La poesía tiene su honradez

1770

Cuerpo como símbolo unitivo; poesía como cuerpo de transmutaciones de las secuencias al temblor, pues     la voz al injertarse en el cuerpo otro, tiembla.

José Lezama Lima, Reseña a “Cantos de Cintio Vitier”

 

 

En el aniversario 100 de Cintio Vitier

Para mí resulta imprescindible conmemorar críticamente el centenario de quien es uno de los intelectuales cubanos más relevantes del pasado siglo XX, cuyas polémicas ideas políticas aún suscitan enconadas discusiones, calificaciones y descalificaciones, asombros ante ciertos delirios inconcebibles en un hombre talentoso, de rigurosa formación… Dialogar con él en su casa de La Víbora o en el pequeño apartamento de los altos del restaurante Potín, en El Vedado; en la Biblioteca Nacional o en el Centro de Estudios Martianos, en nuestro viaje conjunto a Villahermosa, Tabasco, a participar en las Jornadas Internacionales Carlos Pellicer…;  ha sido uno de los regalos más preciados que he tenido el gusto de recibir en mi vida, sobre la elemental premisa de que no se dialoga –como no se lee– para estar de acuerdo, para formular hagiografías o lanzar burdas descalificaciones, como suele cometerse cuando se adoptan credos sin matices, cuando se carece de porosidad mental o la corteza frontal ha sufrido golpes irreparables desde el cielo ideológico y la nube política.

Ganador del Premio Juan Rulfo (Hoy FIL) en 2002, hay consenso en que su obra ensayística, sobre todo sus textos e investigaciones sobre José Martí, realizadas junto a su esposa, la relevante poeta Fina García Marruz, lo sitúan como una fuerte referencia  en el ámbito de las discusiones sobre nuestros idearios latinoamericanos, en particular, quizás, los que aún sobreviven en este siglo XXI. Sus estudios sobre poesía cubana, en particular aquellas lecciones de Lo cubano en la poesía, impartidas en 1957, continúan siendo las más extensas y ambiciosas valoraciones jamás realizadas por un crítico literario cubano, lo que por supuesto no significa que estemos de acuerdo con cada uno de los rasgos de la “cubanidad” que allí expone; o con las especulaciones contenidas en la Lección final, cuyos apuntes bordean la precariedad cuando opinan sobre poetas mediocres.

Tal vez la zona menos valorada de la obra de Cintio Vitier, junto a la de sus traducciones de poetas franceses como Rimbaud, sea su poesía. Cuando el Fondo de Cultura Económica publicó en 2002, en su prestigiosa Colección Tierra Firme, una antología de sus versos, publiqué la siguiente recensión. Con ella deseo terminar mi reconocimiento a Cintio en su centenario, a pesar o por encima –sin maniqueísmos propios de la izquierda recalcitrante y sectaria— de su declarada filiación con el opresivo régimen que lidereara Fidel Castro, de su teleología desfasada e ilusa, indigna de José Martí. La reseña decía:

 

“La aparición de Antología poética de Cintio Vitier (FCE, Col. Tierra  Firme, México, 2002) suscita múltiples recepciones. Añado la mía bajo la certeza de que comento una de las obras cuya visión hoy puede resultar muy extemporánea precisamente por lo que tiene de estrictamente imprescindible. Aunque la aparente paradoja se deshace al leer los poemas, intento fundamentar tal afirmación desde el título: Si un autor contemporáneo hace pertinente una cita de José Martí es Cintio Vitier. Rompo la promesa de evitar mención, referencia o alusión —aprensiones contra las descontextualizaciones manipuladoras— porque nadie mejor para interiorizar una de las frases esenciales que el único cubano imprescindible colocó a la entrada de Versos libres: “Pero la poesía tiene su honradez y yo he querido siempre ser honrado”. La coherencia entre acto creador y palabras que lo hacen tangible es el mejor signo para sugerir el ánima de sus poemas, a partir aquí del polémico —por suscitante— prólogo y de la magnífica    —por abarcadora— selección realizados por uno de nuestros críticos de más honduras y sapiencias: Enrique Saínz.

