Como acontecen los pequeños milagros —calladamente, su limpio aparecer “recatado en la sombra”—, hace unos días comenzó a circular, en unas cuantas librerías y entre las afanosas manos de varias docenas de amigos, Las hojas. Sobre poesía (2007-2019) (2020), libro de ensayos del poeta David Huerta, segundo título de la joven editorial Cataria, que creó y dirige el escritor Fernando Fernández.
Aunque poco atendidos por la crítica, se trata del quinto título ensayístico de David Huerta: Las intimidades colectivas (Cultura-SEP-Martín Casillas, 1982), El correo de los narvales (Ácrono-Libros del Umbral, 2006), El vaso de tiempo (Vaso roto, 2016) y Correo del otro mundo (UACM-UdeG-UANL-Grano de Sal, 2019), colecciones a las que habría que sumar su amplia producción (más de lo que el lector común imagina, distraído por su fama predominante como poeta) de escritos de comentario y de crítica, desperdigados en las publicaciones más diversas en la forma de prólogos, textos introductorios y de presentación, solapas (la mayoría no firmadas, adosadas a libros de ERA, el FCE y Siglo XXI), transcripción de conferencias y notas.
Leer: cómo y por qué
Sin ser una continuación formal de esos libros ensayísticos previos, gestados en circunstancias muy distintas (un encargo institucional, el primero; la conmemoración del centenario de Neruda, el segundo, y la ordenación antológica de columnas insertas en suplementos y revistas, los tres restantes, incluido éste) y por tanto muy diferentes en la extensión, la andadura estilística y hasta el propósito que anima a los escritos que los constituyen, Las hojas contiene en sí y reafirma en el conjunto aquello que en las obras profesionales de teoría y crítica literaria se denomina un ideario distintivo.
O para decirlo con un par de metáforas lexicalizadas o fósiles (estudiadas de forma memorable en el cuarto capítulo del libro): hay en el ADN intelectual de cada página de Las hojas “las huellas” de un proyecto crítico ambicioso y peculiar, tanto como las coordenadas para situar “el lugar” crítico desde el cual el poeta nos habla y elabora su visión de la literatura y de las cosas del mundo.
Apenas escribo esa frase me detengo: de manera atenuada, pero reconocible, en su vocabulario (Weltanschauung, ideario estético, “lugar” y “edificio” crítico) resuena el rebuscamiento y la pomposidad con la que ciertos críticos, sobre todo universitarios (no todos, aunque sí muchos), abordan el llamado “fenómeno literario”. Con deliberación evoco ese talante crítico, para indicar su condición de contraejemplo —y aun si se quiere: de modelo negativo— de las maneras ensayísticas, analíticas y de comentario literario de Huerta, desplegadas no sólo en sus libros sino en sus clases, sus conferencias, y en el rico venero de su conversación telefónica, callejera y de café.
Y aquí una aclaración: ni en Las hojas ni en ninguno de sus libros de ensayo practica David Huerta el cómodo deporte de denostar a la crítica académica in toto, como si sus incontables realizaciones fueran una misma cosa y estuvieran aquejadas de los mismos vicios y limitaciones. Justo al contrario, como pocos entre los críticos literarios de cualquier especie, Huerta ha leído, aprende y celebra a cada paso lo mejor de aquella crítica, sin importarle que la mayoría de sus dechados proceda de la adhesión de sus autores a un específico modelo hermenéutico, definido por reglas y metodologías estrictas: la estilística en Leo Spitzer y Dámaso Alonso; los estudios basados en la rigurosa formalidad de la tradición, las lenguas y la retórica clásica, en Curtius, Highet, Calasso y Alatorre; la semiótica en Roland Barthes, la métrica, la fonética y otras disciplinas lingüísticas en Beristáin, Navarro Tomás y Quilis, por mencionar sólo algunos de los especialistas de quienes echa mano (a quienes da la mano) y con quienes dialoga nuestro autor, unidos por el buen juicio y por su decisión de poner por delante a la literatura —de oírla, primero que nada, de entender cada palabra leída— sin permitir que sus idearios críticos ahoguen o sustituyan la obra (poema, novela, cuento) que analizan, como sí ocurre entre quienes practican “la minería de la crítica (…) la espeleología exegética, ansiosa y como obsesionada por tocar una profundidad siempre elusiva” (142).
