Trad. Armando Pinto
“¡Buenos días!”
–¡Vaya, si es Cendrars! ¡Jean, es Cendrars, ven rápido!”
La mujer de mi amigo había gritado mi nombre. La campanilla eléctrica seguía sonando arriba de mi cabeza pues me había quedado parado en el umbral de la tienda y mantenía la puerta abierta. Detrás de mí bufaba el gran automóvil que me había transportado desde Cherbourg y cuyo escape zumbaba todavía.
Estaba en París.
Llegaba de Brasil.
Tenía el manuscrito de mi último libro en la mano. La cabeza aún llena de los rumores del viaje, los riñones sacudidos por los baches del camino, el cuerpo mal equilibrado sobre la tierra firme después de días y semanas sobre una marejadilla que me hacía de pronto falta, en el corazón la sonrisa de las mujeres entrevistas, reencontradas, besadas rápidamente tras la puerta de un camarote o definitivamente perdidas en el puente de las embarcaciones; enfebrecido, inquieto, con la impaciencia de volver a partir, estaba de pie en el umbral de esta librería a la que pasaba siempre en primer lugar cuando desembarcaba en París.
Jean se precipitaba ya desde la trastienda derrumbando una pila de libros amarillos, me estrechaba entre sus brazos; yo no había puesto orden en mis ideas, ni sabía qué iba decirle. Y sin embargo contaba con él…
“Por fin estás aquí. ¿De dónde vienes? ¡Te creía aún en América! ¿Por qué no escribes jamás? ¿Estás satisfecho por lo menos? ¿Has podido trabajar? ¿Cómo van tus asuntos? ¡Dios, vaya que tienes buen aspecto!
Jean me agobiaba.
Yo me sentía incómodo.
No sabía cómo responder a su tierna efusión.
En efecto, yo jamás escribía. Mis amigos nunca sabían dónde estaba yo. No tenía el hábito de hacer confidencias. Y además soy un hombre penoso, intransigente conmigo mismo, como todos los solitarios.
Jean es un amigo confiable, tolerante, tranquilo. Yo soy exasperante.
Tengo siempre buen aspecto cuando regreso de países cálidos en los que engordo como un cerdo. No puedo evitarlo. Además, este buen aspecto, este exceso de buena salud, es un tormento más; como la mayoría de mis contemporáneos yo no sabía qué hacer; sin saber emplearla y sin saber cómo gastarla, usaba la vida por las dos puntas, y la usaba inútilmente.
Además –¡esta confesión me cuesta!—este buen aspecto, esta tez bronceada, cocida y recocida al sol, esta sangre generosa que me afluía fácilmente al rostro, ocultaba la palidez de un hombre desesperado.
Como un loco vivía pendiente de un rostro que adoraba secretamente y en el cual clavaría gustoso un cuchillo.
Esas imágenes me atormentaban.
Ese día estaba particularmente desmoralizado. No podía más. Nada marchaba, todo se había desmoronado entre mis manos, además era yo el que había hecho todo mal a propósito, con plena conciencia, de improviso. Estaba enamorado y descontento. Enamorado de una boca que me atormentaba desde hacía meses y descontento conmigo mismo, como siempre. Y además no tenía un centavo.
Una vez más regresaba con las manos vacías de ese gran blof de las Américas, había hecho fortuna, y lo había perdido todo.
Una vez más venía de agitarme inútilmente durante meses y meses, recorriendo kilómetros por decenas de miles, subiendo a trenes, cambiando de barcos, sobrevolando pueblos desconocidos sin tener ganas de descender o, por el contrario, dejando el ruido de las hélices por el de los ventiladores, entraba como con un viejo traje a una nueva ciudad para hacer poco nuevo y trocar de nombre.
¡Vaya broma!
Ganar dinero, arriesgar estúpidamente la vida, jugar a las cartas, inventar una marrullería, provocar un mundo de enemigos, sufrir un mal conocido, tener celos, casarse, tener un chiquillo, beber, comer, beber, armar sociedades, armar jaleos nocturnos, especular, jugar a la ruleta, fastidiarme, endeudarme, sablear a todo mundo, pasar la noche en cualquier lugar y luego huir en el último momento dejando detrás media docena de amantes locas, negocios magníficos, gente maravillada, una mujer que llora, frases de sufrimiento, un paquete de libros, a menudo mucho dinero y siempre un estallido de risa son para mí placeres agotados hace mucho tiempo, que ya no tengo y que marcan.
Y si yo tenía la apariencia de mantener todavía ese estado de risa, es que lo había ganado (o que él me había ganado) en el frente, y cuando la sacudía o la ponía delante como una sonaja o una vieja medalla sucia, era por pura vanidad e infantilismo, si es que no era un tic nervioso. (Y sin embargo, tenía amigos que necesitaban de mi risa para vivir en países lejanos en los que aún resuena. Y es heroísmo de mi parte y a la vez mentira cuando cedo a su demanda y los sorprendo, los divierto, los distraigo, como un ilusionista.)
De esos años excesivos de mi juventud, furiosa, apasionada, enfebrecida y de un romanticismo aventurero, no me ha quedado más que la necesidad insaciable de cambiar de aires y trasplantarme. He aprendido lenguas extranjeras para perderme mejor y romper con mis hábitos y mis gustos. Si me desplazo sin razón, es para perder pie. Yo puedo fraternizar con no importa qué pueblo de la tierra, comunicarme con no importa qué ser humano, del civilizado más sutil al más obtuso de los salvajes, compartir sus ideas, adoptar sus prejuicios, ceder a todas las exigencias de sus prácticas sociales y sus tradiciones; qué alegría, qué orgullo, pero también ¡qué vergüenza cuando descubro que reculo todavía frente a tal plato obsceno o que aquella bebida inquietante me hace vomitar! ¡Qué larga reeducación de los intestinos y de las papilas de la lengua no presupone acostumbrarse a esa cocina picosa o esa comida escrofulosa de los vagones-restaurantes! Todo tiene una repercusión en nosotros. Yo soy tan supersticioso como un pigmeo, como un bachi-buzuk, como un bororo y estoy tan lleno de “represiones” como el psicoanalista recién llegado. Yo, el hombre más libre del mundo, reconozco estar siempre atado por alguna cosa, y que la libertad, la independencia, no existen, y me desprecio tanto como puedo al mismo tiempo que me alegro de mi impotencia.
Sólo la acción libera.
Ella desata todo.
Es por eso que yo tomo parte y partido en todo, si bien no creyendo en nada.
Permitirse todas las libertades con el mundo no es algo propio del rebelde, del disoluto, sino del libertino; no del epicúreo que disfruta del momento y que es fácilmente saciado y corrompido, pero si de una voluptuosidad que invade lentamente esta esclerosis: la desesperación.
Todo es vanidad.
Este sol.
Este desprecio.
–Eso no se rechaza.
–Sírvame otro vaso.
Los licores fuertes insensibilizan el paladar, no el espíritu.
Cada vez más me doy cuenta de que yo he practicado siempre la vida contemplativa. Soy una especie de brahmán a la inversa, que se contempla en la agitación, que se entrena y que desprecia la vida con todas sus fuerzas. O el boxeador y su sombra desencadenado y de sangre fría, que golpea en el vacío y se estudia. Qué virtuosismo, qué equilibrio, qué calma en la aceleración. Después, él necesitará saber encajar los golpes con la misma tranquilidad. Yo los sé encajar y es con serenidad que me fecundo y que me destruyo, en breve, que actúo en el mundo, y no tanto para gozar como para hacer gozar (son los reflejos de los demás lo que me divierte, no los míos.)
La serenidad no puede alcanzarse más que por un espíritu desesperado, y para ser desesperado hace falta haber vivido mucho y amar todavía el mundo.
Yo, por mi parte, amo tanto el mundo y la acción que apuesto que el día de mi muerte (si no muero de una muerte violenta y tengo tiempo de agonizar un poco), entraré por fin a la política para involucrarme en la reglamentación de la vida de los hombres.
Mientras espero, no espero nada.
Yo desprecio todo.
Yo actúo.
Yo revoluciono.
La poesía no vale un pedo y yo aprecio más a un nuevo rico que a un intelectual. Como los horticultores, estoy listo a intervenir y dirigir, alterar, desviar, perturbar los misterios de la concepción y crear nuevas variedades y subvariedades de sentidos (de flores monstruosas y sin perfume.)
Si, después de su infancia, la humanidad hubiera tenido tanta comezón en la espalda como en la punta del pene, las alas habrían terminado por desplazar sus hombros. Si no ha sido así, es porque en lugar de concentrarse en un plan superior, un aéroplan, la vida intelectual se ha venido a desplegar alrededor del sexo, donde se ha vitrificado o esmaltado como la esfera de una brújula, y es el pene el que señala el norte o gira como una aguja enloquecida.
El sexo solo actúa.
Entra, sale, crea, procrea, ilógico, absurdo, lleno de caprichos y de contradicciones, despreciando la vida y la muerte, desordenando.
¿Hay una concepción filosófica más completa y más absoluta del desprecio de la vida que la acción? La acción directa. La acción que dispara. Ella brota de las contingencias, con desinterés y egoísmo. Ninguna ideología la puede prever, ni adoctrinar, ni domar. Desde el origen es la obra de un loco y permanece irrefutable hasta sus últimas consecuencias. Entonces, ¿el día que Dios creo el mundo tenía epilepsia? ¿Y es por altruismo que el hombre inventó la pólvora –el polvo del cañón, el polvo de arroz—y, dicen, se puso a escavar las entrañas de la tierra? En la historia, todos los grandes hombres de acción fueron terribles comedores de hombres porque despreciaban la vida con soberbia. Yo, que no ambiciono ningún papel, me limito a hacer autodafés. Así lo indica mi nombre.
