El rastro de las bestias

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Prólogo

El extenso relato que leerán a continuación, titulado El rastro de las bestias, fue escrito en la prisión de El Guayabo, ubicada en Isla de la Juventud, antigua Isla de Pinos, por el recluso Tomás Mujica Fernández entre los años 1993 y 1995.

Entonces, yo estaba recién graduado y me desempañaba como museólogo C en el museo Presidio Modelo, un conjunto de edificios circulares construidos cerca de Nueva Gerona entre 1929 y 1934, única cárcel erigida a partir del sistema panóptico en Cuba, y que fuera clausurada en 1967. El hecho de que el sitio se convirtiera en museo se debía a la reclusión de Fidel Castro y un grupo de sobrevivientes del asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba el 26 de julio de 1953.

Mucho más tarde, en septiembre de 1990, tras graduarme de licenciado en historia en la Universidad de La Habana, fui enviado a cumplir en aquel centro mi servicio social en calidad de museólogo.

Una de las tareas especializadas de mi trabajo consistía en divulgar y promocionar la historia del Presidio Modelo en centros educacionales, comunidades y prisiones. O sea, contar la historia del siniestro lugar antes de la revolución de 1959. En el caso de los reclusos, estos podían comparar ambos sistemas penitenciarios y, de esa manera, alabar las bondades del establecido tras el triunfo revolucionario. Esta tarea me convertía en parte de un «magnánimo» sistema de reeducación. Un sistema que intentaba encarrilar a los ciudadanos revolucionarios que habían torcido el rumbo hacia el mundo del crimen y el delito.

Así fue como acabé visitando la prisión de El Guayabo sábado tras sábado durante casi un año. Para ayudarme en mi trabajo, los oficiales instructores formaron un círculo de interés integrado por reclusos que tuvieran cierto nivel cultural y educacional, y que se sintieran atraídos hacia la historia y la literatura. Motivados por las conferencias sobre la historia del antiguo Presidio Modelo y las lecturas de fragmentos de obras literarias relacionadas con el tema, los encuentros devinieron rápidamente en una especie de taller de creación literaria y artística.

De estos individuos, aún guardo un vívido recuerdo del preso Tomás Mujica. Aunque no faltaba a ninguna sesión, apenas participaba en los debates que ocasionaban mis charlas o la lectura de algún poema, décima o relato escrito por sus compañeros. Sin embargo, las pocas veces que lo hacía suscitaba el interés de todos. Lo escuchábamos en silencio y, luego, ese mismo silencio parecía adherirse a cada uno de nosotros, aun después de sus intervenciones. Esto se debía a su sui generis filosofía de la vida, una mezcla de crueldad sugerida, crudo existencialismo y una pedestre visión bíblica extraída más del Antiguo Testamento que de las enseñanzas de Jesús.

Desde el primer día, percibí la aureola de distinción que lo rodeaba y el respeto que los demás sentían por Tomás. Estaba convencido que ese respeto emanaba tanto de su personalidad como de la causa de su encierro. Nunca supe por qué estaba tras las rejas, fuera de ser un crimen común, pues a los reos por causas políticas, que recibían el sambenito de presos contrarrevolucionarios, eran considerados peores que los comunes y eran trasladados a sitios más rigurosos aun ubicados en La Habana o en otras provincias del interior del país. No recibir información sobre las condenas y motivos de reclusión era una de las reglas para los trabajadores externos. Sólo sabía que entre aquellos hombres quizás había ladrones, matarifes de ganado, traficantes, balseros, carteristas, pedófilos, asesinos…, además de algunos buenos e inocentes.

Las visitas al penal dejaban una profunda huella en mí. Por dos horas me sumergía en la vida en cautiverio de un grupo de hombres singulares a pesar de todo, entre los que Tomás descollaba por mucho. Y cuando regresaba a Nueva Gerona iba poseído de la energía provocada por la empatía que inevitablemente sentía hacia mis «talleristas». Pasaba largos ratos preguntándome si podía ser amigo de un hombre como Tomás Mujica. En caso de habernos conocido en otro medio y lugar, cómo hubiese sido nuestra relación. A veces pensaba que sí, para luego desechar la idea, porque a fin de cuentas se trataba de un criminal, ya que sospechaba que no se encontraba allí por un simple robo con fuerza. Tal vez le temía y ese temor me atraía porque se trataba de la conexión de dos mundos antitéticos: el del encierro y el de la libertad, separados por una delgada y vulnerable frontera.