Es cierto que, aquí y allá, Huerta critica la instauración avasallante y acrítica de los formalismos analíticos de diverso signo y de los “cultural studies” en las universidades europeas y americanas (sin exclusión, claro, de las nuestras); que más de una vez lanza sus dardos, por un lado a quienes con ciega obstinación y machaconería profesan tal o cual exclusivismo exegético, y por otro a los poetas orgullosos de una inspiración no excluyente de la inopia métrica (el más justo, duro y divertido lo elabora Huerta a partir de una cita de María Zambrano en la que observa un “berenjenal de platonismo, romanticismo chirle y sonambulismo intoxicado” muy del gusto de tanto “poeta gigantomáquico e iluminado”, 98-101). Cierto es también que en cierta página declara su escasa simpatía por uno de los más prominentes antagonistas de aquellas modas ideológicas, Harold Bloom, pero lo hace sobre la base de unos incuestionables y “notorios defectos y fallas”, como su pedantería, sus aires de pontífice y su escandalosa falta de rigor al querer dar lecciones definitivas sobre el Quijote sin haberlo leído en español.
Huerta lo dice así: “Bloom ejerce en literatura un insoportable e inexplicable aplomo arrogante y descomedido” (233). La cita, también aquí, funciona como contraejemplo, pues, en la observación de lo que Huerta ve en Bloom, los lectores de aquél descubrimos lo que el mexicano es para nosotros: el crítico y, aún mejor, el lector antónimo a la arrogancia (entendida como seguridad matona), la circunspección (como falsa gravedad) y la descortesía.
Dicho ya no en contraste sino en términos afirmativos: en Las hojas Huerta, más que presentarse, se descubre como un lector que duda y juega, que interroga y se interroga, curioso y consciente de sus límites, “un lector imperfecto, participante, activo” (como dice él de Beda para explicar, con Borges, que modifique un famoso hexámetro al citarlo de memoria, 71), “mero lector virgiliano de a pie” (238), apasionado miembro de la “casta de los leyentes”, como recuerda que llama a los adictos a las páginas impresas “el gran Piscator Salmantino, el ultraquevedesco Diego de Torres Villarroel” (197).
Pero hay algo más: esos rasgos de lector civilizado conviven en Las hojas con los del lector “comprometido”, condición ni anacrónica ni paradójica aplicada a David Huerta, quien sin sonrojos ni medias tintas se asume en sus ensayos como auténtico lector engagé (y alguna vez enragé). Quiero decir, como un lector —un profesor, un poeta crítico— determinado a jugarse el pellejo por comunicar la ardiente actualidad de Ovidio, Milton y Lezama Lima; adicto a “la poesía verdaderamente transformadora —es decir, a la poesía difícil” (27) y por tanto apóstol paulino de T. S. Eliot y don Luis de Góngora, “el mejor de cuantos han escrito en nuestro idioma” (39); predicador de la genialidad irreductible de Borges, aparecida a los ojos como recién descubierta tras la pasmosa lectura davidiana del prólogo a “El hacedor” y de “Borges y yo” (“Iban oscuros” y “Los otros y los mismos”), y en fin como devoto de la tradición.
En dos palabras, un lector entregado a una convicción, que en Huerta es credo vital: “En el hecho de no servir para nada estriba, precisamente, la importancia de la poesía; es una actividad desinteresada y al margen del utilitarismo, del pragmatismo, de la crudeza de los intereses, lejos, muy lejos de la mano invisible del mercado (…) No es el patrimonio de una clase social ociosa y explotadora; no es el terreno exclusivo de las porciones ilustradas de nuestras comunidades. Es la sangre misma del idioma, su aliento vital, la matriz de sus transformaciones más fértiles” (31-32).
