Julián Herbert, La parte quemada, Universidad Autónoma de Zacatecas, Zacatecas, 2023, 72 pp.
Es una lástima que existan editoriales universitarias con tan deficiente comercialización y al mismo tiempo, o por eso mismo, alberguen un catálogo de escaso o mediano interés para los lectores. ¿Las causas? Unas más complejas que otras, arrojan luz sobre un proceso en el que no siempre las universidades se han empantanado: sabemos que, en épocas diversas, éstas han asumido un papel protágonico alrededor del libro. De la Universidad Nacional Autónoma de México, la Universidad Veracruzana y la Universidad Autónoma de Puebla hay constancia de mejores momentos.
A Julián Herbert, un todoterreno de la literatura mexicana, tal falencia comercial le ha propinado un descalabro. Más allá de su evidente calidad, La parte quemada, contra todo lo que representa por haber obtenido el premio Ramón López Velarde, ha sido orillado a mantener un desplazamiento clandestino. Pese a ser publicado en diciembre de 2023 bajo el sello de la Universidad Autónoma de Zacatecas, con apenas 500 ejemplares en un país que se vanagloria de poseer el más alto número de hispanoparlantes, no parece que haya recibido mayor atención que la brindada por los asistentes al festival de poesía que año tras año, desde hace aproximadamente medio siglo, se realiza en el asentamiento de la universidad de marras.
Hasta antes de La parte quemada, cuyo germen parece encontrarse ya en Álbum Iscariote (2013), entre los suyos se contaban al menos otros cinco volúmenes. El nombre de la casa (1999) es el libro de un veinteañero empeñado, antes que en la búsqueda de una lengua propia, en el registro de su autobiografía. La resistencia, publicado en 2003, prefigura lo que serán sus libros venideros: Kubla Khan (2005), Pastilla camaleón (2009) y el ya mencionado Álbum Iscariote, el más inestable de todos ellos. Sus páginas suponen junglas, páramos y medanos por los que atravesó para llegar a La parte quemada.
En ciertas declaraciones recogidas por la prensa, Herbert reveló que había requerido de diez años para concluir La parte quemada. Una aseveración de este calibre, por tajante que parezca, no debería de tomarse al pie de la letra. Está el autor en todo su derecho de ofrecer datos así, que en ocasiones sirven para despistar o para llamar la atención sobre una zona de interés, sin embargo una pincelada para matizar el asunto no vendría mal a la hora de escudriñar el lapso que hay entre una obra y otra. La cifra, infiero, alude al periodo en el cual simultáneamente incursionó en otras formas de escritura. Su bibliografía, si no profusa, es elocuente: corrobora que en ese intervalo también publicó, impulsado tal vez por el zarandeo de Canción de tumba (2011), La casa del dolor ajeno (2015) y Tráiganme la cabeza de Quintin Tarantino (2017).
La parte quemada pudo haber ostentado otro título. Llamar por cobrar, el leitmotiv en esas páginas, alude a un momento de la tecnología que ha sido desterrado por las plataformas de Mark Zuckerbert. Desde el tercer verso del primer poema (“Manuel Bandeira me llama por cobrar”), Herbert indica que permanece atento a lo que sucede en la poesía latinoamericana. En el neobarroco, por ejemplo, que a estas alturas habrá envejecido no poco. Quienes llaman por cobrar, ya sea Oscar Wilde, Wallace Stevens, Elizabeth Bishop, Blancanieves o Buda, integran una cuadrilla de fantasmas que esperan a su Hamlet. No lo hacen por venganza ni aguardan un pago en su condición de acreedores. Reclaman, cuando menos, su presencia en el poema. A diferencia de José Emilio Pacheco, a quien no parecía agradarle la visión de Harold Bloom (“Al doctor Harold Bloom lamento decirle/ que repudio lo que él llamó la ansiedad de las influencias”), Herbert no tiene empacho en servirse de lo que el azar le ponga a la mano. Construye libros que tan pronto avanzan por el sendero de lo experimental (esa manera de decir que no sabemos aún nombrar la cosa a la que nos referimos) como, a continuación, le rinden tributo a formas sancionadas. Herbert, debe anotarse, es un poeta de callejones y explanadas, e innecesariamente hermético de vez en cuando.
