Dos crónicas

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Requerimos cuatro mil dólares

Pienso en aquellos que deben encontrar en

sí mismos, algo después del desencanto”.

Balzac

Hace unos días, un poeta granadino me llamó para comunicarme su interés en publicar mi manuscrito. Lo había enviado a un par de editoriales meses atrás. Tras la alegría inicial, las presentaciones y algunas anécdotas, elogió mi libro hasta las sospechosas alturas de la invención. ¿Tendrá algún interés oculto?, pensó el impostor que habita en cada uno de nosotros. Y no es que desconfíe de los halagos sino de su desmesura. Sé muy bien que no soy Celan ni Mayakovski. Ni, gracias a Dios, pretendo serlo. Sin embargo, mi ilusión fue más fuerte, y ahuyentó la sospecha como quien espanta una mosca. Continué escuchando:

Llamé a las oficinas centrales de la editorial y ya sabes cómo es la burocracia española. Para el tiraje de mil quinientos ejemplares, se necesitan doce mil dólares de inversión [sic]… Tener a nuestra gente en las ferias de México y España… Y como es tu primer libro con nosotros, requerimos cuatro mil dólares como aportación tuya para la publicación”.

Tenía razón el pequeño impostor. Y la mosca, bienvenida, volvió a posarse sobre mi nariz.

Después del silencio, regresó a la carga: mira, tu libro estará en la colección negra, junto a Charles Simic, Philip Levine, Mary Oliver… (y aquí hizo desfilar a un montón de gringos muertos ganadores del Pulitzer). Olvidó mencionar que, alrededor de esos nombres, aparecen cuatrocientos desconocidos haciendo guardia en el catálogo. Justificación matemática por la que no organizan presentaciones.

Podrán imaginar mi desconcierto. Hasta el momento, mi obra se resume en un libro de narrativa y algunas antologías de cuento, donde ningún editor me ha cobrado por publicar (tampoco me han pagado todas las regalías pero esa es otra historia). Así que desconocía por completo si en el ámbito de la poesía eran afines a los modelos piramidales de la economía de mercado.

Desanimado, le dije que lo pensaría. No quería parecer pobre (cerraría la puerta) ni rico (abriría un portón y me pediría pagar toda la colección), sino genuinamente clasemediero: no tengo esa cantidad, tal vez en un par de meses. Y debo consultarlo con mi mujer porque (en este paréntesis inventé varios gastos apelando a su misericordia editorial). No hubo forma. Desde luego, contestó, en una semana la editorial te enviará el contrato. Piensa que cuando yo comenzaba, mi abuela me ayudó con lo económico, fue su velado consejo antes de despedirse.

Me quedé solo y aturdido. Ignoraba esos territorios. Incluyendo la propensión de las abuelas andaluzas por el mecenazgo. Y poco a poco, como un rumor que crece, recordé el ascenso y caída de Lucien de Rubempré en el mundo de las letras: símbolo del desencanto que supuso la mercantilización de la poesía tras la revolución francesa. Se trataba de Las ilusiones perdidas, de Balzac (1837), donde la literatura se reduce a mercancía de cambio y los editores lucran con la ingenuidad del escritor. Dos siglos más tarde, sin haber aprendido nada, me encontraba en una variación paralela.

Quise averiguar si aquello de “invertir en tu carrera poética”, como lo llamó el granadino, era algo común. Aunque hay poco escrito al respecto –fuera de la novela del francés o del Martin Eden de Jack London (1909)–, parece ser una práctica habitual tras bambalinas. Por suerte, un amigo poeta me aconsejó con sensatez: “cada quien gasta su dinero como quiere, pero con una mano te muestran nombres conocidos y con la otra te la meten (aquí se cortó un poco la llamada) en el bolsillo. Cuando un editor cree en tu obra, lo correcto es que asuma los costos de publicación, pues está apostando por tu trabajo”.

