Toni Calderón: el arte puede ser una trinchera para la ternura, para el pensamiento crítico, para la escucha y el asombro

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¿Cómo comenzó su relación con el arte?

Mi relación con el arte comenzó tarde. Mi formación inicial es de informático y durante algún tiempo estuve vinculado, exclusivamente, al ámbito de las ciencias. Posteriormente decidí estudiar Historia del Arte compaginándolo con el trabajo. Fue la casualidad la que, posteriormente, me llevó a cursar el doctorado en la Facultad de Filosofía, concretamente en el Departamento de Estética y Teoría del Arte. Ahí se produjo el punto de inflexión, mi primer contacto real con el arte contemporáneo.

Ese encuentro cambió mi forma de mirar, de pensar y de vincularme con el mundo del arte. Desde entonces mi trayectoria ha ido entretejiendo, informática, historia del arte, crítica, teoría estética y coordinación de eventos artísticos, transitando entre espacios emergentes, propuestas independientes, experiencias docentes y, más adelante, festivales de arte digital. Entre ellos, la coordinación del festival Observatori, en la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia, marcó una etapa clave en ese cruce entre lo digital, lo poético y lo público.

En el fondo, mi historia con el arte ha sido una especie de bifurcación no planificada. Un desplazamiento desde lo técnico hacia lo sensible, aunque sin abandonar nunca lo primero. Porque, para mí, el arte y la tecnología no son polos opuestos creo que ese cruce de disciplinas ha determinado mi forma de entender y habitar la práctica artística.

Usted presidió la Asociación Valenciana de Críticos de Arte (AVCA). ¿Cómo ve hoy, la crítica en España?

Fui presidente en 2005, con la herencia directa de grandes figuras de la crítica de arte como Román de la Calle o María Teresa Beguiristain, ambos a la estela de Vicente Aguilera Cerni. Ellos representaban una crítica profundamente intelectual, comprometida, conocedora del arte y del contexto sociopolítico de la España de la Transición. Nosotros, una generación posterior, asumimos la responsabilidad de marcar un nuevo rumbo, sin perder el respeto por aquellos referentes, llevamos la crítica a otro lugar, más abierto, más conectado con las nuevas formas de comunicación.

De la mano de Rían Lozano, impulsamos una etapa vibrante. Logramos traer a Valencia el Congreso Mundial de Críticos de Arte, promovimos convenios, ediciones, publicaciones, debates y trabajamos para descentralizar la Asociación, dándole el mismo peso a todas las provincias de la Comunidad. Uno de los objetivos fundamentales fue mantener la independencia respecto de la política y evitar que la Asociación Valenciana de Críticos de Arte se usara en beneficio individual. También insistimos en definir el estatus profesional del crítico de arte, con claridad y dignidad.

Nos esforzamos en que la crítica no fuera una forma subordinada de colaborar con instituciones públicas o privadas, sino un espacio autónomo de pensamiento, un lugar para mediar entre la obra y el espectador con rigor, sensibilidad y honestidad.

Hoy, sin embargo, la situación es distinta. Siento que la crítica de arte en España ha perdido relevancia. Quienes más visibilidad tienen a menudo confunden crítica con protagonismo y eso termina por desdibujar el papel esencial del crítico. No concibo la crítica como una forma de ostentación intelectual narcisista ni como un brazo de poder institucional o económico. Para mí, la crítica es una interface, una membrana viva entre la obra y quien la contempla. No necesita alardes, necesita atención, escucha y responsabilidad.

Echo de menos aquel entusiasmo colectivo, aquella voluntad de construir un pensamiento crítico compartido. Hoy hay destellos, sí, pero también mucho ruido. Creo que hay que recuperar el sentido profundo de la crítica como mediación, como relato.

Usted es historiador, lo cual le permite tener una perspectiva de la tradición. ¿Qué influencia de la tradición reconoce hoy en la crítica en España y en los países llamados desarrollados?

Prefiero responder desde la historia del arte, más que desde la crítica contemporánea, que como ya he comentado, me parece a día de hoy en gran parte irrelevante. En cambio, sí me interesa cómo la tradición ha influido y sigue influyendo en el arte actual.

La tradición es ambigua: puede ser una base sólida o una carga pesada. Tras la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo, vimos cómo muchos movimientos artísticos fundamentales de la historiografía, surgieron en Estados Unidos, en parte porque allí no existía el peso de una historia del arte tan densa como la europea. Esa distancia permitió una mayor libertad para experimentar, para generar rupturas como el expresionismo abstracto, el minimalismo o el arte conceptual. Paradójicamente, fueron muchos artistas e intelectuales europeos quienes exportaron esa tradición al otro lado del Atlántico, donde se reformuló bajo otros códigos.