Contrario a los hábitos de composición que priman en nuestros días, no hay en él las secciones que suelen ocultar el agotamiento temático o el cambio de ritmo para ofrecerle dizque variedad al lector. La parte quemada es una sucesión de poemas (27), ritmo incesante e imágenes en cascada, algunas de ellas sorprendentes por la realidad que instauran y por la engañosa facilidad con la que fueron concebidas. Un pasaje extraído de El pabellón dorado, la novela de Yukio Mishima, figura como epígrafe y señala la senda que podría seguirse en caso de indagar por la “parte quemada”. Algo habría para abonarse en favor de esta ruta, pero resulta poco rentable porque el autor mismo pronto la abandona. “La parte quemada me llama por cobrar” y “Hayashi Yoken me llama por cobrar”, poemas de asimétrica extensión, están en esa ruta. Por el primero de ellos sabemos que “Hayashi Yoken prendió fuego a Rokuon- ji,/ el templo del Jardín de los Cuervos.//Había que construir un incendio en la nieve/ para opacar el oro de la envidia”. Más allá de que el libro haya requerido de diez años para convertirse en lo que conocemos, La parte quemada representa, para mí, un gesto de renuncia a la prisa. La asunción de la lentitud, que no siempre garantiza acabados intachables, asegura, eso sí, con menos desaciertos.
Yves Bonnefoy recomendaba al traductor que se preocupara, al emprender la traducción del poema, sobre todo por el ritmo. La misma petición tendría que formulársele al lector cuando se acerque a La parte quemada. El trabajo de Herbert, y aquí viene a colación un término altamente apreciado por Gonzalo Rojas, estriba en el arte de “orejear”. Su variedad rítmica y su variedad compositiva, difícil de convencer tal vez con un ejemplo, están de principio a fin en este libro:
La poesía distrae de la fruta podrida y las ballenas calcinadas.
La poseía distrae de respirar.
[¿Por qué es tan rígida?
la infancia de una esponja?
¿En qué se parecen
lo que vas a matar
y lo que vas a comprar?
¿Por qué mejor
no lo intentas en tu casa?
Te haces el chistoso, pero
no estás en condiciones
de rechazar el misterio.]
El penúltimo poema, extenso y de excelente factura, “Pop & apophrades”, se vale de la biografía y, esencialmente de El puente, de Hart Crane, para cobrar cuerpo. Crane, de cuya poesía Harold Bloom se enamoró ––dice–– “a punto de cumplir diez años”, encontró la muerte a los 33, legó no más de 200 páginas y conjuga algunos atractivos incuestionables para el siglo: la irregularidad de su existencia, el suicidio y una obra hermética. La tríada, más habitual de lo que parece, constituye una poción mágica que ha modificado otras vidas y otras obras.
Sospecho que “No entendí tu poema”, el último texto, se cura en salud o, de plano, se burla del lector:
Pensé que iba a ser unitario.
Pensé que tendría un enfoque social.
No venía con un dragón de juguete sorpresa
(…)
Algo en su interior me dice que estamos solos.
Hay demasiado hermetismo y vanidad en su tejido de referencias.
No ayuda a que los jóvenes lean más.
En última instancia, lúdica e irónicamente comenta el texto anterior, “Pop & apophrades”, el artefacto de cierta extensión y al que los partidarios de la unidad (y la pureza, esa ficción que anhela mantener fijas las cosas) le negarían su inclusión en el conjunto. No es ajeno a la prosa ni a la tachaduras y borraduras de Álbum Iscariote. Todo parece indicar, por lo demás, que los términos del título representan muy bien los extremos del universo en el que se mueve Herbert:
América, ésta es tu canción, I bring you back Cathay,
te lo he dado todo:
el poema concreto de la interrogación en un cuello de cisne,
la insurrección solitaria,
el establo y los veneros de petróleo
(…),
la mejilla en el cielo estrellado, la maestra rural
(…),
la cademita que quitaste de mi cuello,
el gato volador.
Joven abuela América
(…),
te traigo el aullido en clave Morse de la decolonización
en escuelas de paga a donde van becadas
por una vieja Estatua hordas ilesas.
Entre algunas otras, mediante la metonimia, el fragmento alude a referencias populares y autores consagrados: Carlos Martínez Rivas, Ramón López Velarde, Raúl Zurita, Gabriela Mistral y, lease en el sentido que se quiera, la hoy omnipresente “decolonización”.
Aquella suerte de guiños que emergían a lo largo de su obra anterior ha dado paso a otra en La parte quemada. Conforma ésta, en suma, el cierre de una etapa y el comienzo de otra. Con 50 años encima, Herbert es ya uno de los dos o tres poetas más sólidos de su promoción. La nómina, que detiene un momento el tiempo e implica por ello la provisionalidad, incluye, sin remilgos, también a Luis Vicente de Aguinaga. En otro momento, algo así como cien años atrás, Herbert habría sido un futurista con toda la barba. No puede serlo ahora, por más que su vocabulario se enriquezca con la incorporación de “fibra óptica”.