Pasando por Madrid con el dinero justo de comer y seguir, entré a una librería por reflejo masoquista, a sufrir el espectáculo. Pilas de libros. A curiosear novedades y anotar títulos que pediría luego en préstamo de biblioteca. Así entiendo el Purgatorio, un lugar de espera por las cosas que tuvimos en la mano y no tomamos por alguna fuerza. Cuando al fin me envalentoné, a punto estuve de robar Un mundo deslumbrante, de Siri Hustvedt. Por miedo no lo hice y justifiqué la cobardía diciéndome que ya no tenía veinte años, que estaba en el extranjero y que era una traducción. Terminé ayunando medio día y comprando Yo quisiera ser Paul Auster. Ensayos selectos, de Leonardo Padura.
Por entonces había leído alguno con Mario Conde, había engullido El hombre que amaba a los perros y había devuelto La novela de mi vida. Padura novelista me parecía capaz de tantear y proyectar, de acertar y pifiar, de escribir poniendo un problema a la vista y resistiendo, a veces, la tentación de resolverlo. Sentía curiosidad de sopesar al Padura ensayista, pero no tanta como para dejar de cenar. El libro lo compré por Paul Auster.
Recién había terminado The New York Trilogy, y yo también quería ser él, es decir, a mí también me habría gustado escribir ese tríptico extraordinario. Así interpreté la declaración y pagué sin leer la contraportada, dispuesto a identificarme en la celebración del otro. Novatada, pues en veinticinco ensayos cortos Padura se ocupa de Auster apenas en uno, el último, cuyo título sirve de anzuelo. Buena suerte la mía, no obstante, porque Yo quisiera ser expone uno de mis problemas preferidos, la relación del escritor cubano con la política.
Habrá quien diga que es un falso problema, al menos en geografía, que los escritores angolanos, brasileños, coreanos, daneses y de otras letras también se preguntan si la escritura debe mediar en los avatares de su tiempo. Habrá quien diga que la circunstancia insular en nada difiere de otras. Y habrá quien diga que es un dilema del siglo pasado, una antigualla, que la literatura no puede limitarse a la actualidad o la patria, que debe trascenderlas. Yo tengo mis dudas.
Que no hace falta ser cubano para pensar en literatura y política a la vez, es asunto de dos más dos. Cualquiera puede hacerlo, venga de donde vaya. El problema del escritor cubano y la política es que no hace falta pensar, basta con ser. Sea cual sea su credo, incluso si no tiene uno, quien escribe siendo cubano es menos un escritor que un escriba de la nación. Aunque no le guste hablar de política, aunque culpe o disculpe a los Castro, aunque viva en la luna, es igual. Ser, ya se sabe, es percibir o ser percibido y el escritor cubano es un rehén que busca rescatar su percepción de la res publica. Como tal, su aprieto consiste en mostrarse individuo y no idea, en demostrar que existe bajo el sol de un mundo más estético que moral, en probar que no es mera reacción ideológica. Más que un dilema es una paradoja, porque cuando el escritor cubano lo consigue, rarísimos casos, deja de ser un escritor cubano. ¿Y en qué se convierte? En un escritor, a secas, en esa figura dizque neutral y universal que aplicada a Cuba parece neutralizada y unívoca.
¿Por qué? Porque la literatura cubana está fundada y basada en la pregunta qué es Cuba y su derivada qué es ser cubano. A partir de ahí, quien no narre la nación es un irresponsable. No lo digo yo, lo decreta Padura desde el prólogo:
“Escribir sobre Cuba, sobre lo que ha sido y es Cuba y lo que son los cubanos de ayer y de hoy, con la sinceridad y profundidad que merecen esas entidades socio-históricas y humanas, es tal vez la tarea más compleja y a la vez satisfactoria que puede enfrentar el escritor cubano que vive en esta Cuba del siglo XXI. Porque es un deber con los cubanos y con la nación, con la verdad, la historia y la memoria, porque es su destino”.
Perdonen la salvedad del vivir hoy en Cuba y consideren un momento el cilicio que asoma: vocación civil, escritura dictada por la intención y no la inspiración, literatura del deber y no del placer, destino y manifiesto. Padura no será el primero que esgrime tales argumentos, pero sí es el único, creo, que ha prescrito un logos literario nacional siendo el autor más conocido y vendido (ergo, envidiado) de su nación Si esta regla no es excepción, no sé qué pathos es.
Con la tarea declarada al principio, el resto del libro se lee como una teleología de la responsabilidad literaria. Responsables fueron Domingo del Monte y José Antonio Echeverría de falsear una épica inaugural; responsable Cirilo Villaverde de convertir a La Habana en espejo de la nación; responsable José María Heredia de inocular el “gigantismo” del exilio, y responsables han sido desde entonces todos los contribuyentes a la literatura más programática del mundo, a una narrativa que “desde su fundación […] arrastró consigo una consciencia que pudiéramos llamar contextual: contextos raciales, de iluminación, políticos y, por supuesto, arquitectónicos”. En esencia, la tesis del árbol que nace politizado. La hybris de los decimonónicos que quisieron narrar una colonia en nación sería el pecado original, la herencia que coloniza la obra de sus continuadores. ¿Quién mató al comendador? Todos y nadie en particular. La política enquistada en la literatura cubana no sería un problema post 59, no, es una característica, un carnet de identidad.
Claro, como en el agua nada el pez, en los textos de Padura hay responsabilidad suficiente para bañar a los escritores y salpicar al Estado con esa sujeción tan suya. Habla de “una política cultural férrea, ortodoxa y en buena medida represiva”; alude al notorio dentro y fuera de la Revolución (mayúscula ajena); enuncia la “espantosa marginación” de Virgilio Piñera, y etcéteras por el estilo. Algunos llaman a esto denunciar o disentir, otros hablan de jugar con la cadena y dejar tranquilo al mono. Lo de siempre, palo porque bogas y más palo si abogas. Yo, francamente, sigo con dudas. Sólo sé que no quisiera ser Leonardo Padura. Debe ser difícil soportar esa carga, andar esa cuerda floja y racionalizar sinrazones siendo un tipo listo y a su forma, quiero creer, hasta honrado.
Y él mismo tiene días en que no quisiera ser él, confiesa al final. Preferiría ser Paul Auster, no por el mayor talento, o las temporadas en París, o la brownstone en Brooklyn. El campeón del compromiso quisiera ser otro, paradoja, para que lo dejen escribir tranquilo, para que no le pregunten tanto sobre el gobierno, para librarse de la cruz que lleva, para ser un escritor no contado, pesado y dividido por la política. Qué cosa, tener que ir tan lejos para encontrar un hogar.
Leonardo Padura, Yo quisiera ser Paul Auster, ensayos selectos, Verbum, España, 2016, 292p. ISBN 10 8490741611