Culpa de qué

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1

Llegar al mundo con una culpa, ¿habrá concepto más perverso que el pecado original?

La culpa de haber nacido, la idea de que arrancar con una deuda moral, la vergüenza como punto de partida: Y luego hablan de las hipotecas.

Sin duda, una perversión, sin embargo, muy funcional para la economía. Cuando nuestro estado natural es la deuda, todo esfuerzo se nos queda en intereses, en pagos mínimos que nunca saldan el capital. Deuda eternizada en trabajos del arrepentimiento, expiando un pecado desconocido, pero reconocible en cada egoísmo cotidiano, en cada llamada desatendida.

Quizás lo más perverso sea eso, que la falta no haya sido ni tan siquiera malvada sino meramente malagradecida, mezquina, de niño desobediente que rompe sus juguetes.

Al menos los paganos pecaban en grande. Igual mataban al padre que ensartaban a la madre. Tenían hybris, desmesura, se burlaban hasta de los dioses. Nosotros nos avergonzamos de no ser mejores hijos. Nos arrastramos entre la rebelión fallida y la inocencia perdida. Seguro que algo parecido dijo, y mejor, Nietzsche en alguna parte, pero debo la cita, que la pereza también es pecado mío.

Es curioso que sea esa intuición de insuficiencia lo que nos mantiene en movimiento, en perpetua creación compensatoria. La cultura occidental vista como un gigantesco acto de contrición: la Capilla Sixtina para disculpar la cruzada de los niños, un Quijote por la Inquisición, Mozart para la envidia. Y esto, creo, se le pasó a Nietzsche: que él mismo es un producto de la culpa, una reacción contra ella contenida en ella. Peleando con arma prestada, en la más genuina tradición alemana, es decir, luterana. Porque, como dicen que dijo José de Arimatea, cuando la única cama que uno tiene es una cruz, tiendes a ver un peligro en todo clavo.

Debería dejarlo aquí, en la bromita bíblica, pero el pecado me obliga a seguir, a demostrar que yo también merezco redención y que tengo algo más valioso que decir que chistes de pasantía. Invoquemos, pues, con soberbia a la filosofía.

2

Si yo fuera discípulo de Foucault, ahora diría que la culpa es una tecnología primordial de control, un mecanismo de sometimiento al poder más eficiente que la cárcel y más barato que la policía. Diría que es un poder que se sostiene desde la ausencia, que gobierna a través de la carencia a colmar. Hablaría del pecado original como el panóptico perfecto, que instala un guardia directamente en la conciencia, y el muy hijo de su señora madre trabaja gratis, sin sindicato, veinticuatro horas al día.

Si yo fuera discípulo de Agamben, vería aquí la estructura originaria del ban soberano (que suena complicado, pero es como el trabajo negro, no tienes contrato). El sujeto queda incluido en el orden precisamente a través de su exclusión. Nacemos en la cristiandad excluidos de la gracia, incluidos en la culpa. Incluidos en la exclusión, somos el rebaño de los tolerados, los sinpapeles. Trabajamos para la compañía y no aparecemos en la nómina.

Y si yo fuera discípulo de Žižek, haría alguna provocación jamona que invirtiera la discusión. Diría, por ejemplo, que está muy sospechoso eso de que un Dios omnisciente haya puesto el árbol prohibido exactamente en el centro del Edén y que luego se sorprenda cuando Adán y Eva lo tocan. Que es como poner pornografía en el escritorio de un adolescente y luego escandalizarse cuando se la casca. No, Dios sabía bien lo que hacía: se trató de un plan divino para sacar a los hijos de casa. Dejemos de llorar por lo que perdimos y admiremos cuánto hemos ganado con esta deliciosa concupiscencia.

Como no soy discípulo de filósofos sino lector de novelas, dejo de mirarme el ombligo con telescopio, de hablar en plural mayestático de la condición humana. Vuelvo a las ficciones y a mi malestar.

Yo me siento profundamente culpable de algo que no entiendo muy bien. Abro los ojos y ya debo algo. ¿A quién? No sé. ¿Qué, cuánto? Tampoco. Pero la deuda está ahí, esperándome como funcionario de Hacienda. Me precede. Esta cita de El proceso no se las debo:

«No hay ningún error. Nuestras autoridades, tal y como las conozco, y sólo conozco los grados más bajos, no buscan la culpa en la población, sino que, como dice la ley, es la población quien se siente atraída por la culpa.»

3

Pero en Kafka tampoco hay salvación, solo resignación a la culpa y la certeza de que la vergüenza ha de sobrevivir. Me vence entonces el deseo por la paz que otros al parecer poseen. Si no he de salvarme, al menos no me recondenaré solo. Al combate corred, bayameses. Aquí les improviso una hipótesis que salpique a mi tribu: si la culpa ontológica marca a Occidente, la culpa literaria marca a Cuba. A joderse todes.