Tomás Mujica murió en el hospital de El Guayabo, luego de ser apuñalado por algún viejo o nuevo enemigo, mientras cumplía el décimo año de su condena. Justo antes de fallecer pidió a unos reclusos testigos de Jehová, amigos suyos, que me hicieran llegar el manuscrito que tituló El rastro de las bestias. El texto, escrito a mano, en hojas de libretas escolares, había sobrevivido a innumerables requisas y delaciones. Imagino que fue una tarea difícil para los religiosos, primero sacarlo de la prisión de manera clandestina y, luego, buscar mi dirección en La Habana y entregármelo personalmente. Pero ¿qué se le podía negar a un hombre que emprende su último viaje abintestato?

Al cabo de los años, Tomás Mujica cobraba vida otra vez, pues confieso que casi lo había olvidado. Me ahondé en la lectura de su texto y quedé sorprendido y anonadado con su innata vocación de narrador, la fuerza de su historia y la veracidad descarnada con que evocaba un mundo, el campo cubano, caracterizado por la dureza, la enajenación y la crueldad, aun tratándose de un país enfrascado en construir una utopía social sin parangones en el continente. Había conocido a su autor y sabía que lo que contaba en aquellas páginas era cierto, palabra por palabra.

Durante mucho tiempo guardé el manuscrito. Hasta que, en una de mis tantas lecturas, llegué a la conclusión de que debía intentar publicarlo. No para honrar la memoria del recluso, sino por los asombrosos valores del texto.

Todas las veces que envié las copias del manuscrito a editoriales cubanas y extranjeras fue rechazado. Guardo una colección de cartas de algunas de esas editoriales explicando las razones (mejor dicho, las sinrazones) por las cuales no asumían la publicación del manuscrito. En el caso de las extranjeras, simplemente corren tiempos de sagas a lo Harry Potter o de bestsellers como Cincuenta sombras de Grey. Por eso entiendo que historias como la de Tomás Mujica motiven escaso o ningún interés de inversión. La realidad espanta, con los noticieros y las series de televisión basta. En el mundo sobran los Tomás Mujica y la gente prefiere el glamur, el espectáculo, la vida ilusoria que ofrecen las pantallas y las redes sociales.

En el caso de las editoriales cubanas, las razones de rechazo eran tan obvias que, más que la posición de los editores, delataban una gran dosis de ingenuidad de mi parte. En su mayoría coincidían en que no era el momento apropiado para publicar el manuscrito por su carga de violencia y pesimismo. En otras se aludía al contenido aberrante y machista, que hacía parecer el texto como una invitación a las más variadas formas de violencia de género. La autora de una de estas cartas, editora de una muy prestigiosa editorial, me hizo una llamada telefónica en la que llegó a decirme que deseaba “ardientemente” conocerme para discutir, de manera informal, algunas partes de la historia que para ella constituían un inquietante misterio brotado de mi fértil y singular imaginación, pensando que Tomás Mujica y yo éramos la misma persona. Al comprender que no se trataba de un texto apócrifo, y que su autor había sido un vulgar recluso común que hacía rato no se encontraba entre nosotros, advertí la desilusión en el tono de su voz. Jamás volvió a timbrarme.

Hoy, fuera de Cuba, afincado en otra isla no menos contradictoria y, por lo mismo, fascinante, tengo el gusto de presentar a los lectores, de forma íntegra, sin aclaraciones, adiciones u omisiones, al manuscrito redactado por Tomás Mujica mientras cumplía condena en la prisión de El Guayabo, situada en la antigua Isla de Pinos.

F.G.G.

Era el día en que me iba a comprar una mujer.

Algo que me iba a cambiar la vida y no se notaba.

Iba a comprar una mujer que no solo me costaría dinero. Pero entonces ni siquiera lo sospechaba. En la bodega había cinco o seis hombres. No paraba de llover desde la madrugada. Un filón de agua que borraba el camino, las palmas, los matorrales de marabú. Unos tipos de la cooperativa estaban recostados contra el mostrador con los ojos clavados en los vasos. Seguro sus deseos eran los de lanzarse en ellos y quedarse allí flotando en medio de una borrachera sin fin y sin resaca. Tal vez pensaba que eran sus deseos porque también eran los míos o quizás porque creía que vivíamos atrapados por la tierra.

¿Qué ves si miras tanto tiempo el fondo del vaso? Nada, sólo te dices que no vas tan mal.

