Hay, a dosis iguales, afecto y rigor investigativo en el último libro de Alejandro Lámbarry, una “biografía cercana” del escritor centroamericano Augusto Monterroso. Si Lámbarry corre el riesgo de tambalearse en la finísima línea de una biografía cabal y una hagiografía al no disimular su afición y admiración por el escritor, la tensión se resuelve en el impresionante trabajo de archivo que el biógrafo emprendió entre sus papeles personales, primeras ediciones de sus obras, revistas y suplementos de crítica que describen el clima literario del siglo XX en Latinoamérica. Lámbarry tampoco olvida revisar un considerable acervo histórico, que le ayuda a situarse con precisión en Honduras, Guatemala, Chile, Bolivia y México, en un dilatado arco que se abre en el siglo XIX y termina con las más recientes investigaciones de la crítica An Van Hecke, hace poco más de un lustro.
La ambición de Lámbarry de construir un sujeto entrañable y un hombre sabio y venerable da paso, afortunadamente, a un fascinante relato histórico-político en que el personaje cede el paso a las regiones en que se mueve: menos que el carácter afable de Monterroso, lo que emerge con mayor luminosidad es las vicisitudes de esa área poco atendida y, sin embargo, imprescindible, si de emprender una historia literaria continental se trata: Centroamérica. Como bien lo advierte, a pesar de las dilatadas estancias de Augusto Monterroso en varios países, principalmente México, el escritor no dejó de pertenecer –o no quiso dejar de pertenecer- a ese pequeño hilo de países convulsionados con escritores prodigiosos que fueron, las más de las veces, expelidos de sus lugares de origen por la precariedad, la falta de interlocutores o la indisimulada persecución política. Éste fue el caso de Monterroso, muy tierno exiliado en México, convencido defensor del gobierno de Árbenz y representante diplomático suyo en Bolivia, y, tras un paso de aventura en Chile, nuevamente exiliado en la capital azteca.
Cuando el joven Monterroso regresa en 1957 a la Ciudad de México después de haber trasegado Honduras, Guatemala y parte de Sudamérica, siempre cotejando el compromiso político con una interminable obsesión por la corrección de sus textos, Lámbarry describe un ambiente fascinante, donde el todavía no publicado autor se reúne con Antonio Alatorre, Alfonso Reyes, Emmanuel Carballo, Tomás Segovia, Octavio Paz y Angélica Muñiz alrededor de El Colegio de México, esa institución que otorgaba generosas becas a escritores para que pudieran llevar a cabo su práctica artística e involucrarse en labores académicas o de edición. Obras completas y otros cuentos, su primer libro de narraciones cortas, aparece apadrinado por Rubén Bonifaz Nuño en 1959, cuando Monterroso contaba con 38 años y no podía desprenderse del pánico escénico que le provocaba su timidez y, acaso también, su pequeña estatura.
Su segundo libro, La oveja negra y demás fábulas, se publica diez años después del primero y, como bien menciona el biógrafo, constituye un gesto a la contra de la profesionalización del escritor latinoamericano medio, que bregaba sin tregua por publicar libros con periodicidad y por destellar en la discusión política. Astuto y complaciente, no apareció Monterroso en los lamentables incidentes de 1968 y, como refiere Lámbarry, ese silencio calculado le granjeó un puesto permanente en la UNAM, muy cerca de su íntimo Bonifaz Nuño. Ya en 1970, cuando el libro circula por América, Ángel Rama ve en los textos del guatemalteco el final del “tropicalismo literario” (p. 151), es decir, el agotamiento de la mitología latinoamericana de folklore y vanguardia, subdesarrollo y magia. La singularidad de sus trabajos, escritos cortos en que no faltaba ni el humor ni las alusiones a formas tradicionales como la fábula o los bestiarios, daban para mucho más que el simple anecdotario. El trabajo orfebre de Monterroso, a contrapelo de la monumentalidad de sus coetáneos, lo excluía del boom y lo publicitaba aún menos, pero lo ponía a la par del ingenio de Borges y del laconismo exacto de Onetti. Si cabe la categoría, a inicios de los años setenta Monterroso se convierte en un “gran escritor menor”, entendiendo la última palabra no como la parte liminar del canon de la ya sobresaliente tradición literaria latinoamericana del siglo XX, sino como un gesto de adhesión a una literatura en que el silencio, la lentitud y la extrañeza son el núcleo de su poética.
La última parte del libro privilegia dos cambios decisivos en la vida de Monterroso. El matrimonio con su exalumna, Bárbara Jacobs, a quien conoció en 1970 en la UNAM, y el disfrute de una cierta fama que le había sido esquiva años antes, la misma que le permitió alzar la voz –nunca con demasiada fuerza- por causas políticas que le parecían inaceptables, ser homenajeado en Europa y América, e invitado frecuentemente a disertar en universidades estadounidenses. El otoño de Monterroso lo describe en el bienestar económico de su casa acomodada, al sur de la Ciudad de México, con mayor seguridad para publicar y sin que su estatuto de centralidad literaria mexicana –o guatemalteca, según él– se ponga en entredicho. Aunque Lámbarry lo menciona algunas veces, la consolidación de la literatura de Jacobs es otra indagación posible y una pregunta que podría ser retomada para otras investigaciones. Bien se sabe que Monterroso no hubiera podido alcanzar el prestigio que se ganó sin el ancla de su pareja, veintiséis años más joven y mucho más segura de la valía de lo que escribía su esposo. Mucho menos, salvo su compartida antología del cuento triste, cuáles fueron las correspondencias literarias que los formaron como una pareja de escritores prominentes. Allí tal vez se halle uno de los más fascinantes capítulos de asociación literaria: la que forman dos personas de generaciones distintas que, finalmente, sobresalen desde el diálogo estético y la exigencia intelectual.
Alejandro Lámbarry, Augusto Monterroso: en busca del dinosaurio, Ciudad de México, Bonilla Artigas, 2019, 271 pp.