CENDRARS
Tout ce que j’aime et que j’étreins
En cendres aussitôt se transmue…
como sostenía mi amigo Ludwig Rubiner, quien pretendía haber encontrado el origen de mi nombre en estos versos, según creo, de Nietzche:
Un dalles wird mir nur zur Asche
Was ich liebe, was ich fasse.
A lo que le respondí, riéndome de esa etimología pragmática:
“Y Blaise viene de brasa. Confusión de la R –und L—laute, Herr profesor Botafogo. Yo me hago con el fuego.”
O, uno puede adorar el fuego, pero no respetar indefinidamente las cenizas; es por ello que atizo mi vida y entreno mi corazón (y mi espíritu y mis testículos) con el atizador. La flama brota. Pero, en verdad, yo no espero nada. Lo juro. Y doy como prueba el amor y esta gran pasión que vivo. (Una última pose, pero para mí solo.) No espero nada de lo que amo, pero todo lo que no amo me espera.
Y lo acepto.
Es por ello que yo no me presto jamás, pero me doy y me distribuyo gratuitamente.
Ahora tengo cuarenta años. Es, hoy más que nunca, la edad de las conversiones y de las crisis. Pero también es la edad en la que el hombre comienza a ocuparse de su cuerpo, en la que teme por sus articulaciones, en la que vigila su comer y beber, en la que tiene miedo de tener vientre, y hace ejercicio todas la mañanas, gimnasia sueca, metódicamente, religiosamente, con fe. ¿Es un nuevo sentimiento religioso que se despierta en mis contemporáneos para elevarlos trascendentalmente a las zonas afirmativas del bienestar? Los felicito por ello, aunque lo hayan adoptado muy tarde. Para mí, cuya formación moral es totalmente deportiva, no tengo más que el gusto del riesgo e ignoro todo de la religión como se puede ignorar todo de la química orgánica. Yo no temo las caídas, ni los brazos rotos, ni los accidentes, ni las catástrofes, pues la búsqueda de bienestar es mezquina, y la edad y la satisfacción propia es mezquina. Yo no tengo miedo de hacer vientre, pues lo que me infla a mí, y me infla como a un eunuco, y me deforma la voz, es la castidad; ¿es por eso que no la practico y me enfrento a todas las mujeres, sin segundas intenciones, sin profilaxis, pues no me importa el bienestar, la salud e incluso la vida?
Yo arriesgo todo a una bagatela.
Yo apuesto.
Apuesto a ese juego idiota sin pies ni cabeza.
Apuesto todo.
¿Para ganar qué?
No hay nada qué ganar.
¡Qué suerte!
En fin, así soy.
Cuando digo que estoy desesperado, que todo me da igual, que no espero nada, no me compadezco, no poso, no me doy golpes de pecho, no quiero conmover, no suelto una nueva mentira. “Desesperanza. Pérdida de la esperanza”, dice el Pequeño Larousse y esta definición me bastaría si no fuera porque está impregnada de sentimentalismo, como todos los demás comentarios de ese diccionario en torno a ese artículo están llenos de aflicción y de lamento, de condolencias y de desolación. ¿Por qué? ¿Por qué apiadarse del hombre que ha perdido la esperanza? ¿Es que una pérdida no puede ser un bien, como la pérdida del apéndice por ejemplo, el apéndice vermiforme o ileocecal?, y la esperanza ¿no será la apendicitis del alma?, es decir, ¿una inflamación, una virtud hoy inútil, dañina, peligrosa y de la que hay que saber desembarazarse lo más rápido posible en caso de crisis? ¡Pum! Un corte de bisturí. Se hace en pocos segundos. Y tres puntos de sutura pueden conservar la sonrisa.
O se puede someter uno a la operación antes de la crisis; en tal caso el desesperado, inmunizado y prevenido, es un hombre que jamás habrá conocido la esperanza: Desesperar: desconocer la esperanza. Pero la desesperanza puede igualmente ser una ciencia, de la simple curiosidad, incluso del último estado de la sabiduría…
Etc.
Naturalmente, todas estas ideas no me pasaban por la cabeza cuando Jean me interrogaba. Yo portaba estos aforismos en el fondo, impresos en mis tripas, y si me destripase no encontraría ni buenos ni malos augurios. No me ocupo en saber qué me va a suceder, ni en qué me voy a volver. Estoy satisfecho con saber que uno no puede salir de su piel, ni siquiera mutilándose. Es por eso que todo me da igual, sufrimientos, dolores, alegrías, penas, embriagueces, y que quisiera llegar a soportar con la misma indiferencia la pobreza y la riqueza, el bien y el mal, la inteligencia y la estupidez.
La indiferencia es el estado del espíritu más difícil de alcanzar, de defender y de conservar.
Yo soy muy sensible, cualquier cosa me conmueve, mi espíritu se pone fácilmente en marcha, avanza, pedorrea y después, como un motor, sufre sacudidas.
Caigo entonces al fondo de mí mismo, me hundo y obtengo placer con los retornos vertiginosos de la conciencia cuando dejo de respirar y me ahogo. La vida desfila a toda velocidad como un viejo film vuelto a pegar, lleno de roturas, de huecos, de escenas ridículas, de personajes al revés, con títulos pasados de moda para detenerse de pronto sobre una sola imagen, que no es siempre la más bella, pero que se vuelve luminosa a fuerza de atraer la atención.
Es absurdo, pero así es.
Así, durante este último viaje a Brasil, yo venía de disfrutar durante seis meses del lujo, del confort, de la publicidad, de la velocidad, de la promiscuidad, del juego, de la inestabilidad, del buen humor, de la actualidad, de las luces que ofrece en profusión y gratuitamente el ensamblaje científico del mundo moderno, el día en que, abandonando mi pequeño Ford en la sabana, descubrí esa picada a través de la selva virgen, ese sendero terrible que habría de desembocar en una boca, una boca de mujer, no la boca de mi pasión ataviada por la costurera del teatro, sino la boca de una mujer elegante que mordisqueaba su lápiz labial, una boca roja, sencillamente tu boca, Virginia.
A propósito, ¿por qué partí, por qué dejé ese palacio de São Paulo desde donde veía, por la ventana de mi cuarto, las idas y venidas de tres muchachitas por el jardín? Ellas venían varias veces al día y a horas fijas a exponerse a mis ojos bajo un enorme ficus blanco. Yo les mandaba besos. Ellas reían, se sacudían, se abrazaban para burlarse de mí.
Me irritaba.
Inclinado en mi balcón, con el torso desnudo, atrapaba los golpes de sol para comunicarme con ellas por los aires.
Les hacía signos y las veía reírse, sin poder nunca dirigirles la palabra, ni escuchar esa risa de jovencitas llegar hasta mí, separados como estábamos por los ruidos de la ciudad, de los extractores que se vaciaban, la cadencia multiplicada de los carpinteros, el bufido de las furgonetas, el rebato de los martillos neumáticos, las descargas y tronidos de la maquinaria norteamericana que explotaban y percutían en esa infernal nube de cascotes que envolvía siempre el centro de São Paulo, en el que demolían incesantemente para construir a razón de una casa por hora o de un rascacielos por día. En esta ciudad proteica que desconoce la Liga del silencio, poseíamos los cuatro un maravilloso secreto y nos amábamos, como se besa uno por teléfono, sin nunca decirnos nada.
Una, sobre todo, debía pensar mucho en mí, pues se aparecía un buen cuarto de hora antes que las demás. Hacía corriendo el perímetro del jardín, jugaba con un pequeño perro blanco de Tenerife, se ponía a la vista, adoptaba poses, observaba a hurtadillas si yo la miraba, después se ocultaba a medias detrás del tronco del ficus, se asomaba furtivamente y me enviaba millones de besos, rápido, rápido, antes de la llegada de sus hermanas.
Un día se animó a hacerme señas de que la alcanzara a la puerta de su casa. Yo no fui ese día sino la tarde siguiente, pues no quería tener un asunto con una sola, sino abrazarlas a la vez a todas ellas.
Y al día siguiente partí al interior.
No, no fueron esas tres muchachitas las que me hicieron partir (mi partida pareció una huida, no dije nada en el hotel en el que dejé todas mis cosas), sino que hacía ya bastante tiempo que había prometido ir a ver a un amigo perdido en algún lugar del Rio-das-Garças, al final del mundo, es por eso que compré un Ford. Subí a mi Ford, estibé algunos tambos de gasolina, puse a mi lado, sobre el asiento, mi 45, ese revólver Colt que alcanzaba dos mil metros, de un tiro tan preciso como el de una carabina y cuya bala detenía a quemarropa a un bribón y lo paraba en seco, y me puse en marcha. No, antes de ponerme en marcha, me aseguré de tener mi manuscrito conmigo, el manuscrito de ese libro que no llegué a terminar y que llevaba conmigo a todas partes desde hacía muchos años…
¡Ah! He aquí por qué partí, por qué abandoné todo, por qué me sentía descontento conmigo mismo, por qué era incapaz de emprender con provecho cualquier cosa, por qué había perdido mi tiempo, por ese manuscrito que ahora entregaba en Francia, terminado por fin, que tenía entonces en las manos y que me habría de sacar de apuros…
“Jean, toma, el libro.
–¡No!, es el… es el…
–Sí, es el manuscrito de Dan Yack.
–¿De Dan Yack?
–Sí, de Dan Yack y de las Confessions.
–¡No es posible! ¡Ah, tu sí que eres bueno, Blaise, sí que eres gentil! ¡Y lo has terminado así como así, sin prevenirme!”
Jean no lograba contenerse. Me abrazaba, reía, entusiasmado.
“¡Mariette!, gritó. Ven a ver, tengo el manuscrito de Dan Yack, Blaise lo terminó.”
Pasamos a la trastienda. Ahí Jean se instaló en su escritorio y ojeaba febrilmente mi manuscrito.
“Es estupendo. Es increíble, mira. Lo sabes, es tu mejor libro. Haré una edición fabulosa.”