Sandokan y yo estábamos sentados en la única mesa disponible en la bodega. El barranco de su deuda que se había puesto entre nosotros no paraba de crecer. Sabía que nunca me pagaría. Nada escapaba al barranco, pero a pesar de eso íbamos a mitad de la segunda botella, medio borrachos y con el aguacero pegado adentro, sin dejar de mirar la lluvia sin viento y sin truenos.

Los hombres empezaron a hablar de que antes todo era mejor.

Siempre hay un antes en que todo era mejor.

Dame un chance, en siete meses te pago…”, dijo sin quitar la vista del camino.

¿Qué cosa es un montón de dinero? Suficiente para vivir a saltos, con los ojos abiertos para que nos dure. Por eso debía actuar en consecuencia. Es lo que se espera en estos casos.

Sandokan se revolvía en silencio.

Te doy mi palabra, aunque sé que no te basta”, dijo todavía sin mirarme. Huir de los ojos del otro nos facilitaba las cosas.

Afuera arreció la lluvia.

A pesar de todo era un día grande.

Entonces movió su cabeza lentamente y me miró. “En serio, te lo juro por la vieja, que en paz descanse…”

Nos sostuvimos la mirada.

En sus ojos pataleaba el abismo.

No me importaban ni su palabra ni los huesos de su madre.

En siete meses tienes lo tuyo”, encogió los hombros. “A fin de cuentas tú no te estás muriendo de hambre”.

Dijo y apreté la quijada.

Quietos como bichos al sol, Sandokan y yo, sin dejar mirarnos, nos batíamos a machetazos en la mente de cada uno. Sentía el fragor de la pelea a ambos lados de la cabeza.

Los machetes sacaban chispas. Cada uno pendiente de quién bajaría los ojos primero.

Eso cansaba. Empezaban a dolerme los hombros y la espalda. ¿Quién los bajaba primero?

Ninguno. Fue el hombre que llegó chorreando agua quien nos distrajo. Todos se dieron vuelta.

El río está a punto de desbordarse”, dijo y la gente volvió a lo suyo.

Miramos al hombre a la vez. Al tipo chorreándole el agua. Me recosté y sentí que Sandokan bajaba el machete en mi mente. Me sonrió, repletó los vasos. Sólo que las palabras no llegaban. Bebí. Volvimos a mirarnos, cuál de los dos más manso con los machetes abajo; el duelo había sido de los que sacaban centellas como en las películas de espadeo. Espadear era una linda palabra, siempre y cuando no pongas el cuerpo ni mucho menos un brazo.

Sandokan y yo, mansos y medio borrachos.

Me empiné un trago larguísimo, justo hasta la mitad del vaso, y Sandokan habló.

El viejo Melquíades está vendiendo una mujer”, dijo y el buche se me atoró en la garganta.

Todos los ojos se clavaron en nuestra mesa.

Luego vinieron las risas y de nuevo las zambullidas en el alcohol.

No importaba que fuera mentira o no, o que fueran palabras sueltas. A la mitad de la segunda botella uno no siempre oye algo así.

Está vendiendo una mujer”, repitió bajito para que nadie lo oyera.

Se dio un lamparazo, movió el cuello y sacudió la cabeza. Era un trago más de hombre que el mío, pero ahora no me interesaba el duelo de buches ni el de machetes. Lo que había dicho no era cualquier cosa.

Yo no la compro porque no tengo plata, pero tú tienes dinero”, explicó igual de bajito.

¿Y pa’ qué quiero comprarme una mujer?”, pregunté dándome otro trago, no tan largo para que no pensara que me interesaba su juego.

Sandokan me imitó en lo del buche.

Pa’ tener una mujer no hace falta gastarse un centavo”, dije satisfecho, pero que alguien vendiera una mujer me atraía tanto como lanzarme al fondo del vaso y quedarme borracho y feliz el tiempo que fuera.

Ese día la lengua de mi enemigo era rápida.

Es verdá, pa’ hacerte de una mujer no necesitas un peso”, reconoció. “Con las mujeres la gastadera viene después, eso lo sabe un niño”.

Llené el vaso de nuevo, leí la etiqueta de la botella, el ron pegaba duro. Las letras se me juntaron.

Tragué despacio sin dejar de pensar en lo que decía Sandokan.