Hoy, con la irrupción de la tecnología, vivimos un momento similar de transición. No sé si la tradición juega ahora a favor o si, por el contrario, sería mejor empezar de cero. Nos enfrentamos a lenguajes y medios que no existían antes: inteligencia artificial, algoritmos, entornos inmersitos. ¿Cómo aplicar sobre ellos los mismos criterios que usábamos para entender una escultura o una pintura? A veces la tradición nos ayuda a leer lo nuevo, otras veces, lo limita.

Quizás el reto esté en reformular la tradición como archivo vivo, como campo en transformación y no como un canon fijo. Entenderla no como lastre, sino como un conjunto de preguntas que se reactivan en cada presente. En ese sentido, el arte contemporáneo, sobre todo el más vinculado a lo digital, está proponiendo otras formas de mirar el pasado.

Usted ha dirigido y fundado proyectos como la Sala Naranja, un espacio de arte contemporáneo en Valencia. ¿Cómo fue esa experiencia?

La Sala Naranja nació de una decisión muy clara, no quería seguir alimentando un sistema educativo que se había convertido en un negocio. Después de cursar los dos años de doctorado, entendí que el siguiente paso, hacer un máster, no era más que una forma de especialización carísima, ofrecida por los mismos docentes con los que ya había estudiado. Un filtro elitista que rompe con la igualdad de oportunidades y deja fuera a quienes no pueden pagar su entrada al sistema. No quería formar parte de eso.

En vez de regalar mi dinero a una industria docente que ni me representaba, ni me interesaba, preferí poner en marcha un proyecto real, vivo. Así surgió la Sala Naranja, un proyecto independiente, autogestionado, donde aprender haciendo, sin pedir permiso. En muy poco tiempo se convirtió en un espacio de referencia en Valencia: colectivo, libre, con una frescura y una productividad que hoy echo en falta. Era un lugar donde se podía crear al margen de las instituciones públicas, galerías y ferias de arte, estructuras que ya entonces consideraba obsoletas y que en muchos casos representan un problema para la práctica artística y la precariedad laboral de los artistas.

Fue también un lugar que apostó firmemente por la innovación.

Establecimos conexiones con numerosos centros internacionales. Hubo un interés explícito por la tecnología como lenguaje y herramienta y conseguimos modular una comunidad creativa real, sólida y horizontal. Un ecosistema que, a día de hoy, sigue siendo citado como referente de gestión cultural, capaz de abrir otras formas de producir y pensar el arte.

Es cierto que siguen surgiendo modelos similares y eso es una gran noticia. En Valencia hay una creatividad desbordante, una energía artística que no cabe en los cauces oficiales. Por eso es imprescindible que existan espacios de este tipo. Las estructuras institucionales y comerciales siguen funcionando con modelos rígidos, heredados, que no se han actualizado al ritmo del pensamiento y la creación contemporánea. Muchos artistas jóvenes lo saben y por eso siguen activando propuestas, ocupando espacios e inventando otras formas de hacer.

La estructura oficial del arte: galerías, instituciones públicas y privadas aún se creen la única opción profesional viable. La mayoría de esas estructuras no nacieron como espacios creativos, sino como mecanismos de legitimación. Heredan el relato del arte, pero no lo producen porque el arte, el arte que importa, rara vez surge dentro de lo previsto.

 

¿Cómo ve la relación tecnología y arte?

La veo como una relación inevitable, fértil y expansiva. En mi opinión, el arte será digital o no será. Estamos atravesando un momento trascendental, una mutación de lenguaje y de medio que está dando lugar a lo que he llamado, en un artículo reciente, las Terceras

Vanguardias. Una transformación comparable en impacto a lo que

fueron las vanguardias históricas de comienzos del siglo XX y las rupturas conceptuales del arte de los años 60 y 70.

Hoy, la tecnología no es una herramienta exterior al arte, sino una extensión directa del pensamiento artístico. Algoritmos, inteligencia artificial, realidad virtual o aumentada no son medios neutros, son lenguajes con los que crear, imaginar y especular. En este sentido, el artista no sólo se relaciona con las máquinas, las habita, las transforma, las tensiona. Hay una nueva sensibilidad emergente que opera desde lo inmaterial, lo inmersivo y lo performativo en el ámbito de lo digital.