Y Jean me miraba con sus magníficos ojos sonrientes.
“¡Pero tú no dices nada! Me reprocha.
–¿Y qué quieres que te diga?
–¿No estás contento?
–Joder, sí, estoy brutalmente contento de haberlo terminado.
–¿Entonces?
–Nada, que me he hastiado. Ya no quiero oír hablar de ese libro. Me disgusta. Además, ¿quieres saber mi opinión? Es un fracaso.
–Vamos, vamos, todos ustedes son iguales. No te desanimes. Yo haré mi trabajo. Será un éxito.
–¿Tú crees? Te digo que no vale nada este libro. Además…
–Viejo, tú divagas. Yo te digo que será un éxito. Mira, ¿cuántos crees que debemos tirar, cuarenta mil?, bien, yo tiraré cien.
–Pero tú estás loco, Jean. No se trata solo de tirar, se trata de vender y te digo que este libro es un fracaso. Devuélvemelo.
–¡Ah, no! ¡Ya lo tengo y lo conservo, después de tanto tiempo que te has hecho desear! ¡Tienes talento por lo menos, tú! Te digo que tiraré cien mil. Es el mejor libro del año.
–¡Pero si no lo has leído!
–No hace falta, lo sé y tengo olfato. Tú no sabes nada. Mira, lo he abierto al azar. Este pasaje sobre el chisme de los indios, el… el, ¿cómo lo pronuncias?, es por aquí…, el…
–El guesquel, página 115.
–Sí, es eso, el guesquel; es un hallazgo, viejo. ¡Gran puerco, vas a recibir muchas cartas de mujeres!
–Pero si no es ningún descubrimiento. El guesquel existe. Hay por lo menos uno en el museo del Trocadéro. En 1909, cuando estaba en la Patagonia…
–Sí, lo sé, esos indios cabrones tienen un montón de chismes para coger con sus mujeres. Pero dime, ¿tienes muchos cacharros parecidos en tu libro?
–Sí y no. Depende… Por ejemplo, tengo una descripción del ampalang y una teoría nueva sobre la mutilación de los pies de las chinas, en la que sostengo que esa mutilación tenía un fin erótico. Cuento también una historia asombrosa sobre el prepucio de Cristo…
–¿Sobre qué? Pregunta Jean frotándose las manos.
–Sobre el prepucio de Cristo. La cuestión ya ha sido planteada. Se trata de saber si ese pedazo de piel de un pequeño niño judío, cortado en el momento de la circuncisión, sigue participando de la inmortalidad del hijo de Dios y si al momento de la resurrección Jesús estaba físicamente íntegro. Y en ese caso, ¿en qué estado ha encontrado su prepucio, infantil o adulto?
–No, ¿está en tu libro?
–Sí, encontré esa historia en un libro alemán, cuyo autor, un sacerdote defenestrado, murió loco.
— ¿Y después?
–Vamos, no te voy a contar mi libro.
— Sería inútil, lo voy a leer esta noche. Mañana se va con el impresor. En ocho días las pruebas, ¡y haré un lanzamiento! Puedes contar conmigo. Hace años que me preparo. ¿Vienes a cenar a la casa?
–No, no estoy libre.
–¿No estás libre?
–No, parto esta noche.
–¡Ah, no! faltaba más. Mira viejo, nada de bromas, ¿eh? Te necesito en este momento, ya no te suelto más.
–Escucha, Jean, hablemos seriamente. Debo partir esta noche. No será largo. Te juro que regreso en ocho días. No habrá retrasos con las pruebas. Además, tú puedes corregir el primer juego y yo no veré más que el segundo para darte el tírese. Sabes bien que nunca hago correcciones de autor. Un libro terminado es un libro acabado, yo nunca lo retoco.
–Es cierto. ¿Y se puede saber a dónde vas?
–Voy a España, de ida y vuelta, de prisa. Te juro que no me quedaré más de ocho días.
–¿Una historia de amantes, eh?
–Sí y no. Voy a una boda. ¿Puedes prestarme tu teléfono?”
Mientras hablo por teléfono, Jean se sumerge en mi manuscrito.
“…
–Allô? Gutenberg 11-98…
…
–¡Allô! ¿El garaje Édimbourg? ¿Ah, eres tu Alfred? ¿Está Maurice?… de parte de M. Cendrars…, sí.
…
–¿Allô! Buenos días, monsieur Maurice.
…
–Si, gracias, todo bien.
…
–Llego en este momento.
…
–No, no de Nueva York, de América del Sur, de Brasil.
…
–Sí.
…
–No, los negocios son difíciles.
…
–Ya sabe, en todas partes es lo mismo.
…
–Sí.
…
–Tiene usted razón, la crisis…
…
–Naturalmente…
…
–…el desplome del precio del caucho tanto en América como en Inglaterra. Pero dígame, Monsieur Maurice, podría…
…
–Seguro, sí, ponga tención, lo pondré en contacto con el jefe de servicios del City Bank. Quisiera pedirle…
…
–No hay de qué. ¿Tiene usted todavía en el garaje a mi pequeña Ballot azul?
—
–No hace falta. ¿Está en buenas condiciones?
…
–Quisiera partir esta noche, la necesito sólo por ocho días.
…
–No, necesito mi Ballot o el dos litros de Buneau-Varilla, es para ir a España.
…
–No importa, está en Londres; pero prefiero mi Ballot a su Bugatti, debido al tríptico…
…
–Tengo los papeles de esos dos coches, deme entonces la Ballot, la devolveré en ocho días.
…
–Así es, gracias. Dígale a Alfred que la llene, pasaré por ella a las 4 de la mañana.
…
–Si… bien… Entendido… Hasta luego… Saludos a Loulou…
…
–Naturalmente.
…
Puede telefonearle de mi parte, Mr. Smith es un amigo…
…
–Sí, él tiene la escritura.
…
—Hasta luego…
…
…No lo entretengo más. Mi seguro aún está vigente. Adiós Monsieur Maurice.
–Vaya, Jean, sí que son bárbaros estos marchantes de autos.
–¿Qué pasa?
–Es mi mecánico, le dejé mi coche para que lo vendiera y él lo ha vendido sin haberlo vendido y pone dificultades para prestármelo ocho días. A propósito, ¿en qué quedamos nosotros?
–¿?
–Sí, quiero decir ¿puedes darme cincuenta mil francos?
–¿Cincuenta mil? ¡Pero estás loco tú!
–Escúchame, Jean, bien sé que me has adelantado bastante dinero. Pero ahora tienes mi libro en la mano y como te empeñas en querer tirar cien mil, puedes hacer que lleguen los billetes, eso no es tan difícil. Si quieres, me divertiré haciéndote mi publicidad. No me hagas llevar mis cuentas. Necesito de inmediato cincuenta mil francos. ¿Puedes dármelos, o no?
–Creí que habías ganado montones de dinero en América.
–Escucha, Jean, no te ocupes de mis negocios en América. No cuento con nada, ni un cheque. No te engaño. Pero como siempre has sido muy gentil, bien, te doy mi próxima novela.
–¿De qué se trata?
–Escucha, primero envía a alguien al banco, es sábado, van a cerrar.
–¿Pero realmente tienes necesidad de cincuenta mil?
–Pues claro, viejo, si no, no te los pediría. Le debo pagar al chofer que me trajo de Cherbourg, algunas pequeñas cuentas en los bares, y luego me hacen falta treinta billetes para ir a España.
–¡Treinta mil para ocho días!
–Dios mío, sí, por lo que sube la peseta no es caro.
–¿Y si no te los doy?
–Me mato.
–¡Te quieres reír!
–No, es serio, ya te he dicho que necesito ver a una mujer.
–¿No ibas a una boda?
–Bueno, sí, pero para una boda hacen falta dos.
–¿Entonces tú te casas?
–Puede ser.
Jean me mira con curiosidad…
“Escucha, Blaise, tendrás tus cincuenta mil francos. Mariette los irá a traer al banco, ¿tienes cinco minutos, no?, pero deja de hacerte el misterioso, si no creeré en un chantaje. Es… es…”
La sangre me subió al rostro.
“¡Jean! ¡Cállate! ¡No, no es ella! Vas a ver… además tu no la conoces… o puede ser que sí… una vez vine con ella a tu librería… es una Grande de España, una mujer muy elegante, la mujer más bella del mundo… ¿no te acuerdas?
–No.
–Imagínate que me mandó un cable. Sí, mira, lo recibí en el fin del mundo en Brasil, se casa con un mexicano, riquísimo, un desagradable jugador de Polo…
–¿La amas?
–¡Claro que no!, pero tengo miedo de perder a una amiga…
–Como te complicas inútilmente la vida.
–Pero no comprendes, Jean, que fui yo quien cultivó a esta mujer, me ocupo en enseñarle desde hace años a gozar de la vida y ya no ser víctima de los prejuicios de su educación, de su medio, de su riqueza. No sabes lo inteligente que es, no instruida, inteligente. De esa inteligencia natural, evidente, que es el fruto de un conjunto de dones más que la flor de un espíritu demasiado decorado, que es toda intuición y no razonamiento, equilibrada y libre, tiene eso que los místicos llaman la Gracia. Y luego Virginia se casó con un clubman, un idiota, un tipo que yo conozco, una vieja fusta, un enclenque, un…
–¿Y es por eso que quieres matarte?
–¿Pero no comprendes, Jean, que mediante ese telegrama Virginia me pide auxilio?
–¿Tú crees?
–Estoy seguro, debe sentirse desesperada.
–¿Es joven?
–No, es una mujer divorciada.
–Entonces, ¿por qué te inquietas?
–Precisamente porque soy inquieto. Imagínate que ella tenía como marido a un viejo verde, una especie de bota de vino que no se vacía nunca y que se subió sólo tres veces a su cama para desahogarse y decirle injurias.
