LO QUE VI EN JAPÓN
He vivido en ciudades tan antiguas que fueron mencionadas por Ptolomeo. Sus templos y mercados son como dos admirables estatuas que se levantan a la entrada de una formidable leyenda. De igual manera he vivido en villas que se encuentran en el declive de una montaña y en el nacimiento de un río, parajes cubiertos de nubes y, en algunas ocasiones, arrasados por pueblos amotinados. He viajado por ciudades famosas por su extensión y he echado anclas en puertos que fundaron los macedonios, pero nunca había visto una ciudad como Meaco.
No sé si sea un elogio decir que Japón es otro mundo. En nada se parece a Roma, París, o Madrid. Tampoco a alguna ciudad del Nuevo Mundo. ¿Cómo decidir qué es lo importante de lo que se ve y se escucha? Quise entender el modo en que los poderosos de este reino mandaban y los pescadores y campesinos obedecían. En los primeros meses me esforcé por entender su lengua y su escritura, sus costumbres y sus ideas. No todo lo que se escribe es fruto de la reflexión o la perspicacia, muchas cosas sólo son ocurrencias o impresiones atrapadas al vuelo. En algún momento hice mío el atrevimiento de escribir un tratado en donde repasara toda la historia de Japón, con sus dinastías, deidades, tradiciones, rituales y funerales.
La temprana muerte de uno de los padres que me acompañaba me obliga a recuperar sus notas y apuntes para intentar armar un sumario que aborde diferentes cuestiones de la historia de Japón. Al iniciar esta empresa me parecen indiscutibles los diversos apuros que habrá experimentado Plinio el Viejo para escribir los más de treinta libros de su Historia Natural. Lo mismo describió suposiciones acerca de las estrellas y el cosmos, que de los territorios remotos y sus vastos meandros. Se aproximó a variadas curiosidades y a infinidad de animales acuáticos e insectos. Idéntica atención puso en los árboles frutales que en los silvestres. Hizo apuntes sobre remedios obtenidos con plantas y las formas de cultivar dispares campos. Su atención fue más allá del oro, la plata, el cobre, el hierro, el plomo y las piedras preciosas. Plinio se interesaba igualmente por lo que existe como por lo que no existe. Aunque son copiosas las cosas y personas que habitan estas islas y en algunos momentos no sabía por dónde comenzar, he intentado seguir el ejemplo de Plinio para preparar esta relación del reino de Japón. Desde que llegué al archipiélago he visto tantos objetos diferentes y tan variadas costumbres, que me cuesta trabajo encontrar las palabras precisas para describirlas.
Japón es un imperio establecido en innumerables islas y repartido en sesenta y seis provincias. Una tradición asegura que en el encuentro fértil entre las deidades Izanagi e Izanami, quienes tuvieron una cita amorosa en un puente suspendido del cielo, dejaron caer unas gotas seminales de la viril punta de lanza y al caer en el océano se coagularon para convertirse así en la primera isla de Japón.
Algunos misioneros afirman que lo primero que sintieron al llegar aquí fue un intenso frío. A mí no me sucedió eso. Al contrario, pienso que hace mucho más frío en Castilla o en el norte de Italia. Por lo demás, en estas islas habrá que tener más temor de las veleidades de los daimios que del frío.
Es cierto que sólo se necesita un pequeño terreno para fundar una casa, pero la manera de construirla es lo que nos hace diferentes. Los japoneses tienen un apego por las cosas y las casas de madera. Eso provoca que sus construcciones sean sencillas y bellas, pero en invierno son muy frías. En Europa preferimos la piedra para construir. Es notable que no utilicen clavos ni piezas metálicas. Tienen una enorme habilidad para ensamblar diferentes tablas y vigas. Para fabricar los techos utilizan cortezas de árboles. La madera es algo muy importante para ellos. Japón es una tierra fría en invierno y muy cálida en verano. Tal vez por esta razón San Francisco Javier recomendaba en una de sus cartas que los jesuitas que viajaran a estas islas fueran padres del norte de Europa, de Flandes o de Brandemburgo. Algunos misioneros han reparado más en la benignidad de los aires de esta tierra. Sus casas siempre están limpias y tienen pocas cosas. No se ven camas ni sillas, y usan una especie de estera con la que convidan a sus huéspedes. Como esa estera se encuentra siempre guardada y doblada la llaman Tatami.