Entiendo que haya una cierta nostalgia por lo analógico, especialmente entre los más jóvenes, pero no creo que estemos en ese momento. Esa vuelta es más bien un gesto afectivo, una respuesta a la sobrecarga, no una dirección histórica real. El mercado del arte y muchas galerías, por su parte, siguen resistiéndose a este cambio porque su modelo económico se basa aún en la unicidad del objeto físico, pero eso está empezando a desbordarse. La tecnología ha roto el formato, nos ha lanzado a otra dimensión de lo sensible y lo inteligible y es ahí donde el arte, como siempre, encuentra el cambio de paradigma.

 

¿Qué tanto influye en su idea de la crítica su pasión por el cine?

Mi pasión por el cine comenzó en la universidad, cuando tuve la enorme suerte de estudiar con Pilar Pedraza. Sus clases me abrieron la puerta a una forma distinta de mirar. Dejé de ser sólo espectador y empecé a entender el cine como un lenguaje, como un arte total. A partir de ahí, enfoqué muchas asignaturas optativas hacia lo audiovisual y profundicé en la teoría y el análisis fílmico.

Durante un tiempo dudé entre dedicarme a la crítica de arte o la cinematográfica. Finalmente, fue el mundo del arte contemporáneo el que más se cruzó en mi camino y desde la estética me incliné hacia la crítica de arte. Pero el cine nunca desapareció, al contrario, sigue siendo para mí el arte absoluto. Reúne casi todas las disciplinas creativas: literatura, fotografía, arte, sonido, escenografía, tecnología, por citar algunas, en un lenguaje propio, complejo e inmenso.

Una de las cosas que más me fascinan del cine es su vocación de ser un medio de masas. A diferencia del arte que se enclaustra en galerías y que muchas veces se dirige sólo a públicos especializados, el cine es accesible, económico y democrático. Hay espacio para todos, desde obras profundamente de autor hasta géneros populares, desde el experimento visual hasta la denuncia social.

Sigo haciendo crítica de cine, aunque más en mi entorno cercano. Me interesa sobre todo el cine como espacio de expresión política y poética, como dispositivo para contar, decir, conmover o protestar. Es el medio que mejor articula lo íntimo y lo colectivo y quizá por eso, para mí, sigue siendo insustituible.

Usted ha escrito en un excelente texto lo siguiente: En la mitología tecnológica del siglo XXI, la blockchain ocupa el altar que antes ocuparon los manifiestos utópicos del ciberespacio. Se nos prometió descentralización, libertad y transparencia. Pero lo que la cultura digital ha recibido a cambio es una distopía financiera disfrazada de innovación artística. ¿Qué impidió no se concretara la descentralización ni la libertad y menos aún, la transparencia?

El sistema nunca iba a permitir que se consolidara un modelo económico que no pudiera ser controlado. La blockchain nació con un imaginario libertario, casi mitológico, la promesa de un espacio descentralizado, sin intermediarios, donde cada transacción sería transparente, trazable y, sobre todo, libre de las lógicas del poder tradicional, pero esa utopía tecnológica se desinfló rápido, absorbida por los mismos mecanismos que decía combatir. Lo que ocurrió fue una apropiación inmediata por parte de los intereses financieros y especulativos. Los mismos que controlan el capital en otros ámbitos colonizaron también este nuevo territorio. Así, lo que pudo ser una herramienta emancipadora se convirtió en una distopía financiera que replica y refuerza el mismo sistema de desigualdad.

Salvando las distancias, seguimos viviendo en una especie de feudalismo posmoderno con señores digitales, territorios controlados y una ilusión de libertad cuidadosamente administrada. Pensamos que todo se puede cambiar, pero el margen real de acción es muy limitado. La democracia se convierte en un relato decorativo, mientras vemos retroceder derechos y libertades que creíamos conquistados. En ese contexto, no es extraño que las promesas de la blockchain hayan terminado convertidas en humo.

Tal como apuntaba en “Cadenas de humo. Crítica a la fe blockchain”, el arte también vio en esta tecnología una promesa, la posibilidad de distribuir su obra de forma directa, de generar ingresos sin intermediarios, de redefinir su lugar en el ecosistema cultural. Pero quizás, como tantas veces, fue más ilusión que cambio real. Lo que parecía una alternativa terminó por reproducir los mismos modelos de exclusión. La precariedad del artista analógico, sin red, sin contratos estables, sin seguridad, no ha desaparecido en lo digital. Al contrario, se ha transformado en una precariedad más sofisticada, más difícil de señalar y eso debería hacernos pensar seriamente qué tipo de futuro estamos construyendo.

En su texto Metaverso no antropocéntrico, ha escrito: El problema fundamental al que nos enfrentamos no es técnico, sino filosófico:

¿cómo conceptualizar un mundo en el que la lógica antropocéntrica no es el punto de referencia, sino una variable contingente dentro de un campo más amplio de posibilidades? ¿Cómo se podría conceptualizar desde la filosofía, algo que ha dejado de ser casi por completo un problema filosófico y lo técnico es lo central?