El pecado original de la literatura cubana es haber nacido antes que la nación cubana. Peor: haber venido al mundo por cesárea tras inseminación artificial.

Porque la literatura cubana, esa costra nuestra, la inventaron a principios del diecinueve unos patricios muy bien organizaditos en una Sociedad Patriótica con su Comisión Permanente de Literatura y su Sección de Historia. Y no lo hicieron por amor al arte sino como parte de un proyecto político: abolicionismo de salón que llevara a la independencia o la anexión. Lo que saliera primero y más barato. Ocio en función del negocio. Mal comenzamos y aún lo pagamos.

Con dinero de por medio, aquellos comisionados literalmente comisionaron la Autobiografía de un esclavo. Repito el dictado: la primera novela cubana no fue concebida como obra literaria, sino encargada y redactada como prueba a incluir en el informe de Richard Madden ante el Tribunal de Arbitraje en asuntos de trata. Destino ejemplar. Se publicó en Inglaterra, en inglés, un siglo antes de publicarse en Cuba, en español.

Dos años después, la misma peña que había promovido la Autobiografía se las arregló para descubrir Espejo de paciencia y —oh, Fortuna— de la noche a la mañana adquirimos un poema fundacional que clamaba libertad para el esclavo en 1608… Para más inri, el manuscrito original de Historia de la isla y catedral de Cuba, donde supuestamente aparecía nuestra Ilíada, se extravió. Nadie más pudo revisarlo. Hubo que confiar en la copia que habían hecho los descubridores, uno de los cuales, Domingo Del Monte, ya había intentado pasar gato por liebre en 1829, publicando sus Romances cubanos con un prólogo que los fechaba en 1779 y los atribuía a otro autor. No hay sábado sin sol ni domingo sin falsificación.

En ese mismo círculo balseaba Cirilo Villaverde, autor de nuestra segunda primera novela. Si la Autobiografía fue un encargo para el inglés y el Espejo, un reflejo de fraude, Cecilia Valdés representa el pico del proceso. En los cuarenta años que van de la publicación del primer tomo al segundo, pasó de ser el relato corto y más o menos romántico que un joven criollo publicara en La Habana a la extensa, y obviamente política, novela que un independentista en el exilio de Nueva York prologara con estas palabras:

«Fuera de Cuba, reformé mi género de vida: troqué mis gustos literarios por más altos pensamientos; pasé del mundo de las ilusiones, al mundo de las realidades; abandoné, en fin, las frívolas ocupaciones del esclavo en tierra esclava, para tomar parte en las empresas del hombre libre en tierra libre.»

Las frivolidades de la esclavitud, o las empresas de la libertad: esa frase de C.V. nos persigue desde entonces como maldición de patriarca: o te quedas comiendo catibía en el cepo, o aterrizas en la realidad, es decir, en Nueva York (dicen que New Jersey es más barata) y escribes la novela de la patria que no tienes.

Nada costaría una lista que apuntalara la muy jodida disyuntiva: José Martí iniciando el modernismo desde diferentes exilios, Alejo Carpentier inventando lo real maravilloso en Francia, Virgilio Piñera publicando sus Cuentos Fríos en Buenos Aires, Guillermo Cabrera Infante escribiendo Tres tristes tigres en Londres, y el prescindible etcétera.

Pero adonde voy no es a la demostración de que la mejor literatura cubana se ha escrito fuera de Cuba (ya sé, Lezama no salió ni a la esquina). Lo que me interesa, si por un momento dejo de hacerme el culto para ser libre, es encontrarle causa a mi malestar, desarticular la disyuntiva y, con suerte, abolir la culpa.

¿Por qué no puedo ser libre y ser frívolo? No es una pregunta retórica. Llevo veinte años de extranjero y aquello me sigue doliendo. ¿Cómo me saco esa espina?

4

Declarado por fin mi objetivo, vuelvo a la tesis:

Si nuestra literatura no surgió orgánicamente tras la independencia, como sí le pudo haber ocurrido a nuestras primas y vecinas;

Si se diseñó como parte de un proyecto pendiente de nación y estamos marcados desde el origen por el instrumento de la política, la farsa y la circunstancia;

Si dos siglos después seguimos teniendo una literatura dependiente del sujeto político, una literatura que no puede caminar sola, que necesita siempre el bastón de la causa justa o la muleta de la nostalgia;

Si cargamos una culpa heredada; si la cosa en verdad es así, y no me la invento para mitigar mi mala conciencia, entonces, ¿qué hago yo con este ladrillo en la mano? ¿Dónde lo pongo?

5

En el suelo, y a bailar encima —ha sido la respuesta: convertir el peso de la responsabilidad en pista de baile, en superficie de juego. Después de todo, la rumba es lo más sublime para el alma consolar. No ha quedado más remedio que refugiarse en la levedad, en la burla, en el opio de nuestro pueblo, el choteo.

