Para A. G. y Jorge Domingo, que saben de estas cosas.
Llegué al restaurante Dolce Havana, donde trabajo como portero, para buscar dos botellas de tequila que Miguel Hinojosa, el dueño del restaurante, me pidió llevar a un amigo suyo que cumplía años.
En el portal del restaurante volví a encontrar a Domingo, un negro viejo de greñas amarillas que, junto a un perro flaco y sucio, se plantaba allí con frecuencia para vender caramelos y cigarros, y discutía fuertemente conmigo cuando intentaba espantarlo o se peleaba con los inspectores que, de manera abusiva, insistían en multarlo por vender sin licencia.
Domingo se irguió como gallo de pelea, listo para enfrentarme; pero, apenas caminé unos pasos en dirección hacia él, sentí a mis espaldas los primeros gritos y, al voltear la cabeza, vi cómo la gente se iba acumulando en plena calle, en actitud belicosa.
Renuncié a espantarlo, entré al restaurante, cerré de un tirón la puerta y subí a la azotea. Desde allí noté cómo aumentaba la cifra de manifestantes hasta convertirse en una masa imparable. Una masa que iría contra todo lo que intentara detenerla.
Por ese motivo, en media hora me dieron la orden tajante de no moverme del sitio y esperar por la llegada de varios hombres que, en caso de un ataque al Dolce Havana, lo defenderían conmigo.
La orden de defender el restaurante llegó desde Italia, desde Marina Piccola. La envió por WhatsApp su dueño, Miguel Hinojosa, con un temor que se le enredaba en la lengua mientras al fondo de su cara seguramente el oleaje veraniego embestía a las rocas.
—Negro, ya sé que La Habana anda revuelta, no dejes que nadie se meta en el restaurante. Te voy a mandar refuerzos.
Ya Miguel conocía las noticias, ya se había asustado con ellas; pero confiaba en nosotros, en unos pocos hombres, que ahora, de pronto, éramos su tropa de choque, su escuadra élite, sus superhéroes, los hombres que pelearían contra toda la ciudad insurrecta si hiciera falta, no lo olviden, mi gente, no vayan a olvidarlo.
Debíamos mantenernos serenos, tomar todas las medidas de seguridad, pero tendríamos que violentarnos, romper cabezas si fuera preciso y echar a los posibles intrusos a como diera lugar o perderíamos el puesto de trabajo que tanta gente añora, aunque esta amenaza Miguel no llegó a decirla.
Eran demasiadas botellas de vodka, tequila, whisky, Havana Club, y de vinos italianos, franceses y españoles. Demasiados armarios y banquetas y muebles de caoba y lámparas y copas finas. Demasiado dinero invertido para que gente de orilla lo robara o destrozara. Por esas razones había que defender el restaurante a cualquier precio. Era la orden. Y no habría otra.
Varios hombres, con un negro fuerte como yo al mando, intentaríamos salvar el Dolce Havana. Varios hombres que podían inspirarle miedo a la gentuza que se animara a destrozar el restaurante cuando los gritos y los odios se volvieran imparables.
De nada hubiera servido que Miguel se comunicara con gente importante en busca de más apoyo para proteger el restaurante o nos pidiera llamar a la Policía. Nadie iba a reaccionar. Estaba convencido de que el miedo o la prudencia congelarían a los tipos influyentes que entraban a beber y comer sabroso en el Dolce Havana, y los agentes del orden, al estar en desventaja, escaparían o bajarían los brazos en señal de inteligente tolerancia para ver si, de algún modo, llegaban refuerzos para poder contener el fervor de tanta rabia.
—En ese restaurante está su Stalingrado —nos recordó Miguel Hinojosa desde una soleada y tranquila costa de Italia. Ustedes sabrán defenderlo.
Peligraba en serio su negocio. Por eso su nerviosismo a quince mil kilómetros del Dolce Havana. En caso de un asalto tumultuario, en caso de que al restaurante lo saquearan sin misericordia, perdería una fortuna. Sin embargo, no iba a quedar herido o destrozado debajo las ruinas, como sí quedaríamos nosotros.
