Hay sentimientos que germinan en ciertas personas; pero en otras tantas es como si cayeran en tierra estéril. Unas palabras de aliento pueden ser un bálsamo reconfortante o una cursilería estúpida en oídos de un ser mallugado por la hostilidad pedestre de la vida. Hasta las historias necesitan de oyentes con una mínima calidad humana para ser apreciadas. Esto lo contemplé en un círculo de amigos, después de no vernos por un largo tiempo.
Algunas amistades son el resultado de combinaciones entre personas. Recuerdo que gracias a Ñañiel, conocí al Gringonita y al Sarnas, y por esos tres, al Pieko. De no ser por ellos, Pieko y yo jamás hubiéramos compartido la mesa, porque en realidad nunca nos caímos bien. Pieko me resultaba de una intensidad desagradable. Él afirmaba que podía besar a cualquier hombre en la boca sin miedo, porque tenía plena seguridad en su orientación sexual: “Si no me quieres besar, es porque tienes una homosexualidad latente”. Yo le dije que era innecesaria tanta maroma discursiva para salir del clóset, si él quería besarse con hombres, que lo hiciera y dejara tanta palabrería absurda. A pesar de que los otros respondían de manera más tajante y mordaz a esos desfiguros, el Pieko lo tomaba personal conmigo. Quizá, al ser yo el nuevo integrante, buscaba marcarme la línea y dejar clara mi condición de intruso en aquel círculo.
A Ñañiel lo conocí a mediados de la carrera, cuando estudiaba la licenciatura en literatura. Él era estudiante de filosofía y dirigía el cineclub. En una reunión de estudiantes de la facultad, quité la desastrosa música y puse Weasels ripped my flesh de Frank Zappa. Me senté a jugar dominó y los demás rezongaron; pero él celebró mi elección. Ñañiel resultó ser un conocedor musical altivo y pedante. Cuando me tocó jugar contra él, puso a prueba mi bagaje musical y pude demostrarle que yo no era un presuntuoso impostor, sino un verdadero amante de Zappa. Tardamos un tiempo en dejar atrás las hostilidades, debido a que los dos éramos personas sin filtros y decíamos las cosas como las pensábamos, sin tacto, ni sutilezas, sólo franqueza pura y dura: “Necesitas un cinturón octavo dan en humor para entender tus bromas”, dijo una vez Ñañiel al entablar nuestro primer contacto amistoso y descubrimos que nos hacían reír las mismas cosas que el común de la gente las consideraban meras irreverencias.
Después de tres años de relación, Ñañiel me invitó a pasar un fin de semana con su familia en Aguascalientes. Ahí conocí al Gringonita y al Sarnas ―uno era estudiante de ingeniería electromecánica y el otro en sistemas―. Ellos dos también tenían esa hostilidad en la expresión de su juicio y el mismo tono de humor mordaz de Ñañiel. El del Gringonita era más próximo al insulto y tenía el chip gringo de creerse bully. De padre menonita, en realidad no lo era, tan sólo parecía güero de rancho, de Encarnación de Díaz para ser más exactos, lugar también conocido como La Chona, y madre estadounidense. De la unión de estos gentilicios surgió el sobrenombre de Gringonita. El mote del Sarnas era porque al estresarse tenía brotes de neurodermatitis. Iracundo y nunca bien ponderado, era un ser que podría iniciar una pelea con cualquiera con el que estuviera en desacuerdo en cuestión de segundos. A pesar de sus altos y bajos, llegaron a ser entrañables amigos.
Al Pieko lo conocí en una fiesta en Aguascalientes. Dijeron que llegaría un amigo y que me caería muy bien. La reunión transcurría con nuestros comentarios en torno a Joe’s garage de Frank Zappa, y la amena apreciación de los tres discos de esa magna obra se interrumpió con la llegada del Pieko: “¡Quiten esa música de drogadictos!”, gritó y propuso tomar el control del estéreo. Tuvo tres strikes: Joan Manuel Serrat, Joaquín Sabina y Silvio Rodríguez. Para establecer un espacio neutral, pusimos a Radiohead y la tertulia transcurrió sin más desacuerdos.
El Pieko, mayor que nosotros, estudiaba medicina en la UNAM y propinaba consejos no pedidos sobre salud y cuidado personal. Nuestro mórbido gusto por las películas de terror gore le brindaba un espacio de protagonismo a las aportaciones de él. Nos relataba casos extraños que veía en la facultad de medicina. El ímpetu que le inyectaba a sus historias me era difícil de ver. En algunas partes él mostraba un exceso de sensibilidad y con un histrionismo estrafalario nos empujaba a forzados ejercicios empáticos alrededor del dolor de los pacientes o personas que sufrieron aparatosas muertes. Al ser unos chamacos veinteañeros, no queríamos intimar con ese drama ajeno, sino divertirnos irresponsablemente cual lectores de nota roja; pero el Pieko siempre quería mostrar esa vibra compasiva, es decir, moverse con la pasión del otro, de ese que llegaba a un consultorio o la morgue.
Al terminar la universidad, Ñañiel, el Sarnas, el Gringonita y yo, afrontamos la bienvenida a la vida real con la crisis del graduado. Ya no éramos esos jóvenes que podían llegar a clases sin dormir después de una larga borrachera. Ese paréntesis estaba cerrado y encarábamos la resaca de sentirnos inútiles, sin un futuro atractivo para proveernos un digno sustento. Hubo una temporada en la que Ñañiel pasaba algunos días con mi familia y otros en la que yo iba con la suya. Estuvimos casi dos meses así, sin separarnos y condoliéndonos en nuestra desolación. El Pieko, al haber terminado la carrera mucho antes que nosotros, no estaba en esas aguas oscuras, sino en unas muy distintas. Teniendo el mejor promedio en la facultad de medicina de la UNAM, eligió dar prácticas en la clínica del sector más conflictivo de Ciudad Nezahualcóyotl.
Megadeth o Megamuerte, como le decía Ñañiel, abrió fechas para tocar en la Ciudad de México. El Gringonita, el Sarnas, Ñañiel y yo compramos boletos para el viernes. El Gringonita expuso nuestra blandeza social y carencia de tacto con la vida real; ergo, nos juzgaron de fresas delicados. Este juicio surgió porque no quisimos entrar al hostil y malicioso slam del concierto de Megamuerte: “Pinches jotitos”, dijo el Gringonita con sus ínfulas de matoncillo. Él sí entró y salió con la boca ensangrentada, cual herida de pueril guerra. Aunque era normal detectar en su robusta y guerorranchera apariencia una gran ira contenida, desconocíamos el alza en los niveles. Lo vimos recibir más puñetazos y patadas de las que tiraba; pero era intensa la necesidad de nuestro amigo de permanecer en ese zarrapastroso walpurgis.
El Pieko no pudo asistir porque estaba de guardia; sin embargo, aprovechó que estaríamos por ahí para invitarnos a un baile en Ciudad Neza. Aseveró que no correríamos ningún peligro, porque él era un personaje muy querido y respetado en la comunidad. En efecto, no mentía, fuimos escoltados hasta la fiesta con hombres fuertemente armados, que en realidad eran vecinos que les tocó cubrir un turno como elementos de seguridad en el baile de la colonia. Al ir introduciéndonos en aquella vorágine marginal, no dejé de pensar en lo estúpido que era meterme ahí por cuenta propia. Echarse para atrás no estaba sobre la mesa, debido a que nuestra empobrecida hombría, ante los ojos del Gringonita por rehuir del slam del concierto de Megamuerte, pendía de un hilo. Ahí íbamos, cuatro güeritos y un asiático que parecían animalitos rumbo al sacrificio en ese baile en Ciudad Neza.
Yo identifiqué que algo cambió en Pieko, porque ya no era el joven que decía pendejadas como la de besar hombres para demostrar que estaba seguro de ser heterosexual; él se había convertido en un hombre dispuesto a entregarse por completo a los demás. Envidié esa plenitud en ser dadivoso y el encumbramiento que esto le otorgaba en dicho lugar. Una mecha de suspicacia danzaba dentro de mí, similar a esa satisfacción que puede encontrarse al descubrir el verdadero rostro de la Madre Teresa de Calcuta. Por más que nosotros quisimos desenmascararlo, nuestra naturaleza ruin y desconfiada se encandiló ante la luz de una genuina alma generosa.