En los rostros de los japoneses he visto semblantes tristes, tímidos, huraños, pero sobre todo serenos. Un padre agustino me dijo que le había sorprendido constatar que los habitantes de Meaco eran tan pálidos como los pobladores de Flandes. Tal vez por opiniones como esta es que muchos se sorprendieron al ver a los primeros embajadores de Japón en Europa. Los emisarios que llegaron a Madrid o Roma eran morenos. Esta circunstancia algunos la explicaron afirmando que ese color de piel era resultado de las fatigas del viaje, las inclemencias del clima y la hostilidad de un desplazamiento tan largo.
Las costumbres son grilletes que nos acompañan toda la vida. Nos sucede a nosotros y también a los japoneses. Por tradición los campesinos o los sirvientes de estas islas tienen hábitos tan refinados como los nobles que viven en la corte y en los palacios, de tal manera que si fuera por su trato sería difícil distinguir a una humilde tejedora de una princesa. Estas usanzas son dignas de destacar. No sé si en el cielo también pueden contemplarse estos estilos. Más de una vez me he quedado sorprendido también de la inteligencia de los naturales de estas islas. Tienen una gran habilidad para entender nuestras ciencias y para imitarlas. Era difícil que el padre Francisco Javier se sorprendiera por algo, pero el buen juicio de los niños de Japón le impresionó y el hecho de que desde muy temprana edad muchos de ellos supieran leer y escribir le produjo un genuino asombro.
Podría decirse que aquí ni siquiera las piedras son inertes. La madera, el papel, los vestidos, las espadas. Todo tiene un brío inusual. Jesuitas, franciscanos y agustinos coinciden en que los japoneses son personas de muy despierta inteligencia y, sobre todo, de una aguzada memoria. Me da la impresión de que la gente de estas islas no necesita dormir tanto como nosotros. Cuando me voy a descansar escucho que ellos siguen con sus actividades y cuando despierto me percato que ellos llevan rato haciendo sus diligencias. Lo mismo sucede con la comida pues en sus platos no veo la demasía que nosotros acostumbramos. Tal vez porque duermen poco y comen poco tengan tan afinado el seso. Su memoria es sorprendente. He enviado mensajes de una aldea a otra valiéndome de la vivacidad de algunos niños y me ha sorprendido la exactitud de lo que avisan. Sólo les basta con escuchar una vez el mensaje y, aun sea extenso, pueden caminar distancias considerables sin olvidarlo y repetirlo con exactitud y facilidad. En ellos la memoria es una flecha que siempre da en el blanco. Las oraciones que les enseñamos a esos pequeños las aprenden con rapidez. En poco tiempo pueden repetir el Padre Nuestro o los salmos. Y no sólo eso, también pueden razonar con prestancia y fluidez como si se tratara de un joven estudiante de Lovaina. La abundancia en estas virtudes se ve diezmada al observar las tierras que en estas islas lucen secas e infértiles. Tal vez por eso sólo cultivan arroz. Otra cosa que llama la atención es que no tienen ganado.
De China han copiado lo que han querido, por ejemplo, parte de su escritura y su gusto por la seda. La mayor parte de esta tela la traen de aquel imperio.
El padre Valignano ha recopilado otras observaciones que estoy seguro que compartirá en sus cartas o en una relación que me contó que estaba escribiendo. Por lo pronto, yo seguiré hilvanando mis observaciones con mis experiencias en estos remotos parajes.
LEALTAD SAMURÁI
Algunos samuráis no sólo son expertos en el arte de usar la katana y cortar cabezas. También existen quienes usan las palabras para conocerse y conocer el mundo. Encontré a uno de ellos, cerca de Osaka, mientras me esmeraba predicando el evangelio de San Marcos a un grupo de pescadores y a sus hijos. Al llegar la noche compartimos una caminata por un sendero que nos acercó a aquella ciudad. No todos los hombres se alejan de lo desconocido, tal vez por eso intenté comprender el significado de las historias que escuché en aquella velada. Recuerdo claramente lo que dijo acerca de su idea de la lealtad. Lo primero es agradecer lo que eres y lo que tienes. El kimono con el que vistes, la katana que empuñas, la luz que contemplas todas las mañanas. La montaña que se encuentra frente a tu casa y los dibujos en miniatura que te regaló un amigo. Agradece el poder dormir y también el poder despertar. El calor del verano y el frío del invierno. La luz amarilla de las linternas y las florecillas silvestres. Eso es lo primero que un samurái debe de hacer. Ahí se encuentra el cimiento de su lealtad. Es el agradecimiento lo que le impide traicionar a su señor. De ahí se sigue que en su comportamiento nunca se asoma el rencor ni el reproche. El poder del sol es tan grande que alimenta todos los días nuestras acciones. Con esa energía es posible repartir piedad filial hacia nuestros ancestros y también a nuestros descendientes. El hilo invisible que une la memoria de abuelos, padres, hermanos, hijos y nietos es un lazo hecho de lealtad. No ser engreído ni ambicioso. Tratar a los superiores con respeto es una obligación, pero tratar a los subordinados con respeto es una virtud. Quien quiera tener conocimientos superiores deberá caminar junto a personas que posean conversaciones superiores. Si conversas con personas virtuosas es probable que esa cualidad se te contagie. Nunca es difícil distinguir entre el bien y el mal. Si alguien actúa con deslealtad tu ejemplo será la mejor señal para que se aleje de ese camino.
