Un ensayo y una novela

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Moneda al aire, de Leonardo Valencia

De un tiempo a esta parte, en América latina el ensayo parece haber dejado lugar a la crónica. Si antes los escritores y poetas también practicaban el ensayo —pienso en nombres como los de Octavio Paz, Jorge Luis Borges o Mario Vargas Llosa, para dar ejemplos emblemáticos—, ahora prefieren decantarse por un género que tal vez enfatice más lo contemporáneo. Al margen de valoraciones genéricas relacionadas con la crónica, echamos de menos a los escritores que se sirven del ensayo, sus errancias especulativas y su mirada abarcadora que nunca agota, para plantear su perspectiva de la literatura y, en ella, lo literario: la creación y la lectura.

Desde esta perspectiva, el ecuatoriano Leonardo Valencia (1969) es un caso raro pues, a la par de proponer una ficción personalísima, también se dedica a cultivar el género del ensayo. El breve ensayo Moneda al aire es un ejemplo más que se suma a libros como el provocador Síndrome de Falcón (2008) y Soles de Mussfedt (2014). Esta vez, sin embargo, Valencia se detiene en la novela como género a partir de la imagen que le da título al libro. Si tirar una moneda al aire supone apostar por una cara, antes que por la otra, leer una novela es lo mismo para muchos, incluso para los lectores más entrenados y cultos. ¿Leemos para instruirnos o para divertirnos? ¿El aprendizaje excluye al placer? ¿Qué forma de placer resulta de la lectura de una novela? Siguiendo el tenue hilo cronológico —desde Miguel de Cervantes hasta Kazuo Ishiguro—, el ensayista busca subrayar, por un lado, la apuesta de los autores por la heterogeneidad, lo no definido, lo sugerido antes que lo establecido, mientras que, por el otro lado, señala la necesidad de los lectores por algo perentorio, tanto en la novela como en la postura del autor. Como es evidente, entre uno y otro existe una fricción que nunca se resuelve a favor de la novela. De ser un texto donde se escamotea la verdad, en beneficio de una concepción de lo real —ajeno a la doctrina y lo unívoco—, ésta termina convertida, por las malas lecturas, en documento social, si es que no en fundamento de un orden.

Al final de cuentas, se trata de la crítica literaria. Si la novela es múltiple, discontinua y se encuentra dispuesta a ser interrumpida, ella exige una crítica que no imponga un sentido, sino que plantee un diálogo fructífero y diverso; por eso mismo, otra forma de creación. Valencia levanta lanzas contra la crítica que anquilosa la experiencia literaria, atribuyendo a las novelas una vocación pedagógica, una necesidad de ser útiles, una voluntad de conocimiento. “La novela es un monstruo por sí mismo, ya que puede llegar a tener varios cuerpos, cabezas y piernas. Pero también tiene un núcleo duro que la alimenta y que no puede ser extirpado a riesgo de quitarle su pulso vital”, afirma hacia el final del ensayo. La misión del crítico es restituir mediante su lectura esa monstruosidad, pero sin disecarla, ni quitarle el pulso vital.

Es necesario subrayar el carácter rebelde de un ensayo como el de Valencia en un periodo de nuevos puritanismos, periodo en el que se le exige a la novela una militancia que, curiosamente, nadie exige al tratado, al artículo periodístico, ni siquiera a los manifiestos. Cuando lo propio de la ficción, para retomar el sugerente título de Cohn, parece contaminado de exigencias seudo morales, ensayos como el de Valencia nos recuerdan que se trata precisamente de adoptar la ética de la novela: no es cara o sello, sino una moneda que gira sin descanso en el viento de lo improbable, lo que acaso fue, lo que tal vez sea. Y eso basta.

La Madona de los coches cama, de Maurice Dekobra

La Madona de los coches cama, originalmente publicada en 1925, entre las dos grandes guerras, es una novela escrita según el modelo del folletín, en capítulos breves que se suceden, uno tras otro, siempre para añadir nuevos elementos a la historia. Quizá esa sea la mayor cualidad de la novela; es decir, la de tener una intriga en la que, sin descanso, se mezclan elementos amorosos, sociales y políticos. En ella ocupa un lugar muy especial Lady Diana Winham, una aristócrata sin reparo alguno en ser libre, dentro de una sociedad londinense hipócrita y cucufata. Es precisamente en medio de esa Londres que la denominada “Madona de los coches cama” corre el riesgo de perder su fortuna y, por lo tanto, exponerse al escarnio público. Para evitarlo, envía a Gérard Séliman, su valet y también un príncipe aventurero, a que viaje hasta Rusia. En el país eslavo, apoyaría las negociaciones orientadas a que Lady Diana reivindique la propiedad de unos pozos petroleros. No obstante, en el país comunista el príncipe se enfrentará con la temible Irina Mouravieff, amante del camarada Varichkine, con quien Lady Winham planea casarse para salvar su fortuna y, de paso, sorprender a todo Londres.

Pese a lo sucinto del resumen, el lector retendrá que se trata de una novela con todos los elementos que le permitieron ser uno de los primeros best sellers: amor, pasión y traiciones, tensiones diplomáticas entre Occidente y el gigante eslavo, una amistad a prueba de balas y un odio recalcitrante. De hecho, el cocktail se encuentra sabiamente dosificado y el resultado es bueno, pero como lector eché de menos muchas cosas más. Si en su momento, la novela de Dekobra fue un éxito, ahora uno siente que los años no han pasado en vano. Sobre todo, si recordamos a autores como Simenon o Greene. Un lector de Graham Green conoce el soberbio manejo de la intriga y la manera en que entrega a sus personajes y situaciones una verdadera dimensión moral que parece abismarlos en el infierno de las decisiones mal tomadas. En cambio, con la novela de Dekobra todo parece reducido al esquemático conflicto entre occidentales y orientales —con sus pinceladas de humor acerca de la naturaleza francesa, la inglesa, la alemana y un largo etcétera—; personajes masculinos valientes y seductores, y personajes femeninos bellos, aunque torturados, cuando no superficiales. Salvo Varichkine, a quien rodea un aura de misterio, los personajes carecen de complejidad, todos son delineados según un modelo convencional. Por otro lado, llama la atención la facilidad con la que los conflictos son resueltos por medio del dinero. La aparición providencial de la fortuna para corromper un funcionario, pagar un rescate, convencer de un matrimonio, y demás, termina siendo una agotadora estrategia narrativa. Entiendo que se trata de una lectura para un público que busca una lectura amena; está claro que nadie quedará defraudado. Ahora bien, la editorial afirma que La Madona de los coches cama es la obra de un Francis Scott Fitzgerald a la francesa. Lo cual hace un flaco favor al autor del Gran Gatsby, pero sí coloca en la pista de lectura a un clásico contemporáneo. Porque las grandes novelas del estadounidense, escritas casi en la misma época, no han envejecido siquiera un poquito. Esto se debe a que los narradores de Fitzgerald sí que supieron oscilar entre la frivolidad y lo serio, con un equilibrio tal que los grandes dramas de sus personajes llegan hasta nosotros con toda su rutilante riqueza.