Uno de los hombres armados dijo que estaba viviendo horas extras, porque el Pieko le había salvado la vida. Recibió varios impactos de bala y gracias al Pieko pudo contarla. Una mujer se acercó con un niño en brazos y con un gran orgullo nos lo presentó: “Gracias, doctor, por no dejarme morir ese día y así pude conocer a mi hijo. Le puse su nombre, Gamaliel”. En ese día supe que Pieko se llamaba Gamaliel y fue imposible que yo no me burlara al estar solos los cinco.
Era mi primera vez en un baile de un barrio tan peligroso. La gente desbordaba alegría y desde lejos se veían las cabezas de las estatuas de la Santa Muerte y San Judas Tadeo moverse con las personas que las cargaban en los brazos al ritmo de las cumbias rebajadas o sonidero. En aquel movimiento cuasi tribal, llenamos termos con pulque e intentamos no provocar la ira de nadie. El Pieko se dejaba apapachar por cualquiera que quisiera hacerlo y mostraba un profundo agradecimiento. Parecía líder de una secta. Los regalos le llovían y, por ende, alcohol no nos faltó.
En un pequeño piso, arriba de la clínica donde atendía, nos recostamos en unos colchones que le habían prestado para recibirnos. Era la primera vez que dormiríamos juntos los cinco. Sentí esa emoción infantil similar a las pijamadas. Recordé las veces que me quedaba con amigos, los padres de la casa afectada por la infestación de niños ordenaban pizza de más y jugábamos videojuegos hasta caer rendidos. El Pieko estaba drenado, sin una gota de energía; sin embargo, bastante satisfecho y pleno por haber ofrendado su tiempo y presencia a esas personas: “Me gustó mucho este baile… hubo saldo blanco”, pronunció agotado, con la espalda recargada en la pared y los ojos cerrados. Quizá había llegado a esa lánguida calma existente en la línea fronteriza entre la embriaguez y la vulnerabilidad del cuerpo rendido por el cansancio. Una lucidez en aquella elocuencia expresándose por la boca de él hizo que nos viéramos obligados a escucharlo en silencio, expectantes a la siguiente frase del Pieko: “En la fiesta pasada hubo varios heridos de bala y un hombre con la mano cercenada por un machetazo”, al mencionar eso, yo me sentí de nuevo como un pequeñuelo ante un adulto resabiado.
―¡No mames, Pieko! ¿Por qué mierdas decidiste hacer tus prácticas en este pinche cagadero? ―preguntó Ñañiel preocupado.
―Por la experiencia de campo que iba a ganar, esto sería imposible en un hospital fresa como el Español ―el Pieko abrió los ojos para enfocar la respuesta en Ñañiel.
El Gringonita siguió tomando hasta confesar que no volvería a ver a su padre. Relató una extraña historia sobre una recogida en el aeropuerto. La madre del Gringonita quiso sorprender al señor, a pesar de que varias veces dijo que no pasaran por él, y los más sorprendidos fueron ellos al enterarse que el padre del Gringonita tenía una segunda familia: “El muy cabrón también tenía dos hijos que se llamaban igual que nosotros: Jorge y Luis”, en esa parte comenzó a llorar. Me ganó el cansancio y no pude escuchar más tiempo. Exhausto y ebrio, cerré los ojos sin saber lo que seguía; pero sabiendo la razón sobre el alza de la ira contenida en él. Antes de entrar a la etapa más profunda de sueño, escuché algunos puñetazos en la pared y sabía que se trataba del Gringonita. Los demás sí escucharon el drama familiar completo.
Antes del alba, llegaron primero los pacientes de urgencia que los cantos de las aves: Un niño descalabrado; un albañil con fractura expuesta; tres hombres congestionados por el alcohol; una muchacha al borde de la muerte por un aborto clandestino mal realizado; un señor con una severa peritonitis y más desafortunados seres que no dejaban de entrar a la clínica. Pieko bajó al llamado de estas pobres almas y cabalgó ese torbellino de calamidades. Había doctores con mayor jerarquía ahí; pero el Pieko se conducía con una autoridad que jamás le vimos en nuestros ambientes etílicos. Juntó a unos médicos recién llegados a las prácticas y los subió a una vieja suburban acondicionada como ambulancia: “A este no lo podemos atender aquí y morirá si no es llevado a un hospital”, escuchaban con atención las instrucciones del Pieko y sin chistar nos subimos en los coches de los familiares que irían detrás de la camioneta: “Oigan, a veces hay días así de movidos. No los podré atender y será mejor que tomen este aventón que los acercará a la central camionera”. Íbamos ahí, siguiendo a un enfermo que corría el riesgo de llenarse por dentro de mierda si se le reventaba una tripa.
Al haber contemplado las entrañas del lugar que pisábamos, no quisimos aventurarnos y tomamos un taxi de sitio. Habíamos dejado la camioneta en la casa de una tía del Sarnas que vivía en San Ángel. De camino de regreso, comentamos sobre nuestras impresiones acerca del Pieko. Por su personalidad, creíamos que exageraba las historias y, después de verlo laborar en plena gloria, fue claro que era real lo que nos contaba. Como aprendizaje personal me quedó: jamás volver a Ciudad Neza y que el Pieko comenzó a recorrer una ruta que cada vez lo alejaría más de nosotros.
Después de tener algunos trabajos mal pagados para mantenernos ocupados y evitar dar una mala imagen a nuestros padres, al estar perdiendo el tiempo en casa, nuestros caminos cobraron un segundo aire hacia un horizonte igual de incierto; pero sosegado con la apertura de un periodo de relativa certidumbre. Ñañiel y yo entramos a una maestría; el Sarnas dejó el trabajo de ingeniero en sistema cuando fue heredado en vida y comenzó a estudiar historia en la UNAM; el Gringonita consiguió un trabajo en Bosch y, por último, el Pieko ganó una beca para estudiar la especialidad de neurocirugía pediátrica en una prestigiosa universidad en Estados Unidos.
Organizamos una fiesta para despedir al Pieko. Ñañiel y yo seguíamos siendo los mismos irreverentes de siempre. Al tener una convivencia más frecuente, el ritmo y refinamiento de nuestras bromas llegaron a un punto muy alto y los otros se sintieron fuera de contexto. El Sarnas ya no era tan rijoso y mostraba un carácter suavizado por las humanidades. Discerní esto en la sensibilidad en los comentarios que hacía, cargados de una conciencia social inexistente en él hace mucho tiempo atrás. Había regresado de un viaje a Brasil y con emoción narraba las aportaciones de Paulo Freire en la educación de las favelas. Algo cercano al fulgor fraterno brillaba en él, discernible en la forma en que nos contó la pobreza que había atestiguado en sus viajes y el necesario acompañamiento en las comunidades marginales que viven en el total abandono. El Gringonita sólo amplificó la vileza ordinaria que anunciaba su ya añeja hostilidad: “Bola de pendejitos, yo ya estoy ganando más de cincuenta mil pesos al mes. Si sigo así me ascenderán, entonces estaré ganado más de cien mil pesos”, a eso se resumió el crecimiento personal de aquel ser. Para demostrar el pujante ascenso, invitó al escuadrón edecán: cuatro voluminosas mujeres, de generosa vulgaridad, que unas horas antes estaban laborando en un evento con entallados trajes de licra con estampados de cerveza Tecate. Ahí estábamos los cinco, en la recta de salida hacia los nuevos capítulos de nuestras vidas.
“De seguro los papás del Pieko y su novia se están frotando las manos, porque ya saborean la buena vida que les dará al regresar”, comentó Ñañiel en una reunión. Mi estimado fundamentalista del juramento de Hipócrates regresó todavía más altruista a México, quizá, porque convivió con doctores con el mismo perfil que él estando en Harvard. Siguiendo dicha peregrinación, encontró otro canal para llevar ese fervor por ayudar a los necesitados a una escala impensada durante sus días en la UNAM: la organización de Médicos Sin Fronteras.
Pieko habló con sus padres y les dijo que nada de buscar una plaza bien remunerada en un fastuoso hospital; nada de andar cobrando sumas exorbitantes a pacientes ricachones; nada de casas en la playa o en campos de golf; nada, lo suyo era ayudar a los más necesitados y, para terminar de romperles el corazón, incluido también el de su novia, les comunicó que la solicitud para irse a Médicos Sin Fronteras estaba aceptada y en cosa de dos meses tendría que irse un año entero a ese país que sus allegados conocían bajo el nombre de África.