Miguel me dijo que llamaría constantemente. No dejaría de hacerlo mientras La Habana estuviera revuelta, aunque tranquilos, muchacho, mente optimista. El general a distancia confiaba en el poder disuasivo de un negro fuerte con tres o cuatro ayudantes dispuestos a librar cualquier batalla.
Me hundí en un largo silencio donde se ocultaba el miedo. Un miedo que descendía como un calambre hasta mis piernas. Un miedo que acabaría por apretarme, con la fuerza de una anaconda, los brazos, los huesos, la lengua. Pero con ese miedo encima me fui a reforzar las entradas y salidas, las puertas y las ventanas.
Tomé un tubo de hierro que pudiera manejar con destreza en caso de ataque, abrí una botella de whisky etiqueta negra Johny Walker, qué cojones, Julito, hoy sí te toca, y me senté a esperar por los tipos que de un momento a otro vendrían en mi apoyo.
No sé qué pensarían ellos acerca de la misión que planteaba Miguel Hinojosa. No eran mis amigos. No los conocía en realidad. Ellos a mí tampoco. Todos poníamos la misma cara de susto o de esclavos felices cuando Miguel Hinojosa nos hablaba y todos desconfiábamos de todos.
Es común que, en un trabajo como este, se dude siempre de ese igual a uno que cada día prepara los tragos, o cuida la puerta, o limpia las oficinas y los baños, o friega la loza, o suda a mares en la cocina, porque a veces, en realidad, resulta ser el espía insignia del dueño.
Apenas nos miraremos y arrugaremos las cejas. Bien poco tendremos que decirnos. Solamente podemos esperar. Solamente podemos sentarnos a escuchar del mismo modo en que escucha el cazador en la selva, aguzando al máximo el oído, aguantando la respiración más allá de lo posible para evitar que el tigre ataque primero.
Solamente podríamos bebernos ese whisky que Miguel le brinda a la gente influyente que invita a pasar por las noches glamorosas del Dolce Havana, pero nunca a nosotros, ese whisky que le brinda a esa gente que no vendría a defender el restaurante, ni ningún otro restaurante o propiedad que no fueran los suyos.
Afuera todo era incierto. Afuera rugía una ciudad completa. Debía controlar mi incertidumbre, timbrarle a mi mujer, pedirle que no se preocupara y no saliera a la calle por ningún motivo, y se pusiera a y enfriar unas cervezas, que apenas terminara todo y saliera del restaurante, me iría al apartamento a pasar un rato bueno y dormir largamente.
Debía. Pero no lo hice, porque apenas abrí de nuevo la puerta del Dolce Havana y me asomé a la calle, tan solo comencé a pensar, por desgracia, en un tipo llamado Arturo Larramendi.
II
Aunque Arturo Larramendi sea un negro con músculos de acero y fuerza suficiente para hundir a un elefante, nunca será un negro como otros negros. Y no lo será porque, en lugar de buscarse un empleo como portero de un bar o de una discoteca o como escolta de algún músico famoso, prefirió escribir novelas y relatos, y por ese error tan triste pasará toda su vida el hambre que otros negros jamás pasaremos.
Porque por esa mierda de escribir y publicar un libro le pagan una basura. Él mismo lo dice. Y aunque siempre lleva la cabeza en alto, con una boina bolchevique y camina tragándose el aire entero como si fuera un negro famoso, no es más que un negro arrogante, un charlatán con la olla vacía.
Yo lo ignoro, mi esposa lo detesta. Un simple saludo al paso y cada quien a lo suyo, cada quien a meterse en su apartamento y a intentar vivir la vida como mejor se pudiera.
Arturo Larramendi escribe historias de negros inconformes, de negros que viven en barrios donde no queda ninguna esperanza y la gente se sienta a fumar cualquier cosa y a burlarse de la panza de los tipos del gobierno, o de negros que son pisoteados aunque sean escritores importantes, o de negros que lamen gustosos las botas de sus jefes y odian a los negros porque sus jefes también los odian.
