años de existencia acumuló una gran cantidad de vivencias que cuando menos logran que el asomarse a su biografía resulte una experiencia interesante.

Crane fue amigo de Teddy Roosevelt, quien quedó maravillado con el talento de La roja insignia del valor, pero posteriormente terminaron siendo enemigos ante las constantes críticas de Crane a la policía de Nueva York mientras Roosevelt gobernaba la ciudad, situación que llegó hasta los tribunales. El escándalo de Dora Clark, una prostituta que acusó a unos policías de la ciudad de abuso de autoridad y extorsión, no hubiera alcanzado ningún reflector de no ser porque Crane decidió defenderla, dándole voz a alguien que las buenas conciencias mojigatas de la sociedad creían que no tenía por qué tener voz alguna. Fue aquí donde una vez más se ganó la persecución y el escarnio de su propia figura. Con la mala fama a cuestas volvió a encontrarse en una situación sumamente precaria; perdió el empleo y se sintió amenazado por la policía de la ciudad, a la que acusó, incluso, de irrumpir en su departamento de manera ilegal. Terminó huyendo de la ciudad embarcándose a Cuba como corresponsal de guerra para cubrir la independencia de aquel país. Pero, no sólo abandonó la ciudad, también dejó a su mujer, una tal Amy Leslie, con quien ya tenía un hijo.

H.G. Wells, Joseph Conrad y Henry James también fueron buenos amigos del joven autor, y es que Crane terminaría viviendo en Inglaterra al lado de su última mujer: Cora Taylor, la administradora de un burdel en La Florida. Juntos, lograron conseguir una vieja casona en ruinas: Brede Place, a la cual miraban con ojos de enamorados, ya que nadie más encontraría belleza en esas habitaciones semiderruidas. Quién sabe si fue la premura por iniciar una vida juntos al otro lado del Atlántico o la necesidad económica lo que los obligó a mudarse a Brede Place en la peor época del año; durante el crudo invierno, cuando hacía más frio y la casa se encontraba sin calefacción y con muchos desperfectos como para ser considerada humanamente habitable. No obstante, Stephen Crane se las arreglaba para mantener un ritmo de trabajo en aquellas condiciones que ya presagiaban su trágico fin.

Si Robert Musil clausuró una época con El hombre sin atributos, la extinción del Imperio Austrohúngaro, el Imperio perdido. La muerte de Crane clausuró la posibilidad de un gran autor para la primera mitad del siglo XX, no sólo eso, le vedó a él mismo la posibilidad de experimentar todo lo que nosotros consideramos cotidiano e historia contemporánea. En palabras de Paul Auster:

 

 

Nacido el día de los difuntos y muerto cinco meses antes de su vigésimo noveno cumpleaños, Stephen Crane vivió cinco meses y cinco días en el siglo XX, deshecho por la tuberculosis antes de haber tenido ocasión de conducir un automóvil o contemplar un aeroplano, ver una película proyectada en pantalla grande o escuchar la radio, un personaje del mundo del caballo y la calesa que se perdió el futuro que aguardaba a sus pares, no solo la creación de aquellas máquinas e inventos milagrosos, sino los horrores de la época también, incluida la aniquilación de decenas de millones de vidas en las dos guerras mundiales. Fueron sus contemporáneos Henri Matisse (veintidós meses más que él), Vladimir Lenin (diecisiete meses mayor), Marcel Proust (cuatro meses más) y escritores norteamericanos como W.E.B. du Bois, Theodore Dreiser, Willa Cather, Gertrude Stein, Sherwood Anderson y Robert Frost, todos los cuales vivieron hasta bien entrado el nuevo siglo. Pero la obra de Crane, que rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él, fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar como el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita.

 

 

En Brede Place observamos a un hombre intentando ser feliz. Trabajando en su despacho mientras asume las responsabilidades hogareñas junto a su esposa, recibiendo a sus amistades como un buen anfitrión y, sobre todo, disminuyendo a la enfermedad, haciéndola menos, como un invitado no deseado, pero al cual no pueden echar de la casa, y quien cada vez va cobrando mayor protagonismo dentro del hogar.

Cuando el final es inminente, los amigos comienzan a despedirse. El recuento de los hechos es desgarrador. Crane fallece el 5 de junio de 1900 en un sanatorio en Alemania al que habían acudido en un intento desesperado por salvar lo insalvable y donde Cora solamente terminaría endeudándose. Joseph Conrad lo visitó en Alemania, y posteriormente, le relataría a su esposa que su muerte era impostergable y que sólo había consentido el viaje hasta aquel lugar por complacer a su mujer; él hubiera preferido morir en su casa.

La pobreza una vez más hizo acto de presencia, el funeral de Stephen Crane fue muy deslucido y la funeraria contratada en Inglaterra lo veló dentro de un compartimiento en un patio destinado a las caballerizas, en los otros espacios había caballos, en el sitio en donde yacía el féretro de Crane habían sacado a los animales para darle cabida al ataúd. Cosa curiosa, Paul Auster refiere que la dirección de la funeraria en Londres era muy similar a la de la casa imaginaria de Sherlock Holmes, en este caso, en el número 82 de Baker Street.

H.G. Wells relata que no tuvo el valor para asistir al funeral de Crane en Londres, no quiso ver el cuerpo inerte de su amigo, prefería recordarlo como fue en vida, después de todo, muerto, ya no era él. Henry James al enterarse de su muerte exclamó todo su pesar y la pérdida que significaba para la literatura la ausencia de un escritor tan joven y talentoso.

Por último, la faceta de Stephen Crane como poeta. La obra poética de Crane tiene la misma importancia que su obra narrativa según el propio Auster. Considera que War is kind que es su poema más importante. cita a John Berryman quien lo considera uno de los poemas líricos más notables del siglo. Si Do not go gentle into that good night de Dylan Thomas es un poema que nos estremece como una dulce caricia fría de la muerte, como si nos abrazara para acomodarnos en su frío y oscuro regazo. War is kind es el abrazo de aceptación de la guerra, un helado y desolador manto que extiende hacia sus hijos combatientes para arroparlos, para cobijarlos, a la vez, que un consuelo de aflicción dirigido a los seres queridos de aquellos combatientes.

 

La Guerra es buena

No llores, doncella, que la guerra es buena.

Porque tu amante alzó las frenéticas manos al cielo

Y el espantado corcel siguió corriendo solo,

No llores.

La guerra es buena.

 

Retumbantes, roncos tambores del regimiento,

Almas menudas sedientas de batalla,

Estos hombres nacieron para marchar y morir,

La misteriosa gloria se cierne sobre ellos,

Grande es el Dios de la batalla, grande, y su reino…

Un campo donde yacen mil cadáveres.

 

No llores, niño, que la guerra es buena.

Porque tu padre cayó en las trincheras amarillas,

Rabió en el pecho, jadeó y murió,

No llores,

La guerra es buena.

 

Veloz, centelleante bandera del regimiento,

Águila con cresta de rojo y oro,

Estos hombres nacieron para marchar y morir.

Muestrales la virtud de la carnicería,

Que conozcan la excelencia de matar

Y del campo donde yacen mil cadáveres.

 

Madre de corazón prendido como humilde botón

En la espléndida y radiante mortaja de tu hijo,

No llores.

La guerra es buena.