No es tarea fácil introducir a un grupo de Médicos Sin Fronteras a una zona de conflicto. Así como una medicina inyectada, se necesitaría de un afilado despliegue militar de tropas de la ONU, también conocidos como cascos azules, para penetrar hasta el búnker donde pasarían un año sin poder salir de ahí. Les avisaron que era común recibir agresiones por parte de los insurgentes en el camino de llegada y estas hostilidades serían algo frecuentes durante la estadía en ese territorio. Este panorama fue bien explicado antes de firmar los papeles; aun así, Pieko firmó, junto con otros doctores enloquecidos por la premura altruista.
Los angloparlantes usan la palabra homesick para referirse a la nostalgia por el terruño; nosotros decimos el jamaicón, término que le debemos a José Villegas Tavarez, jugador de futbol del tristemente célebre Chivas del Guadalajara. Entonces, intentando hacer entrar en razón a este temerario espíritu benevolente; le enumeramos las cosas que extrañaría en aquel recóndito lugar estancado en la enésima guerra civil. Si su vida en Ciudad Neza nos había roto el disco duro, no queríamos ni pensar los escenarios que presenciaría en África. Quisimos inocularle el miedo diciéndole que extrañaría los taquitos de huevo con tortilla de harina y salsa valentina: “La mayoría son inocentes en un fuego cruzado. Quiero hacer el bien donde más lo necesitan”, dijo el Pieko para aclararnos aquella decisión ya tomada. Él y su mal gusto para comer se fueron para el Congo Belga, hoy conocido como la República Democrática del Congo, junto con veinte litros de salsa Valentina. Aseguraba que podría sobrevivir en cualquier lugar, siempre y cuando llevara una botella llena con aquel picante líquido: “Es que todo sabe bien si le echas esto, hasta los insectos”, y comprobó tal punto comiéndose un puño de chapulines bañados en salsa Valentina.
Nos despedimos estando borrachos, para tener un buen recuerdo en nuestro distanciamiento de un año. Estando allá, el Pieko nos escribía las anécdotas en esos lugares y el ánimo fue cambiando con cada correo. Al inicio parecía jovial, asombrado por el choque cultural y los paisajes exuberantes; pero abrumado por la desnuda brutalidad plasmada en las heridas de las víctimas que llegaban cual esquirlas de la guerra civil en curso. Contó que le costaba conciliar el sueño, no sólo por las imágenes sórdidas, sino porque el búnker estaba siendo bombardeado día y noche. Imaginé al Pieko, comprometido tan cándidamente con la profesión, viendo a esa cantidad insana de heridos, ahogándose en su impotencia, porque sabía que, una vez dados de alta, todos ellos regresarían a ese infierno del que vinieron. Esto fue lo que más lo impactó, porque ya estaba curado de espanto y entendía que no estaba obligado a cumplir lo imposible. Tenía bien claro que salvarles la vida a todos era una ingenuidad.
Dejó de escribir a los pocos meses, quizá no creyó oportuno revivir lo que veía enviando las historias por correo electrónico. A veces tan sólo nos decía que estaba bien, pero saturado de trabajo y que las circunstancias no se prestaban para estar en una computadora, la cual tenía restringido el uso.
En el último correo que mandó en ese viaje, nos contó una extraña historia. Un hombre ensangrentado llegó al búnker. Tenía empuñada una mano con fuerza, como si la vida que le restaba a ese sujeto la estuviera empleando para resguardar algo muy importante: “Después de sedarlo para comenzar la operación, me di cuenta que era un pene lo que tenía en la mano. ¡El loco hijo de la chingada tenía un pene que le había arrancado con un machete a un cabrón! Sé que no podemos decidir a quién salvar, pero ¿qué sentido tiene esto?”, después de ese desahogo del Pieko, le siguió seis meses de completo silencio. Nosotros creímos que se convertiría en un Kurtz y que, igual que el personaje de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad, jamás regresaría. Hacíamos bromas sobre ese hipotético panorama: “Pinche Gringonita, tú eres el mejor amigo del Pieko, te tocaría ir a ti por él”, le decía el Sarnas.
“Siento que caí en el hoyo más jodido que tiene la humanidad y estos negros salvajes del Congo son una endemoniada marabunta que sigue cavando para hacerlo más profundo ¿acaso no tienen un límite? Por favor, no les digan a mis padres lo que les escribo en este correo. Tan sólo quiero desahogarme con ustedes. Los necesito tanto conmigo en este momento, les mando un fuerte abrazo, menos al pinche Chino mamón. El Pieko”. Sólo él y el Gringonita me decían “Chino”, por mi ascendencia japonesa, con un tono insultante, lo cual evidenciaba una camuflada displicencia de ellos hacia mí. Entonces, si nunca nos llevamos tan bien ¿por qué mierdas me incluyó en ese correo electrónico grupal? Preferí evitar tomarlo personal y esa innecesaria acotación me liberó de sentir preocupación por el Pieko.
Pasó el año y el Pieko nos mandó otro correo diciéndonos que se quedaría otros seis meses allá, porque los relevos eran insuficientes y varios médicos habían colapsado. Así que se ofreció para cubrir esos huecos. Ya no había frases tremebundas y con toques de “el horror” de Conrad en el texto enviado, al contrario, lo sentí más ligero y exorcizado de aquellos demonios que emanan de la violencia monumental que ocurre en la guerra.
El sueño del Pieko era salvar vidas; el del Gringonita, ser jugador de futbol americano y ganar más dinero que su padre; el del Sarnas, triunfar en otros campos ajenos a la programación de sistemas, como el arte y las humanidades; el de Ñañiel, hacer vida en Alemania dando clases de filosofía allá; el mío, ser profesor de literatura. Cinco jamelgos desbocados en el hipódromo de la vida, compitiendo en una intrascendente carrera.
El Gringonita no llegó a nada en el futbol americano; pero logró ese ascenso tan anhelado y en repetidas ocasiones nos restregaba que, con sólo haber estudiado una ingeniería pitera, ya ganaba más de cien mil pesos al mes, por ende, estaba próximo a superar a don Menonita, su padre. El motivo de la reunión era celebrar el nuevo puesto de gerente que había obtenido el Gringonita. Intentó mostrarnos una faceta de pavorreal, abriendo aquel plumaje conformado por un harem de edecanes que se le había enquistado: “¿Por qué no le cuentas de la putiza que te pararon en el concierto de Megamuerte?”, le dijo Ñañiel con ganas de ridiculizarlo ante el séquito de remoras con chichis de plástico.
―¡Tú qué, pinche Ñañiel! Cobras por hora tus clases de filosofía y con eso ni te alcanza para salirte de la casa de tus papás. Estás igual que el chino ese.
―¡Ahora ganaras mucho dinero, pero no tienes papá!
―¡Pedazo de mierda! ¡Me voy a cagar de risa de ti cuando no te den tu beca para irte a Alemania! ¡Vales verga! ―el Gringonita vivía su momento de hombría, rodeado por el escuadrón edecán que intentaba contenerlo para que no golpeara al indefenso Ñañiel.
Ñañiel y el Gringonita eran los que tenían más tiempo de conocerse y, en esa época, la relación estaba bastante gastada. El Sarnas los seguía frecuentando por nostalgia. Si esto hubiera sucedido hace algunos años atrás, él hubiera golpeado al Gringonita; pero el tiempo le ayudó a madurar. Con el futuro asegurado, debido a la jugosa herencia que había recibido, el tema del dinero no le afectaba en lo más mínimo. Veía con sorna y refinada displicencia los vulgares despliegues de poder del Gringonita cuando presumía lo que ganaba: “¡Beso de tres! ¡No, de cuatro! ¡No, de cinco!”, gritó el escuadrón edecán que estaba fuertemente armado con una obscena ramplonería. Esa imagen, las cinco bocas y lenguas buscándose entre sí después de abrir una botella de champán, resultó tan burda y grotesca, como desilusionante, tomando en cuenta que estaba enfrente de la tan común fantasía de muchos hombres, disponer de cuatro fogosas mujeres a la vez.