La honradez como búsqueda ontológica deja un silencio tras las tentaciones de la palabra. La tensa armonía entre pensamiento y lenguaje a la vez abarca la existente entre lo que se dice y lo que se cree. Los tópicos de para qué se escribe —hoy más depredados que nunca antes, gracias a la globalización desidentificadora y trivializante — alcanzan asideros a través de lo que Guiuseppe Ungaretti consideró como finalidad, cuando tal vez a sí mismo se dijo que “ha poblado de nombres el silencio”. Un silencio abismo y desgarradura ante las contingencias huracanadas de la vida y ante los absurdos afectivos y racionales del cotidiano avance hacia la muerte, pero como meditación que rehúye el vacío existencial y las falsas poéticas de la desesperanza, la moda posmoderna que confunde el fin de Hegel —y de las construcciones de sus discípulos— con el de la historia ; que además suele regalar o vender la oportunista genuflexión ante la rapidez internáutica, ante la dispersión y vacuidad que Rilke presagiara.

Un silencio que Cintio Vitier puebla de nombres: “ese gran trabajador que es el silencio” —como dice en “Prosa para mi nacimiento”—, con un sentido que no es necesario compartir para admirar sus texturas versales, sus marcas al granito de la siempre tensa comunicación. Un silencio que Octavio Paz intentó sugerir, no encarcelar, cuando aseveró: “…lo más digno es el silencio. Pero hay que merecerlo. Para callar es necesario haberse arriesgado a decir. El silencio se apoya en la palabra y por ella se vuelve significación —una significación que las palabras no pueden ya decir. El poeta no tiene más remedio que escribir con los ojos fijos en el silencio”.

En “El rostro de Vallejo” —poema en prosa a Raúl Hernández Novás, tras su trágico suicidio— le dice al poeta tan vallejiano como él: “Cuando íbamos a decir, cuando decíamos, su silencio no estaba a nuestro alcance, ni siquiera al suyo. Nos quedábamos buscando su silencio por una playa desierta, como ahora encontramos la sonrisa y la risa y el sabor del vino compartido y la centella del flamenco hablado en el persistente coro de Julio Vélez”. Merecedor de las reflexiones —éticas y estéticas— consustanciales al silencio, sobre todo las que en su ontología conducen a la muerte y a la resurrección, al Espíritu Santo, Cintio Vitier es el poeta de la Galaxia Orígenes que junto a Lezama más silencios —enigmas a la intemperie— ha dedicado a la poesía, para compartir con las otras voces vigorosas del grupo —Fina García Marruz, Eliseo Diego, Gastón Baquero y Virgilio Piñera— los asedios al poema.

Al leer la antología —convertida casi hasta el final en relectura crítica— disfruté desde luego la certeza intertextual de que también me hallo ante el Cintio ensayista, cuya generosidad no ha excluido nunca la sana, higiénica distancia —silencio martiano— ante los hormigueros que anteponen razones exógenas al disfrute artístico. Libre de los prejuicios que algunos prejuiciados le han querido endilgar  —ahí está, para citar uno entre muchos ejemplos de su pluralismo, la traducción de Illuminations y el ensayo sobre Rimbaud realizados hace más de medio siglo—, Cintio Vitier muestra una rara coherencia filosófica cuya urdimbre —estudio riguroso, complejidad crítica, reflexiones estratégicas— le hace defender con incorruptible limpieza su modo de pensar, pero que nunca ha sido débil, nunca ha excluido la visión ecuménica basada en el , el diálogo socrático que sabe de la existencia del No, aunque haya preguntas cuya respuestas rebasan el binarismo, se abran hacia La conversación infinita que el recién fallecido Maurice Blanchot quería. Y ello está en sus mejores versos, los enriquece porque los aventura, como sucede en “Plegaria”, en “La tregua” o en “Casa de Lezama”.

