El viejo y la niña rusa

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Incluido en el libro Cuentos ligeramente perversos, Editorial Camelot América, España, 2022

 

El viejo yacía en su tumbona al lado de la piscina en el Hotel Hilton Diamante cuando tuvo la visión fulminante de lo que le pareció “una belleza virginal y perfecta”. Una niña de quizás trece años, enfundada en un sutil (“obsceno y casi insoportable”,  pensó) bikini de color rosa que transparentaba todas sus gracias. Se había despojado con toda la tranquilidad y conciencia de su hermosura de un bañador blanco a rayas y se exhibió gloriosa frente a aquel hombre que ya debía pasar de los setenta años. Lo vio mirarla de reojo y accedió a reciprocarle la mirada y una casi sonrisa. Luego se paseó de ida y vuelta frente a esos ojos aterrados de deslumbramiento. Entró “como una Venus primigenia” (pensó el viejo) en la piscina y luego salió aún más desnuda (para él) que antes y volvió a pasearse frente al anciano, que no podía disimular su pasmo. El viejo se escondió tras un libro que una y otra vez apartaba ligeramente para mirarla. Ella, cada vez más consciente del aturdimiento que suscitaba en el anciano, volvió a pasar al frente. El hombre le preguntó: ¿English, french, italian? Ella denegó. Finalmente dijo russian. El hombre inmediatamente buscó un nombre ruso para asignárselo: Sonia, como un  personaje de Dostoyevski. Súbitamente apareció una mujer de mediana edad, bella pero deteriorada por los años, y le dijo al viejo “es el colmo hasta donde ha llegado tu perversidad, es solo una niña”. El hombre se reservó todos sus razonamientos y justificaciones y clavó la vista en el libro. Sin embargo siguió mirando a la niña, mientras su mujer (la bella, algo deteriorada por los años), desde el otro lado de la piscina le espiaba con poco disimulo. Bailaba la niña al ritmo de la música escénica y seguía sonriendo, entre burlona e insinuante, pero de ninguna manera asustada. Se acercó a la niña una mujer entrada en carnes, de atuendo visiblemente extranjero (muy extranjero, pensó el viejo) levemente rubia, que le dijo algo incomprensible, quizás “ya vámonos”. A partir de entonces la niña estuvo todas las tardes en el mismo rumbo de la tumbona, luciendo frente al viejo un bikini tan sutil como el primero, pero de color diferente. El hombre (el anciano) procuraba no mirarla pero le era imposible. 

Hombre (viejo) y mujer (entrada en años pero bella) se alternan para cuidar a la nieta. No quieren dejara sola en el cuarto de hotel. Cuando la mujer sale a nadar, el viejo se queda a cuidar a la nieta. La nena tiene apenas diez años y es una auténtica visión. Alguien debe quedarse en la habitación a hacerle compañía. La nena es demasiado blanca y tiene prohibido exponerse al sol.

Hoy la mujer (esposa del viejo) hizo pereza y cuando quiso ir a trotar, el sol ya estaba achicharrando pieles (y conciencias, agregaría el viejo).

A pesar de que se han cuidado como beduinos ya están cambiando de color hombre y mujer. “Me parece que ya casi somos mulatos y si seguimos aquí vamos a terminar siendo negros”, dijo el hombre, burlón. 

Las relaciones ente el hombre y la mujer han sufrido menoscabo desde que ella lo vio hablando con la adolescente rusa (ya todo el mundo en el hotel se enteró de que es rusa. Es imposible ignorar su presencia: es tan hermosa que dan ganas de tocarla, para ver si es real).

¡Pero si yo sólo le pregunté la nacionalidad!, se dijo el hombre. Poco faltó para que la vieja me llamara pederasta. Que la verdad algo debo de tener, algo constitucional, ajeno a la moral y a la voluntad, piensa el hombre, porque me trastornan las adolescentes y preadolescentes, sobre todo cuando son sublimemente bellas como Sonia. Cuyo nombre, de paso, ya recordé: aparece en Crimen y castigo: pertenece a una criatura pobre, abnegada y dispuesta a sufrir por el mal ajeno). Pero más allá de la admiración obsecuente, obnubilada y a veces francamente descarada, nunca me atrevería a aventurar algún tipo de movimiento peligroso hacia una criaturita semejante. Pienso que he llegado a la edad en la que debo aceptar la inocencia de mi imaginación.

La gran diversión de la mujer (bella, entada en años) aparte de trotar, nadar y mantener su cuerpo airoso y su piel diáfana, es ir a centros comerciales a poner en peligro no sólo sus finanzas sino las del hombre. Ya el viejo ha declarado lapidariamente, ¡ni una compra más!, pero ella siempre está dispuesta a caer. El hombre también tiene sus debilidades: ayer vio un reloj Ohsen sofisticadísimo, con cronómetro y otros mil artilugios y estuvo a punto de comprarlo. Casi 800 dólares.

El hombre sigue su lectura: lee Lejos de Veracruz. Y piensa: Me seduce y me hace suponer que si yo escribiera, escribiría algo diferente. Mi conciencia es como un espejo que tiro al suelo y que después vuelvo a pegar, organizándolo más por capricho del azar que llevado por la necesidad de su lógica interna. Su idea es que todo lo que escribiría (si escribiera) tendría un centro: yo. Este sería sin duda el libro de un ególatra. ¿Qué tanto interés puede tener esto para ese fantasma llamado lector? Pienso que suficiente.

Tanto tira y afloje emocional con mi mujer me ha hecho pensar que lo mejor es que mi próximo regreso a la caverna de león debo hacerlo en íngrima compañía. Andar con la mujer es como andar con un juez que califica mis actos uno a uno (una mujer es como una rueda de molino colgada al cuello, escribe Tolstoi). Además ya no se presta a los deleites del cuerpo. Y yo todavía, cuando siento a mi nieta en mis rodillas. Hace tanto calor y brilla el sol de tal manera que preferimos estar encerrados en la habitación del Hotel casi todo el día. 

Ayer me levanté a las cinco de la mañana y fui a nadar. Nadé desde el embarcadero hasta el primer muelle, aproximadamente cuatro kilómetros, bordeando la playa. Soy un viejo pero cada mañana reverdezco. Vi cardúmenes de peces azules y de peces casi transparentes. Traté de perseguirlos. Desaparecieron como fantasmas. Son como la vida que se va (como la vida que se me va). Soy el rey de Francia y cuando yo hablo Dios me escucha, me gusta esa frase. La gente viene al mar a tomar sol, a beber y ver cuerpos fugaces. No a leer. Y un pensamiento tenebroso (tembloroso, aterrorizante) ha comenzado a hacerle sombra a la niña rusa. Mi nieta. Tiene siete años pero poco a poco se acerca a la edad de Sonia. No diré ni una palabra más. El cuerpo de los viejos guarda misterios de los que nadie ha hablado.