Muchos, al pensar en la obra narrativa de un poeta, imaginamos que el texto en cuestión estará salpicado de imágenes y metáforas que han de emparentarlo con su quehacer poético. No es así en el caso de Tolvanera, novela de Ángel Miquel. En este volumen, publicado en 2017 por Ediciones sin Nombre y la Secretaría de Cultura, el autor nacido en Torreón, Coahuila, retrata los pensamientos y las acciones de un personaje muy analítico. Hay un primer nivel en que la novela es anécdota, pero a Miquel le interesa lo que hay detrás, más allá o dentro de uno u otro acontecimiento, nos dice la cuarta de forros, y lo que se vislumbra en dicho espacio no es la experimentación con el lenguaje o con las estructuras, sino el trabajo de alguien que también ha incursionado en el ensayo, como es el caso del autor.
A nivel anécdota, Tolvanera es un lapso en la vida de Miguel, un hombre que se acerca a los cincuenta años de edad, que ha escrito libros acerca de cine, además de trabajar en una universidad. Y si bien el autor, muchas veces, más que mostrar nos cuenta, lo que destaca en la construcción de su anécdota es una estructura hecha a base de fragmentos que por sí mismos podrían funcionar como ensayos breves, de correos electrónicos, de manuscritos que, después nos enteramos, cuentan la manera en que un antepasado del personaje–narrador llegó a América desde España, aparentemente, en las primeras décadas del siglo XIX.
Al inicio, anécdota, correos y manuscritos se alternan capítulo a capítulo, sin que Ángel Miquel nos indique nada sobre su naturaleza. Así, sus lectores aventuramos hipótesis como, por ejemplo, la de que se trata de escritos del propio narrador o de su madre, dos historias, insertas en la principal, que uno de estos personajes va urdiendo. Sólo cuando la novela se encuentra avanzada, el autor toma esos cabos sueltos para definirlos dentro de su discurso.
La primera narración dentro de la narración con la que tropezamos es la de Francisco Caravantes, el antepasado del protagonista. “Originario de un pueblo en la región de la Montaña, Francisco Caravantes era un hombre alto, flaco y de buena estampa, que heredó campos de pastoreo y una casa solariega en cuyo portal lucía, gallardo, el escudo familiar”, nos salta al iniciarse el segundo capítulo, desligado por completo del primero, en el cual se nos informa, desde una primera persona, de una madre esquizofrénica y de la profesión de Miguel, historiador de arte. En ese capítulo inicial encontramos también frases como “por dedicarme en parte a escribir vidas de otros”, o “Mi madre escribe. Todas las mañanas se sienta en su pequeña mesa, afila un lápiz y en un rato despacha lo que llama incisos, breves fragmentos…”, lo cual apuntala la hipótesis de una ficción inserta en la ficción.
El cuarto capítulo es otro que, como el segundo, destaca por estar desligado de la historia que Ángel Miquel va urdiendo. Se inicia con dos incógnitas: “Mi nombre por ahora carece de importancia. Debe bastarle saber que tuve una relación con Luz”, escribe el autor, pero en este momento no sabemos quién es Luz, y el hecho de que el responsable de este texto dentro del texto omita su nombre, aunado a la lectura del siguiente capítulo, donde se nos presenta a Luz, da pie a la idea de que el escrito podría pertenecer a la pluma del propio narrador.
Luz Arnaud, a través de un correo electrónico, ofrece al también historiador de cine unas películas filmadas por un familiar suyo en la segunda década del siglo XX. No las ha visto desde la infancia, escribe L. Arnaud, ya que el proyector se averió, y con la intención de deshacerse de ellas, obtiene sus datos. “qué mejor –decía– que esas cintas llegaran a manos de alguien que las apreciara”, finaliza el mensaje.
Así, lo que el lector podría imaginarse como un ejercicio literario en el cual se incluye a una persona conocida recientemente, va intercalándose con la trama principal, y esboza para nosotros a una mujer que mantiene con su marido una relación abierta, “según la cual podían tomarse ciertas libertades, sin preguntas ni reproches”.
Hay, a lo largo de la novela, otros fragmentos ajenos a la historia, los cuales Miquel va incorporando, si bien no nos deja tanto tiempo con la duda acerca de su naturaleza, como ocurre con los mensajes sobre Luz y la historia de Francisco Caravantes. La mayor parte de estos escritos pertenece a la mano de Jorge, amigo del narrador, y podríamos pensar en ellos como en breves ensayos de crítica de arte.
“El cuerpo pesa. Jala hacia abajo. Transcurre abrazado a la materia de que está hecho y rara vez alcanza a separarse de la tierra”, escribe el también profesor-investigador de la Facultad de Artes de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Es uno de los capítulos iniciales de la segunda parte de Tolvanera, y aquí encontramos un atisbo de la prosa que puede entregarnos la pluma de un poeta, poseedora de imágenes y desprovista de ese aire analítico que llena mucho de la novela.
Se trata de apuntes que Jorge ha hecho a fin de realizar una serie de cinco o seis programas acerca de un tema de la historia de la pintura, nos cuenta el narrador. Dicho tema se relaciona con la representación del vuelo, y llega a la mente de quien lo planea a través de una vivencia: después de soñar que vuela sobre un valle arbolado, él, que apenas soporta el hecho de subirse a un avión, reflexiona sobre la tranquilidad que experimentaba dentro de ese sueño, viniéndosele a la mente diversas representaciones plásticas, como una tinta china donde se retrata a un personaje dos veces, dormido y flotando sobre montañas, como trabajos de Chagall y Dalí o la imaginería cristiana, ”Dios padre, Dios hijo y el Espíritu Santo, vírgenes posadas en lunas y nubes, legiones angélicas manteniéndose graciosas en el aire”. Después de esto, Jorge escribe un argumento, busca trozos literarios en los cuales apoyarse y manda digitalizar un conjunto de imágenes. Establece los límites de su proyecto.