Lo he leído varias veces. Reconozco que me atrapa. Apunta al pecho y dispara fuerte. Hace apenas unos días leí otro de sus cuentos, el que me tiene molesto: El portero que amaba la nieve. En un estanquillo hojeé la revista donde estaba el cuento y decidí comprarla.
Larramendi tiene fibra. Atrapa y convence. No voy a negarlo. Uno siente que en sus cuentos la mierda apesta como si hubieras acabado de pisarla, que ciertos barrios se tambalean y pueden derrumbarse de un momento a otro encima de la cabeza de los lectores, o que la soledad se va tragando a un hombre idéntico a uno, o que morir por ideales para engordar pendejos nunca va a ser una forma de morir con coherencia. Y una vez que comienzas a leerlo, no te detienes. No te deja.
Leí El portero que amaba la nieve. No sé ya cuántas veces. Para otros será un gran cuento. No lo dudo. Para mí no lo será nunca, sobre todo porque he descubierto que el protagonista, un portero ruin y baboso, está inspirado en mi vida.
Es verdad que el restaurante del cuento no se llama Dolce Havana, sino Ensueño Rosa. El negro no tiene mi nombre, no se llama Julio, sino Gustavo. No trabaja para un habanero casado con una vieja italiana, sino para uno casado con su ambición y su estupidez. Su esposa no se llama Elena, sino Aracelys. No vive en el edificio donde vivimos nosotros, sino en uno más moderno.
Pero es mi vida la que cuenta Larramendi, carajo, es mi vida. De alguna manera salió de mí. Yo fui la inspiración para ese cuento de doce cuartillas. Es cierto, me desdibuja, me disfraza, me mete en un molde distinto y casi parezco otro. Pero cualquiera sabe que en el oficio de escribir se aprenden esas trampas. No hace falta haber escrito una línea para saberlo.
Gustavo Noroña soy yo.
No lo dudo.
Hay una sombra turbia con mi nombre y mi oficio y mi cuerpo y mi estilo de vida que viajan casi al descaro por cada letra del cuento. Pero no puedo reclamarle nada porque, mirado bien el caso, no tengo motivos para hacerlo. ¿Qué podría reclamarle a Arturo Larramendi?
—Quién coño eres tú, cabrón, para escribir sobre mi vida —pudiera desafiarlo. Quién coño te dijo que soy ese portero de mierda que metiste en tu cuento.
—¡Ah, ya quisieras tú ser uno de mis personajes, quedar para la historia en uno de mis cuentos! —diría con su habitual arrogancia Arturo Larramendi. Lamento decirte, hermano, que nunca escribo sobre personas que no me inspiran algo.
Y no tendré razones para darle. Ni una sola.
III
Gustavo Noroña, el personaje de Larramendi, intenta ser amable. Una vez. Dos veces. Tres veces amable. ¨La casa se toma el derecho de aceptar o negar la entrada a cualquier persona que desee, usted debe entenderlo¨. Pero el hombre parado enfrente, con dos españolas colgadas del brazo, se niega a complacerlo.
—¿Por qué no llamas a tu jefe para que nos deje entrar? Soy ingeniero, vivo en Madrid y estas dos mujeres son mi esposa y su amiga. ¿Nunca te enseñaron a tratar a las personas decentes? ¿De qué barrio de La Habana tú saliste?
Arturo Larramendi, como buen hijo de puta, lo ha exagerado todo en su cuento: Gustavo es un mastodonte negro que empuja a otro negro y lo hace caer de narices contra la calle y sangrar mientras las españolas chillan espantadas:
—Y después dicen que los españoles somos racistas; racistas son ustedes, demonios.
Y corren en auxilio del hombre sangrando y prometen no volver jamás a un bar tan horrible, donde los negros atacan a los negros y son perros guardianes que, de puro milagro, no te destrozan a mordidas.
