Saciado el antojo, ¿qué mérito tiene el cuerpo que a tan caro precio adquiriste?
J.E. Rivera, La vorágine
Lo que más sorprende de Páradais es su tiempo fugitivo. No sólo se lee rápido sino el ritmo interno de la novela es vertiginoso. Parece que uno va corriendo –exultante, además– hacia el despeñadero. Todo en la novela, pero también fuera de ella, goza de una rapidez que no pasa desapercibida; lo que no hay de literatura en el circuito del libro, se nota más.
Decía que todo en y alrededor de la novela causa vértigo. Por un lado, los personajes que viven al borde, los acontecimientos que se desencadenan, el tropel de palabras que no evocan sino que presentan violencia, la irremediable impunidad de los muchos crímenes que tienen lugar en un presente permanente y sin fin. Por el otro, las entrevistas que la autora ofrece, el titipuchal de reseñas publicadas, los comentarios en los sitios electrónicos de novedades culturales y de ventas de libros, la prontitud del mercado para hacerle tanto ruido. ¿Es esto último literatura? No… o sí. Es inherente, pero si aguzamos la vista podemos distinguir con claridad entre una y otra cosa, quitar lo que a mis ojos es paja.
Planteo en las siguientes líneas los temas que Páradais trajo a mi memoria, las imágenes desplegadas de este texto que desmenuza la relación de dos adolescentes conveniente y temporalmente unidos por un objetivo común, embargados por la desazón de sus vidas y el ansia de darle una vuelta de tuerca. Dado el estado de cosas, el único lugar donde sus historias pueden entrelazarse es un residencial de lujo, donde uno vive y el otro trabaja. La relación, se ha de intuir, nunca es entre iguales. Desde el inicio, aunque de manera acumulativa a lo largo del texto, se descubren los móviles de cada uno, si bien en cantidad y calidad se sabrá más de Polo, el trabajador, que de Franco, el residente.
I
Comienzo por la filiación más evidente que viene de los epígrafes, uno de Las batallas en el desierto y otro del intro de Wild at Heart –película de David Lynch de 1990– llamado “Up in Flames”. Ni Pacheco ni Lynch estarán excluidos del texto en su conjunto. Serán comunes las imágenes que remitan a los artistas, tanto por el nombre de un personaje (Marián bien puede ser la Mariana de Pacheco) o por la obsesión de otro, como por la estética del cineasta, los colores de Twin Peaks o Mulholland Drive, las caras deformes, las alucinaciones provocadas por el estado interno de los personajes o por el exterior: los árboles, los insectos, los ruidos, el sopor, la humedad y los fantasmas propios del trópico. Pero con ellos llegan Doña Bárbara, Lewis Carroll, John Milton y Erzsébet Báthory, en su versión veracruzana. Existe tal despliegue de referentes que es desbordante y estrepitoso.
Si lo piensa bien, es curiosa la presencia del blues de “Up in Flames” en el trópico, pero el sonido generado por la escobilla contra el tambor cala como una premonición que cobrará vida tarde o temprano. De hecho, la lentitud de un blues como banda sonora contrasta con el acelerado ritmo del texto, recordatorio de los pasos presurosos que van directo al infierno.
Con Páradais me vuelvo a preguntar por el determinismo que da pie a los comportamientos de los habitantes de los universos en la literatura de Melchor; por la herrumbre que carcome el acero cuya pátina, aunque delgada, es visible, acumulable y dañina, de manera paulatina e irreversible; por la posibilidad de una alternativa digna para esas vidas que vaya más allá de la mera actitud y voluntad; por la poca o nula perspectiva de futuro.
