La reciente aparición de Actitudes (ensayos sobre cine y literatura) nos trae a la actualidad un escritor excepcional: Jomí García Ascot. El propio escritor decía de sí mismo con una sonrisa en los labios que su lugar en la literatura estaba asegurado por la dedicatoria de Cien años de soledad. Luego se usó esa declaración, que puede ser interpretada tanto como una falsa modestia como un signo de su carácter, amable y tímido, para describirlo, propio de lo que muchos amigos han señalado: su elegancia sin ostentaciones y por lo mismo frágil. Y, en efecto, no sé si fue así su persona, lo vi un par de veces solamente, pero sí lo es su prosa, elegante, consciente de su conocimiento, rigor y estilo, pero sin exhibirse ante el lector, más bien al contrario, dialogando con él al hacerle sentir sus textos críticos como una conversación.
Recuerdo esa sensación cuando leí Con la música por dentro en la primera edición de Martín Casillas (1982) y la reiteré en la relectura de la de la UNAM/ El Equilibrista (de 2006). Es una prosa crítica extraordinaria, con su tono platicado, sin sobresaltos, en permanente comunión con sus lectores, a la vez que mantiene un tono de diario o cuaderno de notas (diálogo consigo mismo). Veo la foto que ilustra la portada (de El Equilibrista) y siento, sin embargo, que no corresponde tanto a esa idea, pues me hace pensar en un Fellini a la inglesa, es decir, un David Niven, con quien sus amigos lo comparaban en los años de su carrera de cineasta.
El destino como escritor es siempre un enigma, los críticos solemos hacer pronósticos y teorías: que si al morir entran a un purgatorio del que a veces no salen, de que escriben para un futuro que no nos tocará ver, que el olvido es una de las formas de la justicia crítica. Pero el olvido no siempre es total, incluso cuando el reinado de la red digital nos permite asomarnos a una desmemoria absolutamente vertiginosa y terrible. Pero vuelvo a las frases hechas para calificar la suerte de un escritor ante sus lectores. García Ascot, estuvo en el centro de su generación y de su época, pero, como pedía Tomás Segovia, hablando desde los márgenes, era capaz de escribir sobre música en un abanico que va desde las sinfonías hasta los boleros, pasando por el jazz, porque esa manera de hablar desde los márgenes es una de las mejores formas de estar inmerso en el tiempo. Leer sus ensayos sobre música provoca nostalgia, y no porque no podamos recrear su experiencia –hoy la red nos permite con un clic acceder a esos discos que él le costaba tanto encontrar.
Sus juicios son precisos, razonados, sin aspavientos, incluso cuando es fuerte o incluso cruel pero no elabora, afortunadamente, una teoría de la música, sino que da cuenta de una experiencia. Por eso él no entra en un purgatorio ni conoce o experimenta el olvido como un infierno, toda su escritura es afirmación de un presente. Ahora al leer el reciente Actitudes, (Taller del Equilibrista/UNAM) volví a pensar y sentir lo mismo: la fascinación de conversar, lo notable de su tono, que nos hace ser parte de ese mundo, incluso si no lo vivimos, con la misma pasión o intensidad que él, nunca nos sentimos tratados como ignorantes, es decir, que su escritura, en cierta manera proustiana, impide que el tiempo se pierda, y así volverlo un permanente presente sin la pretensión de ser un tiempo eterno, el presente de Proust es el de la vida vivida., por lo tanto volátil, efímero.
Por eso esas notas de sus cuadernos, esos ensayos para revistas y periódicos son literatura de alto nivel. La relectura surgió al tener en las manos sus ensayos sobre cine y literatura, campos en los que yo me he movido profesionalmente, y sin embargo la lectura me provocó lo mismo: un gozo de lo conversado y vivido, como si yo, treinta años menor, hubiera asistido a aquellas funciones, hubiera leído esos libros en ese mismo contexto. Hay a momentos tristeza, melancolía, pero nunca amargura. Es algo curioso, pues a los hispanos mexicanos, grupo generacional al que García Ascot se adscribe, la amargura los rondó contantemente y a algunos de ellos los atenazó hasta casi asfixiarlos. Esa necesidad de reconstruir la vida cotidiana en los niños de la guerra crecidos en México tuvo a veces una exigencia de olvido que roza la desmemoria, pero ese olvido fue imposible. Ninguno de ellos se pudo desprender de esas huellas, esas cicatrices. No habían vivido el conflicto como protagonistas o participantes, ninguno de ellos combatió, –si lo hicieron algunos de la generación inmediatamente anterior, la de Sánchez Vázquez, la de Agustí Bartra, para ellos no fue una realidad y siempre tuvo algo de fantasmal, aunque fuera también una pesadilla y no pocas veces una tragedia.
Al leer los textos sobre cine y literatura de Jomí puedo darme cuenta de la riqueza de la cultura que yo en mi adolescencia y juventud alcance a vivir de rozón, y que mi generación, las de los nacidos en los 50, entre los que hay no pocos descendientes de ese exilio, disfrutó tal vez de una manera postrera. Estar al día en lo que se escribía o se rodaba no significaba, no era una furia por conocer lo nuevo sino una manera de compenetrarnos con la densidad del momento en que se escribía/leía. Había un aire común no pervertido por la competencia. Es cierto que también hubo entonces las luchas entre grupos, la grilla literaria, pues fueron aquellos años los de la mafia descrita por Luis Guillermo Piazza, a la que los hispanos mexicanos nunca pertenecieron del todo, aunque fueran protagonistas notables, pero lo fueron de forma subterránea, otra manera de entender la marginalidad, pues esa condición no viene de una clase social o de un poder político, sino de una actitud. Uno de los libros centrales en aquellos años fue Actitudes, de Tomás Segovia (1973), Fue publicado en un momento en que ese grupo hispanomexicano perdía unidad –algunos, como Manuel Durán y Carlos Blanco Aguinaga se integraron al mundo académico norteamericano, otros, como César Rodríguez Chicharro en universidades de provincia, y otros como Rius y Pascual Buxo en la UNAM. Jomí, en cambio, en un medio, la publicidad, aparentemente menos prestigioso pero que exigía mucha creatividad, y colaboró en campañas exitosas en un momento en que ese trabajo no se “firmaba!”.