Confieso ahora que realicé una lectura a la inversa, de los poemas más recientes a los primeros que escribiera. Suscribí la intención —como hizo Gastón Baquero en Magias e invenciones— de minimizar en lo posible cualquier línea férrea. El resultado ha sido una feraz espiral perceptiva que rebasa con creces cualquier extrañamiento ante algún leivmotiv. Y como “Etcétera es la única palabra que la hoja abomina” —como nos recuerda en “La hoja”— no quiero detenerme en almacenar detalles, aunque el ejemplo sirva para enunciar una zona poco observada en su poesía: la del humor y la sátira, la que es capaz de “Adivinanzas” tan jugosas como esta que siento tan cerca de María Zambrano —la discípula rebelde— respecto de José Ortega y Gasset: “Lo que le dijo el maestro al alumno: / No me mires de ese modo.”

Sus timbres más peculiares pudieran tener una ilustración nítida y apasionante en “Ultima sábana”, poema esencial —por poco entro en la moda-Bloom de decir “canónico”. Las “Tantas sábanas en su vida” también son las del poeta. Ternura frágil y frágil añoranza. Cariño con que la memoria halla las palabras para que no se le olvide no sólo su infancia sino su actitud infantil, no sólo el Colegio Irene Tolland donde estudiara su madre, sino las disciplinas amorosas que de ella recibiera. Recuerdo que a través de un símbolo se convierte en superposición a nivel de todo el texto, en yuxtaposición temporal y espacial cuyo dinamismo ascendente encabalga —como Fray Luis de León— y mitifica a la vez las imágenes familiares.

“Ultima sábana” muestra muy bien cómo la poesía de Cintio tiene un procedimiento ucrónico, una distancia siempre necesaria, donde los motivos o detalles elegidos son de inmediato volatilizados, llevados por sugerencia a planos afectivos y al mismo tiempo racionales. Siempre rehuyendo castillos tropológicos y grandilocuencias, y no para distanciarse de ningún otro poeta coetáneo sino porque allí es donde actúa mejor, donde sus estímulos de estirpe romántica, pero sin afán de grandeza, tienen sus asideros más sugestivos. No sustituye como los vanguardistas sino instituye como los ajenos a ismos creacionistas. El procedimiento en “Ultima sábana” va como un cuento que se medita a sí mismo, como una confesión que necesita intercalar escenas más verídicas —artificio bien difícil— a través de elementos mínimos, porque constantemente asciende al embeleso, se recoge dentro del alma: “Canasta del alma, que no sabe cómo / iba y venía con el alma”.

Recomiendo en consecuencia una lectura sin etapas, es decir, sin señalar divisiones basadas en circunstancias de las que se infieren con notorio facilismo determinista consecuencias expresivas. Reto, por ejemplo, a ponerle data a “Dama pobreza”, a que alguien sea capaz de argumentar si pudo ser de los primeros o de los últimos poemas que ha escrito. Y sin membretes, es decir, sin que términos muy equívocos por ideologizados —trascendentalismo, realismo…— puedan entorpecer la recepción. ¿Es realista “Modesta solución” o trascendentalista “La Mancha”? Por favor… ¿No es mejor extirpar las etapas y etiquetas que empobrecen el azar de la lectura, seguir la misma fórmula que Cintio reserva para la bondad en “Enero 1995”: “Hablo de la bondad: sus formas / pertenecen a lo desconocido”?

También difiero de quienes se han dejado apresar mecánicamente por el acontecer político inmediato o por el rechazo en bloque a su cosmovisión teleológica. El error —curiosa paradoja en autores aún jóvenes que presumen de “estar al día”— consiste en acercarse a su obra con un instrumental de análisis viejo, neopositivista, bajo confrontaciones —contradicción gnoseológica— del pasado siglo XX. Al re-sentir se convierten en estatuas de sal, y así la apreciación termina por creer que en arte se progresa, que una metáfora se supera. Tal yerro se empantana mucho más respecto de su obra poética, como si el estudio de Lo cubano en la poesía —una cumbre de nuestra crítica literaria y en su última conferencia la más vigorosa especulación sobre los sesgos que nos identifican— dejara fuera al poeta Cintio Vitier de la visión que allí compendia, deslinda, enuncia y sugiere. Observar con escepticismo la idea de que “la poesía nos cura de la historia y nos permite acercarnos a la sombra del umbral”, no debe conducir a sectarismos empobrecedores.

