Color
En 2019, la compositora canadiense Grimes compartió en una entrevista sus hábitos de entrenamiento y cuidado personal: pasar entre dos y cuatro horas en un tanque de aislamiento, practicar lucha de espadas y hacer caminatas de aproximadamente cuarenta y cinco minutos, fueron parte de sus declaraciones. No obstante, lo que llamó más la atención fue el hecho de haber eliminado la luz azul en sus ojos mediante una intervención quirúrgica que consistió en reemplazar la capa superficial de su retina por un polímero naranja, creado por ella misma en un laboratorio, con el fin de tratar la depresión estacional. Aunque estos trastornos son reales, así como los tratamientos de luz para revertirlos, expertos aseguran que no hay ninguna operación capaz de eliminar un color del espectro visual, ni fundamentos válidos para hacerlo.
Sin embargo, la idea es provocativa. Porque la asociación entre un color y un estado de ánimo va más allá de los sentidos que ciertas lenguas, como el inglés, otorgan a palabras: como blue, por ejemplo, azul y triste. De hecho, Goethe propagó el aspecto negativo de este color vinculándolo con el duelo y la melancolía a partir de los ritos funerarios de los marineros. Maggie Nelson, en su célebre libro de ensayos Bluets, apunta al respecto: “Goethe no es el único que ha recurrido al color durante un momento particularmente difícil. Pensemos en el cineasta Derek Jarman, quien escribió su libro Chroma mientras estaba quedándose ciego y agonizando de sida, una muerte que también pronosticó en una película como fundirse en “una pantalla azul”. O en Wittgenstein, que escribió sus Observaciones sobre los colores durante los últimos dieciocho meses de su vida, mientras moría de cáncer de estómago. Sabía que estaba agonizando; podría haber elegido trabajar sobre cualquier problema filosófico, pero decidió escribir sobre el color. Sobre el color y el dolor.”
Me pregunto, si llegaran a ser posibles las cirugías capaces de alterar la percepción y los estados anímicos, ¿cómo se experimentarían obras como las de Monet o de van Gogh? ¿Qué clase de sensaciones provocarían los pigmentos en Picasso, especialmente su etapa posterior al suicidio de su amigo Carlos Casagemas, si en lugar de cobaltos, índigos y celestes, fueran estos de tonos naranjas, corales y duraznos, como si la tristeza irradiara una energía nuclear?
En mi caso, el amarillo sería el color del que prescindiría. Porque es una entidad que irrumpe en el paisaje exigiendo atención, que dice: mírame, estoy aquí. Me incomoda pensar en cosas como la piel del pollo pegada a los dedos; la orina dolorosa por infección; los taxis neoyorquinos en fila. Recuerdo el juego infantil de ver un automóvil para luego gritar y golpear al de junto. Es también una candidez que me remonta a mi infancia, donde mis padres, mis hermanos, mi abuela y yo, existíamos en la noche bajo la hepatitis de los focos. Veo al calor, al bochorno, al sudor pegado a los cuerpos, en ese tono sepia. Creo en lo terrible del amarillo porque creo en la rabia por culpa de la canícula, porque he visto en el sur a hombres matarse con espuma en la boca. Dice Eliseo Diego: “Afuera está el escándalo / del sol, / y la garganta / de la cal desollada que responde / bramando de terror: / la zarabanda / maníaca de la luz / ―la quema grande”.
Por supuesto, sé que el amarillo permite la existencia de otros colores al mezclarse con el resto de los primarios. También es un signo de opulencia y de renovación, según algunas cosmogonías. Un crítico escribió al respecto de “Amarillo y azul” (1954) de Mark Rothko que ambos colores irradian energía y vitalidad; son tonos que simbolizan optimismo, creatividad e iluminación, infundiendo a la obra del estadounidense un profundo sentido de la vida. Yo lo experimento de otra manera. Como Idea Vilariño escribió: “Es amarillo afuera / ay dios / es amarillo / como un pájaro seco / hiriente y desplumado / como qué / doloroso.”
Este poema curiosamente se llama “El miedo”. Aparece en los Nocturnos (1955), en cuyos textos se vislumbra ya una concentración total de la lírica de la poeta, con versos de siete y cinco sílabas, así como un interés marcado a temas como la muerte. Así, rodeando de pesimismo y soledad al sujeto, los versos encienden algo en medio de toda la penumbra del espacio: un color. Frente a la “casa negra pura y de todos” que la noche construye, “el terror golpea / y la llena de ojos”, es decir, el sol introduce sus filamentos entre los muebles devolviéndole a los objetos su lugar. El vaciamiento que la oscuridad le ofrece al yo es arrebatado por la luz del día. Sin embargo, más allá del horror metafísico que el amanecer implica, está presente también el malestar de la autora, su enfermedad.
Conozco gracias a un artículo de Leia Guerreiro que una feroz dermatitis mantenía lacerada a la poeta. No hay certeza sobre el año exacto en que inició su tormento: 1945, 1947 o 1948. Pero ella solía referirse a aquellos años como terribles, conducidos a un único desenlace. “—Estaba postrada —recuerda Silvia Campodónico—. El eccema supuraba tanto que el agua traspasaba el colchón y empapaba el suelo. Yo pensaba que esa locura amorosa suya venía de allí, de la enfermedad, de la conciencia de una muerte inminente.” “Se le formaba líquido bajo la piel, que luego se desprendía, reblandecida, y había que aplicarle fomentos para retirarla”, añade su hermano Numen Vilariño. Idea misma lo cuenta así: “La piel se me necrosaba todos los días. Me sumergían en una bañera con algún producto hasta que la piel se ablandaba. Entonces se desprendía, y quedaba con una piel tan frágil que cualquier movimiento podía desgarrarla”.
Aunque su hermano aseguró que la cuidaba personalmente, que permanecía a su lado hasta que alguien lo relevaba, la leyenda dice que sólo un hombre tenía permiso para atravesar el umbral de su clausura, asistirla en silencio, y cumplir el ritual de desprenderle la piel hasta dejarla en carne viva. Ese hombre, se decía, era Manolo Claps, su amante en turno. En 1983, la escritora confiesa: “En la sensualidad, en el erotismo, lo que más me ha tocado no ha sido lo carnal. Recuerdo aquella enfermedad atroz que me mantuvo encerrada tanto tiempo. Y a un hombre que venía todos los días. Me traía comida. Me peinaba”. El color tiene una relación estrecha con su cuerpo. Ahí donde la claridad golpea en primera instancia, la enfermedad extiende su asedio. “Es amarillo afuera / y adentro es amarillo”. Dejar al descubierto es una de sus tácticas: los dientes, los ojos, la piel, los fluidos. Más allá, la picazón, el desprendimiento; la mudanza infinita.
Tal vez todo esto sea por hipocondría. Tal vez la carne sólo es triste porque piensa.