―¡Gringonita! Creo que hasta aquí llego yo ―interrumpió Ñañiel parándose de la mesa.
―Yo igual ―secundó el Sarnas.
―¡Váyanse pues, pinches mojigatos envidiosos! ―el Gringonita nos miró con una cara presuntuosa.
Después de esa noche, decidimos descansar por un rato al Gringonita. No nos sentíamos en sintonía con el ambiente lascivo y superficial en el que estaba hundiéndose. Cuando Ñañiel recibió la beca para irse a estudiar el doctorado a Heidelberg, Pieko nos escribió para avisarnos la fecha de su regreso. Habían pasado tres meses desde el último correo electrónico y ansiábamos enterarnos de las historias que traería consigo.
Siguiendo una lista de comida chatarra que le gustaba al Pieko: varios litros de salsa Valentina que iría encima de las frituras, fritos sabor chorizo-chipotle, patas de puerco encurtidas, pizza comunista ―le decíamos así, porque la entregaban en una caja de cartón sin etiquetas ni estampados― y refresco de toronja Squirt. El Gringonita prestó su nueva casa para hacer la bienvenida.
El Pieko, que a pesar del tiempo fuera del país, no había perdido su característico mal gusto, entró con una pompa de presidente municipal de rancho. Con antelación le mandó un mensaje telefónico al Gringonita para pedirle que pusiera La Marcha de Zacatecas cuando él llegara. Con los brazos extendidos hacia el cielo y una sonrisa de vendedor de carros, el Pieko disfrutó ese momento protagónico con una ridícula e incontenible alegría.
Después de esa pintoresca entrada, tocó el tiempo a los saludos personales e intercambio de palabras. Todavía con el revuelo de aquel emocionante reencuentro, el Gringonita, el confesado mejor amigo, se acercó al Pieko para darle un fuerte y efusivo abrazo. El Gringonita estaba soltando pequeñas lágrimas. En el calor del momento, le dio un beso en la mejilla a Pieko y el segundo fue en la boca.
―¿Ves que no te hace joto besar a otro hombre? ―el Pieko, que insistió tanto en esa idea y jamás se le tomó en serio, pudo pronunciar esas palabras hasta ese día que su amado amigo por fin le dio el tan mentado beso para comprobar la heterosexualidad.
―¡Nada más por eso te lo di! ¡Extrañaba mucho tus mamadas! ―el Gringonita estaba que no cabía de contento, por lo tanto, no había reparado en que acababa de besar a otro hombre por primera vez. ―. ¿Qué te parece mi casa? Me quedó chingona ¿no?
―¿Cómo que si te quedó chingona? ¿De qué hablas? Si la compraste hecha ―respondió el Pieko desatendiendo la intención del Gringonita de impresionarlo.
―Me refiero a que quedó chingona después de decorarla. Yo le mandé a hacer ese asador y la terraza que ves ahí.
―¡Quedó muy bien, mi estimado! ¡Te felicito! ¡Está muy verga! ―el Pieko respondió como si se tratara de un reflejo a la necesidad de aprobación del Gringonita.
Al Gringonita le resultó muy importante señalar el precio de cada arreglo en el recorrido rápido que nos dio. Era un sueño logrado: el vivir en un mejor lugar que la casa que les dejó su padre cuando los abandonó. Ñañiel se le acercó al Pieko al estar ya instalados en la terraza. Se dieron la mano y el Pieko lo jaló para darle un abrazo. Ñañiel tenía un serio problema con el contacto físico y el espacio personal. Solíamos molestarlo en las fiestas con amenazas de abrazos y él manoteaba dando gritos: “¡Ayúdenme! ¡Me quieren violar!”. Siempre actuaba como un “autista histriónico”, por esa razón, nos resultaba muy gracioso ver sus reacciones exageradas. Ñañiel, haciendo gala de aquella gran pericia para esquivar la cercanía, evitó el abrazó con una ágil vuelta. Intercambiaron unas cuantas palabras y el Pieko se dirigió hacia el Sarnas. Hubo recelo entre ellos dos. El Sarnas expresaba su opinión con juicios bien elaborados y puntuales, por ende, era el más preciso y cortante en las abiertas críticas que le hacía al Pieko. La afrentosa delicadeza en la elección de palabras, velaba el desmoralizante sentido del mensaje en los comentarios que en repetidas ocasiones lo vi enunciarle a nuestro querido doctor.
―¿Tan pronto te diste cuenta que tu ayuda hacía más falta acá? Mira al Ñañiel, ya está más raro que antes y al Gringonita le diagnosticaron gota hace un mes ―el Sarnas tenía una sonrisita burlona.
―Acabo de regresar y ya estás de mamón. Con las ganas que tenía de verlos ―el Pieko se vio fuera de ritmo ante la mordaz destreza verbal del Sarnas.
―¿Tenías ganas de vernos o te cansaste de ser un mini dios allá? ¿Estás en busca de otra fuente de adulación? ―ahí iba el gancho de derecha que noqueó al Pieko.
―Siempre te he dicho que en ocasiones no tengo ni puta idea de cómo tratarte, pinche Sarnas ―el Pieko lo agarraron en frío esas palabras del Sarnas y reiteró la evidente incapacidad de insertarse en aquel intercambio de sablazos verbales.
―¡Pieko, hijo de la chingada! Te ves medio demacrado. Más flaco, pero con una perra panzota. Pareces niño africano. ¿No me digas que tienes parásitos? Pregúntale al Gringonita si tiene por ahí desparasitante para perros. ¿O acaso un chango te pegó el SIDA?
―Había olvidado lo feliz que puede ser uno con el simple hecho de no tenerte cerca, pinche Chino. A ti no te voy a dar un abrazo ―el Pieko hace un rápido movimiento con la mano y alcanza a pegarme en un testículo con la punta de sus dedos―. Este simple gesto captura lo que representas para mí: ¡Un pinche dolor de huevos! ¡No te extrañé ni tantito!
En nuestra relación amor y odio ―ochenta por ciento odio, veinte por ciento amor―, nos reímos inmediatamente después de que el Pieko dijo eso. Resultó interesante observa el orden jerárquico del Pieko, similar a los pasos de una cirugía. Primero, saludó al Gringonita; con un inesperado y nada sorpresivo beso en la boca. Segundo, Ñañiel, amigo también cercano y cuya relación la definía el respeto y saludable distancia. Tercero, el Sarnas, con el que tenía el mayor grado de sinceridad y tolerancia. Por último, yo, el indeseable intruso que aprendió a tolerar con eterna reticencia y una pizca de resignado cariño.
Diez botellas de tequila Cabrito, el favorito del Pieko, le esperaban en la reunión. “Cuántas ganas tenía de echarme unas piekiñas con ustedes”, nos dijo desbordando un buen ánimo fraternal. En un vaso desechable escarchado con sal sirvió hielos, un abundante chorro de tequila Cabrito, refresco Squirt, dos limones enteros y unos no muy sutiles toques de salsa Valentina. Dio un largo sorbo a la bebida levantando el dedo meñique, por eso del tan penoso terror de que lo juzgaran de corriente y ajeno de la mínima clase, y pronunció una fragosa interjección de placer después de ingerir ese arrabalero líquido.
Tomamos nuestros respectivos lugares y los relatos bélicos comenzaron a surgir. Éramos como niños esperando oír historias de miedo y el Pieko sabía que no sería interrumpido. Macerados por el violento consumo de tequila y porros, las narraciones de la lejana República Democrática del Congo alcanzaban un sibilino cariz.
―Nada más para saber, ¿cuánto te pagaron por estar metido en ese pinche lugar culero? ―el Gringonita le preguntó al Pieko cuando terminó de contar la segunda historia.
―No estaba allá por el dinero. Para ganar mucho, me hubiera ido a cualquier hospital en Estados Unidos ―respondió el Pieko con un aura de monje tibetano.
―¡No mames! ¡Cálmate, pinche iluminado de mierda! ―el Gringonita había liberado a la bestia interna que vivía dentro de él sin pagar renta, hecho que lo enardecía hasta lo indecible, debido a la enferma fijación que tenía por el dinero.
―No a todos nos mueve las mismas cosas. Yo podría generar lo que tú ganas en dos meses con una sola operación; pero mi tirada nunca fue por ahí.
