Betina Keizman, Promesas radicales en las literaturas del presente. Overol, Santiago de Chile, 2022, 120 p.
Lo radical suele provocar miedo, al menos si el adjetivo se toma en su acepción de tajante o intransigente. No obstante, desde el comienzo de los tiempos, las posturas extremistas recorren este mundo y se popularizan, luego mutan para dejar de ser radicales y volverse tibias.
Para hablar de la más reciente publicación de Betina Keizman (Buenos Aires, 1966), es necesario decir que se trata de un ensayo. Y nada más difícil que este tipo de texto. Difícil, no es un calificativo ligero. Pensar, hablar y escribir sobre el proceso que se ha gestado en la cabeza requiere de trabajo y osadía. El ensayo no es la expresión de ocurrencias, sino la exposición de ideas organizadas, editadas, meditadas, desechadas, reorganizadas y puestas a disposición, con no poca inversión de tiempo y paciencia, de otros yo.
Para clarificar, digamos que el ensayo no es el Instagram de la literatura –si bien goza de mucha edición–, porque en esa red son expuestos sólo los mejores lados; es más bien un Facebook, viejo, un poco desdeñado porque requiere cierto detenimiento. Porque existe desde hace mucho y, pese a que su forma cambia de vez en cuando, seguimos acudiendo a él debido a su encanto.
En su otra acepción, la de radical, resulta quizá más atractiva. Así, Promesas “fundamentales” se referiría a que sirve de fundamento y es principal, porque la humanidad requiere volver –al menos la mirada– para pensar(se). Contrario a lo más popular, no requiere de novedad sino de recurrir a la más certera de las tecnologías fundamentales, la imaginación.
El ensayo (o quizá seis) que presenta este libro ha requerido contemplación, está curtido y es recio porque él mismo es radical, sin que ello signifique cerrado. Da la pauta para pensar y hablar, con la autora y con quienes menciona, argentinos, chilenos, estadounidenses, franceses, ingleses, mexicanos, polacos… porque no decide hablar con unos pocos elegidos, habla con quienes la han acompañado en décadas de lectura leudada, que desemboca aquí. Porque si una característica existe en el texto es que se aleja de la inmediatez. Por supuesto que hay un eje de escritores nacidos en la parte latina de este continente en los últimos años (Tarazona, Cristoff, Wilson, Cohen, Bellatin, Falco, Rivera Garza, Meruane), pero la escritora es lo suficientemente astuta para saber, por experiencia, que un escritor no se nutre de nacionalidades o generaciones exclusivas. Abreva, sí, de un saber del territorio donde nació, pero es imposible que permanezca ahí. En eso Keizman se diferencia de algunos “estudiosos” –fácilmente– ofendidos con la idea de pensar en hablar de alguien allende sus fronteras o de ciertas categorías sosas, por decir lo menos.
Esa lejanía de la inmediatez, sin embargo, no la excluye de participar de las corrientes actuales, tampoco de leer las “novedades” editoriales. Pero el texto discrimina el trigo de la paja, escoge entre algo “entretenido” y algo que trascenderá, o al menos algo que pone enseguida a trabajar la imaginación.
Esta escritura trasluce la edad de su autora. No la biológica sino la intelectual, la experiencia acumulada que resulta de la práctica de leer y escribir. En general, uno siente la edad del interlocutor en la sencillez con que son expuestas las ideas, despojadas de la pretensión, que tanta energía requiere, de deslumbrar. Sin ese consumo inútil de energía, a mi juicio, es como si Keizman dijera: miren, aquí está lo que he leído, lo que he encontrado, lo expongo porque puedo y quiero, porque quisiera ver si su camino los ha llevado a lo mismo. Este es el detonante de la imaginación, la pauta para tejer respuestas, cualquiera que sea la forma elegida.
En eso, su escritura no sólo es radical sino esperanzadora, porque es una forma de creación, y “es una apuesta a la alegría porque ejecuta performativamente otra tesitura emocional, a contracorriente de la inercia del presente”.
La experiencia que refiero es vivencia y madurez, que no deberá traducirse en un alma vieja. Es necesario que tome en cuenta la memoria, pero lejos de esa sobada idea de que todo tiempo pasado fue mejor. La escritora sabe que conservar la esperanza “de los jóvenes” es esencial. Ella misma lo dice hacia el final del libro –aunque no de su propia escritura–: hay que ser jóvenes, “experimentarse cultural y políticamente jóvenes” para apostar a ciertas fichas, a la del “equilibrio entre memoria e invención”, porque sabe que “sin memoria no hay justicia ni aprendizaje, tampoco invención” ni creación. “Todo descubrimiento es, antes que una operación prospectiva, una disposición en relación con el recuerdo y el misterio”.
Keizman no está descubriendo con nosotros las literaturas de las que habla. Me explico, no es que acabe de leerlas; lleva tiempo de conocerlas, ha recorrido cierto trayecto con ellas. Por eso las conoce y puede hablar de ellas con soltura, que no soberbia. No pretende dar cátedra; se nos presenta como una interlocutora para conversar de este mundo y lo que la literatura dice de él. Hoy, eso ya es mucho.
Advertencia: tampoco se trata de una lectura desmenuzada, de retrete, autobús o avión, porque hay que empeñarse en ella, hay que imaginar. La autora misma habla de la imaginación de algunos escritores con los que se ha topado y que, en su criterio, constituyen esas promesas radicales literarias que invitan a tejer mundos alternos para explicar o exponernos este presente. A lo largo del texto son mencionados más o menos cincuenta escritores, y podría parecer una cantidad ingente pero, bien pensado, con cuánta gente se tropieza uno en su vida para intentar poseer un pensamiento más o menos propio o sólido. Cantidad no es calidad, no obstante, en el camino uno va encontrando las fuentes de las que quiere apropiarse. Son tan importantes, por tanto, los escritores que menciona como aquellos sólo sugeridos que constituyen piedras de toque en la literatura de esta región transparente.
La escritora no reduce su análisis a un periodo o territorio, con probabilidad porque ella misma no ha estado sujeta a un solo territorio de residencia. No que su desplazamiento entre países (Argentina, México, Chile, Francia) le otorgue alguna cualidad así nomás, sino que eso le ha permitido contemplar formas de ver, leer y hacer literatura. La invención, dice, es una fuerza reacia al reposo. Sabemos además que el arte siempre juega con los puntos de referencia.
El texto es una hipótesis sobre la literatura que de ciertos años a la fecha se ha escabullido en el mundo. Una que todos hemos advertido, pero a la que quizá no le atribuimos la debida atención, porque no supimos leer o quisimos leer de otras formas. Dicho de otra manera, sumidos en nuestro tiempo, no reconocimos la transgresión de escrituras ni de escritores; incluso habiendo conocido los textos por los largos tentáculos del mercado, no leímos con cuidado ni advertimos su trascendental promesa.
Quien la conoce, sabe que en la plática de Keizman reinan los desvíos, no aquellos productos de la distracción, sino de la escucha atenta al interlocutor que deriva en multiplicidad de temas. En los tiempos que corren, eso es lo que más aprecio de una escritura. Lo otro me parece signo de inmadurez, tan común en todas las épocas.