Para Polo, el único remedio a sus males es juntarse con aquellos –un genérico que no sé si funcione del todo; en la literatura mexicana reciente, Yuri Herrera ha dado lecciones de cómo nombrar sin hacerlo. Descubrimos que sus males no sólo son la desigualdad y el ninguneo de los residentes del fraccionamiento, incapaces de recoger la mierda de sus mascotas o la basura, “…por qué habrían de tomarse la molestia de hacerlo si ahí mismo estaba Polo, su fiel muchacho, esperándolos en la oscuridad con una inmensa bolsa de basura en la mano”, y capaces de recalcarle su inferioridad depositando en su bolsillo un sobre con billetes. Estamos frente a un adolescente sin rumbo, cuya meta logra por fin nombrar casi al final de la novela como un tesoro escondido, algo parecido a la libertad, al escape de ahí, porque sabe que de otra forma es imposible salir de la espiral. Su problema es de larga data, de nacimiento, de la podredumbre a la que su linaje fue condenado, de su abuelo, de su padre, de su madre. “El hijo único de la chingada, la bendición de la chacha que supo escalar peldaños”, cuya figura paterna construida, tras la muerte del abuelo, es la de su primo Milton, unos años mayor que Polo.
Parece que su destino es irremediable. Se intuye que para tipos feos y prietos –aunque bien formados– como él, eso está negado. No es que Polo desee algo sin esfuerzo; está consciente de que no quiere “ser pepencha ni quería tener nada que ver con esa banda de orejas de pacotilla, parados siempre en la misma esquina de la plaza, carne de cañón barata y prescindible”, porque se sabe capaz de “cosas más cabronas, más sofisticadas”. No se trata de falta de coraje, si se detiene es más bien porque no se le ha presentado la ocasión. No es una cuestión moral, es una imposibilidad hasta para correr al mal.
Por el lado de Franco, siendo güero y con dinero, su vida tampoco está resuelta porque también es feo. Su obesidad lo hace repulsivo y ajeno al mundo del residencial. Y quizá esa fealdad sea la mera evocación de las infancias destrozadas de ambos, llenas de indiferencia y variable violencia –hasta de asaltos sexuales– que no alcanzan a justificar crímenes, pero que sirven para nutrir rencores.
Aquí me parece que los personajes están al borde de la caricatura. Lejos de sorprender por su alianza, a la que regresaré después, ésta es casi obvia porque ambos son repudiados; carecen de lo mínimo indispensable para pertenecer a un paraíso real, de ahí que este universo sea pirata y no le alcance sino para ser un páradais.
¿La fealdad de los personajes parece condición para ser, de hecho, repulsivos a ese mundo? O es acaso porque son repulsivos por dentro, que su exterior no puede ser de otra forma. ¿Puede haber semilla útil en este paradise pirata?
No hay tregua ni salvación. Si en algún momento Polo evoca el pasado feliz con su abuelo, en un par de líneas nos enteramos que esa felicidad nunca fue paraíso, más bien es el recuerdo forzado de un momento perdido ante el interminable dolor presente, como dice El paraíso perdido. Tampoco hay seres bellos en el pueblo ni en el fraccionamiento. Si pensamos en Marián, está “buena”, “aguantaba un piano entero”, pero no es bella.
Entonces, la vecindad de Polo y Franco no es inesperada. No resulta imprevisible que los rechazados establezcan una alianza, sumamente alejada de la amistad porque es una simple conveniencia que se va reduciendo hasta mutar en odio en vista de la sospecha de cobardía. Para Polo, Franco es un “hijito consentido al que no le hacía falta nada”, “chamaco caliente” obsesionado, un “cagón, pinche putillo de mierda” que no tiene idea de lo que dice: “Ahí fue cuando empezó a odiarlo. Pero a odiarlo en serio, así con ganas de partirle el hocico y sorrajarle aquel botellón cuadrado en la jeta y patearlo hasta reventarle las tripas y luego tirarlo de cabeza hasta el fondo del río […]”.
Las huellas del tiempo y del espacio de este universo están impresas en cada personaje, y en la degeneración de valores. Es claro que las configuraciones familiares han mutado y reflejan discotinuidades, amputaciones, desviaciones propiciadas por las dinámicas sociales y económicas, por la migración, por la incrustación de aquellos. No se trata únicamente de las llamadas familias disfuncionales –porque a su manera funcionan– sino cómo esa (dis)funcionalidad rearticula la institución y, de ahí, cómo rearticula el universo de la novela. No se trata solamente que sean familias formadas por madre, hijo y prima, o nieto y abuelos con un padre aparecido esporádicamente, se trata de las dinámicas bajo las que cada una funciona, reflejo de desigualdades pero también de una violencia de larga data.