La prosperidad del reino depende de que los señores como los vasallos sean leales, así la honradez se desplaza como una nube cabalgando sobre el viento. La codicia debe estar en los pies y la gratitud en la cabeza. La traición es una carroza que el tiempo convierte en polvo. El lujo es un defecto de los espíritus inferiores. Lo realmente superior es que el reino prospere y el pueblo tenga arroz suficiente. La sinceridad es como la luna llena que aclara todos los caminos. Los pescadores y los campesinos respetarán a su señor con el mismo entusiasmo que los niños aman a sus padres. Si existe la lealtad de los samuráis a sus señores, de los hijos a sus padres, y de los campesinos a su tierra, en el reino no existirán dificultades y se gobernará fácilmente. Por delante de la obediencia se asoma la lealtad. Ese sentimiento hace que un ejército sea más sólido que el hierro. Sólo en esa disciplina el espíritu de los hombres podrá vivir en libertad. Quién es leal a su señor recibe también la lealtad de su katana.
Mientras caminábamos, sus palabras adquirían el ritmo de sus pasos. Más que un monólogo, parecía una canción lo que repetía. Ojalá y yo tuviera la memoria de la que los japoneses gozan para evocar con exactitud lo que me dijo. Ahora las recuerdo como frases inconexas, pero sé que aquella noche entendí espontáneamente su sentido:
Estas verdades no necesitas exhibirlas. Te hacen fuerte tan sólo con que tú las conozcas…
Una nube azul que en el atardecer va de una montaña a la luna…
A una geisha nunca le digas que es inútil cortar flores en su ausencia…
Un samurái se alejó en la barca qué bogaba sobre las blandas olas…
Su recuerdo es como el cauce tranquilo de un río que en otra época fue impetuoso…
Con tantos sueños ¿quién podrá dormir tranquilamente?…
La mirada del guerrero era tan decidida que cuando salía de cacería no necesitaba usar su arco pues los venados y las palomas se rendían a sus pies con tan sólo verlo…
Entre las ruinas del castillo de un viejo y derrotado daimio aún brotan flores silvestres…
Nada es más blanco que la nieve de la montaña….
Es muy triste escuchar el sollozo de una geisha en una noche solitaria…
No esperaré a ser anciano para refugiarme en la colina de la melancolía…
Lentamente han caído los pétalos de una flor sobre la piedra gris de mi jardín…
Ya sea que vayas o regreses, nos encontraremos en el cruce del camino…
¿Cuántas islas caben en este inmenso océano?…
En el bosque, detrás de cada árbol se esconde la gracia juvenil de una bailarina…
La profundidad del lago oculta su mejor recuerdo…
El viento acaricia las ramas del pino, igual que sus manos sobre mi cuello…
El agua del estanque ya no es transparente. Es del mismo color de las hojas que el otoño esparce…
Hoy los sueños caminan por senderos que siempre llegan a la noche…
COMENTARIOS DE UN CONVERSO
Nací en Amecameca, cerca de la ciudad de México. Aunque no conocí a mi abuelo, sé que él llegó al Nuevo Mundo en la misma embarcación en la que navegaba el capitán Hernando Cortés. El abuelo de mi madre era un indígena principal de Chalco. Aprendí latín con los padres jesuitas del Colegio del Espíritu Santo en Puebla y después viví algún tiempo en el convento franciscano de Tlaxcala. Pasé por diversas órdenes religiosas buscando alguna que reparara mis necesidades espirituales. Ante mis dudas, dejé los hábitos para hacerme navegante y así llegué a Filipinas y luego a Japón.