–¿Y no la tocó?
–No, jamás, por eso ella pudo obtener su divorcio en Roma.
Todo eso, me dice Jean, me suena a novela. Deberías escribirla, o mejor no, no sería de Cendrars sino de Bourget. Sin embargo tú sabes de esas historias y de esa gente. Anda, dichoso Blaise. Espera, voy a hacer tu cheque.”
Aunque se defiende, Jean está impresionado por mi historia. Mientras sale para enviar a su mujer al banco. Yo vuelvo a sentirme como un león enjaulado. Mentí sin mentir. Hay algo de verdad y de mentira. Es verdad que Virginia se casa; pero yo quiero su boca antes, esa boca roja que me impedía dormir en la selva, esa boca más ardiente que el fuego del campamento…
“¿Entonces me das tu próxima novela?”
Es Jean que regresa.
“Sí.
–¿De qué trata?
–Es una extensa novela en varios volúmenes, Notre pain quotidien, algo que en mi mente es el equivalente a los Misérables de Victor Hugo, pero los miserables no serán de una sola clase social, sino de todas las clases sociales. Quiero contar cómo se gana el pan la gente, el pan de todos los días. Es un tema magnífico pero muy difícil de abordar si lo quiere uno agotar; sobre todo porque lo pienso muy grande, muy vasto, concebido a la moderna, de un modo completo y sin piedad. Cómo se gana la gente el pan en una ciudad moderna de hoy. Tomo un inmueble en París, un gran edificio de departamentos (conozco uno en el que viví hace mucho) y escribo, como lo haría de un hormiguero, la monografía de cada uno de sus habitantes, su vida, sus trabajos, sus desengaños, sus amores, sus complicaciones, en breve, todo lo que hacen, todo lo que se ven obligados a hacer para ganarse el pan y tener qué comer, después del propietario y la portera, a la mujer de la vida del entrepiso y al poeta del altillo, pasando por todos los habitantes de los otros pisos, el tendero de abajo, el burócrata del tercero, las criadas, el chofer en el patio, incluso la gente que entra y sale, los vecinos, el final de la calle, la otra calle (pues es un edificio en la esquina), el panadero del barrio, la comisaría, la alcaldía, todo mi pequeño mundo en su casa y perdido en la ciudad. Todo manejado simultáneamente y extendiéndose por varios años pasando por dos épocas muy distintas, como antes y después de la guerra. ¿Qué te parece? Es necesario que todo se tome sobre la marcha y que se desprenda de mi libro una atmósfera de misterio y de ferocidad como si reportara hechos jamás vistos y jamás observados.
–Oye, Blaise, ya tengo ganas de leer ese libro, apresúrate a escribirlo.
–Mi pobre viejo, hacerlo me llevará dos o tres años. Sobre todo porque lo quisiera directo, rápido, neto y preciso, y sobre todo desprovisto de literatura. Lo veo muy bien ilustrado con fotos. Tengo ya muchos personajes en la cabeza.”
Mariette regresa del banco con la plata.
“¿Es verdad, Cendras, que partes ya?”
Yo quiero mucho a Mariette, es una mujer fuerte, pero también es una de las mujeres más dulces que he conocido, es como un tazón de leche, y además tiene un hijo muy lindo. Charlamos un poquito mientras Jean cuenta el dinero.
“A propósito”, me dice Jean al tenderme un paquete de billetes de banco, “qué tiene de nuevo Dan Yack? ¿el tema?, ¿un episodio?, ¿un hecho sobresaliente? En necesario que piense ya en la publicidad y en mover a los diarios.”
Mientras me embolsaba los billetes, le respondí:
“Nunca le pidas a un autor que te cuente o te resuma su libro, no llegará a nada, porque sólo lo que no ha logrado lo mantiene. Todo lo que puedo decirte de Dan Yack es que es un libro con numerosos puntos de aterrizaje y aún mayor número de caídas. En suma, no hay más que un solo personaje y todo sucede en su cabeza. Es lo que explica las deformaciones de la visión y lo deshilvanado de su relato. Para el público, lo que hay de realmente nuevo en mi novela y de lo que estoy pasablemente orgulloso, es que no hay una sola escena de amor.
–¿Cómo, no hay amor en tu novela? ¡Ah, no, mi viejo, eso no funciona, me hace falta una escena de amor!
–Pero, Jean, es posible que Cendrars tenga razón, dijo Mariette.
–Cendrars tiene razón, Cendrars tiene razón, tú tienes criadas, tú, ¿entonces no te importa eso? ¿Tú tienes que oír a esos cascarrabias cuando vienen aquí a exigir novelas de amor? Y las mujeres, son las mujeres las que leen hoy, ¿y qué les voy a decir yo, si no hay amor en ese libro? Yo voy a tirar cien mil, Blaise puede muy bien hacer un esfuerzo, qué diablos, puede agregar un capítulo sobre el amor, lo puede hacer por mí.”
De pronto me sentí completamente lejano a mis amigos. Toda la fatiga del viaje me cayó encima. Me sentí incapaz de discutir.
“Entendido, Jean, tendrás lo que quieres. Te haré un capítulo sobre el amor. Escucha, tengo una idea, toma nota. Te haré un capítulo sobre el amor de las ballenas. Es algo inédito, nadie jamás ha hablado de eso. Imagínate que la ballena macho tiene un balénas, una vaina ósea que sostiene su aparato genital, tiene un balénas que pesa 900 kilos en un adulto, y la ballena hembra, Mariette, esta hendida transversalmente y no a lo largo como todas las demás hembras del mundo. Te haré un capítulo formidable. Es una promesa. Te lo envío dentro de tres días. Puedes anunciarlo.”
Me despido.
Mariette no sabe si me estoy burlando de ellos; en cuanto a Jean, estaba en la gloria.
“Tú eres un as, Blaise, ¿Entonces puedo anunciarlo? ¿Me lo mandas en tres días? ¡Que maravilloso eco haré que suene en los diarios!”
Me dejé caer en los cojines de mi automóvil. Tenía la sensación de una gran derrota. Le explico al chofer de Cherbourg que me llevé al garaje de la rue d’Édimbourg; pero antes de partir, Jean abre la portezuela.
“Toma, mira, se me olvidó mostrártela. ¡Está muy bien, sabes!”
“¿Qué es?—Puedes quedártela. Nos vemos. Hasta pronto. No te eternices en España.”
Jean cierra la portezuela. El chofer parte. El coche arranca salpicando a los transeúntes. Llueve. Me gusta esta lluvia de París. La necesito, yo que vengo de pasar seis meses sin una gota de lluvia. Ese clima seco y caliente del planaltino brasileño es maravilloso, pero esta lluvia le provoca placer al viejo europeo que soy yo. Estiro las piernas. Enciendo un cigarro. Las calles que conozco desfilan en confusión. Querido París. Me asomo por costumbre para ver la hora en el parque Monceau. ¿Ya acabarían las obras del túnel de Batignolles? De ahí damos vuelta en la calle d’Édimbourg! ¡Pare! Salto del coche.
“¡Hola!, Alfred, ¿cómo te trata la vida?
Alfred, descalzo, está a punto de lavar un gran Farman.
“¡Ah! ¡Monsieur Cendrars!”
Deja su tarea para venir a estrecharme la mano. La sonrisa de Alfred es graciosísima. Siempre me pone de buen humor. Alfred tiene una boca de alcancía, dos gruesos labios en bisel y dos veces más dientes que de rigor, dientes enormes, espaciados, dispuestos en abanico y casi horizontalmente.
“Vamos a tomar un trago, Alfred, viejo jacaré. ¿No sabes qué es un jacaré? Es un cocodrilo brasileño.
–¡Ah!”
Nos tomamos una botella, Alfred, el chofer de Cherbourg y yo, después regresamos al garaje.
Me ocupo de inmediato de la pequeña Ballot. Subo mis tres valijas. Me pongo a mano con el chofer de Cherbourg, y estoy a punto de poner a zumbar mi motor cuando ese buen hombre regresa. Le grito:
“Qué, ¿no estas contento con tu propina?
La Ballot retumba y ahúma. Exceso de aceite.
Oigo:
“…principesco… agradezco… documento…”
¡Qué de rimas!
“¡Dáselo a Alfred!”
Y yo sigo acelerando el motor. Funciona bien. Qué bella modulación, estridente, aguda y huele a aceite de ricino. Apago el motor.
“Y bien, Alfred, ¿qué te entregó el viejo hermano?”
Es el rollo de papel de Jean que había olvidado en el coche. Lo desenrollé y leí: BLAISE CENDRARS, DAN YACK, 100e ÉDITION.
¡La cubierta de mi libro, en rojo y negro, impresa por adelantado!
Le doy mis últimas instrucciones a Alfred y salgo a la calle a pie.
París.
Una vez más estoy en París, en París donde conozco a tanta gente, pero en donde a menudo no deseo ver a nadie.
Pinche literatura.
Bajo por la rue de Rome. ¿Qué haré mientras llega la hora de partir? Tengo mucho y nada que hacer. Debo poner atención en no ir a la calle a donde todo mi ser me empuja, no merodear frente a una casa que conozco demasiado, no levantar los ojos a una ventana a la que quiero romperle los vidrios, ni subir una escalera de cuatro en cuatro, pero saber tener paciencia hasta la noche para tomar mi lugar como todo el mundo en el teatro Français, tener paciencia, yo, el más impaciente de los hombres.
Voy al baño. Me arrastro hasta un peluquero en la plaza del Théâtre Français. Entro a muchos cafés. Evito los lugares donde me conocen y las calles donde podría reencontrarme y herirme a mí mismo.
Fantasmas de mi juventud, de mi pasado, años próximos o lejanos irreflexivamente perdidos, noches blancas, ojos, lenguas, manos, acciones, palabras, que en cada regreso a París son mortales para aquel que ha vivido apasionadamente ¡y que todavía ama con pasión!