Y es que el método es fascinante. Estas editoriales han comprendido, con una desvergonzada hermenéutica moderna, que la ilusión es más lucrativa viva que muerta. Balzac revisited. Aprovechemos la ilusión de los poetas antes de que la olviden en una banca del parque. Ya no se trata de rechazar manuscritos, sino de absorber autores en un catálogo infinito, sin criterio literario, sólo contable. Ante esta inversión del orden, los poetas han dejado de preocuparse por la negativa editorial: ahora aprenden a sobrellevar la fortuna de ser publicados.

Y no dudo de las buenas intenciones del granadino, pero a estas horas de la noche ya no se distinguen de las malas. Honestidad y negocio son un uróboro imposible de discernir. Y en el que prefiero no dejarme envolver. Quizás peco de purista. Pero van quedando pocos lugares que defender donde todavía se puede ser pecador. Al final, como escribió Ignacio Vidal-Folch: lo que cuenta es la ilusión.

Al recibir el contrato de la editorial (donde, de nuevo, resucitaban a la comitiva gringa para darme la bienvenida), el sentido del ridículo se apoderó de mí. Pensé, a la manera de Sei Shōnagon, en un listado de cosas más interesantes en las que gastar cuatro mil dólares: un curso intensivo de paracaidismo; un implante de dientes de oro; un detector de fantasmas; un bolígrafo que sólo escribe en gravedad cero; el Transiberiano (sin alimentos); la primera edición de Pedro Páramo y te sobra cambio, etcétera…

Respondí el mail con caballerosidad. Gracias por el interés en mi obra, no cuento con esa cantidad, por lo que debo rechazar su oferta. Mientras tanto, mi manuscrito retornó a la espera del cajón y el señor granadino continúa ofreciendo su modelo de negocio piramidal. Sin embargo, lo que realmente quería contestar, con menos explicaciones y mayor precisión, era lo siguiente: vayan y chingen a su madre. Saludos cordiales.

José García Antonio: el alfarero ciego

Por un momento, suspendamos las noticias. Les ofrezco, en cambio, una ciudad invisible. A pocos minutos de Oaxaca, un fabuloso bestiario desfila por el patio de un artesano: rostros que escupen flores, niñas que alargan sus cuellos hasta las nubes, pulpos cuyos tentáculos se tornan en los cabellos de una joven, hornos que cantan, sirenas infinitas, mujeres que se convierten en cactus, en una oscura versión zapoteca de la Dafne de Bernini; hombres mazorca, pies como floreros, pechos para beber mezcal, osos que montan pescados, pescados que se transforman en macetas, minotauros guitarristas y la ligera celebración de la vida, las bodas, el mar y la pareja.

Se trata de una galería de figuras silenciosas, obstinadas, ajenas a la grandilocuencia, comprometidas con un destino íntimo, modesto y a la vez monumental. No es el taller de un artista, sino el santuario de José García Antonio (1947), un artesano ciego que –entre nopales, gallinas, vasijas y recogimiento–, ha construido un universo propio en barro.

Hace veintitrés años, un glaucoma diagnosticado tardíamente le arrebató la vista. Dos meses le duró la incertidumbre. Cuando su hermano, para animarlo, le pidió un burrito, descubrió que la memoria y el tacto se habían agudizado, y desde esos territorios podía esculpir. Su mujer, Santa Reyna Teresita, se encargó de finalizar los detalles, los ojos, las pezuñas, las escamas. Como en “El colombre” de Dino Buzzati, lo que parecía condena se convirtió en su llamado, en su rasgo distintivo como artesano. Y, en efecto, como él mismo sentenció: “perdí la vista, pero no la vida”.

Desde entonces, la oscuridad se ablanda entre sus manos, abandona su imposibilidad. Sus dedos moldean las sombras que, dóciles, ceden su inconsistencia, su bruma, hasta adquirir las tibias dimensiones de una silueta, un animal, un semblante, una sirena, que luego serán maduradas en el fuego del horno. Son formas que provienen de las estancias de la memoria, de los relatos que le contaba su mamá sobre Las mil y una noches. Una vez cocidos, esos recuerdos se pueden tocar, palpar, contemplar. Cada escultura que emerge hasta la superficie es un fragmento traído desde lo invisible. Por esa razón, en la región lo conocen como “Manos que ven”.