II
En este paraíso no hay necesidad de Eva, la naturaleza misma es la traidora, esa naturaleza serena en la superficie y agitada por debajo, capaz de deformar las siluetas de sus ceibas, amates, aguacates silvestres y madreselvas para espantar a los hombres. Esa naturaleza que se basta a sí misma en su violencia, la misma que cobija peces bobo, robalitos, jejenes, chaquistes, cuijas, jaibas, sabandijas, lagartijas, tuzas, grillos y chicharras; la naturaleza que alimenta el río Jamapa, de caudal imparable, corriente cambiante y traicionera, “siempre desmemoriada”.
No sólo la sociedad pintada es desmemoriada, la naturaleza impone esa falta de memoria o quizá sea que ella es la única capaz de volver realidad el borrón y cuenta nueva que esa sociedad necesitaría. (Aunque ya Temporada de huracanes nos dice que poco importan los comienzos desde cero, siempre hay restos de podredumbre.)
Hay algo de fantástico en la naturaleza, su fuerza es más poderosa y es la que impone el ambiente. Carece de memoria porque no tiene necesidad de ella, ella es.
¿De dónde tanta violencia en este Páradais? La novela aventura varias pistas que pueden encontrarse, por ejemplo, en esas evocaciones a la Bathory veracruzana, a leyendas que hacen posible, pero sobre todo que intentan contar, el presente.
III
La fuerza de la literatura está en el lenguaje, y la novela nos lo recuerda. Me aventuro, sin embargo, a afirmar que la publicación fue apresurada. Es ahí donde palpo el mercado, esa presencia real que succiona todo, tanto como la naturaleza que gobierna el relato. En trabajos anteriores, Melchor crea universos posibles a partir del lenguaje –que aquí lo hay– y de tejidos finos y profundos testigos de la complejidad de las relaciones, sin presentar al narco como un mito todopoderoso, sin que la alusión a aquellos dé por entendida la violencia, sin que la presencia de aquellos parezca nueva en esos territorios. No lo es. La misma autora nos lo ha dicho desde hace mucho. Nuestra generación, su generación, creció así. Y tenemos referentes de mucho tiempo atrás. ¡Cuán poderosa es la narrativa oficial!, ésa que en otros tiempos pretendía ser combatida.
Pienso en el placer de la autora de haberse sacado esta historia de la cabeza. Y me alegro. Llena un hueco en la estantería, pero intuyo que la literatura es más que eso. Es indudable su técnica, pero no sé si esta vez sea suficiente. Temporada de huracanes está muy cerca (¿acaso Páradais sea parte de un díptico?) y es imposible no recordar sus voces ni, sobre todo, su irrupción violenta y significativa en las letras. Aquí no es Miami no está cerca, pero es memorable por el humor y la acidez de la crónica.
A pesar de sus virtudes, y de los sugerentes referentes, ¿era necesaria otra novela así? Hay repeticiones que no parecen naturales al texto y más bien descuidos, que atribuyo a la celeridad de la publicación. Mera impresión, claro, porque estoy segura que muchos ojos pasaron por ella antes. Me queda la sensación de que la propia novela augurara su destino: por aquí, la nada, porque la vida sigue su curso.
Tras la muerte de Bolaño, en una notita publicada por Adolfo García Ortega, en ese entonces director de Seix Barral, el español exalta no solo la erudición y “ternura refrescante” de las palabras del chileno, sino la acidez de quien habla con seguridad y fortaleza y de quien, sobre todo, no se deja engañar por los fastos, las falsas leyendas “ni por un mercado que sabe poco de literatura y sí se engullir libros”.
Es una desgracia que el rechazo al mercado –al comercio de cuerpos o de estupefacientes– sea algo que se pueda narrar pero que difícilmente pueda convertirse en práctica cultural, dice la crítica argentina Alejandra Laera. Parece que constatamos que la circulación literaria está íntimamente relacionada con la exhibición de los escritores. ¡Vayamos lento, por favor!
Fernanda Melchor, Páradais. Ciudad de México: Literatura Random House, 2021, 160p..