Ensayar: cómo, para qué y para quién
De tan dicho ya resulta sobado, pero es útil repetirlo: la diferencia entre los poemas amorosos de Garcilaso y los de un remoto poeta de Pénjamo (o de París, da igual) no reside en su intención y su asunto sino en su forma, es decir, en la específica organización de su materia sonora, simbólica y verbal, siendo ella y sólo ella la que explica la diversa perduración y eficacia (estética, sonora, incluso práctica) entre unos y otros.
Lo mismo debe decirse del ensayo: no lo engrandece la elección de sus asuntos (¡cuántos deplorables hemos leído sobre Cervantes!) y propósitos, sino la de sus formas (argumentativas, discursivas) y su capacidad para concretarlos. En cuanto a lo primero (los temas y asuntos), Las hojas es transparente al declararlos: tratan sus páginas “Sobre poesía”. Respecto a los propósitos para ocuparse de “eso” (la poesía: “esa brujería palabral”) a lo largo de 270 páginas y durante los doce años indicados en el título, la cosa es menos obvia y no porque aquéllos sean imperceptibles, sino porque el autor no los enuncia, acaso porque sabe que toda declaración de intenciones sobre la poesía (“capturar su esencia”, “descubrir su ser”, enseñarla, develar sus mecanismos y etc.) se condena al fracaso al decirse y resulta no sólo vana sino vanidosa.
Sin perder de vista esa astucia, conjeturo que Huerta no antepuso a Las hojas un prólogo de explicación de sus intenciones (a cambio de eso, viene al final una escueta “Noticia sobre los textos”) por la decisión práctica de no atribuir preminencia o establecer una jerarquía entre la multitud de las que circulan y se entrecruzan en sus páginas, las cuales, en mi opinión, podrían englobarse bajo un lema unitario: poner en el centro de una conversación amistosa —a la vez cotidiana e intemporal, actual y quevediana— los libros (los poemas, los versos) que han determinado su experiencia de la literatura (tout court, de la vida), a fin de celebrarlos y de interrogarlos en compañía y en voz alta, como se hace en una mesa de café, en una clase o una ocasión festiva.
A partir de ese núcleo intencional que le atribuyo (que deduzco al leer el libro), el procedimiento es homogéneo: Huerta habla de literatura antes que preocuparse por hacer literatura, aunque inevitablemente la haga, movido por un rasgo personal suyo, conocido de sus lectores y amigos: su colosal capacidad de examen y maravilla, de ideación y de creación verbal, verificada en sus poemas y no menos manifiesta en su prosa.
Líneas arriba, un tanto de pasada, mencioné el juego como una de los rasgos de la pasión lectora de David Huerta. No sería difícil mostrar (sin duda alguien lo hizo ya) que el ensayo (¿la literatura entera?) tiene mucho de juego: se hace tanteando, explorando caminos poco o nada transitados, inventando reglas válidas hoy y derogadas mañana, creando para sí y para los otros obstáculos o prohibiciones arbitrarias, cogiendo al vuelo la golondrina de una suscitación pasajera, levantando del piso el guijarro de un recuerdo.
Y bien, la mención al juego (verbal, compositivo) no es irrelevante al hablar de este libro. Hágase el ejercicio de leer y releer los 33 ensayos de Las hojas (tantos como estrofas tiene “La suave Patria”, tantos como años vivieron su autor y Cristo) y se verá con nitidez la nutrida cifra de recursos puestos en juego por David Huerta, con el resultado de no haber en el libro dos textos iguales en su planteamiento, su desarrollo o su estructura.
Así, sea porque se propuso jugar creando o porque no puede privarse de jugar al crear (de jugar a crear), Huerta inventa y presenta en Las hojas el dechado sonriente de un grupo de especies nuevas del género ensayístico (algunas ocupan textos enteros, otras un párrafo o varios).