—En España no pasan estas cosas —escucha Gustavo mientras los tres se alejan.
—Pues váyanse a joder a España y llévense a su mierda —les grita furioso y contiene milagrosamente las ganas de correr hacia ellas y también golpearlas.
En ese tipo miserable me oculta. En ese personaje que gana buena plata y recibe el afecto de su jefe por echar a los tipos indeseables, o a ingenieros o a farsantes que llegan de Madrid con dos mujeres del brazo, o a escritores que se asoman a la puerta para ver si les regalan un simple vaso de agua.
Yo sigo siendo Gustavo Noroña cuando en el cuento Larramendi cierra las puertas del Ensueño Rosa y manda a Gustavo rumbo a su apartamento y lo sienta a pensar largamente en el negro que lanzó a la calle, cojones, qué coño me está pasando, y en la vida lastimosa que se convirtió su vida por ser la estampa del terror para aquellos que lastimaran la imagen del Ensueño Rosa.
Por eso llegas al apartamento, saludas con desgano a tu mujer, le preguntas cualquier cosa, no escuchas lo que responde, te tiras en el sofá, le pides una cerveza y ella la busca mientras te habla animada sobre un posible viaje a Ciudad Panamá con unos amigos para buscar mercancía que ya tiene comprador de antemano. Motorinas, relojes, teléfonos, perfumes, bombas de agua…Un dinerazo, amor, un dinerazo.
Lo mismo de siempre, piensas, Aracelys no se cansa. Un dinerazo, sí, para el bolsillo de otros que apenas le pagan unas migajas por largarse con ellos a Ciudad Panamá y comprar contenedores repletos de porquería para venderlos en un país con menos opciones de comercio que Burkina Faso.
Ciudad Panamá no te atrae. Demasiada imitación neoyorkina. Prefieres las aldeas suizas que ves en documentales, quizás Murten, donde la nieve, que tanto te gusta, pero nunca tocaste, lo cubre todo, y todo parece perfecto, ¡ y es perfecto!, porque allí nadie grita, ni escupe en el suelo, ni vigila lo que llevas en la bolsa, ni pelea perros, ni te escacha por pensar diferente, ni tira la basura en plena calle, ni viaja a Ciudad Panamá para comprar decenas de porquerías que servirán, a su vez, para comprar otras porquerías o para reunir más dinero y permutar por un mejor apartamento.
Estás harto. Harto del restaurante, del dueño, de la ciudad, de tu mujer, harto de huir de la miseria que siempre estuvo pegada a tus pasos y te hace sudar horrores cuando sueñas con ella, harto de todos los negros y de los tipos mal vestidos que debes parar en la puerta, mi socio, aquí los baños y el agua son para los clientes. Harto de que tu esposa te alabe porque, después de todo, sabe que tu dinero manda.
Tu esposa repite su intención de viajar. No respondes. Ciudad Panamá no es lo tuyo, por mucho que se parezca a Nueva York. Quizás tu único sueño es andar bajo la nieve o verla caer frente a ti. Lo has dicho varias veces y tu jefe prometió que la verías, porque con algo especial se premia a un portero irrepetible como Gustavo Noroña.
Tu mujer te entrega la cerveza. La miras. Sí, sí, cómo no, pásate unos días por allá, viajar al extranjero es una maravilla, La Habana se ha vuelto un pueblo de campo y ya está más horrible que Tegucigalpa.
Pero en el fondo piensas que no estaría mal decirle quédate para siempre, en Panamá o en la Amazonía, no vuelvas nunca más, amor, no te soporto…
Sí. Ahí estoy yo, en ese Gustavo Noroña cansado de todo, asqueado de todo. Y afuera, en la vida real, la calle se va llenando de negros altos, negros bajos, negros gordos, negros flacos, negros fuertes, negros peludos, negros rapados, negros a medio vestir, negros en chancletas, negros con palos y piedras, negros hastiados hasta de sus nombres…
Maldito cabrón Larramendi.