En realidad, el problema sigue siendo profundamente filosófico. Es cierto que vivimos un momento en que la técnica ha tomado el protagonismo y ha desplazado otras formas de pensamiento. Pero lo ha hecho precisamente porque hemos renunciado a preguntarnos por el sentido, por el lugar que ocupamos en este nuevo paisaje, por el horizonte de significado que se está construyendo. La técnica no puede responder a eso, puede ejecutar, expandir, operar, optimizar, pero no puede pensar el mundo, al menos de momento.

En el artículo “Metaversos no antropocéntricos” planteaba que el verdadero reto no es técnico, sino conceptual: ¿cómo imaginar un mundo, digital o no, donde el ser humano no sea el centro del relato, sino simplemente una variable entre muchas? El giro no antropocéntrico es tan radical que aún no tenemos lenguaje ni herramientas suficientes para comprender sus implicaciones. No se trata de “diseñar” metaversos más inclusivos o sostenibles, eso sigue siendo una lógica de programación, sino de cuestionar los marcos de pensamiento desde los cuales imaginamos esas realidades.

Cuando el ser humano deja de ser el eje, todo el sistema de valores, jerarquías y símbolos que hemos construido durante siglos se tambalea. ¿Qué significa experiencia en un entorno donde lo sensible ya no está vinculado al cuerpo humano? ¿Qué significa comunicación cuando las entidades que interactúan no comparten necesariamente lenguaje ni consciencia? ¿Qué significa ética cuando los agentes no son únicamente humanos? Estas son preguntas filosóficas urgentes. Preguntas que la tecnología no puede ni pretende responder a día de hoy. Por eso insisto, lo técnico puede ser el medio, pero no es el centro. El centro es y debe seguir siendo filosófico. Lo que ocurre es que estamos atravesando una fase en la que los discursos dominantes, el mercado, la eficiencia, el control, se sienten más cómodos desplazando esas cuestiones hacia un rincón inofensivo, casi académico. Hay que volver a traerlas al centro del debate. Asumir que somos prescindibles en ciertos futuros posibles no es derrotista, es revelador. Nos obliga a pensar desde una humildad ontológica que no habíamos necesitado antes. Tal vez estemos entrando en una etapa posthumana, donde el arte, el pensamiento y la política, necesitarán nuevas gramáticas y eso, desde luego, no es una cuestión técnica, sino filosófica en su forma más radical.

Usted ha escrito: El arte político ya no conmueve porque ha dejado de doler y sin dolor sólo queda un decorado más en esta gran representación del vacío. ¿Las redes pueden influir en la banalización del dolor. El convertirlo es un espectáculo más?

Absolutamente, las redes sociales han logrado una cosa que parecía imposible, estetizar el dolor hasta vaciarlo. El sufrimiento, que históricamente ha sido motor del arte político, hoy se consume en scroll en una pantalla de móvil. Se convierte en imagen, en campaña, en performance digital. El dolor real, el que incomoda, el que confronta, el que te obliga a actuar, queda reducido a estética del trauma, a meme de la catástrofe, a clip de protesta editado para tener ritmo, música y emoción, pero sin profundidad ni consecuencia.

En ese sentido, el arte político se ha convertido muchas veces en decorado del vacío, en una pieza más de esa gran instalación que es el sistema cultural global. Ya no duele porque ya no hay consecuencias. Porque el dolor se ha vuelto espectáculo y el espectáculo no duele, se consume, se comparte y, rápidamente, se olvida. En las redes, incluso las imágenes más terribles están mediadas por filtros, por storytelling, por campañas de marca o de identidad. El dolor se ha estetizado, y por tanto, se ha neutralizado.

Las redes nos enfrentan a una paradoja, hacen visible lo invisible, pero también lo diluyen. La injusticia se viraliza, pero rara vez se transforma. Lo político se convierte en postureo. Incluso el arte más radical puede volverse domesticado si entra en la lógica del trending topic. Se aplaude, se comparte, se comenta pero no se actúa y sin acción, como escribí, no hay dolor, sólo representación. Por eso el reto hoy no es representar el dolor, sino sostenerlo. No es estetizar la herida, sino habitarla, devolverle densidad y quizás, aunque suene contradictorio, el verdadero arte político hoy sea aquel que decide no estar en redes, aquel que se hace en los márgenes, sin algoritmo, sin aplauso instantáneo, en silencio, pero con verdad.

Las ferias de arte ¿contribuyen al arte o es otra manifestación de frivolidad, como los shoppings?

