Los vivos tenemos la creencia de que un muerto, mientras sea recordado por los amigos y los familiares que deja atrás, seguirá viviendo. En nuestros corazones, en el alma. Pero esto en realidad no es una vida: los pasos del difunto dejan de sentirse en la alfombra y no hay un plato para él en la mesa; lo único sólido relacionado con él son sus pertenencias y alguna fotografía. El muerto está muerto, sin remedio.
La prolongación de la existencia que Pablo Sánchez pone en nuestras manos con La vida póstuma es un poco diferente: si bien José Ángel Arranz falleció desde antes de iniciarse la novela, su espectro permea el día a día de los vivos. El lector lo ve, sobre todo, con su hijo. Con él, José Ángel lleva al extremo el hecho de que los padres quieran realizarse a través de su descendencia –convirtiéndola en una prolongación de su cuerpo–, y obliguen a sus hijos a estudiar lo que para ellos fue imposible o los introduzcan al negocio de la familia. En el caso del libro publicado por Algaida Editores, dicho deseo se encuentra presente desde el nombre que el difunto le impone a su hijo: el del autor sueco que protagoniza la película El séptimo sello. Así, Max von Sydow Arranz Bosch es el nombre completo del narrador; suena a chiste, nos dice él mismo, y no sólo se trata de la rimbombancia que en la cotidianidad Carme, viuda de José Ángel, consigue reducir a un sencillo “Max”, sino de algo tan universal como la posición del hombre frente a la Muerte.
Esto último es el tema que el autor desarrolla a través de una historia contada por un testigo que es, al mismo tiempo, partícipe y víctima de los hechos y del actor principal. Y esa postura es la de una terquedad fuera de cualquier límite, un deseo por entero desesperado de inmortalidad, algo que lleva en sí el sentido de la vida, la seguridad de que no se desperdiciaron los años transcurridos en el mundo.
Así, José Ángel Arranz continúa viviendo. Llegan sus libros póstumos. El primero de ellos, al parecer ya en prensa desde antes de su muerte, cuando enferma inesperadamente de un riñón. El título es El temblor del pianista y se trata de un ensayo con reflexiones heterogéneas. “Un libro testamentario, sin duda, incluso sin ambiciones proféticas, pero curiosamente exento de la lúgubre melancolía de tantas otras veces”, nos dice el narrador, agregando que se mantiene la línea pesimista –la de su obra, la de su vida.
En la escritura de Arranz hay pensamiento y poesía, y debido a la forma de describirla de Max, el lector la imagina inmensa, además de inacabable: “Y cada año, un nuevo libro, una nueva dosis de palabras con vocación de perdurar. Después de muerto, la carrera literaria de mi padre se volvió mucho más productiva, más audaz, más arriesgada, como si hubiera perdido cualquier timidez y se hubiera liberado de todas las coerciones y presiones de la vida artística o intelectual”. El hijo del difunto José Ángel ignora de dónde han salido tantos textos inéditos y cuándo fueron redactados. Sabe, por Alfons Puigdevall, notario y albacea de la obra de su padre, que éste legó a su editor de confianza incontables manuscritos, “no sólo obras nuevas, sino también revisiones y correcciones minuciosas y hasta maniáticas de obras antiguas, que con tanta autocrítica acababan convirtiéndose en obras de fondo y forma distintos”.
Este acto de escribir no se limita sólo a los ensayos o a la poesía. El padre de Max deja instrucciones precisas de lo que debía hacerse a dos años de su muerte respecto al hotel, pequeño negocio familiar propiedad del abuelo materno del narrador, en el que su madre trabaja como contable para, al final, heredarlo. Pero eso no es todo: unos meses después de la muerte de José Ángel, éste envía a su hijo un regalo de cumpleaños junto con una nota escrita a mano: “Feliz cumpleaños. Ya sabes que nunca me gustaron demasiado los Rolling, pero confío en que lo disfrutes”. Es la grabación de un concierto que Max nunca consiguió en España, seguramente costosa. Por su parte, su hermana Gloria recibe un obsequio meses más tarde: el nuevo libro de Carmen Martín Gaite, junto con una carta de puño y letra de José Ángel. Gloria lloró mucho aquella noche, nos dice el narrador, aunque también va del asombro al miedo, ese miedo que se tiene ante un fenómeno con cierto aire sobrenatural. El lector, contraponiendo a dichas reacciones las palabras de Max, puede intuir lo que él siente: algo cercano al hartazgo, quizás, a la presión que conlleva el hecho de que los padres, al menos el suyo, esperen de los hijos hazañas o comportamientos fuera de sus posibilidades.