Cada vez es la misma cosa, no puedo entrar a París sin retroceder en mi vida, retroceder como se hunde uno en un cementerio.
Los buenos recuerdos me vuelven injusto y los malos me enternecen.
Entonces voy, voy descubriendo nuevos clubes a cada paso, clubes donde los jóvenes me miran mientras silban y donde los más jóvenes me sablean un cigarrillo o un coctel. Todo ello me parece espantosamente anticuado y sin embargo ahí aprendo el último aire de moda, matando el tiempo sin preocuparme de mis trabajos, sin darle signos de vida a nadie. Tengo demasiados domicilios para querer volver a mi casa, el único lugar que no cambia jamás de propietario. Pero ¡ay!, pronto no sabré a dónde ir, ya habré inaugurado todos los nuevos bares… iré a cenar con Pompon esta noche… Estoy en la terraza del Café de la Paix, perdido entre una muchedumbre de extranjeros que miran desfilar a París. Miro pasar a mis amigos por la calle… Parto esta noche.
Pompon es esta pequeña francesa (el ser más puro, más transparente, más frágil, más cristalino que he conocido) que se dispara un tiro de revolver en el vientre para matar al fruto de sus amores el día en que, abandonada por su amante (un hombre joven de una de las familias más importantes de Estados Unidos que después hizo carrera en la política municipal de Nueva York), se da cuenta de que está encinta. Algunos amigos y yo (todos apasionados del basquetbol en el que la conocimos), nos habíamos ocupado de ella en esa trágica circunstancia y como, algunas semanas más tarde, yo debía partir a Roma, donde haría cine por cuenta de una compañía inglesa, llevé a Pompon conmigo, curada pero inconsolable.
Jamás he visto sufrir a un ser humano más que esta pequeña muchachita.
Y sufrir en silencio.
Duramente.
Por lo tanto, yo no la abandonaba.
A pesar del intenso trabajo y las innumerables decepciones de mi nuevo trabajo de director de cine, en cuanto tenía un minuto libre la iba a buscar y cada vez que podía disponer de media jornada –yo luchaba contra los desengaños a punta de gratificaciones, había siempre algo que no funcionaba, un decorado que no estaba listo, me cortaban la luz, no tenía el amperaje para las escenas nocturnas, los trajes no habían llegado, pues boicoteaban un poco mi trabajo, como es costumbre en todo estudio italiano con un director de cine francés, lo que me daba en compensación algunas distracciones, o si no, se las debía a Dourga, la danzante hindú, mi interprete principal, que a menudo no podía rodar, enferma como estaba de una misteriosa enfermedad que le “veteaba” los senos, los hombros, la parte baja del rostro como con lápiz labial, marcas pálidas que aparecían en negro en los acercamientos para arrebatarle todos sus medios, placas, enrojecimientos, atolones sanguinolentos que yo no lograba borrar a pesar de mi esmero, los maquillajes ingeniosos, mi iluminación amañada, todo un juego de pequeños granos ardientes que desfiguraban su orgulloso perfil oriental (pobre Dourga, había utilizado raudales de coquetería y de entereza para burlar a su enfermedad y atormentarme, sin hablar de todo el dinero que perdía cada día que ella no trabajaba. ¿Qué quedaba de su belleza? La infeliz, habría de morir poco tiempo después de haber terminado mi película La Vénus noire ¡y yo destruí su film antes de dejar Roma!)—así que cada vez que podía disponer de media jornada, llevaba a Pompon en la Minerva puesta a mi disposición, un auto tan largo como un coche cama, y recorríamos los dos la campiña romana.
No me gustaba dejarla sola, también, de cualquier forma, cenábamos todas las noches juntos, ya sea en las inmediaciones del estudio, del otro lado del hipódromo, o en las pequeñas fondas del centro, ruidosas, llenas de humo, olorosas a chipolata, o al otro extremo de la ciudad, en ese restaurante famoso, I Castelli dei Cesari, donde el pollo a la pimienta estaba muy bien logrado, el Est-Est-Est frío al gusto, la vajilla cascada, los manteles manchados de vino y la elegante clientela romana en mangas de camisa.
El despechugamiento tan general en Italia es particularmente perceptible en Roma, donde las ruinas como los hombres, yacen desabotonados al sol, toman la siesta en la yerba rala, y no llegan, incluso bajo el más majestuoso de los claros de luna (más ridículo y más teatral que realmente grandioso para un hombre habituado a los proyectores de los estudios, un millón de bujías “Sunshine”) a hacer olvidar la pobreza que los carcome, ni su fatídica dejadez. Aquí, todo se hace polvo, está enfermo, sucumbe a un lento empujón. Los escupitajos del Corso, así como las voces de los hombres que juegan a la morra en la noche en el Coliseo, son más signo de una vitalidad agotada que simple incuria del Senado.
Es la raza misma la que está mortalmente afectada, se corrompe en este clima; su estancamiento es un estado de languidez, un estado de delectación morbosa, un estado timorato, no una inclinación natural a la indolencia que deja libre curso a cierta fantasía que se podría tomar felizmente como un simple desorden o una forma honesta de simplemente vivir (como los negros de Bahia, esa Roma negra); es el efecto de una malévola y posesiva melancolía, causada por una enfermedad endémica, el paludismo.
Roma no es más grande hoy, está afligida de elefantiasis.
Todo ahí parece paralizado de estupor.
Ved esos monumentos que se tambalean. Ved esa campiña húmeda, fétida, rugosa, cubierta como un mendigo, ese gran cuerpo entregado al abandono, acribillado de marcas de viruela o hinchado como por bolsas de pus, este rey leproso expulsado fuera de las murallas, tendido de través en todas las avenidas, que entrega por sus llagas la leche de la Antigüedad, que mancilla su corona, que refleja su máscara leonina en el Tíber, que deja colgar sus manos enfermas en todas las fuentes y cuya exhalación emponzoña la naturaleza.
Él gime.
Las campanas resquebrajadas y su tañer doliente llega de la ciudad y sube al aire con la voz del rebaño que se conduce al matadero y el claxon de los taxis nocturnos. Todo sangra en el sol que se pone. El cielo huele el sudor, el carnero ardiente, la valeriana. Se enrojece y de ahí cae el óxido, la ceniza, el polvo de azufre, el zumo de la belladona, un gran escalofrío y la fiebre, con los ojos verdes como limones.
Las ranas se despiertan al mismo tiempo que las estrellas y los aromas amargos del ajenjo.
Es Nerón transformado en sapo que busca una mujer encinta para venirse en su boca.
La primera que llegue.
Él espera.
Se embosca en los alrededores de una fuente donde las jóvenes campesinas cuyo vientre se redondea, las prostitutas de cuarteles, las viejas esclavas violadas, los primeros cristianos chiflados tienen costumbre de venir a beber.
¿Cuál será su presa y su nodriza?
Él mira la luna que se ensombrece y sueña.
Sueña en esa boca llena de agua en la que va a venirse.
La mujer tendrá un estremecimiento de terror, un espasmo de asco, hará esfuerzos desesperados por vomitarlo.
Él se apresura, se desliza para dejarse caer en su vientre. La mujer se desvanece sin lograr expelerlo.
Cuando ella recobra el sentido ha perdido el espíritu.
Embarazo psicológico.
Nerón no se aparta, exhala.
Sueña en el triste feto al que ha usurpado su lugar, sueña en el pequeño con cuya piel se ha cubierto, del que se nutre, al que ingiere.
El vientre de la mujer se tensa.
Nerón.
Él ha querido correr el riesgo, conocer esta voluptuosidad extrema de morir dentro del vientre de una mujer anónima o de matar a su madre de imitación antes de volver voluntariamente al mundo.
Él espera tranquilamente su hora.
Operación cesárea que será practicada desde el interior por un nuevo nacido que ya ha vivido.
El Anticristo.
Roma revienta al dar a luz.
La Cruz tiende sus brazos entumecidos en el aire, está obligada a descender profundamente bajo tierra para enraizarse y consolidarse. La ciudad eterna no se halla en sus monumentos de mármol y de bronce, por el contrario, en sus catacumbas que se derrumban. El ombligo del universo es un agujero; no es una cúpula sino una cueva. Es necesario dejarse llevar, abandonarse, dejarse arrastrar por la propia gravedad para alcanzar el centro del mundo y contemplar, no las momias imputrescibles de los emperadores, ni las máscaras apologéticas de los papas, sino más bien el rostro ardiente de los hechiceros que gravitan en las llamas. Sólo la Roma de las sibilas, sólo la Roma de los demonios, sólo la Roma de los nigromantes ha sido grande, de una grandeza subterránea y nocturna, puede ser la obra de un topo ocelado, pero ciertamente es la obra de un topo ciego, enterrado y escondido, y todo lo que se ha parado orgullosamente en la superficie ha sido secretamente abatido por esta bestia.
Aquí todo se agrieta, todo se hunde, se deteriora, se erosiona, se descascara, se vuelve polvo, forma un montículo de escombros, y, bajo ese depósito, van y vienen las bestias sagaces, las bestias sedosas, las bestias mágicas que ruedan sus excrementos en bolitas. Extranjero, si tú quieres vivir no engullas jamás la hostia, ni el catecismo, mordisquea en cambio una de estas bolitas negras de las que ignoras los ingredientes y la farmacopea, y que son un afrodisiaco terrible, un filtro mortal de amor, un veneno que paraliza la inteligencia.
Entonces actuarás como en La légende dórée, sacrificando todo, excepto tu acto.
Tu acto está lleno de consecuencias.
Para ti y para alguien más.
No es forzosamente un acto de fe.
¡Qué importa!
No tengas miedo de caminar en las tinieblas o de resbalar en la sangre.
Nunca sabe uno lo que ha hecho, nunca sabe uno a dónde va.