Esta pregunta es muy necesaria, especialmente si atendemos a lo que hoy son las grandes ferias de arte. Las ferias se han transformado, en muchos casos, en dispositivos de banalización del arte, más cercanos a un shopping cultural que a un espacio genuino de pensamiento o innovación estética.

Las galerías que las alimentan funcionan como estructuras corporativas que buscan rentabilidad, visibilidad y presencia institucional. Pero ¿a costa de qué? Lo paradójico es que estas ferias se presentan como paladines de la contemporaneidad, cuando en realidad lo que hacen es secuestrarla, encapsularla en formas digeribles, comercialmente viables y estéticamente neutras. Se convierten en escenografías donde el mercado manda y las prácticas artísticas más arriesgadas, experimentales o incómodas quedan fuera, o bien son absorbidas como reclamo visual, como tendencia momentánea, pero no como discurso crítico.

Creo que estamos asistiendo a un fenómeno preocupante. Estas ferias han empezado a financiarse parcialmente con las entradas del público visitante, lo que las convierte, de facto, en atracciones turísticas. Esto implica un doble desplazamiento, por un lado, el arte se convierte en un espectáculo de consumo masivo, sin profundidad ni contexto y por otro, se refuerza una lógica excluyente, donde se venden obras pero no se publican precios y donde el acceso real a la experiencia estética queda limitado a una élite económica.

Además, estas ferias están absolutamente desconectadas de muchas de las prácticas contemporáneas. Si aparecen, lo hacen como anécdota, como maquillaje o como gesto de apertura, pero no están realmente integradas en el corazón del modelo. Es una contradicción estructural; las ferias se presentan como espacio de futuro pero reproducen un sistema anacrónico que sigue defendiendo el objeto único, la firma reconocida, la exclusividad y el coleccionismo privado como horizonte.

Por si fuera poco, estas estructuras también afectan negativamente al propio sector artístico pues lo precarizan. La feria no es un ecosistema, es un escaparate. No construye comunidad ni pensamiento, sino visibilidad y marca. No obstante, no niego que las ferias puedan tener un papel: la visibilidad, la internacionalización, la venta, el contacto profesional, pero el modelo actual está agotado y se aleja cada vez más de las preguntas que el arte debería estar haciéndose. Si el arte contemporáneo tiene algo que ofrecer a la sociedad, es su capacidad para incomodar, para reflexionar, para reinventar lenguajes y abrir nuevas posibilidades de sensibilidad y eso no se da fácilmente entre stands, copas de vino y redes de poder. Necesitamos otros modelos, otras plataformas, otras formas de mostrar, de compartir y de pensar el arte. No como espectáculo turístico, sino como experiencia real de transformación.

¿Los coleccionistas son los poderosos dentro del mercado del arte? ¿Los que legitiman o hunden en el olvido, al menos por un tiempo, a un gran artista en aras de otro más vendible, en cuanto a que esa producción comercializable no presenta conflicto, lo cual es posible afirmar, carece de preguntas?

Hoy ya no podemos hablar del coleccionista romántico, apasionado, conocedor, como aquellos del siglo XX que acompañaban procesos creativos, arriesgaban con obras difíciles y marcaban caminos. Esa figura ha sido desbordada por un nuevo tipo de coleccionista que no necesariamente sabe de arte: inversores, magnates, fundaciones, empresas o instituciones públicas que compran por estatus, por fiscalidad o por pura especulación. En ese contexto, el arte ha dejado de ser pregunta para convertirse en activo, en ornamento y tendencia.

En mi opinión las ferias y galerías han convertido el arte en reclamo turístico, en producto de consumo donde el conflicto está cuidadosamente eliminado. Se expone lo que se vende y se vende lo que no molesta. Esa producción aséptica, sin fisuras, sin herida, domina el mercado porque es fácilmente coleccionable, porque no incomoda, porque no requiere tiempo ni pensamiento. Se impone así una estetización de lo políticamente correcto que disuelve cualquier capacidad de cuestionamiento real.

Hoy, la legitimación artística no la otorga sólo el conocimiento o la crítica, sino la compra, el capital, la visibilidad mediada por algoritmos. En ese tablero de juego, los grandes operadores no son ya los coleccionistas privados sino las casas de subastas, las fundaciones corporativas y las instituciones públicas que actúan muchas veces como gestoras de marca antes que como agentes culturales.

Es un coleccionismo a menudo ostentoso, desprovisto de sensibilidad o discurso. Un coleccionismo sin preguntas y por tanto, sin riesgo. La figura del artista queda subordinada a este flujo especulativo. Lo interesante, lo innovador raramente surge desde las estructuras profesionales heredadas del pasado. Surge desde la precariedad, desde la necesidad de decir y esto, de algún modo, todavía nos da esperanza.