Si de por sí el Gringonita tenía una tez blanca y colorada, ese comentario le enrojeció la cara de albóndiga al punto máximo de ebullición. Terminó lo que tenía en el vaso de un solo trago y se engulló la molestia que había expuesto su minúscula y ridícula proporción al ser comparada con la visión de vida del Pieko.
Vemos la brutalidad que reciben los cuerpos adultos como algo inherente a la guerra; sin embargo, es casi imposible no estremecerse cuando estos infortunios les suceden a niños. El Pieko señaló que era algo extraño recibir “cuerpos vírgenes”, con esto se refería a las personas que no tenían cicatrices ocasionadas en otros conflictos armados: “A veces sentí que era algo parecido a esos biólogos que marcan animales y los van monitoreando. Llegué a reconocer pacientes por procedimientos que les había realizado anteriormente y no por las caras”, el Pieko nos contó de un niño que perdió una mano cuando los rebeldes tomaron la aldea donde vivía y, al quinto mes de estar allá, en la fila de trabajo de seres aferrándose a la vida, regresó el mismo niño manco con dos impactos de bala.
―Es tanta la gente que atiendes en un día, que se vuelve imposible retenerlos en la memoria, pero yo recordé bien la manera en que le dejé el muñón a ese niño y me dieron tantas ganas de llorar al ver que le volvió a suceder otra desgracia.
―¡No mames, Pieko! ¿Cómo no te volviste loco? Eso que cuentas está muy cabrón ―Ñañiel, que también rehuía de la proximidad emocional, estaba paralizado ante las historias del Pieko. Si alguien comenzaba a contar alguna situación personal que implicara conmoverse, ya sea por interés verdadero o consuelo protocolario, él salía con una irreverencia, sacada de alguna canción de Zappa, para evitar contactar de forma humana con los demás.
―He escuchado varias historias así de comunidades rurales en el colectivo que estoy. Hace poco regresaron unos compañeros que fueron a hacer labor de acompañamiento en la zona de Guerrero y te quedas frío con lo que cuentan ―el Sarnas quiso involucrarse en la sintonía tremebunda que recorríamos en esa reunión y de paso mostrar la persona en la que se estaba convirtiendo.
―Una cosa es que te cuenten, como ustedes ahora que me están escuchando, y otra muy distinta es estar ahí ―el Pieko no quiso ser petulante y tal vez dijo eso para que no perdiéramos de vista lo impactante que fue su experiencia en la República Democrática del Congo.
―Eso suena más cabrón que cualquier párrafo de El corazón de las tinieblas ―dije sólo por mencionar algo y manifestar mi retorcido agrado por el relato del Pieko.
―¡Cien veces más! Si el blandengue de Conrad hubiera presenciado lo que yo vi, él jamás habría podido escribir sobre eso. Esto es la vida real y está más cabrona que cualquiera de las novelitas que lees, pinche Chino pendejo ―el oprobioso desdén del Pieko hacia mí y el exigente cuidado de no dejar escapar cualquier oportunidad para mostrarlo se hizo notar en ese comentario.
Cuando creíamos que estábamos por alcanzar al Pieko en nuestra perenne carrera, esas respuestas fueron unas grandes zancadas hacia adelante. El Pieko se estaba sirviendo otra piekiña y volvía su mirada hacia nosotros en ocasiones con fines de control dramático. Esa pausa también sirvió para desacelerar el ritmo de las historias violentas y recuperar un poco el aliento. Teníamos como consuelo que él era tres años mayor que nosotros, así que todavía existía una lejana esperanza de no ser tan eclipsados. Llegó la segunda justa. Contar lo que vendría en la vida de cada uno. El Gringonita aspiraba a ser gerente regional en Bosch; Ñañiel comenzaría el doctorado en Heildelberg; el Sarnas iba a participar en un colectivo de acompañamiento para proteger las áreas protegidas de la Huasteca y yo entraría al doctorado en literatura hispanoamericana. Así es, resulté ser el jamelgo más lento y jodido.
El Pieko escuchó nuestros planes futuros con una cara contenta. Lucía feliz porque nosotros también estábamos avanzando. Se sirvió dos patas de puerco encurtidas, con abundantes cucharadas de salsa de pico de gallo, limón, sal y el acostumbrado charquito de salsa Valentina. Le preguntamos qué seguía en su vida y nos dejó atónitos cuando respondió que se inscribiría de nuevo a Médicos Sin Fronteras.
―¡Vete a la verga, Pieko! ¿Vas a regresar a ese culo del mundo? Nos escribiste diciendo que era el hoyo más jodido que tiene la humanidad ―El Gringonita se pegó en la frente con la palma de su mano. Creo que el Pieko era lo más cercano que tenía a una figura paternal y lo estaba por perder de nuevo.
―Eso fue al inicio. Después de unos meses vi la luz… ―eso pudo ser una frase profunda, pero el que estuviera comiendo patitas de puerco empañó por completo la imagen.
―¿Cuál puta luz? ¿Allá no existe eso y en caso de que sí, ni siquiera tienen dinero para pagarla? Nos acabas de hablar dos horas sobre niños mutilados y dices que hay luz allá ―no pude evitar reírme de ese comentario del Gringonita.
―Exactamente por eso quiero volver…
La música se estaba reproduciendo a un volumen bajo de forma aleatoria. Al concluir Spaceball Ricochet de T. Rex, comenzó A Hard Rain’s A-Gonna Fall de Bob Dylan. Fue una idónea coincidencia que supo aprovechar bien el Pieko para darle cierta atmósfera a lo que nos iba a contar.
―¿Quieren saber lo que vio este hijo de buena familia con ojos azules? ―tomó una servilleta para limpiarse los dedos y dejar el último hueso de la patita de puerco sobre el plato. El Pieko nos miró como si estuviera seguro que iba a soltarnos una bomba atómica que reventaría nuestras mentes.
―¡Claro! ―respondimos esperando que ya comenzara a contar.
―¿Recuerdan que después del último correo, ese súper pesimista, dejé de escribirles por un largo tiempo? ―el Pieko le da un trago a su piekiña esperando nuestra respuesta.
―Sí.
―No colapsé como los otros médicos. Me fue imposible debido a que la mayoría de mis compañeros estaban fundidos. Yo continué trabajando de forma automática, como si quisiera bloquear lo que me rodeaba. ¡Tanta atrocidad! ¡Infamias redundantes en esa gente! Seguí operando a ese caudal de pacientes que caían y caían en el quirófano; pero mi mente estaba en otro lado. Entonces, algo hizo que regresara. Una chica de diecinueve años llegó al búnker. Estaba al borde de la muerte a causa de una brutal violación tumultuaria. Vi que tenía los senos cercenados. Las cicatrices eran viejas, de hace algunos años.
―¿De hace años? ¿Cuánto tiempo llevan en guerra? ―Ñañiel, cuyo mundo omitía los países beligerantes y tercermundistas, desconocía la situación de la República Democrática del Congo. En una borrachera, alguien contó la brutalidad que vivieron los nativos cuando eran colonia de Bélgica y Ñañiel le pidió que cambiara de tema.
―¡Chingo de años! ¡No han dejado de estar en guerra! ―respondió el Sarnas impacientado por la indolente ignorancia de Ñañiel.
Ñañiel estaba a punto de salir corriendo de ahí. No eran los relatos que disfrutaba, aquellos donde nos sorprendíamos con la violencia, con un morbo contemplativo al sentirnos libres de toda desgracia, parecido a ver una película de terror. El Pieko estaba introduciéndose en el terreno de lo propio. Por fin le había llegado un paciente que cimbró su muy curtido ser.
―¡Ya estuvo, Pieko! ¿Acaso quieres un hombro dónde llorar? ―Ñañiel utilizó su frase de alarma ante el exceso de cercanía humana.
―¡Si te incomoda mucho lo que cuento, vete a la verga! ¡Ya estuvo, Ñañiel! ¡No sólo estás ñango del cuerpo, también tienes una calidad humana ñanga! ―resultó imposible contener la risa ante esa exaltación del Pieko.
Ese incidente nos dejó claro que Ñañiel era tierra estéril para esa historia del Pieko. El siguiente en mostrar su naturaleza profana sería el Gringonita.