Te estás yendo con la de trapo”, sentenció sabiondo. “Si te compras una mujer sólo tienes que gastar al principio. Y ahí la tienes, es tuya. Imagínate por un minuto cómo sería tener una mujer. Es el tipo de cosas que no se nos ocurren a nosotros”.

Era una conversación extraña. Con Sandokan nunca había conversaciones extrañas ni sabias. Sin embargo, tenía razón y eso me jodía bastante. No esperé a matar la botella y lo dejé solo en la mesa, necesitaba llegar a mi casa lo más rápido posible y estar solo.

Abandoné la bodega sin importarme la lluvia ni los charcos crecidos. Iba con el aguacero y la mujer metidos adentro. El agua pegaba como el plomo. A caballo, bajo el filón gris y con las palabras de Sandokan bulléndome en la cabeza, parecía el fantasma de mí mismo. ¿Qué pasaba conmigo? Lo que fuera, no importaba.

Cruzaba los arroyos desbordados a paso lento y apenas llegué a mi casa comenzó a escampar. Me tumbé encuero arriba de la cama, consciente de que era un hombre al que le debían un montón de dinero.

No muy lejos un viejo vendía una mujer.

Creo que me dormí. No sé. Es el problema de la soledad, eres tu único testigo.

Abrí los ojos sobresaltado y el sol entraba por las rendijas. Las moscas se posaban en mis piernas. Afuera el caballo relinchó. Me levanté y caminé hasta la pared. Mis pasos eran rectos, a pesar del mareo. Descorrí el cerrojo de la ventana y el día me golpeó la cara. Los pájaros estaban alegres. El caballo comía y se secaba al sol. El aire acarició mi cuerpo desnudo.

¡Cómo hay de cosas familiares en la vida de un hombre! Era uno de esos momentos divinos en que no te importan ni las deudas ni el tiempo en que todo fue mejor.

Y, sin saber por qué, medio borracho todavía, esa tarde salí de viaje para La Reforma a ver a Melquíades.

Mi vida iba a cambiar. Ahora sí me olía a algo en el ambiente. Un no sé qué flotaba a mi alrededor. O sólo era la manera de percibir las cosas que me rodeaban. Viajábamos un grupo de personas en la parte trasera de un camión de transporte de ganado. La tierra y el fango mezclados con la mierda de las vacas eran el único botín del largo aguacero. Con cada bache chocábamos unos con otros o la porquería nos hacía resbalar. La gente protestaba y yo me limitaba a aferrarme a la baranda y a mirar el paisaje. Despejado de mi borrachera sentía que el barranco que me separaba de Sandokan alcanzaba también a aquellos guajiros. En apariencia era igual a ellos, el mismo destino, la misma pelea, pero yo iba camino de La Reforma a comprarme una mujer y eso era todo, todo. Es lo que diferencia a un hombre de otro: saber que tu vida puede cambiar, aunque casi no puedas tocarlo.

Carajo, estamos viviendo como animales”, se quejó un hombre al que no pude verle la cara.

No hacía falta.

Estar bien rejundíos, eso es lo que nos merecemos”, dijo el tipo que se aguantaba de la baranda junto a mí.

El sonido del aire escapó por su boca sin dientes y su aliento casi me hace tirarme del camión. Una duda terrible me pateó el pecho. ¿Y si yo era igual a ellos y no me daba cuenta? Por un instante miré el piso del camión:

…tierra y mierda de vaca.

El camión dio un respingo y dos hombres cayeron al suelo. Uno se levantó ayudado por los demás. El otro permaneció encima de la porquería mirando a todos lados como si no entendiera bien qué sucedía. Nadie rió. Apreté mis plantas de los pies, me afinqué lo más duro que pude y cambié la vista.

Oí al hombre levantarse en silencio.

El camión corría entre baches y frente a mí se extendía alejada la sierra de la Taguaya. Un lomerío espléndido que parecía una mujer tumbada de costado. Lomas como curvas de mujer, de los tobillos a la cabellera. La visión de la sierra me hizo recordar el objetivo de mi viaje. El misterio de lo que pudiera pasar en La Reforma y el paisaje que me acompañaba me decían que no, nada tenía yo que ver con los hombres que me rodeaban. Mis ojos casi acariciaron las caderas de la Taguaya y el camión paró a la entrada del caserío.

¿Aún podía decir que para ser el día que cambiaría mi vida, no se notaba? Quizás, pero algo que se me escapaba se movía en el aire.