¿Es la Inteligencia artificial la nueva posibilidad de hacer una nueva crítica, sólo desde datos que alguien, crítico o no, le aporta?

De momento, no. La inteligencia artificial no elabora crítica en el sentido estricto, si bien reorganiza datos, reformula patrones, devuelve combinaciones posibles de lo que otros, críticos o no, han alimentado previamente. Pero eso no impide que ya se esté reconfigurando el terreno en el que la crítica se mueve.

En “Ecología del pensamiento artificial”, propuse pensar la inteligencia artificial no como herramienta, sino como un ecosistema, una nueva atmósfera de pensamiento en la que se activan otros modos de leer, asociar y generar sentido. La crítica, en ese entorno, deja de ser un juicio vertical para convertirse en algo más fluido, latente y relacional. Por eso creo que la pregunta no es si la inteligencia artificial puede hacer crítica hoy, sino cómo está modificando la crítica desde ahora mismo. Nos empuja a preguntarnos qué entendemos por juicio, por interpretación y también, a reconocer que el gesto crítico ya no es solo humano, ni exclusivo, ni singular, pues se vuelve colectivo, procesual, y quizás, en el futuro, híbrido.

Estoy convencido de que en muy poco tiempo la inteligencia artificial será capaz de producir una crítica de arte independiente, mucho más objetiva y con capacidad de adaptarse a diferentes niveles de complejidad. Será otra cosa, ni mejor ni peor, pero sí útil y posiblemente más lúcida en ciertos aspectos. Una crítica sin ego, sin contexto fijo y entonces, quizás, la inteligencia artificial no sólo reorganice respuestas, sino que nos enseñe nuevas maneras de hacer preguntas, de ver y de interpretar el arte.

Usted forma parte de cisma.art, un proyecto interdisciplinario. ¿Qué disciplinas abarca y que llegada tiene en la comunidad artística?

cisma.art es, ante todo, una comunidad, una plataforma que nació del deseo y también de la necesidad de crear vínculos reales entre artistas, críticos, gestores culturales, docentes e investigadores, sin jerarquías ni corsés institucionales. Formo parte del proyecto desde su inicio, y ha sido emocionante ver cómo, en muy poco tiempo, ha crecido de forma orgánica y comprometida. A día de hoy somos ya cerca de 200 integrantes, cada uno con su propia voz y sensibilidad, pero todos reunidos bajo la idea de que el arte contemporáneo necesita espacios nuevos de conexión, diálogo y acción.

La propuesta de cisma.art abarca todas las disciplinas: desde las artes visuales hasta la performance, desde el arte sonoro a la escritura, desde la tecnología a la danza, pasando por la crítica, la docencia y la gestión cultural. No se trata de reunir disciplinas por acumulación, sino de generar cruces, encuentros, contaminaciones fértiles. En su primera temporada ya se han realizado más de cuarenta actividades entre eventos, acciones, talleres y conversaciones públicas. Esto ha generado un impacto muy potente dentro de la escena artística valenciana y ha empezado a proyectarse también en otros territorios.

Uno de los objetivos más difíciles y urgentes, ha sido atraer al público joven, a nuevas generaciones que muchas veces se sienten desplazadas o fuera de lugar en las estructuras tradicionales del arte. En los últimos eventos de cisma.art hemos logrado que esa conexión suceda: no sólo como asistentes, sino como protagonistas activos de las propuestas. Jóvenes artistas, performers o estudiantes se han incorporado al proyecto con fuerza, aportando energía, riesgo y nuevas miradas. Esto confirma que cisma.art no es un espacio cerrado, sino una plataforma en construcción permanente, capaz de escuchar y transformarse desde la participación colectiva.

¿De qué manera cree usted se debería comprometer el artista tanto en lo social y en lo político?

Creo que el compromiso no puede ni debe ser un adorno del arte. Tampoco puede recaer exclusivamente sobre el artista. Comprometerse es un acto general, ético, que nos obliga a todos. El arte puede ser un canal para ello, sí, pero no debería convertirse en un escaparate de gestos vacíos o de posturas moralistas que utilizan el sufrimiento como materia prima estética.