―Estaba muy impactado por aquella chica. Cuando volvió en sí, debido al shock, tardó algunos días en poder expresarse. Emma, una compañera negra de Chicago, fue la encargada de monitorearla y contó que la chica estaba lista para darla de alta. Yo me rehusé a eso, y dije que yo comenzaría a supervisarla.
―¿Tú escogiste a esa tal Emma creyendo que se sentiría en confianza? ―preguntó el Sarnas.
―Ella se ofreció, quizá sintió cierta conexión con esa chica, porque los padres de Emma eran de Camerún. No sé, pero supuse que se esforzaría más y por eso me sorprendió la frialdad de ella al darla de alta tan rápido. Entonces, quise probar suerte y dejé en observación a esa chica a discreción mía ―el Pieko entrelazó las manos y puso los brazos sobre sus rodillas. Ese lenguaje corporal nos anunció que estaba por llegar la parte nodal del relato.
―¿Cómo se llamaba esa chica? ―preguntó el Sarnas.
―Lina, se llamaba Lina. Me comuniqué con ella en francés a la semana de estarla atendiendo. Saben, al inicio, tenía un comportamiento de persona cautiva, expectante a otra desgracia. Era evidente que, desde niña, sólo había recibido violencia. Veía más dignidad en el desenvolvimiento de un animal enjaulado, al cual se le golpea a diario, que en ella. Le servían los alimentos y era necesario que el personal médico saliera de la sala de recuperación, para que ella comenzara a comer. Quizá sólo así se sentía segura, rodeada de sus iguales, otros congoleses con heridas de guerra.
―Oye, Pieko, mi mamá rescató una perrita maltratada y jamás se le fueron los traumas. Nunca llegó a ser una perrita contenta. ¿Por qué perdiste tanto tiempo ahí? ―el Gringonita intentó hacer una aportación desde su parte sensible y ese fue el pobre resultado: un comentario torpe.
―¿Sólo por eso ya se pierde la oportunidad? ¿Por una perra callejera que no superó sus traumas? Yo sigo creyendo en ti, en que un día superarás el abandono de tu padre y dejes de estar tan obsesionado con el dinero. Esa tonta idea de ser más rico que él. Tú vales mucho, eres mi mejor amigo y espero que pronto te des cuenta que te estás amargando ―un golpe llano y certero de hiriente amor que fue como una lámpara que alumbró la flaqueza interna del Gringonita. El Pieko no quiso ser hostil, al contrario, sentí una verdadera preocupación en esas palabras, aunque hayan sido una reacción ante el poco tacto del Gringonita.
―¡Ya, ya! Tampoco se vayan a romper las medias aquí ―dije para desahogar la abrupta tensión originada por ese intercambio de palabras―. Mejor dinos cuándo comenzó a mejorar.
―Yo encontré una razón para estar en ese lugar y tuve que mostrar el músculo, porque varios pensaban que era momento de regresarla al inclemente mundo que la había arrojado ahí. Yo no, porque estaba convencido que sólo era necesario paciencia.
El Pieko siguió el relato y contó que también se involucró con los niños huérfanos. El esfuerzo sobrehumano que realizó en el Congo le fue útil, porque obtuvo una jerarquía en el búnker, misma que amplificó mediante el uso de recursos burocráticos con otras organizaciones sin fines de lucro, para buscarles un lugar donde pudieran continuar con sus vidas.
―No sólo era esa chica, otros niños también estaban traumatizados por la guerra. Habían perdido a sus familias y me fue imposible mantenerme indiferente. Sacarlos del búnker hubiera sido como arrogarlos a la muerte.
―Seguramente muchos de ellos eran niños soldados, tampoco eran blancas palomitas ―Ñañiel, quizá al sentirse más cómodo en el campo de lo racional, intervino con esa observación que no habíamos puesto sobre la mesa.
―Muchos de ellos sí y ninguno lo fue por elección propia. Yo intenté rescatarlos de esa vorágine. Alargué mi contrato y a los meses de estar ahí con esos niños, me llenó de esperanza verlos jugar y reír de nuevo. Soumana, un niño que le amputé una pierna, aprendió a jugar futbol con muletas y durante los partidos era tan feliz, que se le olvidaba que perdió su familia, la pierna y nada le esperaba afuera. Y así como él, había varios más. Tuve la dicha de cuidar de aquellas pequeñas luciérnagas que en mis manos descansaban de la más culera y oscura realidad. ¡Luciérnagas! No pude describirlos mejor. Eran luciérnagas que también iluminaban la desolación que palpitaba en mi interior.
―¿Te sentías como líder de una secta? ¿Cuántos kilos de admiración y reconocimiento necesita tu ego para sentirse saciado? ―el Sarnas desequilibró por unos segundos al Pieko con ese ácido comentario.
―Menos que tus ganas por hacerte notar cagando fuera del hoyo. Te lo aseguro, pinche Sarnas.
No quisimos reconocer que nos estaba abrumando el relato del Pieko. Era una larga caminata hacia senderos emocionales que estremecían hasta lo más profundo. Fue necesario disfrazar nuestro agotamiento pasional con un lapso de distención, entre bromas y comentarios ponzoñosos que provocaran algunas risas, para recobrar el aire y continuar el recorrido. La próxima e inevitable parada era de nuevo Lina, la chica con los senos cercenados.
―Ver las sonrisas en esos niños le dio sentido a mi tiempo en el Congo. Me puse como meta no regresar a México hasta que les consiguiera un lugar digno para vivir; sin embargo, Lina no mostraba mejoría. Era como un cascaron que sólo respondía a las agresiones. Fui paciente hasta lo indecible. Me sentaba a su lado cuando tenía tiempo, con la única finalidad de que no se sintiera amenazada estando yo en la sala. Uno, dos, tres, cuatro meses y ella seguía ahí. Hasta que por fin salió a vernos jugar futbol y la vi de lejos.
―Quizá estaba esperando que te fueras para salir, pinche Pieko fastidioso ―dije en tono de broma.
―¡Ni que fuera tú, pinche Chino indeseable! Dejando a un lado tu comentario pendejo, cuando Lina nos vio jugar con los niños, como que pudo interpretar que nosotros, los médicos y los cascos azules, estábamos ahí para ayudar. Entendió que podía salir al campo de juegos del búnker en el momento que quisiera, siempre y cuando no nos estuvieran bombardeando. Eso fue el primer paso, relacionarse con el simple hecho de la libertad. Le llevó mucho tiempo comprender que no era una prisionera.
―Saca de onda ver que un simple hecho como ese, la libertad, le fuera imposible de entender. Si lo pensamos bien, quizá ella nunca había sido libre ―en el semblante del Sarnas se dejó ver el anunciamiento de una epifanía. La simpleza de ese hecho lo cimbró e intentaba conectar sus partes mentales después de la asimilación de aquella historia.
La descripción que hizo el Pieko de Lina, la empataba con un animal en cautiverio sacando la cabeza al mundo exterior. No juzgo al Sarnas. Yo también estaba digiriendo la información. Lina era una recién nacida, porque ante ella se abría un nuevo mundo, uno en el cual no iba a ser violada, mutilada, golpeada… un mundo desconocido para esa pobre mujer. ¿Qué espera una persona de la vida, cuando la vida sólo le ha arrojado candentes piedras? Hasta yo me imaginé que abrazaba a Lina al escuchar el relato.
El Pieko nos contó lo mucho que aprendió con los médicos militares y la manera en que maximizó ese conocimiento tan útil para trabajar en situaciones de extrema urgencia y con diversas limitaciones. Él sabía que estaba ocupando lugares valiosos en el búnker; sin embargo, improvisó nuevos espacios de atención para pacientes no tan graves y levantó carpas militares en una zona segura para ampliar el área de observación.
―Les dije a los niños que cuidaba que se trataba de un juego y ellos lo tomaron bien. Cuando era posible, les dábamos algunos chocolates y contábamos historias. A pesar de que los cascos azules nos decían que las cosas estaban tranquilas allá afuera y que estábamos libres de peligro, por dentro le pedía a Dios que no nos bombardearan los rebeldes. Cada noche era la misma plegaria. Y le agradezco al de arriba que me haya escuchado.
―¡Pieko! ¿No crees que los expusiste demasiado? A mí me daría mucho miedo cerrar los ojos junto a niños soldados que ya han asesinado ―Ñañiel quería encontrar sentido a la solución del Pieko.