La vida es peligrosa.
Nuestro chofer tocó el claxon al volver a la ciudad. Al pasar bajo el gran lampadario de la Piazza del Popolo, vi de pronto a Pompon aparecer bajo la luz para volver enseguida a la noche y así sucesivamente, a todo lo largo del Corso y de la via Tritone, ponerse de relieve y llenarse de sombras en cada parada bajo cada lámpara de arco voltaico. Según la rapidez del coche, yo tenía a veces varias imágenes de Pompon en blanco y negro que persistían simultáneamente con mayor o menor duración en mi pupila, como si yo la hubiese percibido a través de un obturador desajustado. O si no, era yo quien no lograba avanzar tan rápido.
Sin embargo, cuando la había dejado en su hotel e ido a mi habitación o vuelto al estudio, yo no conservaba de ella más que una imagen: la de una muchachita que se consumía de desesperación.
¿Por qué se volvió insoportable?
¿Quería hacerse mal o era el remordimiento lo que la atormentaba?
Tendría que haberla amado para rescatarla; pero nunca tuve el valor de jugar esa comedia; yo no sentía por ella más que una inmensa piedad fraternal (y es eso lo que Pompon jamás me perdonó).
Durante nuestros paseos en coche jamás nos dirigíamos la palabra.
Yo cargaba con ella como uno porta un libro al pasear (es una presencia muerta que puede dar color o animarte un momento; uno no se siente obligado a leerlo; ahora me hago acompañar por un perro, es menos inquietante, al libro lo puedo lanzar fácilmente por la portezuela.
Pompon se mantenía hermética, ferozmente callada.
Estaba sola en el auto, endeble y todavía un poco pálida, recogida sobre ella misma, sin un adorno, sin una pañoleta que flotara, clara, precisa, propia, de punta en blanco, de una elegancia sobria y tal vez un poco dura bajo su pequeño sombrero perfilado como la tapa de un radiador. Inmóvil en su esquina, desaparecía en la profundidad de la carrocería del automóvil como una perla en un joyero.
¿En qué pensaría, con la mirada perdida en el camino y las manos reposando en su vientre?
Su cabeza siempre un poco inclinada a la izquierda.
Se dejaba llevar.
Jamás se quejaba cuando el chofer iba muy rápido.
A veces cuando topábamos con un obstáculo la veía tensarse, morderse los labios. Tal vez su vientre le dolía con los baches y ella pensara en el hueco, en ese pequeño hueco que la bala del revolver le había perforado para matar al fruto de sus entrañas… no lo sé.
Jamás desacomodaba sus piernas cuidadosamente extendidas.
Yo la admiraba.
En el restaurante, por el contrario, yo tenía el derecho de verla de más cerca. El chianti, el grignolino, el falerno (todo el vino que yo bebía en Roma me permitía liberar la enorme suma de trabajo que realizaba cotidianamente y de conservar el ánimo luego de la debacle final) me ponían de buen humor. Yo miraba a Pompon directo a los ojos.
Ella no podía desviar la cabeza.
La tenía.
Veía su cuello hundirse. Un tic imperceptible hacía temblar su mentón. Sus labios se avivaban. Sus mejillas se volvían incandescentes. Veía sus dientes húmedos descubrirse, su frente testaruda que se aproximaba a la mía. La veía debilitarse y resistir, pero no llegaba a cerrar los ojos… bajo sus párpados tensos observaba sus pupilas que se reblandecían, que se endurecían, que se empequeñecían para alejarse, que se agrandaban como para pedir socorro…, el color de sus ojos se empañaba…, una gota de sudor bajaba por sus sienes…
Le tomaba la mano.
“¿Entonces, Pompon, va todo mejor?
–Sí…no… eres tan gentil, Cendrars, perdóname, no puedo hablar.
–¿Qué puedo hacer por ti, Pompon, pequeña?
–Nada, nada…”
Ella estaba inquieta, presta a salvarse, palpitante como un ciervo.
¡Ah!, si tan sólo pudiera llorar,” suspiraba.
Se tomaba la cabeza. Su pie me rozaba.
Ella enloquecía de pensar que yo fuera a interrogarla.
Entonces desvié mis ojos. En efecto, casi siempre era imposible hablar. Pedí una nueva botella de vino. ¡Dios mío, sí que es difícil acudir en ayuda de otro ser humano! Comencé un nuevo plato. Hubiera querido hacerle comprender que nada de lo que ella experimentaba me era extraño. Para qué, es el eterno malentendido, ningún sentimiento se comparte, la emotividad no más que la sensación, la palabra no más que un beso. No estamos hechos para vivir en sociedad. No se tienen semejantes. Está uno siempre solo. Yo bebía una grappa. Pelaba una fruta. Bromeaba en napolitano con el mesero. Cuando hube comido y bebido, la miré sonriendo y le extendí la mano. No hay como los desgraciados para ser egoísta y desafiante. Pompon había recobrado su calma, su dolor, su mortificación. Estaba más ausente que nunca, tan lejana que tomó un buen rato antes de responder a mi sonrisa y extenderme su mano indecisa.
Esa mano estaba helada.
“Vamos, Pompon, haz un esfuerzo, bebe ese vaso, te hará bien, es un vino famoso que tiene el sabor de la uva y de la tierra calcinada, que crece al pie del Vesubio…”
Yo insistía, hablaba. Pompon se dejaba llevar. Llené varias veces su vaso, pues adoro a las mujeres que beben. Ella lo hacía con gracia, con condescendencia, para complacerme, con mucho temor al principio y sin jamás perder su aire de madona opacada, pero tan triste… incluso cuando le cogía el gusto.
“¿Te gustaría acompañarme al estudio? Sabes, tengo unas escenas con un elefante esta noche. Se llama Romeo, es tan cariñoso como ladrón; somos ya muy amigos; me escucha más que a su domador. Ven conmigo, Pompon, será divertido, ¿no?”
No, ella no quería ir a ningún lado, ni ver a nadie y sobre todo no frecuentar el estudio que ella imaginaba lleno de mujeres. Es verdad que yo estaba rodeado de mujeres, de princesas, de marquesas, de esposas de generales, de oficiales, de soldados, de huérfanas y de novias, de enfermeras y de actrices, de bailarinas, de obreras, de dependientas, de dactilógrafas, de estudiantes, de mujeres escandalosas y de jóvenes madres que tenían hambre, de gordas, de flacas, de niñas, de viejas, de bellezas raras, de francos adefesios, de pequeñoburguesas, e incluso de una enana que tenía barba de zapador. ¡Hombre afortunado! Yo era el Monsieur que hacía cine. Yo encontraba declaraciones, proposiciones, ofrecimientos de servicios, solicitudes de empleo, boletines de higiene, diplomas de honor entregados por institutos de belleza de Berlín y Viena, viejos pasaportes, sobres con una dirección, tarjetas de visita, de citas, ramos de flores, pequeños regalos, mechones de cabello, recetas de maquillaje, fotografías, desnudas y vestidas, con o sin medidas, recortadas en sobres transparentes o cuidadosamente montadas en vidrio, certificados de buenas costumbres, currículos, cartas escandalosas, dinero, ruegos, amenazas, con el portero del hotel, en mi buró, en mi coche, en mis bolsillos, en mi sombrero, bajo mi abrigo, en mi asiento, en mi cajón de ropa interior, en mi baúl, en el excusado, en mi cama, en mi bañera, en la embajada, en el banco, en el estudio, en casa de los raros amigos que yo frecuentaba en la agencia Cook, en la redacción de los diarios, en el telégrafo, en la oficina postal, en París y Londres desde donde me los hacían llegar, en las librerías, con los proveedores, las costureras, las peinadoras, los vendedores de accesorios, en el laboratorio, en el departamento de contabilidad, en la caja, bajo una factura, en las manos de los ayudantes, carpinteros, electricistas, pintores, en los camerinos de los artistas, con las ayudantes del vestuario, en la sala de proyección, a la vista sobre el piano, como separador de mi guion, ¡e incluso en un billete prendido con alfileres en mi espalda! Cada hombre que encontraba tenía por lo menos una mujer que colocar, una hermana, una prima, una amiga, una conocida, su sirvienta o su amante, que había tenido una desgracia “y que es muy inteligente, ¿sabe usted?”, y todos aquellos que no conocía o con quienes no tenía tratos, me telefoneaban directamente para anunciarme el descubrimiento de una nueva estrella. Cuando colgaba, era la mujer del conmutador misma que me hablaba para decirme: “Ed anch’io voglio girar, caro Signor.” Como yo no era orgulloso y quería que todos tuvieran su oportunidad (yo mismo hacía cine para ganar dinero; ganar dinero debe hacerse con alegría y sin envidias, si no no valdría la pena tener tantas preocupaciones y echarse tantas responsabilidades a la espalda; nunca he podido comprender por qué los hombres de negocios se toman tan furiosamente en serio y son tan tristes, al punto de que sus reuniones se parecen más a los sínodos de los pastores prestantes, sufren rigurosamente del estómago y se ponen a legislar la vida de los hombres, en vez de una reunión de vividores a punto de revolucionar el mundo jugando a las cartas, apostando y lanzando y aceptando numerosos desafíos; especular, manejar negocios, hacer publicidad, abordar con claridad los problemas que trasforman el aspecto secular de un país, crear nuevas necesidades hasta en el más lejano de los pueblos, imponer nuevos productos, influir en la elegancia y la higiene de millones de gentes, trastornar ideas y costumbres, rodearse de los bellos juguetes de la técnica moderna, ejercer un prestigio mundial es un gran deporte, qué diablos, un deporte al aire libre, a la luz del día, no hay ninguna razón para poner cara de hipócrita ¡ni querer ponerse el viejo capirote de los penitentes para reservarse un lugar junto al becerro de oro! A Dios gracias, ya no hay lugar para la francmasonería; a final de cuentas, el dinero es impuro, no hay ni una sombra de duda; ¡pero es muy divertido, hoy que es libre y pertenece a todos!), yo respondía a todo mundo y, expidiendo en el correo convocatorias por centenas, encontraba todavía el tiempo (pues el tiempo es muy elástico cuando no se aburre uno) para entrelazar mi jornada de trabajo con una hora veinticinco que yo despachaba en fracciones de minuto para recibir a alguien, alguien en particular. Charlar un cuarto de segundo con una mujer y un momento de reposo. Tres palabras bastaban, un guiño, un poco de amabilidad. ¿Para qué fatigarse? Con un céntimo de organización en su trabajo y un poco de buena voluntad, uno puede siempre reservarse una apariencia de descanso, incluso bajo la peor lluvia de fuego. ¡Y qué profundos descubrimientos humanos no hacía yo! No, yo no caía de la luna. Yo saltaba de mi trabajo y caía sobre mis pies. Se había ido la luz. Los electricistas cambiaban los carbones. Un artista aprovechaba para resaltar su maquillaje. Los operadores recargaban los magazines de película. Pum, pum, pum, se clavaban clavos. Se cambiaban los decorados. Se preparaba un largo zoom sobre terciopelo. Se alistaba una nueva iluminación depurada. Yo saltaba de mi trabajo para caer de lleno en la realidad. Detrás de un bastidor me esperaba una jovencita temblorosa y confusa. O una vieja chocha recubierta con un caparazón de joyas de bisutería que me enviaba gotas de saliva bajo sus anteojos de teatro. O una pobre bailarina con un traje prestado. O una morfinómana de duelo. Una gran mujer morena. Una mantenida. Una provocativa joven con ojos de noche. Una abuela que me ofrecía a sus pequeñas y que las pellizcaba solapadamente en la espalda para que se mantuvieran derechas. Una boxeadora. Una mujer que debía tener cáncer de seno. Prostitutas. Una tonta. Una mariposa. Una vaca. Una pequeña arpía rabiosa y muchachas lindas por millares.