III
Cesaron de pronto las llamadas de Miguel Hinojosa. Internet, misteriosamente, quedó en cero. Mi esposa me lo confirmó cuando la llamé desde un teléfono fijo. Ninguna conexión, mi negro, ninguna. Al asomarse al balcón vio que la calle estaba patas arriba. Tiraron botellas, rompieron cristales, lanzaron los tanques de basura y hasta se oyeron disparos.
Y por eso sentía miedo. Quizás más miedo que yo. Pero quien no la debe, no la teme, Julito, allá quienes se enreden en ese lío, ya los cogerá la cárcel. Me pidió cuidarme, estar muy atento; pero, en caso de que atacaran el bar, tú sales corriendo, mi negro, que la vida es una sola y hay que cuidarla.
Al escuchar sus palabras me asaltó la convicción de que nadie más llegaría para acompañarme en la defensa del Dolce Havana. ¿Sería por miedo o por haberse sumado a los disturbios? ¿Quién sabe cuántas amarguras guardaban dentro, cuántas frustraciones que era preciso gritar ahora, cuando todos gritaban y sudaban de ira?
Unos golpes estremecieron la puerta. Quizás eran ellos. Me acerqué con precaución, casi de puntillas, y pregunté quién llamaba, pero nadie respondió. Repetí la pregunta y del otro lado me llegó la voz carrasposa de Domingo:
-Regálame un poco de agua.
-Aquí no hay agua, Domingo.
-Claro que tienen agua. No sean desgraciados.
Un extraño impulso me hizo abrir la puerta. La cara de Domingo y la mía quedaron frente a frente. Sus ojos eran dos bolas de fuego. Seguro se había tragado todo el alcohol del mundo. Estaba con su perro, ahora atado de su cintura con una soga fina, para que nadie me lo joda, mi socio, Rufinito es la única familia que tengo.
Revisé nervioso, por encima de la cabeza de Domingo, el ambiente de la calle. Mala señal. La cifra de manifestantes, policías y autos patrulleros iba en aumento. Espantaba lo que venía en camino.
Intenté descifrar lo que pedía la masa de gritos que estremecía la calle. Exigían comida, medicinas, libertad, cojones, este país está de pinga. Otros gritos enviaban mensajes que no logré descifrar.
—Regálame un poco de agua —imploró Domingo. Después me voy. Te lo juro.
—El día está horroroso —le dije sin decidirme a traerle el agua.
—¿Quién sabe? Tómalo con calma. Uno nunca sabe, negro. Tal vez no te imaginas que, a pesar de todo, es tu día de suerte.
No reparé en su ironía. Le pedí que entrara y cerré la puerta. Fui por el agua. Al regreso, Domingo estaba sentado frente a la botella de whisky y el perro echado a sus pies, tranquilamente. Creí que Domingo le echaría mano porque la estuvo mirando con insistencia. Pero no lo hizo.
—Nunca me gustó esa porquería —dijo tomando el vaso y señalando la botella. El Oporto sí me gusta. Ustedes deberían vender Oporto y no esa mierda.
—¿Y por fin qué está pasando?
—Parece que ya la gente se cansó de todo.
—¿No tienes miedo allá fuera?
—¿Miedo? Se ve que no conoces para nada al negro Domingo Reyes Limonta. Se ve que siempre fuiste un negro de clase, con muchas blancas lindas durmiendo en tu cama; se ve que nunca estuviste en la guerra, peleando por salvar otro país, metido en una trinchera, pasando un hambre rabioso y soportando los ataques de la aviación.
Domingo volvió a mirar la botella y comenzó a acariciarla.
—Cuando supo la forma en que me había portado, el coronel angolano Augusto Cabreira, me dijo: ¨Admiro a los héroes, Domingo, por eso voy a regalarte una botella de Oporto¨. ¡Dios mío, una botella de Oporto! La única vez que pude probarlo en toda mi vida. Estuve en una trinchera, resistiendo durante trece días y me dieron como premio una botella de Oporto y una medalla de calamina. Los tontos útiles no merecen nada. ¿No te parece? Yo nunca he tenido miedo; pero tú sí lo tienes.