Su poesía en cambio siguió conservando esa reserva reacia a lo público, como si el poema fuera un gesto arrepentido de su condición pública y deseoso de la intimidad y el silencio. No, desde luego, que escribiera para sí mismo, pero si apenas para esos “unos cuantos” que había descrito Villaurrutia. Entre la poesía interior y en voz baja de Emilio Prados y la exterior y en voz alta de León Felipe, dos de los maestros del grupo hispano mexicano, había escogido la primera. Basta ver el lúcido análisis que Actitudes incluye en sus páginas y la encendida defensa de la importancia del autor de Jardín cerrado. En cierto momento, aquellos decisivos años sesenta, la generación hispano mexicana, que estaba llamada a tener un papel principal, se disolvió como grupo y pasaron en general a ser personajes de contexto, pero no lo son, y hay que recuperar su tono. Por un lado el exilio, el nuevo exilio: la academia gringa o el paisaje europeo –Enrique de Rivas y Francisca Perujo se van a vivir en Europa, principalmente en Italia, y sólo tienen esporádicos regresos a México. Por otro la poesía en movimiento pregonada por Octavio Paz no los ve del todo con buenos ojos –en la antología sólo se incluye a Manuel Durán y a Tomás Segovia– y el nacionalismo mexicano, representado por José Emilio Pacheco y Alí Chumacero entre los que firman la antología, si bien ya no es tan rampante como 20 años antes, los sigue considerando “españoles”, es decir ajenos, no mexicanos a cabalidad, y no los defiende. Y la historia los deja de lado, si acaso como una curiosidad y un motivo para las conmemoraciones. Además, como señalé antes, la unidad que parecía tener el grupo vuelva en pedazos en cuanto se incorporan, los que se incorporan, a la literatura mexicana y los matices que ellos aportan a nuestra condición contemporánea dejan de ser atractivos.
Jomí García Ascot representa la parte más abierta y cosmopolita de ese exilio heredado. Si bien hay un primer impulso de conservación de la identidad nacional, a través de las regiones, los idiomas, las ideologías, algunos de ellos miran lúcidamente la cultura mexicana y la hacen suya, pero no la aíslan ni de la lengua española ni del mundo –ejemplar es la comparación de los ensayos de Tomás Segovia sobre Juan Ramón Jiménez y Xavier Villaurrutia– ni tampoco renuncian a la melancolía de esa patria y esa guerra perdida –la película El balcón vacío dirigida por García Ascot con un texto de María Luisa Elio, es un brillante ejemplo de ello– y por eso anticipan lo que años después se llamaría la transversalidad creativa, transversalidad y transitividad que sólo se da en ese carácter dialogado y, dialógico, conversacional del momento.
Las revistas que les dan unidad en los años cincuenta –Presencia, Hoja, Segrel y Clavileño– desembocan en las revistas en las que participan en años posteriores –Medio siglo, la Revista Mexicana de Literatura, Diálogos y la Revista de la Universidad– que significan la integración plena a la cultura mexicana y la “disolvencia” (para usar un término cinematográfico) del grupo en lo que llamaremos la generación de los cincuenta. Pero fue la sombra del boom la que provocó de manera subrayada esa disolvencia. Lo fue también que la médula generacional fue fundamentalmente poética, aunque hubo novelistas, y poetas que escribieron novelas, como lo haría el mismo García Ascot, novela, además, de género policiaco, en una clara muestra de su cosmopolitismo.
Al hablar de otros de los hispano-mexicanos he señalado el carácter esencialmente poético del grupo. Las razones son si bien diversas bastante obvias, la poesía es lo más propio, nuestro, intransferible, úsese el adjetivo que se quiera, pero designa más que una entidad creativa una identidad anímica. Es además lo que más se desea: compartir con el otro lector, para decirle este soy yo, así soy yo. A eso súmenle la luz que proyectaba la generación del 27 con su esplendor que retrospectivamente se ha llamado edad de plata, esplendor entonces trunco que había que resucitar y reafirmar. A eso además podemos inferir la voluntad de afirmación ideológica, la pertenencia a esa República de la poesía, a la que me he referido en otro lugar. Los barros adolescentes y la poesía eran entonces más que una pulsión hormonal. Fue una manera anímica de ganar la guerra. Sabemos que ha habido, aunque sean pocas, ocasiones en que la literatura da la medida de un momento histórico, o posthistórico, en una terminología más contemporánea.
Los poetas del día después no fueron iguales en Madrid, Sevilla o Barcelona que en Ciudad de México, tampoco lo fueron en Francia, porque el después no era el mismo, no podían serlo. La canción que según León Felipe se llevan al exilio tenía demasiados claroscuros, demasiadas penumbras, mucha oscuridad en Europa y necesidad de luz en estas tierras. Luz de aquí se titula el primer libro de Tomás Segovia y de Jomí Estar aquí. La palabra aquí tiene un peso distinto, enorme, pero también liberador, ligero. El aquí va con nosotros, no se puede ser sin estar aquí, variación sobre el orteguiano yo soy yo y mi circunstancia, en la que ese aquí es tan extremo que deja de ser circunstancial. También por eso la coincidencia entre ambos en “Actitudes”. Se trata de una disposición plural ante el mundo de la creación.
 
			 
		