Ninguna servía.
¡Fling-flash! Con descargas de magnesio en los ojos yo las desnudaba instantáneamente.
Ahora bien, si las mujeres están siempre dispuestas a dejarse desnudar cuál es aquella que consentiría rodar moralmente desnuda. Todas esas mujeres posaban.
Todas se habían puesto sus vestidos más bonitos para venir a verme, aquella se había estirado los cabellos, aquella se ocultaba las orejas, todas llevaban la boca convencionalmente en corazón (las mujeres en Italia empleaban por lo general un colorete pésimo y un número y medio demasiado grueso); pero yo no registraba sus encantos, sus seducciones, sus adornos, sus pretensiones –como objetivo yo tenía el de descubrir su personalidad.
“¡Luces! ¡Se rueda! ¡Muéstreme su labio leporino, señorita, y usted pie equinovaro, cojee!”
No hay ninguna razón para que uno no desenrede desde hoy en la pantalla la compleja madeja de un personaje humano como uno torna a acelerar la germinación, el crecimiento, la plenitud, la floración y la muerte de las plantas.
El objetivo está listo a almacenar la configuración, la constitución, la constelación más íntima de las células.
Con una iluminación lateral a la millonésima, llegaría incluso a sorprender la saturación de la micela como el teleobjetivo ha llevado ya a nuestra puerta el drama de las manchas solares.
¿Por qué no asiría la vida cerebral al natural, las reacciones químicas del cerebro, el baño de plata de la asociación de imágenes, la sub o sobre exposición de una idea forzada y las maravillas del flujo del subconsciente, el revelador?
Son las muchachitas, las deportistas, las mujeres de mundo, las profesionales, las estrellas, quienes han matado al cine. Las costureras, las peluqueras, los pintores. Los comanditarios, los guionistas, los esnobs. Todos aquellos que quieren algo sorprendente o sensacional o que quieren ver alguna cosa y conseguirla por su dinero.
Cada cuánto una humilde sirvienta que lava la vajilla sin pensar en nada es más fotogénica, a condición de que se deje sorprender a sus espaldas por el objetivo, que todas las penosas transformaciones de una Mary Pickford que no llega a olvidarse a pesar de los cincuenta mil voltios que la ciegan.
Yo cambiaría a todas las vedettes del mundo por un animal en la pantalla, pues no es el individuo el que vemos con nuestros ojos, sino la raza con toda su ingenuidad y clase.
No es la ropa, ni las joyas, ni la corona histórica de la reina lo que hay que filmar, sino sus endometrios o la úlcera que roe su alma o su languidez insatisfecha o su ansia de satisfacciones o esa insoportable espera que constituye nueve de cada diez veces la vida de las mujeres.
La grandeza del cine está en sus sorpresas, su gracia, en su correspondencia entre lo irreflexivo, lo inerte, lo indescifrable, lo informe (los pintores no tienen aún ninguna idea de esto) y los aspectos más conocidos (los pintores dirían que los más plásticos) de la existencia.
Todo está a otra escala, y en otro plano. La mirada es un vegetal, el corazón es un animal y el rostro humano se clasifica entre los minerales.
El papel del cine en el futuro será el de redescubrirnos a nosotros mismos, mostrarnos a nosotros mismos, hacernos ver a nosotros mismos, hacer que nos aceptemos a nosotros mismos sin rencor y sin disgusto, tal como somos, hombres con la vida de nuestros ancestros y la de nuestros hijos en nosotros, sin fingimientos, ajenos a cualquier convención, en plena fatalidad, en pleno atavismo, en pleno devenir, como las bestias locas o buenas o razonables o tontas.
Mientras a la astrología le ha tomado siglos bosquejar los horóscopos, las líneas de las manos, la interpretación de los sueños, las protuberancias del cráneo, la forma de las uñas, las fórmulas mágicas y códigos del corazón, las evocaciones negras de la sensibilidad, la conjuración de los sentidos, los fantasmas de la imaginación, el simbolismo del espíritu, las analogías del lenguaje, la colosal insaciabilidad de los deseos, el cine está listo a para entregarnos la clave del futuro.
Su única justificación es arrancarnos la piel y mostrarnos desnudos, despellejados, desollados, bajo una luz más helada que la que cae de la estrella del ajenjo. Es la evidencia misma, siempre inconfesada que él pone de relieve.
El hombre.
Tal como es.
La única realidad.
No es suficiente con hacer acrobacias, o saber nadar, o haber batido records de altitud y de velocidad en aeroplano o en motocicleta, o tener un guardarropa bien surtido, o ser la protegida de un banquero, o tener buenos senos para ser fotogénica. Para ser fotogénico hay que tener buena pinta, personalidad, un ser secreto y vivir en comunión íntima con la verdad de su alma.
Parece que un día le respondí a un joven esteta que me preguntó qué era la fotogenia: “La fotogenia Monsieur, es una palabra cu-cu-rododendro, ¡pero es un gran misterio!”
Pero todo es un misterio y cu-cu-rododendro hoy día, los fonógrafos, la ciencia, los telescopios que bombardean las torres de marfil, las danzas negras, Henry Ford, el metro, el avión, las aseguradoras de vida, las rentas vitalicias, el inglés en veinticuatro lecciones, los traslados, los veraneos, todo lo que diariamente está a la venta en los diarios, los libros que se publican, los crímenes políticos, los asesinatos, los descubrimientos, las exploraciones, los inventos, el cubismo, el arte tolteca, el Génesis, la historia de la Atlántida.
Sabemos muchas cosas, tenemos muchas cosas, todo es demasiado fácil, a modo, viajamos demasiado rápidamente al pasado, al futuro, arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha, oblicuamente, tengo bajo los ojos, hojeando distraídamente una revista ilustrada, la fotografía de la nebulosa amorfa N.G.C. 8992 Cygni, sé a dónde ir a ver el cerebro de Goethe en un frasco, todo se ha vuelto demasiado indoloro para que el hombre no tropiece a fin de cuentas consigo mismo y se quede inmóvil, una linda mañana, mientras anuda su corbata. Una mirada al espejo. ¡Qué revelación!
No, ¿soy yo? ¿eso?
¡Luces!
¡Se rueda!
Con los ojos abiertos de par en par, estás inclinado sobre un pequeño espejo biconvexo, tus dedos crispados revientan un punto negro que te brota de la sien. Zoom. Nadie te ve. ¡Se rueda! ¡Luces!
¡Es el cine! Una nada en las tinieblas, una mosca que se pega a la pantalla, caballos salvajes en el fondo de los ojos, los cabellos al viento, cien mil hombres como hojas de hierba, tus manos agrietadas como cráteres lunares con el intestino grueso bajo la uña, ¿soy yo, eso, todo eso? –¡Eres tú! –Pero no me reconozco– ¡Por fin!
Mira, pero mira bien, el objetivo te ha inflado tan completamente que tu rostro es como un absceso.
Eres tú.
Es la enfermedad.
Es la enfermedad que es la vida.
La podredumbre viviente.
Las manchas solares.
Los pensamientos son, tal vez, las manchas solares de la materia gris.
Eres tú la vida.
Tú mismo.
Tú.
La novedad de hoy.
Revelación.
Te conoces.
Misterio
¡Comunión!
Eres tú.
Esa sangre espesa, esta flor sufriente, ese diamante como un ballet. Esa sonrisa llena de paradas y de sacudidas como la circulación en una gran ciudad, esta nueva sombra en la luz, ese núcleo, esa ojera, ese trazo negro, esa grieta en el análisis espectral, esa alubia, eres tú. No vaciles más, ¡muévete! Estás muerto, ¡muévete! Estás enrollado en espiral, ¡relájate! Vas a llegar un día a la verdad del cine, ¡muévete! ¡salta! ¡aparca en la matriz!
Ya no es M. Un Tal, eres tú.
Ya no es Mme Una Tal, eres tú.