No sé si el arte tiene que ser político, pero sí estoy seguro de que el artista debe ser, ante todo, un ciudadano. Alguien que vive con atención, que no se desentiende, que elige, cuando lo cree necesario, implicarse desde su lenguaje, sin grandilocuencia. A veces el gesto más radical es no hacer bandera de nada o no convertir cada denuncia en un espectáculo. Tal vez, como sociedad, debemos repensar si queremos seguir alimentando una cultura donde el horror es trending topic y el sufrimiento se convierte en contenido. En ese marco, tal vez el artista no deba hacer otra cosa que ser un ser humano más, sensible y consciente, sin necesidad de elevarse sobre nadie ni convertir su práctica en panfleto.

Usted plantea: Frente al cambio de paradigma, el sistema tradicional del arte, basado en galerías, ferias y casas de subastas, se encuentra en una difícil encrucijada. ¿Hay alguna posibilidad de salida de esa encrucijada?

Sinceramente, no veo una salida clara dentro del marco actual. El modelo de negocio tradicional, ferias, galerías, subastas, lleva décadas girando sobre sí mismo, reproduciendo una lógica basada en la exclusividad, el elitismo y la especulación. A pesar del respeto que pueda tenerse por su historia o estructura, no comparto esa visión. No me interesa un arte que legitime su valor sólo en función del capital que lo rodea o del mercado que lo consume.

Creo más en modelos sociales, en prácticas donde el arte se entienda como un derecho, no como un privilegio. Como una herramienta de pensamiento colectivo, no como un símbolo de estatus. Pienso que el sistema del arte debería mirar hacia otras disciplinas creativas que han sabido adaptarse y generar estructuras sostenibles sin renunciar a la integridad de sus prácticas.

El camino, si lo hay, pasa por reconvertirse. Dejar de actuar como templos de consagración para convertirse en productoras culturales. Espacios capaces de generar redes, comunidad, conocimiento, experiencias. Digitalizar un espacio no es simplemente poner pantallas, significa comprender la cultura digital, los lenguajes del presente, abrirse a la colaboración transdisciplinaria y eso es algo que muchas instituciones ni siquiera han empezado a entender.

Respecto a las ferias, llevan 40 años con el mismo modelo expositivo, replicando formatos, catálogos, y mecánicas que han perdido toda vitalidad. Pero tal vez, si se atrevieran a sustituir las galerías por plataformas culturales más abiertas, si dejaran de funcionar como un circuito cerrado, podrían pasar a otro tipo de escenario. Uno donde el arte tenga cabida no sólo como producto sino también como experiencia, como juego, como lenguaje de lo posible. El arte también puede ser entretenimiento.

La encrucijada, entonces, no se resuelve con reformas internas. Se resuelve con otra lógica. Tal vez no dentro del sistema, sino fuera de él.

Vargas Llosa, en su novela: Conversaciones en la catedral se pregunta: ¿En qué momento se había jodido el Perú? Y pienso que es una pregunta válida para las artes y en particular las artes visuales. ¿En qué momento se comenzó a joder el arte?

Tal vez desde el principio. Ha sido históricamente una forma de expresión, sí, pero también un dispositivo de poder. En Egipto, en Grecia, en Roma, fue herramienta del Estado, en la Edad Media, de la Iglesia, luego vino la aristocracia, después la burguesía, los coleccionistas privados, las galerías, las ferias, el capital y los algoritmos. En todas esas etapas, el arte ha estado al servicio de algo o de alguien. Siempre ha dependido de estructuras externas que lo han moldeado, censurado, instrumentalizado o condicionado. Incluso cuando ha querido liberarse, ha terminado inventando nuevos modelos de dependencia: manifiestos, academias, movimientos, instituciones, escuelas. El arte ha intentado abolir sus ataduras, pero no ha logrado quebrar el núcleo duro de su servidumbre: la necesidad de validación, de legitimación, de mercado, de sentido.

Y quizás ahora, precisamente ahora, en plena era de la inteligencia artificial, del arte generativo, de la disolución del sujeto creador, es cuando podemos volver a plantear la pregunta, no como nostalgia sino como posibilidad: ¿y si dejáramos de pensar en el arte tal como lo hemos entendido? ¿Y si el camino no está en salvarlo, sino en transformarlo radicalmente?

El arte sigue siendo dependiente, cooptado, estetizado, precarizado, elitista y desconectado de lo real. El artista se encuentra atrapado en un sistema que premia la obediencia, la repetición de fórmulas exitosas y el narcisismo profesional. Hay algo de trampa y algo de simulacro en todo eso.

Tal vez la solución no sea salvar el arte, sino salir del arte. Terminar con el concepto tal y como lo conocemos. Apostar por una sensibilidad expandida, postartística, que no necesite ni galerías ni ferias, ni objetos ni autorías. Un arte sin nombre, sin centro, sin propiedad. Que emerja de la vida, de la tecnología, de los cuerpos y las redes. Un arte que, por fin, no dependa de nadie.