―Nunca me dio miedo, porque los forzaron a cometer esos actos. Sin nadie que los obligara a hacer esas cosas, emanó de ellos su verdadero carácter: seres sonrientes que sólo querían jugar. Tomé en serio la responsabilidad de salvarlos, porque estaba en mis manos mantenerlos lejos de la barbarie de afuera. Según lo que estipulaba el protocolo, esos niños ya no deberían seguir ahí. Se los he dicho varias veces, darlos de alta y sacarlos del búnker representaba una muerte segura. Yo me quedaba con ellos a dormir, para que se sintieran seguros ―el Pieko también se desvió un poco del tema de Lina, quizá para recobrar el aliento y poder concluir―. ¡Dios no podía perder a este ángel tan valioso que tiene en la tierra! Por eso dormía con ellos afuera, para cuidarlos con mi presencia ―soltó una ruidosa carcajada.
A los superiores del Pieko les agradó bastante esta solución improvisada y vieron con buenos ojos tal muestra de compromiso. Esto generó entrañables alianzas con sus jefes y juntos lucharon para conseguirles asilo en lugares seguros a esos niños. Lina ya no era una niña; sin embargo, sí entraba en el círculo de extrema vulnerabilidad y desamparo. Pieko dijo que ella merecía una oportunidad de experimentar una vida sin el terror de la más pura violencia. Cuando supo que se había conseguido algo seguro con la UNICEF y otras organizaciones para ubicar a los niños, dijo que por fin pudo respirar.
―Estuve pensando en qué podría darle a Lina para ayudarla. Lo primero que vino a mi mente fue dinero y comida; pero, si cuando estaba sin dinero le pasaron tantas cosas, yendo por ahí con un fajo de billetes le hubiera ido peor. Además, en su condición, le era imposible cargar una caja de comida. Entonces, pensé en que lo único útil que podría ofrecer era hacerle el amor.
Casi saltamos de nuestros asientos al escuchar aquella inesperada respuesta del Pieko. Ñañiel, a esas alturas del relato, se encontraba con la mente en otro lado. De una naturaleza acostumbrada al elaborado refinamiento de las ideas hegelianas, la realista tracción de la historia de Lina le resultaba emocionalmente asfixiante. En la cabeza de ingeniero del Gringonita, sólo se registraba un grave error en el sistema con una titilante luz roja con la leyenda: “¡Qué pedo con este cabrón!”. Yo sentí una mezquina satisfacción al ver que por fin se había evidenciado la sórdida y mamarracha forma de ser del Pieko, de ese sujeto que gritaba en las fiestas: “¡Estoy tan seguro de mi orientación sexual que puedo besar a un hombre en la boca sin el temor de ser gay!”.
―Te entiendo, Pieko, porque de qué sirve irte a otro lugar si llegas destruido por dentro. ¿Qué sentido tiene transportar esa miseria interna e ineptitud para entablar relaciones humanas? ¿Cómo se rehabilita un alma mutilada con tanta crueldad? ―el Sarnas fue el único de nosotros que vio eso y el Pieko lo volteó a ver con una profunda y grata sorpresa, como si hubiera encontrado un igual en un inusitado personaje.
―¡Así es! ¡Carajo, así es! ¡Eso mismo pensé yo! ―el Pieko fue comprendido, sin la necesidad de explicaciones, por su más incisivo agresor, el Sarnas. Con una penetrante fraternidad, hubo un paréntesis creado entre ellos dos. Una sincera compasión, porque el Sarnas se movió con el sentir del Pieko, entendiendo una danza con pasos desconocidos y ajenos para lo demás―. Una compañera era hija de unos exiliados de Ruanda, su madre había vivido algo similar a Lina y se ofreció para llevársela a Francia. Le propuse compartir los gastos que generara ese nuevo comienzo en Europa y mi compañera dijo que no me preocupara por esas nimiedades. Entonces, fue de primera necesidad enviar a Lina completamente sanada.
―Pieko, rompiste una regla de oro entre el paciente y el médico. Jamás se debe quebrantar esa barrera. Quizá tuviste buenas intenciones, pero tomando en cuenta el estado de esa chica, es normal que te viera como su salvador y, por ende, tuviera que acceder a “hacer el amor”, como tú lo dices ―yo sentí que había una presencia de coerción en el uso ventajoso de la posición del Pieko y tuve que señalarlo.
―¡Pinche, Chino! Tú siempre queriendo ver el lado cochambroso. Dejen les cuento cómo se dieron las cosas, antes de que me juzguen. Yo quise mostrarle a Lina que era posible tener contacto con un hombre sin violencia de por medio. Es algo que a ustedes les resulta obvio, porque les tocó una realidad pacífica; pero ella sólo conocía la guerra. Entonces, cuando por fin se movía con libertad dentro del búnker y comenzó a hablar, yo pasaba momentos con Lina. Tenía un francés precario y si a esto le sumamos que sus respuestas eran cortas, entonces, ya sabrán que el proceso fue largo.
―Te entiendo, ser invasivo y presionar hubiera sido contraproducente, lo más importante, supongo, era crear un ambiente seguro para que ella se sintiera en confianza ―al estar en la misma sintonía, el Sarnas comenzó a sostener un entendimiento fluido con el Pieko―. Algunas compañeras que han trabajado con víctimas de violencia sexual me han dicho que es un proceso muy lento.
―Así es, Sarnas, los pasos de acercamiento fueron poco a poco. Primero le rozaba con mi palma su espalda e intercambiaba unas cuantas palabras, o la frente para reconfortarla cuando la veía ensimismada. Un día, por fin lloró, mucho, lloró y lloró con fuerza. Permitió que la abrazara y sentí que purgaba una añeja pus con esos berridos. Cayó dormida aquella vez. Creo que después de eso, comenzó a germinar algo parecido al cariño dentro de ella.
El Pieko sonrió entre lágrimas. Una alegre satisfacción sin vanidad, parecido a una beatitud profana. Terminó lo que en su vaso quedaba y no quiso perder el tiempo preparándose otra piekiña, así que tan sólo se sirvió un generoso chorro de tequila. Sin ese lenguaje corporal, con el resplandeciente semblante de un alma convencida en la bondad de las acciones realizadas, y el expreso entendimiento del Sarnas, esa historia de Lina hubiera caído en una mórbida e irrelevante vulgaridad, como el testimonio de cualquier doctor que se propasó con una paciente.
“Las cosas pasan por algo y se acomodaron a nuestro favor. Gozamos de cuatro meses sin hostilidades en la periferia. Seguían llegando pacientes, pero a un ritmo mucho menor que cuando había conflictos. Nada aparatoso, sólo accidentados y uno que otro herido de guerra. Unos eran civiles y los otros, combatientes que sacábamos de ahí al darlos de alta. Aprovechando esa relativa calma, improvisé un pequeño cine con el proyector que usábamos para las juntas y puse algunas películas normales y, más que nada, románticas. Esto tenía un fin didáctico y social, por la enseñanza de normas básicas de convivencia e interrelación humana”. Me resultó muy inteligente y necesaria esa medida que tomó el Pieko. Hubiera sido un peligro reubicar a niños que fueron soldados, sin haberles mostrado antes valores como el respeto, el amor y la amistad. Supongo que sonreían y jugaban futbol con ellos, pero hizo bien en no olvidar la extrema violencia que saturó gran parte de sus vidas. De niños quisimos ser héroes después de ver una película de acción. Dimos patadas imitando a Bruce Lee; soñábamos que teníamos amoríos con bellas mujeres y que eso que sucedía en la pantalla también nos correspondía. No sentirse exentos de la gloria y del romance al atestiguarlo suele ser una enseñanza imprescindible en la vida. Pude imaginarme a Lina viendo un abrazo, un beso y demás expresiones del lenguaje afectivo de pareja sin la inclemente hostilidad de la que fue víctima.
El Pieko comentó lo que tuvo que explicarles cuando veían las películas, desde el concepto de lo que era una pizza y una tienda departamental, hasta situaciones sociales como una cena en un fino restaurante o la interrupción de una boda. Es fácil mencionar esto; sin embargo, explicarlo es sumamente complicado. Después de este recorrido antropológico, el relato volvió a Lina.
