Para viajar cuando es imposible: Redmond O’Hanlon

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Un escritor viajero se puede asemejar a un niño que exagera la pronunciación de un idioma extranjero que está aprendiendo. Subraya lo que un nativo nunca se detendría a señalar. En sus incursiones por América del Sur, Borneo, Congo y el Mar del Norte, Redmond O’Hanlon ha sido implacable consigo mismo en la persecución de precisión científica y exhaustividad (para describir pájaros, por ejemplo).

El vocabulario florido y arborescente de Entre el Orinoco y el Amazonas es el eco impreso de una región selvática (cada libro de O’Hanlon y cada lugar forman un ecosistema léxico), y el nivel de detalle no afecta la velocidad de la crónica. La escrupulosidad en el registro del comportamiento de aves y animales fascina y se olvida. O’Hanlon no es un pedagogo sino un pavo real que despliega el colorido abanico de su conocimiento y su exactitud. Algún lector perdido será capaz de una rara hazaña: ver monotonía en la profusión de descripciones de este naturalista puntilloso.

Las expediciones demenciales de O’Hanlon, detalladas hasta lo minúsculo, acaso responden a aquello que sostenía Winnicott: “La locura es la necesidad de ser creído”. Y O’Hanlon nunca está lejos de la locura en sus itinerarios, sea en la relación con los espíritus de los aborígenes de Borneo y el Congo, o la presión a que lo somete la supervivencia en el Amazonas o en un pesquero del Mar del Norte.

Es probable que la tolerancia del viajero para toda clase de obstáculos y tormentos lo haya premiado con un estilo distanciado y risueño. La prueba de fuego del viajero es la resistencia para con la marca de toda travesía exótica: la picadura. Hijo de un pastor, O’Hanlon confiesa: “He aquí una verdadera noción protestante: uno debe sufrir para merecer un libro”.

Sabe de memoria que las lecturas antes de emprender un viaje son esenciales para incrementar las chances de sobrevivir en esa clase de lugar. No sorprende que se haya vuelto un coleccionista de fetiches y talismanes –“para volverse invencible”– a los que les ha dedicado una habitación en su casa.

O’Hanlon es un viajero protagonista, no un viajero testigo, es decir no un paseante (la experiencia es de otros) sino un kamikaze (la experiencia es propia). La gama de grises es amplia entre una punta y la otra, pero él creó una nueva categoría: el autor como doble –tal como se lo entiende en el cine– del lector, que viaja y dormita en su cómodo sofá.

Tomando al pie de la letra que la literatura debe ir en pos de espacios vírgenes, el escritor viajero sale a la conquista de imágenes y experiencias que sólo pueden proporcionarle ciertos lugares. Así, una crónica de viaje de O’Hanlon se convierte en una novela de aventuras.

O’Hanlon retrata bien el modo en que los locales se ríen de los visitantes (como si los nativos ya estuvieran, hace años, adentro de la literatura, y se mofaran de los que tienen que hacer el esfuerzo de rastrearla y hacerla).

El encanto de los personajes –actores no profesionales, por decirlo así– se debe en parte a que están en un tipo de naturaleza que los hace hablar, no callar, como si la gente se viera impulsada a hablar más en lugares inhóspitos u hostiles, y menos en paisajes calmos y ostensiblemente bellos.

Los padres le quemaron a un joven O’Hanlon la mayoría de sus libros –de allí que un libro pasara a ser para él otro potente objeto mágico– y tuvo que leer a Darwin a escondidas, a espaldas de su padre clérigo, con linterna. O’Hanlon trabaja –lee y escribe– de nueve de la noche a tres de la mañana. Asegura que a esas horas es cuando los libros se despiertan y hablan directamente, y muestran a sus autores en su mejor forma.

De viaje y de regreso, debe fingir no saber que el lector jugará a acompañarlo. Toda mentira es un breve viaje a la infancia.

 

 Entre el Orinoco y el Amazonas, Redmond O’Hanlon. Anagrama, 316 págs.