En Japón volví a vestir los hábitos franciscanos. Entre la esperanza y la devoción muchas veces mi corazón se perdió. Caminado por vaguadas y colinas mis pensamientos sólo llegaban a ser un afligido suspiro sostenido por la inocencia de la aventura. En Japón encontré un verdadero Nuevo Mundo. Son muchas las cosas las que me llaman la atención de estas islas, pero lo más interesante ha sido conocer a una suerte de sacerdotes que los nuestros llaman bonzos y que son seguidores de Buda. Existen otros sacerdotes de aquí llamados kannushis pero con ellos he tenido poco trato.
Los bonzos declaran que en el lugar en el que Buda nació había muchos predicadores que pregonaban en las ciudades y en el campo. De sus sermones brotaban infinidad de doctrinas. Es un lugar lejano en donde existen muchas montañas. Unos proclamaban que vendrían seres clarividentes para anunciar que de alguna manera algo existe y no existe al mismo tiempo y que de alguna manera algo que existe no será descriptible. Otros veían verdades que los turbaban y dejaban mudos y ya no podían hablar de ellas. Alguien más soñaba que un día especial se acercaba y ciertos ancianos proclamaban que el hombre era la medida de la harmonía buscada. De los consejos de aquellos gurús se desprendía el furor de lo que no tiene fin o el miedo por el paso del tiempo.
Los bonzos me han dicho que antes de convertirse en Buda, aquel hombre era conocido como príncipe Siddharta. Tenía la costumbre de pasear por sus jardines observando a los pájaros que se escondían en la fronda de los árboles. Al verlos tan dueños de sí, posados en las ramas más altas, le sorprendía que prefirieran volar y alejarse por los aires sin importar los peligros con los que podrían encontrarse. A los veintinueve años abandonó su tierra y sus posesiones para buscar solitariamente la liberación del sufrimiento. Aunque en su infancia y juventud vivió rodeado de poder y riqueza, sagazmente aprendió que nada es estable y que la enfermedad, la vejez y la muerte son el destino que nos espera a todos. En su recorrido se encontró con muchos maestros que aseguraban haber hallado el camino y el escape del sufrimiento, pero ninguna de esas vías lo acercaba a lo que se preguntaba íntimamente. El feroz latigazo de la soledad y el tenebroso miedo eran una sombra que no dejaba de perseguirlo. Después de haber merodeado diligentemente por desfiladeros y hondonadas, se alejó de los predicadores y en la selva sobrevivió con ayunos prolongados y arriesgados ejercicios de respiración. Se sentaba de una manera incómoda pero que él consideraba inmejorable para poder pensar o, mejor dicho, para no pensar pues ese era uno de sus ideales de santidad. Luego de seis años de llevar una vida ascética seguía sin encontrar respuestas. Sus discípulos lo abandonaron. Más tarde, en medio de la soledad y sentado bajo un árbol, por fin alcanzó la contemplación de la verdad y fue así como se convirtió en Buda.
Al despertar caminó y halló a un hombre al que intentó contarle la verdad que había descubierto, pero éste se asustó y huyó de él. Se escondió debajo del viento y de las sombras y se alejó tapándose los oídos con las manos. Más adelante encontró a cinco ascetas que había conocido años atrás y a ellos les expuso las cuatro verdades que se le habían revelado. Con palabras sencillas hizo visible lo invisible. Así predicó hasta cerca de los ochenta años, edad en la que murió por consumir alimentos descompuestos.
Su recuerdo evocaba suspiros, llantos y regocijos. No existe un libro, sino muchos libros en donde están escritas las virtudes de sus sentencias.
Buda no es Dios, ni hijo de Dios, ni enviado por ningún Dios. Buda sólo es un guía para aminorar el sufrimiento de los mortales.
INSTRUCCIONES PARA MI ENTIERRO
Incluso en los momentos más difíciles de la emboscada que desató el shogunato Tokugawa en contra de los padres jesuitas y franciscanos, existían instantes singulares en las entrañas de estas islas. Una noche, mientras buscaba refugio en una cueva para protegerme de la lluvia y de los samuráis que me perseguían, encontré a un joven bonzo que repetía, sin abrir los ojos, estas palabras que le atribuía a su maestro, un monje llamado Takuan.
Olviden mis palabras. Excepto las siguientes:
Mi cadáver no será incinerado ni sometido a ninguna ceremonia formal o espontánea. A mis discípulos les hago la siguiente petición: aprovechen la penumbra de la tarde o la oscuridad de la noche para trasladar mi cadáver, vayan a la ladera de la montaña que menos he frecuentado. Busquen un paraje alejado del camino. Ahí excavarán y removerán la tierra para hacer un hueco de considerable profundidad en donde ocultarán mi cuerpo y lo cubrirán con pasto y paja. No colocarán ninguna señal ni formarán ningún montículo para que nadie note que ahí existe una sepultura. A los dos discípulos encargados de seguir estas instrucciones les pido que nunca regresen al paraje en donde estaré enterrado, de tal manera que el olvido será mi mejor acompañante.