¿Qué cree usted que han aportado las redes sociales y que nos han quitado?

Las redes sociales han democratizado la visibilidad, han permitido que artistas, pensadores o activistas, encuentren espacio sin necesidad de pasar por los viejos filtros del poder cultural. También han acelerado los procesos de comunicación y de creación de comunidad. Hoy es posible tejer redes de colaboración intercontinentales en tiempo récord, abrir debates, compartir ideas, activar proyectos, etc. en eso han sido una herramienta muy potente. Pero, a la vez, han consolidado un modelo superficial de lo artístico. Un modelo regido por el algoritmo, por la lógica del like, de la exposición constante, de la obsolescencia acelerada. El arte, como muchas otras prácticas culturales, ha caído en una especie de economía de la atención donde lo importante no es la profundidad de una obra, sino su capacidad para viralizarse. La crítica de arte, por ejemplo, ha sido sustituida en muchos casos por la opinión apresurada, por la frase ingeniosa o por la autoexposición del crítico como instagramer.

También nos han quitado algo más sutil pero fundamental, el tiempo. El tiempo para observar, para leer, para pensar. Las redes promueven un consumo rápido, fragmentado y compulsivo. Esto atenta directamente contra el arte entendido como experiencia, como proceso, como reflexión. Vivimos en una cultura de la inmediatez donde todo es ya, ahora, visible y por tanto, también rápidamente olvidado.

Las redes han amplificado la precariedad emocional y económica de los artistas. Ahora, además de crear, tienen que ser community managers, editores y diseñadores digitales. Es una sobrecarga que termina erosionando la práctica artística y sus márgenes de libertad y han generado una falsa idea de comunidad: mucha visibilidad, pero poca reciprocidad real. Aun así, como ocurre con todas las herramientas tecnológicas, no es el medio lo que está corrompido, sino la forma en que decidimos habitarlo. En manos críticas, poéticas y políticas, las redes pueden seguir siendo un territorio interesante, pero para eso hace falta resistirse a su lógica, no reproducirla.

¿Es la falta de sensibilidad poética, lo más ausente hoy en el arte?

La verdad es que no lo sé. No creo que sea sólo en el arte donde falte poética. Falta poética en casi todo. Vivimos en un entorno absolutamente cruel, donde la violencia ha dejado de conmocionar y se comenta como si fuera parte del entretenimiento. Hemos normalizado el horror y en esa normalización, la sensibilidad poética, esa capacidad de mirar con profundidad, de detenerse, de conmoverse, de no saber del todo qué decir, ha sido arrasada.

Pero no es sólo la poética lo que falta, falta sentido común, falta humanidad, falta memoria. Hay retrocesos sociales gravísimos, un rebrote impune de la xenofobia, del odio, de la desigualdad extrema.

Asistimos a la peor cara del capitalismo, disfrazado de innovación, de eficiencia, de neutralidad tecnológica y claro, el arte, que no es ajeno a este mundo, también lo sufre. Hay obras que no dicen nada porque ya no sienten nada. Hay discursos que pretenden conmover desde la superficie y hay una necesidad impostada, casi performativa, por parecer comprometido, cuando muchas veces lo único que se hace es estetizar el dolor.

Pero aun así, hay quienes resisten, hay quienes buscan una poética más allá de la forma, que no olvidan que el arte puede ser, en su mejor versión, una trinchera para la ternura, para el pensamiento crítico, para la escucha y el asombro. Lo poético, si aparece, no lo hace desde lo decorativo, sino desde lo profundamente humano.

¿En qué proyecto se encuentra?

Estoy en el proyecto de vivir dignamente, en el de ser feliz, en cuidar mis vínculos, en atender mis proyectos personales y cultivar las relaciones sociales que verdaderamente importan. Porque aunque esta pregunta se refiera al arte y aunque pueda parecer superficial decirlo, el arte no es lo más importante en la vida.

Lo verdaderamente importante es sostener la cotidianidad con belleza y con sentido. El arte, cuando no se vuelve una industria ni una impostura, puede ser un gran compañero de viaje. Por eso sigo aquí, cerca de la creatividad, cerca del asombro, cerca de esa posibilidad de estar en contacto con lo que aún no entendemos del todo. Desde cisma.art, disfruto del proceso, del no saber, de escuchar y aprender todos los días. Más que en un proyecto, estoy en un tránsito y si algo he aprendido con los años, es que lo valioso no es alcanzar metas, sino caminar con lucidez, acompañado de preguntas. Al fin y al cabo, el arte sigue siendo una brújula delicada, imperfecta, pero luminosa.