No fue difícil dar con la dirección de Melquíades. Era la única casa en La Reforma que quedaba en pie de cuando los americanos. Un caserón descuidado, con el piso de madera y rodeado de matas y árboles. Me reí frente al jardín: ¿en qué otro lugar pudiera vivir el hombre que vende a una mujer? Avancé hasta la puerta, la madera crujió bajo mis pies, pero no me atrevía a tocar. Ni falta que hizo, el mismo Melquíades me abrió la puerta. Hacía años que no nos veíamos y sólo nos conocíamos de vista. Le extendí la mano y el viejo habló primero.

¿Qué quiere?”, me preguntó escudriñándome de arriba abajo.

Y yo mencioné la única palabra que se podía decir en un momento como ese:

Negocios…”, dije y lo miré serio para que no dudara de que delante tenía parado a un hombre. Volvió a escudriñarme y sin pensarlo pronuncié la otra palabra, la que venía a continuación de la que había dicho.

Mujeres…”, atajé tan decidido que yo mismo me extrañé.

Negocios.

Mujeres.

No hubo palabras mejores.

Melquíades me hizo pasar.

El viejo me entró de lado, con tanto misterio que la curiosidad me mataba. No paraba de darle rodeos al asunto. A pesar de mi presentación, seguro tenía miedo de que fuera informante de la policía. Vender mujeres, aparte de lo extraño que suena, no debe ser de lo más legal que existe.

Sandokan me mandó a verlo”, expliqué y noté que cedía un poco.

¿Quiere café?”, me preguntó.

La mujer que dice Sandokan…”, tomé la iniciativa. “Estoy interesado”.

No me respondió y trajo el café. Lo tomamos en silencio. Una inmundicia fría y amarga bajó por mi garganta. ¿Lo habría hecho ella? Hice una mueca y Melquíades rió.

El mío es un café pa’ hombres”, dijo, y reconocí que el viejo tenía su ángel. “Rico, calientico y con azúcar se lo toman las putas, ¿verdá?”

En lugar de responderle me encogí de hombros y lo pensé un segundo. Algo me decía que con Melquíades no se podía estar callado ni hablar mucho.

Las putas y los maricones”, sentencié y saqué pecho adelante.

Sí, señor”, dijo y nos empinamos otra taza para que no quedaran dudas.

Café rico el que hacía la vieja mía” dije y repetí de nuevo.

Tres tazas.

Melquíades sonrió, cada segundo que pasaba me sentía más dueño de mis actos.

Pero el café pa’ hombres no es segundo de ninguno”, quise congraciarme.

El viejo encendió un cabo de tabaco y volvió con las preguntas.

Afuera se hizo de noche. En la casa no había ni una sola luz. Melquíades no paraba de hablar y uno pendiente de sus palabras porque se veía a la legua que era un tipo inteligente. Mi mente estaba despejada de la juma del día, eso era bueno para entrarle al negocio. La lumbre del tabaco de Melquíades revoloteaba igual que los cocuyos. Tenía una corazonada de que sí, que iba a regresar llevándome a la mujer.

Te la voy a enseñar”, dijo y chupó largo del cabo, su cara se iluminó y vi sus ojos entrecerrados como para que supiera que no bromeaba.

Estuvimos callados no sé cuánto tiempo. Un silencio que nada tenía que ver con el que nos envolvía a Sandokan y a mí.

Por fin sus palabras salieron lentas, alargadas.

Pero si la ves, te la tienes que llevar”.

No pude evitar que me invadiera una especie de cosquilleo.

Un fogaje me subía y bajaba por el pecho hasta devorarme el rostro.

Sin saber por qué, un recuerdo vino a mí con la rapidez del relámpago: la primera mujer que tuve desnuda delante de mí y que me hizo creer que gozarlas y montarlas era cosa de oficio. Tenía quince años y me pasaba la vida encerrado en el escusado que había detrás de la bodega donde vivíamos. Desde allí podía espiar a Nicolasa, la mujer del jefe de la granja. La Nico tendía su ropa y la del jefe, y yo detrás del hueco queriendo meterme en su bata de casa y reventar dentro de su blúmer.

Y si el viento se la pegaba al cuerpo… ¡ay, mi madre!