Los anteriores no son los únicos regalos que Max y su hermana reciben de parte del difunto: “lo que sobrevino fue un auténtico aluvión enfermizo de obsequios, no siempre en las fechas previsibles, sino a veces de modo imprevisto o aleatorio”, confía el narrador a sus probables lectores, sospechando que su padre quiere experimentar con el duelo de quienes le sobreviven. En cuanto a las misivas, las notas que acompañan a los primeros regalos también son las primeras de muchas que José Ángel envía desde otro mundo. Al tercer aniversario de su muerte, Max, Gloria y Carme, su madre, reciben más correspondencia de manos de Puigdevall. Max ignora el contenido de las otras dos cartas y tampoco sabe si la reacción de sus destinatarias es la misma que la suya: pensar que su padre parece más loco después de muerto. “Querido Max […] es hora de que empecemos de nuevo como padre e hijo. Ya ha pasado suficiente tiempo y podemos volver a hablar. Incluso tal vez podamos arreglar algunos problemas del pasado”, escribe José Ángel desde ultratumba, o eso parece, como si la muerte fuera tan sólo una etapa más de la existencia terrena.
Este fantasma, negro y sólido, abarca con su sombra no nada más a su familia cercana: sus amigos también se ven influenciados por la nueva vida de Arranz, dándose entre ellos la común tristeza por una ausencia, pero también la admiración y cierta envidia. En este caso se encuentra Santiago Uría quien, en palabras de Max, “era en aquellos tiempos (los de un antiguo viaje a Cuba, realizado en 1969, en ocasión de un congreso cultural internacional) un radical prosoviético, con modales y exabruptos bastante stalinistas”. Un tiempo cercano a los ideales de José Ángel, le hace a Carme una oferta por el hotel que heredara y también comienza a montar negocios como la discoteca Olimpo, negocios que lo hacen millonario y le acarrean la enemistad de su viejo compañero, quien lo acusa de la muerte de sesenta personas, a raíz del incendio de la discoteca, por haberse “entregado al sucio y opresor capitalismo”. El rencor de Uría alcanza para presumir su imperio ante un Max ya huérfano de padre. “El imperio de Santiago Uría”, dice un titular del diario en la sección de economía, una foto del hombre se añade al artículo. Uría le acerca el periódico a Max como si se tratara de un cheque, sin violencia, la que en cambio se le agolpa en forma de palabras que comparan su imperio, sólido, con los ideales de su examigo muerto, con ese velo de superioridad que sus ideales le conferían. “Dime, ¿dónde quedaron sus aires de grandeza, su fuerza moral, su intachable ética de héroe? […] Yo estoy y él no está”, arroja, ebrio, antes que el narrador se retire, sin siquiera despedirse, del ático en la calle Muntaner que su dueño ha convertido en dúplex.
Así como a Uría lo desborda la envidia, la admiración y el respeto por una obra, por un pensamiento, colman el alma de Alfons Puigdevall, a quien Max cree el más leal de todos los tipos marcados no por el recuerdo o la erudición de su padre, sino por su vanidad insaciable. “No había pensado nunca que el notario pudiera tener ambiciones artísticas (aunque sabía que había intentado ser actor alguna vez), pero algo en su actitud delataba una especial felicidad por la presentación del libro en una famosa librería de Barcelona: ese algo podía ir más allá de la vicaria satisfacción por el éxito de mi padre y ser, a lo mejor, […] un placer indisimulado por sentirse destinatario secreto tanto de las palabras de Pérez Estruch como de las del otro escritor famoso que participó en el acto, e incluso de las preguntas del público”, nos dice el narrador respecto al notario y a otro de los libros póstumos de su padre, un drama titulado Antígona 984, que Max sospecha apócrifo, de la autoría de un Alfons Puigdevall llevado hasta el punto de la emular a José Ángel por la admiración que siente hacia él.
Punto y aparte son los lazos que unen al difunto con su amigo Sebastián Herzog. Dueño de la Librería Laval, donde se comercian títulos especializados en anarquismo, feminismo, socialismo libertario y literatura fantástica, como dice en la tarjeta que le extiende a Max en el momento de conocerlo, Herzog lleva la creencia de la no muerte de José Ángel Arranz al nivel de lo sobrenatural.