Aquí tocaría, inevitablemente, mentar a Jorge Mañach, pero más expresiva que su Indagación del choteo me parece su polémica de 1927 con Rubén Martínez Villena. Ahí está la escenita que se repite en nuestra literatura hasta el sol de hoy, ese sol nuestro del mundo moral, el chowcito eterno de dos escritores dándose leña por la patria.

Según la cuenta Raúl Roa, el nada leve “Canciller de la Dignidad”, la cosa se forma cuando, en el suplemento literario del Diario de la Marina, aparece la obra poética de Villena. Cunde la admiración, brota la idea de una colecta pública para publicar los versos en libro y como no puede un cubano recibir dos aplausos antes de que salte otro cubano de bando no siempre contrario a ningunearlo, Jorge Mañach saca un Elogio de nuestro Rubén que tiene tanto de choteo y tan poco de elogio que con amigos así, para qué quiere uno enemigos.

Villena responde con una Carta al Sr. Dr. Jorge Mañach (y nótense las estocadas de entrada, Mañach lo descuenta con el “nuestro Rubén” frente al de Nicaragua, Rubén Darío, Villena le acredita dos títulos que, desde su perspectiva proletaria, son insultos al señor doctor con nombre y apellido). Habría virgo que remendar tanto en el Elogio como en la Carta y en los textos cruzados que siguieron. Quiero detenerme solo en esta rabieta de Villena:

«Ya no soy poeta (aunque he escrito versos). No me tengas por tal, y por ende, no pertenezco al «gremio de marras». Yo destrozo mis versos, los desprecio, los regalo, los olvido: me interesan tanto como a la mayor parte de nuestros escritores interesa la justicia social.»

Que haya seguido escribiendo versos, poquísimos, es lo de menos. Lo triste es leer al artista avergonzarse de su obra como frivolidad burguesa, pidiéndole perdón a la revolución, a la causa, por hacer arte, por distraerse de su más elevada empresa, la salvación de la patria.

6

Ahora me pregunto si la cosa no camina por defecto congénito o si el mandato patriótico es apenas una espina clavada en la planta literaria. Y si es una espina, ¿nos la sacamos o tenemos, como Fantito, que regarla hasta que se vuelva el árbol que nos agiganta?

Pero ¿qué digo? Si eso es lo que llevamos tantísimo tiempo haciendo, regando esa espina, ay, qué rico hinca, gozando con ella.

7

Porque también se goza, vamos a dejarlo claro. Se goza tanto con los chismes de Mea Cuba como con los juegos de Tres tristes tigres. Y, sin vergüenza, sinvergüenzas, se goza más con La lengua suelta de Fermín Gabor que con El libro perdido de Antonio José Ponte.

Hasta en ese goce encuentro culpa (lo mío ya es patológico). Me desternillo con Almas llaneras y, apenas termino, me regaño si no tendría que estar releyendo El abrigo de aire, si no debería ocuparme de otras y más grandes cosas.

El arrepentimiento postmastubatorio, ¿es culpa aprendida, disonancia cognitiva o puro bajón de dopamina? Qué no hubiera hecho con esta leche derramada, —como un imbécil me lamento—cuántos pollitos, ¡hasta una vaca!, habrían de aquí salido.

8

Mea culpa, mea Cuba, mea máxima Cuba. Yo confieso ante la Virgen del Cobre que tengo sobre el librero, y ante ustedes, hermanos de armas, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión. Por mi culpa, por mi Cuba, por mi grandísima Cuba. Por eso les ruego, hermanas de letras, que dejen de mear en la piscina y que intercedan por mí ahora y en la hora de mi muerte.

La Virgen del Cobre me la regaló mi padre cuando me fui. Mi padre, un ferviente anticomunista que se cagaba diariamente en la madre de Fidel Castro, murió en Cuba el 26 de julio pasado, aniversario del Asalto al Cuartel Moncada. Ironías de vida que sopapean a la ficción. Y yo, aquí, en Canadá, no estuve a su lado. Mea culpa.

Mi padre, que escuchaba mis cantaletas de pionerito adoctrinado y sonreía sin corregirme. Ya la vida se encargaría. Mi padre, que un día me dijo que si yo no hubiera nacido a principios del 80, él se hubiera largado en el Mariel, a tener la vida que merecía. Mea culpa.

Aquí, lejos de Mariel y cerca de Montreal, el 13 de agosto pasado, aniversario noventa y nueve del hijo de madre defecada, me fui (o me fueron) de la única casa que en esta nevera había llamado mía, el último paso de una separación que no escatimó frivolidades y mezquindad de ambas partes. Ya no veré a mi hija todos los días. Mea culpa.

Y ahora vuelvo a deambular, a fugarme, lejos de casa, a buscarme fines y propósitos, a trajinar en la nieve y arremeter empresas de hombre culpable y doblemente libre.

A caer en la trampa del elegido, a inventarme otra patria y otra vida con teclado y literatura, en blanquinegro.

Salir del mundo sin culpa alguna, ¿habrá final más feliz?