Tenemos por ahí, por ejemplo, el ensayo uróboro (o uroboro), “Teorías poéticas y teorías sagradas”, vertiginoso recorrido que comienza con el crítico Gutiérrez Girardot y su penosa ignorancia de la cuarta acepción de la palabra “teoría”, pasa a Machado, en cuyo poema “Soledades” aparece el hermoso término, salta hasta Canadá para recibir un consejo de Anne Carson, el cual, en viaje súbito, devuelve la caminata hasta el verso 495 de “Muerte sin fin”, de donde —en imitación de “la airosa teoría de una nube”— parte en procesión hasta las salas majestuosas del Museo Británico. Llegado ahí, a los pies de los frisos del Partenón saqueados por Lord Elgin, el lector saluda a éste con desdén, con respeto a Lord Byron, y en el instante siguiente se descubre en Atenas, en un rincón de sombras escuchando a Renan recitar su “Plegaria sobre la Acrópolis”, la atención puesta en su vibrante súplica a las ciudades no griegas poseedoras de frisos a emprender las “sagradas teorías” que culminen con su restitución. De pronto, aparece Flaubert y observa que los periodos dichos y oídos sobre aquella “Panatenea secular” “fluyen como una procesión de panateneidas”, como una teoría. Y ya estamos, uróboros, en el comienzo.
Surge entonces, allá, el ensayo como glosa, conocido también como ensayo profesoral (“El viejo y el bailarín”, una parte de “Para seguir leyendo a Eliot”, más los que incluyen traducciones hechas por Huerta y trato con mitos clásicos); salta acullá el ensayo interrogativo (primera parte de “El rey niño”) y páginas adelante vemos pasar (y pasear) al ensayo divagatorio: “Ovidio y Mallarmé”, el cual, para sorpresa nuestra, arranca como ensayo comparativo (“Hay dos maneras de transformarse (…) La primera es la manera de Ovidio; la segunda, la de Mallarmé”), muta de golpe en ensayo de ventriloquía (oímos la voz de don Stéphane, la del príncipe de Lampedusa, la de Lope de Vega), adopta un momento la condición de ensayo cifrado, que insinúa un asunto sin desarrollarlo para mejor espolear el placer de descifrar enigmas de quien lee (numerosos ejemplos), y termina por adoptar una de las formas recurrentes en el libro entero: la del ensayo triádico, llamado así por su inclinación a rendir sus conclusiones parciales o finales en enunciados de tres elementos (p. ej., “Borges y yo” tiene una compacidad “diamantina, irradiante y singularmente mutable”; la sustancia expresiva del segundo Whitman es “abundantísima, victorhuguesca, diluvial”), con todo lo cual, al fin, tenemos a la vista un ensayo mutante sobre la mutación.
Luego surgen también el ensayo disimulado (el que declara estar compuesto por “unos minúsculos apuntamientos amparados por nombres admirables e ilustres” y acaba en lección maestra), el ensayo parentético (también llamado virtual, primo del cifrado), aprendido en Antonio Alatorre y consistente en plantar una pica en la curiosidad del lector, abrir en la línea recta de la lectura la puerta hacia un camino secundario (un libro, una indagación) irresistible de franquear;[1] el ensayo autobiográfico o confesional (todos los del libro, en realidad, pero sugiero ver “La noche sublunar” y, de nuevo, “El viejo y el bailarín”); el ensayo logoscópico y el logofónico (ver definición y ejemplos en las pp. 92, 93, 212, 220 y 221); el ensayo dedicado, definible como el que se escribe para justificar la mención amistosa de la persona cuyo nombre figura en la dedicatoria (“Golondrinas”, “Iban oscuros”).
Y al fin —y no he anotado todos los casos—, en los textos del libro, con la sola exclusión de la “Noticia”, Huerta ensaya el ensayo sin que, logrado mediante la juguetona decisión de no utilizar esa terca preposición en ninguna de sus 256 páginas, salvo si de contrabando se cuela en los pasajes citados.