Así se nos muestra cuando el narrador acude casi por casualidad a la librería, luego de encuentros con su dueño que se dan demasiado a menudo y no pueden ser fortuitos. Sebastián, cuyo nombre real es Sebastià Pujol, le habla entonces de los Gart: son Ellos, son las Fuerzas Destructoras, guardianes del orden que “no toleran la aparición de la conciencia humana, porque es discontinuidad”. En ese mismo instante José Ángel Arranz está combatiendo con ellos, abriéndose camino para llegar a lo que Herzog nombra como el segundo límite. No son malvados, continúa, y dice que no entienden a los humanos ni los odian ni los juzgan, pero quieren destruirlos por ser distintos, por alterar el orden que desde antes impusieran ellos, esos seres que son el tejido mismo de la materia universal. Esta creencia hace que Herzog piense en los Gart como en una especie de francotiradores, probables responsables del cáncer que padeció antes, de cuyo poder es posible protegerse con las piedras de Uxmiuq, piedras pequeñas y grises, redondeadas, idénticas a la de cualquier parque de Barcelona.
En cuanto a los deudos de José Ángel, como sus amigos, siguen siendo abarcados por su fantasma, siempre latente. Carme, su esposa, funciona como una especie de contrapeso para sus delirios de grandeza; también, al casarse, siendo “catalana y muy catalana”, termina hablando castellano y llamándose Carmen. A ella le gustaba oírlo hablar con pasión de sus ideales, aunque al mismo tiempo pareciera capaz de salir a dispuesto a salvar al mundo con una escopeta, olvidándose por entero de su familia. Gloria, hermana de Max, quizá posea algo de esas intenciones, pues colabora con una oenegé que la mantiene muchas veces fuera de España.
Por su parte Max, debido a la intensidad de la presencia de su padre, se percibe como la víctima de José Ángel: “supongo que podría crear una Asociación de Hijos de Poetas Exrealistas, o una Asociación de Víctimas de Padres Fanáticos de la Razón y la Cultura […] más de uno se apuntaría, sin duda, y podríamos hacer terapia colectiva”, escribe en los capítulos iniciales, dejando patente lo contrario que son los puntos de vista de padre e hijo, lo ríspido de su relación. Un ejemplo de ello es una novela de juventud, de su autoría; la primera y la última. Se trata de un tema fantástico, donde un hombre consigue, por una intervención mágica, un poder casi absoluto que lo lleva al punto de casi provocar un apocalipsis. Lo deficiente de una obra donde los personajes se salvan gracias a la compasión de su autor, dice Max, no justifica lo que hace su padre: encuentra el manuscrito y lo lee sin su permiso; después hace gala de su lógica, de sus conocimientos teóricos y racionales, para decirle que la literatura “debe servirnos para entender el mundo en el que vivimos, para problematizarlo, para revelar las falacias de los discursos dominantes que se repiten a todas horas. No se trata de ser felices leyendo, sino todo lo contrario, de pasar un mal rato”.
Después de muerto, la rispidez entre José Ángel y Max continúa, permeando la relación de éste con las personas, con Alba, por ejemplo, cocinera en el hotel, con quien sostiene encuentros sexuales sin mayor compromiso y sin conocimiento de su familia o del resto de los empleados. “Sigues obsesionado con lo que tu padre quería que tú fueras, con sus altas expectativas y todos los objetivos que quería que cumplieras. […] Pues eso: que todos los que somos hijos convivimos con eso. Reflexiona sobre ello y después hablamos. Mientras tanto, no me vengas con aires de superioridad”, reclama ella durante una discusión debida a la “aureola de mujer misteriosa” que Max le nota como consecuencia de su escasa disposición para hablar de su pasado, de su vida en Córdoba, anterior a Barcelona y al hotel.
Otra de las frases de Alba nos hace pensar en un Max mucho más parecido a su padre: “te hace falta vivir más y pensar menos”. Aunque, a diferencia de José Ángel, ese pensar y pensar va más hacia la introspección que a los problemas de la sociedad, hacia el pesimismo que llenó el cambio de siglo y de milenio, época en la que se sitúa el libro. La vida póstuma nos pone enfrente a dos personajes similares: basta pensar en que Max escribe la autobiografía de José Ángel y en que espera más correspondencia de él, en forma de un correo electrónico antes del fin del mundo, para considerarlo así.
Pablo Sánchez. La vida póstuma, Algaida Editores, España, 2017, 237 p. ISBN 978-84-9067-845-9