Eso dijo el maestro Takuan.
No organicen el acostumbrado banquete funerario ni reciten ningún Sutra. No acepten presentes funerarios de monjes de otros templos ni de los campesinos de la comarca. Les pido a todos los monjes de nuestro templo que el día de mi muerte su día a día sea igual que siempre, que coman a la misma hora, hagan sus caminatas habituales y vistan como lo hacen normalmente. Hay algún retrato mío que desearía que lo guardaran entre los papeles de la biblioteca. Terminar entre libros es una idea agradable. Sólo les pido que borren mi nombre. En mi caso será omitida la tablilla funeraria de madera que se coloca en el salón principal. No escriban ni publiquen las historias de lo que dije o de lo que hice durante mi vida. Olviden todo eso.
¿Quién habla cuando el miedo es quien imagina?
Si rememoran aquella mañana en la que caminábamos por un sendero y de pronto nos detuvimos frente a un árbol, tal vez recuerden que les dije que si observábamos una hoja roja que destacaba de una rama, entonces no veríamos ninguna de las demás hojas, quizás más pequeñas, quizás de color menos intenso. Les comenté que, si no nos fijamos en ninguna hoja y miramos todo el árbol, entonces todas las hojas entrarán en nuestra visión. Pero que si nos fijábamos únicamente en la hoja del árbol que más destacaba entonces perderíamos la oportunidad de ver o de sentir la presencia de miles de hojas. Si recuerdan esto… Olvídenlo. Olviden mi rostro, olviden el tono de mi voz.
Eso dijo el maestro Takuan.
En otra caminata vimos a lo lejos un espantapájaros. Eso me hizo recordar la poesía de un maestro de Kamakura. En ella hablaba de la frágil figura de un espantapájaros en el medio de un campo. Su silueta, aparentemente, no vigilaba a nadie, pero a pesar de eso, su presencia no era inútil. ¿Recuerdan eso?… También olvídenlo.
Otro día, en una mañana fría, les comenté que es verdaderamente difícil llevar a la práctica lo que se conoce. Por ejemplo, estando frente a un estanque de agua cristalina que baja de la montaña, aunque pasara todo el día explicando las virtudes y cualidades del agua, y ustedes tuvieran sed, sus labios nunca se mojarían. Si estuviéramos frente a una fogata en el medio del bosque, y nos mantuviéramos alejados, y yo les explicara todas las virtudes y cualidades del calor que provoca el fuego, aun así, ustedes no se calentarían y su cuerpo seguiría sintiendo frío. Les dije que sin tocar el agua verdadera y sin estar cerca del fuego auténtico es imposible conocerlos, que nunca conocerán la realidad sólo mediante las explicaciones. Si esto lo recuerdan…También olvídenlo.
Cuando de noche encontramos cerca del templo a un monje que había perdido la memoria, interrumpimos una conversación en la que les hablaba del espíritu innato y del espíritu ilusorio. Les comenté que el espíritu innato recorre todo el cuerpo y no se detiene en ningún lugar fijo y que el espíritu ilusorio actúa de manera inversa pues se concentra en un lugar usando como aliada a una idea fija. Hablamos de que el espíritu innato tenía las mismas cualidades del agua de la montaña que baja a un arroyo y no se detiene, en tanto que el espíritu ilusorio es como el hielo de la montaña. Con el hielo no se puede bañar a un niño, ni su madre puede lavarse las manos. Es necesario que se derrita y convierta en agua para que florezcan sus cualidades. Eso sucede con el espíritu ilusorio que si permanece anclado a una idea fija y se concentra en una cosa entonces se convierte en hielo y no se puede usar libremente. La docilidad del agua es su fuerza. El ánimo del espíritu innato está en el flujo, en su libertad. Huyan de las ideas fijas… Aunque, de cualquier manera, sería grato que también olvidaran esto.
La vigilia es sólo una pequeña parte de la vida. En los sueños el espíritu innato también se esparce. En uno de mis sueños alguien decía: Pensar que no estoy pensando en ti, todavía es pensar en ti. Trataré entonces de no pensar que no estoy pensando en ti.
Se los conté mientras desayunábamos… Pero esto… ¡Olvídenlo también!
Fragmentos del libro La insolencia de los benditos, Editorial Blanco, 2025, 104p.