Debí responder al insulto; pero intentar defenderme era descubrir el miedo que en realidad sentía y, además, había comprendido que Domingo iba a ser el único hombre que estaría a mi lado en el aprieto de defender al Dolce Havana.
Viejo, borracho, harapiento, pero codo a codo conmigo en un instante difícil y con una historia de héroe, recién descubierta por quien tantas veces lo espantó como a una bestia. Un héroe como él no iba a abandonarme.
—Búscame un trozo de hierro o un pedazo de cabilla. Si alguien quiere entrar por la fuerza, le rompo la crisma… Todavía las manos no me tiemblan.
Tomamos dos sillas y nos sentamos en silencio detrás de la puerta. No bebí un trago más. Pero ya el whisky en sangre había comenzado su efecto y el miedo dejó de estrujarme. Aunque tal vez no fuera el efecto del whisky, sino Domingo, el efecto positivo que ejercía en mí su extraña tranquilidad mientras sacaba, bebía y guardaba un pomo de cristal con un alcohol ratonero y tarareaba entre dientes canciones que yo desconocía.
-Voy a hacerte un cuento, negro, que hace años no hago: una noche en un río esperamos a la gente de la UNITA. Nos dijeron que lo cruzarían a plena madrugada. Hijos de la gran puta que habían hecho atrocidades a personas inocentes. Y, además de hijos de puta, nos hacían esperar por ellos durante horas y horas en ese río de mierda repleto de peligros. Llegaron casi al amanecer. Eran cerca de treinta hombres. Cuando por fin entraron al agua, los cocinamos a tiros. Cayeron como moscas. Algunos sobrevivieron. Pero resulta que yo tenía una bayoneta. Una hermosa y humilde bayoneta y sabía manejarla como el mejor carnicero…Mejor no te acabo la historia. Ni falta que hace.
¿A qué venían aquellos cuentos de sangre? Seguro intentaba demostrar que podía contar con él para la defensa de un restaurante de lujo que, como la trinchera o el río de los que me hablaba, eran parte de un mundo del cual no sacaría ningún provecho para su persona.
Pero a pesar de que no sacar provecho, estaba dispuesto a pelear a mi lado contra enemigos tal vez menos enemigos que las tropas de Sudáfrica, la UNITA o Miguel Hinojosa, pero enemigos para enfrentar al fin y al cabo.
Y esperó junto conmigo. Tranquilamente esperó, como lo hizo en aquella trinchera donde sudó salitre y grasa pestilentes entre la mierda y la orina y pudo acabar como un fiambre. Y si un viejo como Domingo no tenía miedo, pues yo tampoco lo tendría.
Pero nadie, ni de forma apacible ni de forma violenta, tocó a la puerta del Dolce Havana. Entonces la abrí con sigilo y observé que la calle estaba tomada por un sinfín de autos patrulleros, policías, soldados de uniforme, agentes vestidos de civil, y personas que con gritos, banderas y carteles apoyaban al gobierno. Sin dudas, la otra cara de la rabia.
Timbré a mi mujer. La voz de Elena sonó tranquila. Habían terminado las protestas frente al edificio. Las fuerzas del gobierno acabaron por ser superiores y actuar de forma aplastante. Rebelión sofocada por completo. Una fuente de castero con queso parmesano y una ensalada fría con mucha cebolla blanca y aceitunas como a ti te gustan, mi negro, me esperaban en la casa.
Sentí un alivio profundo y miré a Domingo. ¿Y si lo invitaba a comer? Sería perfecto que Arturo Larramendi me viera entrar conversando amablemente con Domingo, un hombre al que quizás vio tirado en muchas ocasiones en el portal del Dolce Havana.
