La poesía de Eduardo Milán

1849

Durante muchos años leí la poesía que escribía Milán como la obra paralela de un ensayista y, hay que decirlo, eso me distrajo. Su brillante crítica literaria hacia pensar que en sus textos en verso había sólo una especie de puesta en práctica de lo dicho, una especie de calistenia y puesta a prueba de algunas ideas e intuiciones, justamente para ponerlas a prueba y no tanto para probarlas (en sentido gustativo). Ahora pienso que hay que invertir el proceso y, lo que ya era evidente desde entonces, hace cuarenta años, Milán es un poeta que escribe crítica. Y un gran poeta, además. En días recientes me sumergí en la lectura de La leyenda del poema, su más reciente libro, publicado en el Uruguay (Estuario, 2023) y confirmé mi asombro ante su poesía como entidad en marcha, en obra. Uno siente la tentación, como se hacía hace un cuarto de siglo, con voluntad publicitaria que se trata del mejor libro de poesía en castellano publicado en ese lapso, pero la idea de año no coindice necesariamente con la de lapso, ni la de mejor con un juicio comprobable en medio de una absoluta deriva diseminativa. Y creo que, además, en el caso de Milán esa diseminación obedece a una estrategia: publica mucho, diferentes libros y en distintos lugares de la geografía. Quien quiera ordenarlos en una obra tradicional se verá en serios problemas. En todo caso Leyenda del poema es, desde el mismo título, sintomático de lo que su lírica es y, también, de lo que no es (hace de la dialéctica un motor del poetizar). ¿Cómo leer el título? Como una afirmación gozosa, como un reclamo de irrealidad, como una manera de leer (como se dice “ya leíste la leyenda que trae en el pecho”) y afirmar: lee –escucha– lo que el poema dice. La distancia entre leer y oír en esta poesía es mínima, su recurso técnico más evidente es la aliteración. Él decía, con humor, que eso le venía de su nombre en el acta de nacimiento: Eduardo Milán Damilano. Por eso, una poesía tan “escrita” es bueno leerla en voz alta. A lo largo de cinco décadas de escribir poesía Milán pasó de la necesidad de síntesis primera a una libertad que le permite, incluso, ser narrativo. Ser incluso circunstancial, no sólo en el plano personal –lo vivido, los amigos– sino referencial –las muertas de Juárez, por ejemplo– y las lecturas y admiraciones. Una poesía que se escribe se está escribiendo a cada momento y recela de lo escrito si por esto se entiende algo ya dicho e inmovilizado en ese dicho. Convirtió lo que en los años setenta parecía un callejón sin salida en una ancha avenida para transitar, sin por ello sacrificar la angustia de esa legendaria imposibilidad del poema del día después. Y en ese sentido dialéctico señalado líneas arriba: no hay poesía más desesperanzada más henchida de esperanza: El uso del más es consecuencia de ese proceso acumulativo.

              Así La leyenda del poema tiene algo de autobiografía en verso. Al mirar atrás la mirada no se vuelve de sal sino de verso, de versos. Es un ajuste de cuentas con la esperanza desencantada, con el encanto de lo vivido sin tregua y sin concesiones. David Huerta publicó en medio del camino de su vida Incurable, un libro-poema que vino a sacudir la bien portada lírica mexicana, ese país al que Milán estaba por llegar en ese exilio/orfandad en el que viviría los siguientes cuarenta años. Y creo que para Milán este es su incurable: no hay manera de curarse de la poesía, la derrota le hace lo que el viento a Juárez, que ni siquiera lo despeinaba. Y al pronunciarnos enfermos incurables, el poeta y sus lectores asumen su destino. El género incurable es el poema autobiográfico. No es un diagnóstico sino una afirmación. Por ejemplo, si bien Eduardo ha vivido mas de cuarenta años en México lleva al Uruguay consigo, diría como León Felipe, que se llevó con él la canción, al menos su canción.