Aquella mañana la Nico, más provocativa que nunca, tendía sus trapos y cantaba un bolero. La tela mojada se le pegaba a la carne. Un golpecito de brisa y descubro que no llevaba ni blúmer ni nada. Le vi los muslos y parte de las nalgas… Otro golpecito y la tela se le pegó bajo el ombligo y pude verle la peluquera prieta entre las piernas… Entonces me agarré el machete y el escusado empezó a menearse, era el momento en que me iba del mundo dándole a los cinco, la manuela que no era mujer y consuelo de mano derecha. Cerré los ojos y cuando volví a abrirlos la Nico estaba parada frente la puerta… Me quedé tieso, sin aliento, y la Nico con su mirada terrible…

De pronto me saca la lengua con la cara más puta que he visto en mi vida y me pregunta: “¿Quieres ver más?”

Apenas podía respirar.

Ven atrás de mí, eso que estás haciendo ahí dentro no es na´con lo que voy a enseñarte…”. No llegamos ni al cuarto y a mí me dio un poco de pena y de miedo porque su marido, el jefe, tenía en la sala un cuadro de Martí.

Fue un recuerdo como relámpago en lo negro…

Para algo servirá ponerse a recordar.

Me relajé lo mejor que pude. Melquíades dio un chiflido y de la oscuridad apareció la figura de una mujer. Apenas podía distinguir sus rasgos porque se quedó parada a cierta distancia de la mesa. Como era día de apagón Melquíades le ordenó que trajera la chismosa y ella obedeció. La luz flaca y amarillenta se desparramó por la sala. El aire movió la llama. La sombra de la mujer crecía y se encogía en la pared. El viejo me hizo una seña.

Aquí está, compadre”, habló con sus ojos puestos en la mujer. “No es lo mismo verla a que le cuenten”.

Delante de mí tenía una mujer como cualquier otra, de esas que uno olvida su cara a los cinco minutos. La miré. Ella sonrió o eso creí. No, no había ninguna expresión en su rostro. Se notaba que no sabía dónde meter las manos. Pasó sus dedos por el pelo varias veces y fijó su vista en el suelo.

Di algo pa’ que el amigo te oiga”, dijo Melquíades y volvió su vista hacia mí. “Mi abuelo decía que lo primero que uno debe conocer de las mujeres es la voz”.

La mujer se pasó la mano por la boca y siguió callada.

Eso es sabiduría de yanqui”, dio una palmada molesto: “¡Vamos, coño, di algo!”.

Algo…”, repitió levantando la vista y tropezando con la cara dura de su dueño.

Enseguida entendió.

Estoy en casa de mi dueño, el compañe…, no, no, mejor dicho, el señor Melquíades Cowley…”.

La mueca de una sonrisa se le dibujó en la boca.

Eso es. Ahí está”, reconoció el viejo contento.

Su voz no era fea, la imaginé cantando el mismo bolero que Nicolasa el día en que puso en mi cuerpo los grados de hombre.

Ahora, quítate la ropa”, mandó Melquíades.

Ella se desvistió sin vergüenza ninguna y puso su ropa en el taburete.

De las tantas maneras que tienen las mujeres de encuerarse delante de los machos, jamás vi una como aquella. Se desprendía de cada prenda obediente y desganada. Cerré los puños. Limpié el sudor de mis manos contra mi pantalón. Sin embargo, había tan poca pasión en sus actos que enseguida deseché cualquier idea de gozadera.

No es lo que se dice un cromo, pero tú debes saber por Sandokan que a mí me gusta vender bueno”, aclaró Melquíades. “Date la vuelta”.

La mujer nos dio la espalda. La atracción no estaba en su cuerpo desnudo, al alcance de la mano. Su figura no era de las peores, un poco falta de carne quizás, como dice la canción ni gorda ni flaca, término medio. La atracción estaba en su forma de obedecer. Se llevó las manos a las nalgas y presionó un poco con la punta de los dedos.

Y si son tus deseos y te sobra la comida…, te digo que es agradecida”, explicó con voz de verdadero conocedor de su mercancía o quizás leyendo mis pensamientos. “Si logras que coma bastante y la engordas bien, el culo y las tetas le crecen un poco más”.

Lo tendré en cuenta”, dije complacido con la información.

La sombra de la mujer bailoteaba a la luz de la chismosa. Sus caderas se encogían y crecían como si fueran una prolongación de la cordillera. Su cuerpo a la luz de la chismosa era la ilusión de una loma de carne y hueso. Loma a la que debía treparme afincándome a su piel hasta llegar al pico y plantar mi bandera.

Fragmento de la novela, aún inédita, El rastro de las bestias.