Sería perfecto que supiera que mientras él escribía relatos sobre negros en la ruina, yo los ayudaba. Sería perfecto que le diera una bofetada moral a las ínfulas de un experto en describir la carroña humana, la misma carroña que perdió los estribos y puso en jaque a una isla completa.
Sería perfecto que Larramendi supiera que yo no era de la calaña de Gustavo Noroña, no era el perro guardián al que su jefe promete el más hermoso regalo de su vida: un viaje a Europa para que vea caer la nieve. Un regalo tan frío como el alma del pervertido Gustavo Noroña.
Mi ayuda sin interés a Domingo sería el ejemplo vivo de que yo no era la copia de un tipo tan despreciable, de un monstruo sin salvación posible como Gustavo Noroña. El cuento ya estaba escrito y publicado, por desgracia. Pero Arturo Larramendi no volvería a escribir otro cuento con un portero tan horrible como protagonista.
Sí. Estaba decidido. Invitaría a comer a Domingo. Dejaríamos a Rufinito amarrado, con un plato lleno de comida y abundante agua. Y Domingo se iría conmigo a comer lo que deseara, no solo camarones y cervezas. Podía también brindarle turrones, aceitunas, frutos secos…
Mandaría comprarle una botella de Oporto por muy costosa que fuera, le donaría camisas, pantalones, botas, calzoncillos, un buen abrigo para el invierno… Nos sentaríamos en la terraza del apartamento para tomar café colombiano y hablar sobre su origen y familia y de qué forma podría ayudarlo para salir del abismo en el que estaba varado.
Ahora invitaría a Domingo a mejorar su aspecto. En el baño tendría agua, jabón, una máquina de afeitar, un poco de colonia y una toalla. Todo estaba disponible. Hasta una camisa podía regalarle.
Respondió a mi invitación con reiterados gestos afirmativos. Noté su agradecimiento. Le contaría con lujo de detalles a Miguel Hinojosa que los refuerzos jamás llegaron, que ¨el negro indigente tirado en el portal¨, como gustaba llamarle a Domingo, fue el único ser humano con el que pude contar en un instante donde la suerte del Dolce Havana estuvo a punto de hacerse pedazos.
Domingo no se animó a afeitarse; pero volvió del baño con la camisa puesta, la cara limpia y oliendo a colonia. Perfecto. Un hombre distinto. Un pequeño renacer del viejo héroe que había sido en tierra extraña. Le dije que nos iríamos a mi casa en el Peugeot parqueado en el garaje del restaurante; pero primero le serviría a su perro un poco de carne y agua.
Al dar media vuelta para ir a la nevera, la mano de Domingo se clavó como una garra firme en mi hombro y me detuvo en seco:
—¿Sabes cómo se llama ese tipo que viene a multarme?
—Se llama Emilio, pero no hemos cruzado más de tres palabras —le respondí sinceramente y sin poder apartar mi hombro de la potencia de su mano.
—Dice que me multa por Enriquecimiento ilícito —dijo riendo y soltándome el hombro. —¿Te imaginas, negro?, me estoy volviendo rico por vender caramelos y cigarros.
—Mañana o pasado hablaré con él. Estoy seguro que nos arreglaremos.
—Voy a dejarlo en tus manos, negro, porque ya estaba decidido a cosas peores con esa alimaña…y también contigo. Pero resulta, negro, que hoy es tu día de suerte.
¿También conmigo? ¿Mi día de suerte? No lo entendía. De qué me hablaba Domingo. Le miré a los ojos. Me parecieron más fulminantes que nunca. Sonrió, sacó de la cintura con destreza un cuchillo de hoja ancha y oxidada y lo puso ante mi vista, con el orgullo inocente del niño que exhibe un juguete de guerra:
-Hace seis días que lo guardo para Emilio…y también lo guardaba para ti. El primero de los dos que volviera a joderme se llevaba el premio. No es una bayoneta; pero me sirve igual. Soy un negro viejo y desechable…pero las manos todavía no me tiemblan.
Mención en el Premio Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar 2024