El maestro alfarero viste camisa morada, pañuelo rojo al cuello, pantalón de faena y botas de hule. Un sombrero amplio corona el rostro, marcado por el sol, la paciencia y el oficio. Su voz es suave, dulcísima y hospitalaria. Habla como quien rememora. Y sus manos, contrario a lo que podría pensarse, mantienen una humedad natural, como si el barro formara parte ya de su propio cuerpo.

Su horno –donado por altruistas japoneses– guarda en su revestimiento una mitología doméstica: el agua, el fuego y la tierra como elementos demiúrgicos. El primer ídolo que concibió: un Cantinflas de barro. Un cielo nocturno inundado de sirenas donde en el centro aparece su mujer, a quien llama con dulzura “princesa Magnolia pechos de oro”, y quien mora en cada una de sus esculturas.

No hay cálculo académico en sus creaciones, sino una humilde determinación. Tampoco hay teorías críticas ni posicionamientos políticos, sino trabajo. No habla de arte ni le interesa el ruido cultural. Autodidacta, moldea el barro con la misma naturalidad con la que un árbol da sombra. Esta sencillez se manifiesta en las tiernas facciones de sus figuras. A diferencia de otros artesanos, las expresiones no son barrocas sino inocentes, casi infantiles, a la manera del aduanero Rousseau. Esta ingenuidad orgánica revela lo auténtico de su oficio. Y, al igual que le sucedió al pintor francés, es su mayor virtud, pues lo salva de la astucia, ese artificio tan celebrado en nuestra época.

José García Antonio es un pulso inquebrantable, una vocación sin desvío. Está envuelto en esa aura mística que evoca a personajes como Ferdinand Cheval, aquel cartero que durante más de treinta años recogió piedras en su ruta postal para construir su Palacio Ideal; al hombre que plantaba árboles de Jean Giono, que transformó un páramo en un bosque (y los lectores buscaron en vano); a Séraphine de Senlis, esa mujer nocturna que pintaba guiada por voces celestiales; al profesor universitario y su devoción por la enseñanza en Stoner, de John Williams. Estos personajes –reales o ficticios, da igual– han sabido mantener una convicción callada, ajena al espectáculo. Y gracias a ello, sus creaciones han nacido a pesar de sus circunstancias históricas y sus íntimos infortunios.

De vez en cuando, en todas las épocas, aparece un hombre como José García para recordarnos lo esencial, la tradición, el respeto, la dedicación y el amor. Las cosas importantes de la vida que hemos olvidado, confundidos por los pretextos, el mercado y las teorías. Por suerte, comparte su sabiduría y tenacidad con cualquier persona que lo visite bajo una máxima que cuelga a la entrada de su casa: “vivir es de valientes”.

El trabajo de este matrimonio se ha extendido a la estirpe García Mendoza. Sus hijos han aprendido y continuado el oficio de alfareros. Las creaciones de Sara, Esther y José Miguel se mezclan en este inventario de zoología fantástica que pueblan el patio de su casa, en San Antonino Castillo Velasco. Lo que comenzó como un gesto silencioso, es hoy un legado: su esposa, hijos, incluso nietos, todos moldean ese barro como si no fuese arcilla roja, sino la viva memoria de su padre.

Gabriel Martínez Bucio (Uruapan, Michoacán, 1989) estudió letras en la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México, y creación literaria en la Universidad Pompeu Fabra. Se graduó del máster en Estudios literarios hispanoamericanos en la Universitat de Barcelona. Obtuvo el premio nacional de ensayo Punto de Partida (UNAM) por su trabajo sobre Macedonio Fernández. Ha colaborado en Letras Libres, Animal Político, The Barcelona Review, Periódico de Poesía y Temporales (NYU). Es autor del libro de crónicas ficticias Vidrios en el parque (La equilibrista, Barcelona, 2018), obra por la cual fue incluido en Primeras letras, el podcast de Letras Libres dedicado a autores emergentes hispanoamericanos.g