Tú, tú mismo, tú, anónimo como eres para ti mismo, vivo, muerto, muerto viviente, escaramujo, angelical, hermafrodita, humano, demasiado humano, animal, vegetal, mariposa rara, residuo de crisol, raíz del arco voltaico, sonda en el fondo del abismo, dos aletas, un evento, mecánico y espiritual, lleno de engranajes y de oraciones, aeróbico, termógeno, ion, dios, autómata, embrión, foca con peyote en los ojos.
Eres tú, tú en el instante.
Eres tú, tú en la eternidad.
En pleno devenir.
Eres tú en la persistencia.
En la historia del universo la existencia de seres vivientes es sólo una fase, fugitiva, de la que no conocemos su duración. En comparación con la duración de la vida de los hombres, el origen de la vida se pierde en el pasado geológico del mundo e incluso los restos fósiles más alejados están lejos de acercarnos a los orígenes. El final de la vida se pierde igualmente en el futuro de los tiempos… Mira, el tiempo, eres tú, la vida, eres tú, tú eres la duración. Efímera como siempre, ¿no te reconoces? ¡En fin!
Eres tú, hoy.
“Ah, si Pompon lo hubiera querido, qué drama, qué dramas (en singular o en plural), no hubiera yo rodado ¡y rodado con ella! Yo la hubiera puesto bajo las luces del estudio, la hubiera mantenido dentro del campo del aparato, la hubiera plantado al final del proyector como uno prende con alfileres un insecto y hubiera apuntado a ella todos mis objetivos, el Dallon Telephoto 170 que te capta un individuo y lo ata bruscamente como con un lazo, el Dallmeyer 120 que lo engaña, lo droga y lo transforma en paciente, el B&L Tessar 100 que lo duerme como con cloroformo y lo desanima, el Carl Zeiss Matched 75 que corta y descuartiza los músculos, el Verito 50 que araña y pellizca los nervios, el Ultrastigmate 28 que colorea los pensamientos y el Goerz Hypar 12 que compenetra insensiblemente a su víctima para sustituir su personalidad. Entonces, interviniendo a toda prisa con mi Akeley Camera, como un cirujano armado con su bisturí o un verdugo chino con su gran sable, practicar grandes tomas panorámicas incisivas sirviéndome con habilidad de difusores, depuradores, de un juego angular de lámparas y de iluminadores mecánicos, habría sabido exponer rápidamente a la luz, exteriorizar, la desesperanza de Pompon. A ella eso le habría hecho bien, como si se hubiera desembarazado de un quiste; habría podido volver a vivir, a disfrutar de la vida (en cualquier caso, habría podido ganar montones de dinero y, quizás, volverse rápidamente célebre, lo que no le hubiera impedido sufrir, pero no egoístamente, y de otra cosa.)”
Yo le decía a menudo:
Pompon, si quisieras, serías mejor que Lilian Gish (la Gish de Broken Blossoms) o que la Louise de Fazenda (la mujer más prodigiosa revelada por la pantalla).”
Pero Pompon, obstinada en su pesadilla, no quería oír hablar de cine; entonces, al ya no poder soportar su mutismo, su humor pesado y triste, y queriendo a toda costa hacer algo por ella, para sacarla, divertirla, distraerla, la instalé en una tienda en vía Veneto, una boutique de modas, Au chapeau de Paris, boutique moderna que fue pronto lugar de reunión de todas las romanas elegantes.
Recoger pequeños fieltros bonitos, combinar, matizar cintas suaves, parecía hacer feliz a Pompon, pero eso no iba a durar.
El día de la entrada de los fascistas a Roma, un camisa negra de la tropa que desfilaba en via Veneto se apartó de las filas para venir a derrumbar de un golpe de porra la vitrina de la pequeña boutique francesa. Pompon fue escalpada por el cristal que le cayó en la cabeza. Cuando salió de la enfermería, Pompon estaba desfigurada. Un fragmento de vidrio le había surcado perpendicularmente la frente, la nariz, los labios, el mentón. Tenía la cara de un buldog.
¿Qué podía hacer yo? Habiéndola llevado a París, le hice un hijo a fin de probarle que aún era bella y deseable. Pero Pompon no fue engañada por mi compasión. Tenía horror de mi caridad, le cogió tirria a mi afección y todo lo que yo podía hacer por ella la humillaba y encolerizaba. Todos los días había ataques de locura, escenas extravagantes, y cuanto más me armaba yo de paciencia, de bondad, más la exasperaba. Ella se desmandaba hasta injuriarme. Inmediatamente después del parto, Pompon desapareció y no me dio jamás señales de vida. Partió llevándose a nuestro hijo, el cual, de todos los míos, era el que más se me parecía.
…
… Después Pompón se convirtió en una artista apreciada; yo seguí llamándola Pompon…
….
Yo recordaba todo ese breve pasado (qué de cosas ese año, Pompon, la muerte de Dourga, la quiebra de la Banca di Sconto, la destrucción de mi última película, la pérdida de mi primer millón ganado después de la guerra, y, por carambola, dos, tres viajes consecutivos a América, un trabajo intenso durante años, toda clase de empresas, de altas, de bajas, la pérdida de mi segundo millón ganado con mucho esfuerzo, etc. etc., sin hablar de mis libros que no escribía), yo veía todo eso al subir la escalera, turrón, conchas, estuco, de ese gran inmueble moderno que habita hoy Pompon en la avenida Victor Hugo. Yo limpiaba las bancas en cada descanso, fumaba un cigarrillo, me sentaba en los escalones. Tengo tiempo, el taller de Pompon está en el octavo.
¡Qué horror de estudio nuevo-estilo-decorativo, nuevo, con sus muñecas y sus espejos! Cuando entré tuve la sensación de que iba a resbalarme y caer, pues entraba de lleno en una pesadilla, y tenía ganas de tirarme por la ventana. Pero no hay ventanas con Pompon, la ventana ha sido reemplazada por un espejo inmenso que refleja los otros espejos y duplica las inmundas muñecas suspendidas que se balancean y tiemblan entre las bombillas encendidas gracias a una corriente de aire que viene no sé sabe de dónde y que te hiela a pesar de las bocas de calor, los radiadores y las brûle-parfums. Es en este soplo que llega tal vez de las mesas giratorias, es dentro de ese decorado espantosamente desnudo, es delante de esos espejos que multiplican por centenas de miles su cabeza de perro que Pompon imagina y confecciona, con toda clase de pedazos de tela, de tejidos, de piel de zapa, de crines, de pelo humano, las muñecas que le han dado renombre. Nadie sube jamás a su casa, excepto el gran modisto de Champs-Élysées atraído por sus muñecas, que han hecho su éxito, quien la ha lanzado y que le encarga a Pompon personajes parisienses en serie…
Tengo tiempo de fumar todavía otro cigarrillo. Un cigarrillo es la duración del trayecto en autobús desde Bagnolles a la estación Montparnasse, es, cuando las cosas funcionan, cinco o seis páginas en la máquina de escribir, es, cuando uno está inspirado, un poema completo, a veces no es ni un verso, es, a bordo, repantingarse al sol, es una buena etapa a caballo, es un golpe de chispas en avión descubierto, es la pausa cuando uno va a 140 en auto, es matar los mosquitos en la piragua, es lo que más te falta ante el acecho de un tigre.
Un cigarrillo.
¡Esos viejos scaferlati! Había hecho viajes a la costa acechando el paso de los trasatlánticos franceses, subido a bordo, hecho el viaje de Santos a Rio, y en seguida de Rio a Santos, únicamente para reabastecerme de cigarrillos azules ordinarios, durante mi último estancia en Brasil, cuando fumaba tanto tanto que siempre estaba desprovisto. ¿Qué representaban para mí entonces esos cigarrillos que duraban noches enteras sin calmar mi insomnio? Yo fumaba en mi hamaca, otros solitarios fumaban y se balanceaban en las hamacas a cielo abierto al punto de que en la noche estrellada espesas volutas nebulosas rodaban por momentos sobre los campos de caña de azúcar. La música de los negros llegaba por arrebatos desde las colinas. Los mulos de la plantación contaban lentamente el tiempo, había uno que relinchaba cada hora. Había algunos raros gritos de los rapaces nocturnos, cortos golpes de brisa en los eucaliptos, la huida a trote de un tatú, un fuerte olor a savia. Una serpiente, a cuya hembra habíamos matado en el día, venía a merodear por el jardín y siseaba intermitentemente. Yo encendía un cigarrillo (era siempre el mismo), a la intemperie enciende uno cigarros. Después llegaba el alba. Yo corría a lanzarme a la piscina desnudo mientras la parvada de cotorras ruidosas caía sobre los cultivos. Otros pájaros se despertaban en las higueras silvestres, en los árboles de Cuaresma, en la selva, chirriaban, piaban. Una sabia silbaba sobre el grueso brote de una palma. Yo iba a buscar las piñas que habían madurado durante la noche…
¡O mi amor! No pronuncio tu nombre. Eres tú quien habla. Yo vendré al teatro a escucharte esta noche. Detrás de las candilejas tu voz me llegará cargada de noche y de estrellas, te escucharé declamar versos como durante mis largos insomnios brasileños… y seré capaz de encender mecánicamente un cigarrillo y balancearme como en una hamaca en mi butaca de orquesta… entonces, el guardia me expulsará y yo saldré, como me sucede a menudo, sin decir nada…
…Además, parto esta noche…
El ascensor dorado sube lentamente con un bello pájaro en la jaula. Lo sigo con los ojos. Contra los barrotes una mujer alisa sus plumas, su pico, su sonrisa. En cada piso, cuando ella pasa, los pekineses ladran desde los tapetes de los departamentos. El ascensor desciende vacío, yo lo detengo al pasar y subo directamente a la casa de Pompon.


