“Después de ver varias películas, observé una reacción en Lina. Se volvió más receptiva y ya no rehuía como antes. Aceptaba los abrazos dejando atrás la actitud defensiva. Un día ella me dio un beso en la boca. Yo le correspondí. En un principio, no busqué llegar a eso, tan sólo se dio”. Considero natural ese hecho: el que queramos probar las bondades que la vida nos ha negado. El hambriento añora banquetes y después del adoctrinamiento a través de películas románticas, creo que Lina deseaba ser querida por primera vez.
―Debo de reconocer la torpeza en los abrazos y besos que Lina a veces me daba al estar ella feliz. Falta de pericia. Lo consideré normal. Cuando le conté que ya era algo seguro que se iría a Francia, ella lloró de alegría. Ni siquiera sabía cómo lucía ese país, creo que simplemente pensó que ya no estaría en esa tierra infernal donde nació. Después de un largo beso, comenzó a quitarse la ropa. Tal vez creyó que estaba entregándome lo único que tenía para agradecerme: su cuerpo. Fue extraño. Percibí una desconexión en Lina. Se tiró en una cama de hospital y fijó la mirada en el techo. Quizá tuvo una regresión a las violaciones que sufrió y se paralizó debido a un reflejo de autodefensa.
―Con esa cara de enfermo sexual que tienes, cualquier mujer se quedaría paralizada estando desnuda a solas contigo ―el Gringonita rompió su largo silencio.
―Estabas mejor callado, Gringonita, no eches a perder esta historia.
―¡No hay manera en que yo pueda echar a perder tu historia! Porque sólo el Sarnas, que está igual de enfermo que tú, ve como algo bueno eso que hiciste.
Algo parecido a un acto de control mental sometió al Gringonita. El Pieko no contestó el segundo comentario y con la mirada lo obligó a guardar silencio: “Yo intenté traerla en sí, porque lucía como un cuerpo vacío. Le di un abrazo con la intención de reconfortarla”, en mi mente surgió la imagen de las dos cicatrices en el pecho de Lina que anunciaban la ausencia de senos. Siguiendo el relato que escuché esa noche, tracé un cuerpo herido, tirado en una cama de un búnker de Médicos Sin Fronteras en el Congo, ofrendándose en una muestra de total agradecimiento. “Surtió efecto. Lina correspondió a mis caricias e hicimos el amor. La búsqueda de satisfacción sexual no entró en ese encuentro; lo que sucedió fue la sanación de un ser descubriendo su capacidad de ser querido”. Nadie respondió. El Pieko aprovechó ese silencio para ir por una cosa a su carro. Ni siquiera abrimos la boca cuando él salió de la casa del Gringonita. Buscábamos nuestros rostros y distinguimos un asombro uniforme que nos había trasminado hasta los tuétanos.
El Pieko volvió y en sus manos sostenía un folder café. Adentro había una fotografía que nos mostró. Él aparecía en el centro rodeado de niños africanos, médicos y uno que otro militar de los cascos azules. A primera vista, era una imagen feliz y perfecta; pero al contemplarla de cerca, se distinguían algunos miembros faltantes en los pequeños: niños sin brazos, caras quemadas, tuertos y cojos. Esa fotografía fue como observar la triste alegría de una caja de juguetes rotos. La vida había jugado con harta saña con esos niños y el Pieko cariñosamente los reunió, dándoles una segunda oportunidad: “Ella es, ella es Lina, mírenla. Ahí hasta ella sale sonriendo”, a pesar de las cicatrices, era un rostro bello y libre de malicia. El Pieko volteó hacia nosotros queriendo constatar alguna piadosa resonancia de entendimiento.
―¿Ahora lo ven? ¿Pueden entenderme por qué lo hice al ver esta foto? ―el Pieko nos estaba invitando a liberarlo de la condena moral y que le dijéramos que había valido la pena su sacrificio.
―Lucen muy contentos, Pieko. Hiciste una gran obra al desplazar a esos huérfanos a un mejor lugar ―yo estaba conmovido por la foto, inerme ante la diáfana alegría de esos niños. Y en el caso de Lina, estoy seguro que cualquiera hubiera sucumbido al ver a ese noble ser arrojado a la brutal barbarie.
―¿En serio piensas volver? ―preguntó el Gringonita.
―Sí. Quizá de nuevo al Congo, para cerciorarme que el programa que hicimos sigue funcionando. Esto es mi vida, ya no puedo imaginar cómo sería trabajar en un hospital normal o atendiendo en un consultorio ―el Pieko cerró el folder con la foto y sentimos que se estaba despidiendo con la mirada.
―Yo ni por miles de millones de dólares haría algo así ¿acaso no te preocupa formar un patrimonio? ―el Gringonita irradió una preocupación maternal en esa pregunta. Resultó obvio, dado que eran mejores amigos.
―Regresaría con un rango mayor a cualquier país que vaya, eso representaría una mejor paga. Además, Gringonita, no olvides que soy neurocirujano pediatra por la Universidad de Harvard y con el currículum que estoy acumulando en Médicos Sin Fronteras, cualquier hospital me aceptaría sin problemas, así que no te preocupes por mi patrimonio ―el Pieko le dio un fuerte abrazo y un beso en la mejilla.
Al contarnos esa historia, el Pieko había mostrado su corazón. Sentimos la palpitación de éste en cada latido narrativo: la desesperación del extravío en una lóbrega y redundante crueldad; las fibras lacerantes del terror bélico; el estrecho sendero hacia la luz encontrada en la alegría de esos niños que portarán por siempre las imborrables marcas de la guerra y la perentoria redención encontrada en Lina, la inocente chica mutilada.
Nuestros corazones se conectaron con el ritmo cardíaco del Pieko. El Sarnas y yo discernimos el pulso de una sensibilidad ajena que nos llevó a empatarnos con una horda de almas desafortunadas. Para el Gringonito y Ñañiel, imbéciles emocionales de nacimiento, ese episodio lo registraron como una simple arritmia que después olvidarían. Entonces me pregunté en qué clase de tierra nos habíamos convertido. Unos fuimos terreno fértil y los otros, tepetate regado con agente naranja.
Esa fue la última vez que nos reunimos los cinco. Hubo varias promesas no cumplidas de juntarnos de nuevo; pero cada quien tomó caminos distintos. Ñañiel se doctoró en filosofía por la Universidad de Heidelberg y ahora da clase en la Universidad de Viena y el Gringonita abrió su propia empresa y reside en San Francisco. Fue irónico que su padre enfermara de cáncer y el Gringonita pagó el tratamiento hasta el final. Vio como una venganza completa no estar en el lecho de muerte y que sus medios hermanos quedaran desamparados. Los dos eran personas sumamente brillantes, pero obsesionados con la acumulación. En el caso del Gringonita fue el dinero; en el de Ñañiel, conocimiento. Mis queridos tepetates regados con agente naranja, espero hayan desarrollado un poco su abandonado y raquítico lado humano.
El Sarnas resultó ser tan fértil como la tierra veracruzana donde todo se da. Aquella noche recibió un bautizo con el flujo sanguíneo de ese relato del Pieko. El Sarnas me confesó lo mucho que le conmovieron aquellas palabras y le inquietó lo poco que había contribuido a la humanidad. Sigue sin graduarse de Historia en la UNAM, hecho que no le preocupa, porque, motivado por lo que escuchó, se involucró en colectivos y demás proyectos que le resultan apasionantes. Creo que una bella flor nació en ese terreno.
El Pieko ha estado en Liberia, Somalia, Nigeria y otros países africanos, salvando vidas y una que otra alma en el camino. Asegura que es feliz rescatando a cuantas víctimas de la guerra le sea posible. En ocasiones manda fotos en esas tierras lejanas, rodeado de africanos sonrientes.
Tardé mucho en encontrarle el brillo a ese relato del Pieko, dado que siempre la contaba para generar un asombro morboso en los demás. Después de un largo tiempo, aprendí que para aquellos que no podemos protagonizar historias así, nos queda la responsabilidad de contarlas bien y eso intento ahora que escribo esto y vuelvo a recordar que seguimos siendo cinco jamelgos desbocados en el hipódromo de la vida. Un fraterno saludo a mis futuros puñitos de polvo.
El corazón del Pieko forma parte del libro Todos los tipos jóvenes, ganador del Premio Nacional de Literatura Gilberto Owen 2025