              De allí la importancia del recurso aliterativo y de la búsqueda metonímica: se quiere oír al lenguaje crujir, como a veces se hacen movimientos para oír cómo los huesos truenan. Y en ese tronar nos hablan, nos dicen lo que el cuerpo no puede decir a través de la voz, ni siquiera a través de la garganta. Ese sentido aliterativo no es, como ocurre en otros autores, un recurso musical: quiere que el poema diga, no que suene. De allí que las rimas internas lo lleven de la mano a momentos narrativos muy logrados, abandonado a ese flujo de la conciencia joyceano pero naturalizado en el verso. Nos mete en un ritmo enunciativo, crea un mecanismo relator de los sentimientos, de lo vivido, de las ideas. Universo personal que al ser relatado no se vuelve impersonal sino al contrario, afirma su condición de persona, no de máscara, en la intuición de que sólo aquel que consigue ser nadie –Ulises– puede ser alguien, el que regresa.

              Y ya que mencionamos el carácter autobiográfico del poema, Milán se fue del Uruguay y vino a México, no escogió como lugar de exilio Brasil, que le quedaba ahí al lado y que anímicamente le era cercano, había nacido en la frontera entre Uruguay y ese país. Pudo, supongo, haber ido con el tiempo a Estados Unidos como profesor de alguna universidad y no quiso, permaneció en México en la frontera con los gringos, en la frontera con una idea de la civilización que no lee complacía del todo, aunque admirara algunas cosas –su música, su poesía, Thoreau, Melville–, quería permanecer en su lengua, esa lengua, el español, no por ningún nacionalismo sino por un sentido de la escucha. Para muchos escritores –de Uruguay, de Argentina, de Perú, de Chile– el exilio fue parte de su condición nacional. A la vez vio lo mexicano con intensidad y distancia. Su crítica lo muestra, escribe mucho más para nosotros que de nosotros.

              La leyenda del poema es, sí, un mirar atrás, pero se mira ese atrás como se mira el futuro: como algo aún posible o aún por suceder, y que sólo se cumple –sucede– si ocurre en el poema. Curioso que la palabra sucede presuponga una continuidad cuando en realidad la pronunciamos como un hoy sin duración. Esta primera aproximación al libro, presupone también una lectura de su poesía en conjunto de adelante para atrás, en busca de su razón de ser. En busca también de su voluntaria fragmentación, no en busca de una obra sino en busca de una red. El mapa de la generación a la que pertenece Milán está aún por trazar –el mismo ha intentado algunos esbozos– porque las cartografías siempre se hacen para el que siga los pasos del expedicionario: son migas de pan o hilo de Ariadna de quien se pierde en el viaje para que el que viaje por la misma senda escoja su manera de perderse.

              No depende su lectura de esa cartografía porque para fortuna de los lectores la poesía, incluso cuando es una aventura grupal, no se sostiene en el entramado colectivo sino en las obras individuales. Es por eso y no tanto contra eso que poetas tan individuales en su dicción como Milán, y para el caso David Huerta, culminaron, después de largos periplos, volviendo a una idea política de la poesía, que va mas allá del texto panfletario pero que no lo abandona del todo, en aras de esa realidad que, por horrible que sea –la de Trump y Milei, la de la matanza en Gaza, la de Putin y Zelenski–, no puede la poesía abandonar en brazos de la trivialidad del mal (para usar la expresión Hanna Arendt). Esa condición de escritura, de máquina escrituraria, que puede proyectar su sombra sobre la obra no depende tampoco de su carácter paradójico y fragmentario sino de la manera en que responde y usa la libertad conquistada en el texto.

              La leyenda del poema es por lo tanto un libro que en medio del páramo sin sentido de la modernidad devuelve a esa modernidad la necesidad de recuperar el sentido que perdió. La leyenda a la que se refiere es la condición de la poesía de adelantada al sentido mismo, a la modernidad misma, y de como esta se sitúa siempre más delante de lo moderno, aunque no necesariamente después. La poesía no depende, al menos no ésta, de la sucesión simple, y simplificada por los historiadores como ideólogos, no es sucesiva sino polimorfa, multitemporal, proyectividad en irradiación. El poeta que piensa la poesía es un ser fechado, y en ese plano, histórico, pero a la vez es un hombre que no mide el tiempo, lo deja ser y ocurrir. Eduardo Milán es por ello un poeta necesario para nuestro tiempo.