Lo curioso del caso es que Huerta no parece atribuir demasiada importancia a la invención de las nuevas especies ensayísticas, existentes al fin previamente, en sus trazos esenciales, en Torri, Menéndez Pelayo, Montaigne, Alfonso Reyes, González Crussi, Gerardo Deniz, don “Paco” Rico y hasta, en un caso (“Imitación de J. G. Ballard”), en el doctor Honorio Bustos Domecq…
La explicación de esa falta de soberbia autoral es obvia: lo que a Huerta le importa no son sus propios ensayos sino los textos escritos durante tres mil años por un elenco incontable de autores convocados: el más antiguo Homero, el más cercano Tedi López Mills. La asamblea resulta a tal punto populosa y animada y tan vivo el deseo de participar en ella, que es imposible no evocar cierto rasgo borgesiano característico: la imantación conferida a los títulos y autores que lee y a los asuntos que trata, cuyo efecto inmediato en el lector es querer leerlos y conocerlos también apenas los escucha.[2]
Dicho en otras palabras, a lo que Huerta ha venido a las páginas de Las hojas es a divertirse, en su primera acepción de “entretenerse y recrearse” (Moliner prefiere “regocijar y solazarse”), pero también en la etimológica de “llevar y andar por varios lados”, por otras sendas, recorridas al hilo de su curiosidad inagotable, expansiva, rizomática, en un sentido a la vez deleuziano y agrícola.
Coda
En “Las hojas”, ensayo que da título al libro, David Huerta realiza un emocionante recorrido a través de las épocas y los estilos literarios teniendo como leitmotiv la imagen de las hojas de los árboles y su tránsito fatal de la plenitud a la caída. Organizado como una clase (lo es) y como un paseo museográfico a través de la historia de la sensibilidad occidental, en él leemos y evocamos bajo la guía de Huerta (quien los eligió y los explica) pasajes y aun versos sueltos de Dante, Virgilio, Coral Bracho, Eliot, Aldana, el Salmista, Raúl Zurita y Shelley para quedar, al término de las ocho páginas del texto, no sólo unidos a la meditación del autor, sino gozosos de haber recordado tan diversos avatares del tópico. A esas metamorfosis sumo una más: cada verso leído, cada nota explorada, cada sonido usado para equipararse al de las hojas vivas y caídas, y también cada ensayo del libro editado por Cataria, es una hoja también: una hoja en vuelo, sustentada en el viento de la conversación con el poeta David Huerta.
[1] Tal especie ensayística tiene dos de sus modelos en sendas páginas casi colindantes (130 y 132). El primero alude precisamente al autor de Los 1001 años de la lengua española y aunque no se sitúa dentro de un paréntesis es un aparte en la línea expositiva: “Alatorre le dedicó un hermoso ensayo a la fortuna e historia de ese verso enumerativo de Góngora”; el segundo sí es parentético y dice: “(Sigo en este párrafo a Tomás Segovia; en uno de sus ensayos se ocupa de estos temas)”, escribe Huerta con astucia de gran profesor, sin decir cuándo ni cómo se titulan, ni dónde pueden hallarse tales ensayos. Tarea para el lector.
[2] En un artículo reciente dedicado precisamente a estudiar un relato de Borges (“El inmortal”, en cuyos párrafos descubre ciertas presencias hasta ahora no señaladas), Verónica Murguía, dedicataria de Las hojas junto a Antonio Alatorre, se refiere a otro rasgo peculiar en la obra del argentino también presente con nitidez en Las hojas; así describe ese atributo la autora de Auliya: “la variedad enorme de temas que abarca, (…) el entusiasmo por la literatura que se lee en muchas de sus páginas [en las cuales] abundan títulos de libros, nombres de autores, valoración de los poemas, comentarios” (Letras Libres, 262, 48).