Leer “Examen del maniqueo” puede ser un buen antídoto, sobre todo cuando detrás puede leerse la “Respuesta al examen del maniqueo”. Haz y envés de la misma hoja, el poeta sabe observar desde varios ángulos. En la crítica, en efecto, humilla su soberbia. En la resaca pasa a ser víctima y no penitente. En uno es impotente, miserable, “un oscuro obrero de la monstruosa construcción”. En la réplica la reflexión rebasa cualquier forma  inquisidora o totalitaria mediante el amor —y aquí se argumenta también mi referencia a José Martí. Allí, en la otra cara del examen, cuando la respuesta extiende su ignorancia para saber mejor, objeta cualquier mirada discriminante, afirma: “Pero el asunto es el amor, / sobre el que no hay definiciones ni escrutinios, / el amor que está viviendo en ti / (como en toda criatura) / una vida suficiente y misteriosa”.

Quizás una similar reflexión moduló Enrique Saínz al concluir —mejorándolo— su prólogo: “El poeta seguirá dándonos, en sucesivas entregas, su sabiduría y el extraordinario placer de dialogar con los otros, con nosotros mismos y con las innumerables entidades que conforman la existencia”. Obsérvese que el crítico usa el plural, que huye de la entidad y de esa forma abre el espectro. Similar diálogo —Rimbaud y la otredad— es signo en sus poemas de que le va la vida en ellos, de que ellos viven precisamente porque no cierran el juego de instantes, de percepciones disímiles. Desde sus innumerables entidades disfrutamos mejor del memorioso cariño, ingrávido y grávido —como él mismo indagara al construir nuestras tradiciones poéticas— que dejan no fuera sino en la singularidad de su tiempo la Luz ya sueño o La hoja y la palabra, la Sedienta cita o el Cuaderno así

Las décimas de “Sorpresas del resurrecto” creo que desde el epígrafe de Paul Claudel sugieren las inumerables entidades, los muchos Cintio Vitier que se debaten porque son auténticos testimonios, rasgaduras y desasosiegos que no pierden el afán de imposible. Una de las décimas es bien significativa:  “…la estrellita/ que pálidamente grita / contra el ventanón oscuro / donde mis dogmas abjuro / a favor de la mañana, / jícara, leche y jarana”. Poema incluido en Versos de la nueva casa (1991-2), es vecino de “Todo el fragmento”, donde: “Esperar es todo / —no se sabe qué— / infinito nuestro / patria de existir”. Un poco antes, en Poemas de mayo y junio, en el autobiográfico soneto “Doble herida”, afirma: “Este ir de la vida a la escritura / y volver de la letra a tanta vida, / ha sido larga, redoblada herida / que se ha tragado el tiempo en su abertura”. Al participar de estas existencias —escritas con una engañosa sencillez— no sólo entiendo mejor que se le haya otorgado un premio como el Juan Rulfo, sino —en la intimidad del diálogo con los poemas— su comunión con Thomas Merton, con el cristianismo.

Lezama lo dijo —claro que mejor— en “Cantos de Cintio Vitier”. Después de afirmar que “malicia y rencor no pueden ser buenos lectores de poesía”, avizora: “Cuando exista entre nosotros (…) el paisaje lejano, que reconstruye por evocación, las misteriosas tejedoras repasarán sus sílabas para penetrar por transparencia o salvarse por conjuro”. En esa lejanía mi lectura enfatiza la honradez como coherencia, como testimonio de sus entidades. Porque transparencia y conjuro —cópula y disyunción—  son el reto que Cintio escribe, el temblor que nos deja.