Otros fragmentos nacidos de la mano de un personaje, esta vez de la del propio narrador, se nos entregan en la tercera parte del libro. Como ocurre antes, el autor va intercalándolos en el cuerpo de Tolvanera, y construye con ellos una carta dirigida a Adriana, una amiga que Miguel encuentra durante el viaje que hace a París con la intención de ayudar en su proyecto al enfermo Jorge. Adriana lo hospedará en su estancia en Madrid.
“Querida Adriana: Comienzo a escribir esta carta que no sé si te enviaré, ni si te leeré. Lo hago para explicarme y para explicarte lo que sucede”, empieza el tercer capítulo de la tercera parte, donde se nos cuenta cómo el padre del personaje, Isidro Segura, llega a México desde España, luego de diez años de vida bajo la dictadura franquista y de tres de Guerra Civil. Pero, además, hay en esa escritura el retrato de cómo transcurre la estancia del remitente en la casa de la destinataria: “Estamos solos, no tenemos compromisos, nos caemos bien, vemos películas, cocinamos y comemos juntos, hablamos sin cesar… hacemos, en suma, vida de pareja. Pero después me voy al cuarto de los invitados y tú a tu propia habitación. Qué extraño que nuestras afinidades en tantas cosas no nos lleven a pasar la noche juntos”, leemos, y en estas líneas se encuentra otro aspecto que impregna la novela: la soledad.
Pese a estar rodeado de amigos, como Jorge y Adriana, o como el matrimonio formado por Carmen y Alfonso, él psicoanalista, pintora ella; a pesar de la presencia de su madre y de Guadalupe, quien cuida de ella, se percibe en torno al narrador un dejo de soledad que no lo abandona en ningún momento.
Creo que esto se debe en parte a sus actividades, tendientes hacia la lectura, la escritura y la investigación, y llevadas a cabo en sitios como bibliotecas. También tenemos la condición de su madre, esquizofrénica, escritora de libretas escolares que da a su hijo creyendo que él las lleva a una imprenta y que así, con estos simples actos, suma libros para la nación. Pero, a lo anterior, se añade una tercera barrera que lo aísla: sus relaciones con las mujeres.
Miguel las describe así: “Estaba consciente de la faceta de mi personalidad que me llevaba a hacer castillos en el aire. Para escribir mis libros, a veces, resultaba bien […] Para mi vida, en cambio, era un desastre”. Ángel Miquel prosigue diciéndonos que esas fantasías arropan a su personaje, que le dan placenteras sensaciones de las que duele privarse mientras actúan como una especie de defensa contra los desengaños y la tristeza. Su amigo Alfonso no duda en aconsejarlo: “recomendaba que fuera a congresos o me inscribiera en un club de baile para buscar una mujer apropiada para mí […] Pero mi amigo no se daba cuenta de que el problema era el castillo en el aire que yo había construido. Tal vez hubiera sido posible renunciar a la persona de carne y hueso llamada Teresa Solórzano, pero era mucho más difícil deshacerme de la ilusoria edificación que llevaba ese nombre”. Así, el protagonista de Tolvanera está atrapado, y sabe que requiere de un evento que derrumbe una parte de su castillo para percibir su libertad.
A esta relación incierta con Teresa se suman otras dos que tampoco llegan a buen puerto: una que concluye antes de iniciarse el libro, con una brasileña, dando como resultado un divorcio, punto final a un matrimonio que no funciona, como nos dice Miguel sin ahondar más en ese aspecto de su biografía, y la que se da con Luz Arnaud, a partir de su ofrecimiento de obsequiar unos rollos cinematográficos que acaban siendo un montón de fragmentos carentes de sentido, los cuales hacen que el narrador recuerde a su madre, tan lunática como seguro lo estaba Guillermo Bernal, tío abuelo de Luz quién filmó esas películas.
Las palabras de Alfonso, además de obedecer a la amistad que lo une con el historiador de cine y de intentar ser ese impulso que remedia una soledad, también parecen consecuencia de la así llamada crisis de los cincuenta: el historiador está cerca de dicha edad y su amigo, que ya los rebasa, los celebró con una reunión pequeña a instancias de su esposa Carmen, pues él, deprimido, no pensaba hacerlo. En el séptimo capítulo de la primera parte se hace tangible este hecho, ya que los argumentos del psicoanalista se sienten impregnados de ansiedad: ¿acaso su amigo no se da cuenta de que les queda, a ambos, un breve período de vigor y lucidez, luego del cual serán viejos?
Mirándola desde ese ángulo, la novela de Ángel Miquel adopta la forma de una obra de aprendizaje, bildungsroman tardía a partir de la que el narrador, hacia el final, tomará varias decisiones, algunas de ellas referentes a su vida profesional, otra respecto al cuidado de su madre. También emprenderá la escritura de lo que le ocurrió durante el período que nos cuenta Tolvanera, lo que se traduce en mirar los acontecimientos con mayor tranquilidad y desde otro punto de vista: al leerlos, luego de escribirlos, parece como si estuviéramos frente a otra biografía; no importa si lo que nos da el papel es una anécdota vivida por nosotros mismos.
Así, el autor concluye el libro con un final, en cierta forma, poseedor de dos facetas. Por un lado, tenemos ese final-final donde no se admite un más allá: un matrimonio en decadencia que concluye en una separación, por ejemplo, o la soledad vuelta un cerco en torno al personaje–narrador. Por otro, se nos presenta la escritura que este último emprende y que supone una duda –“¿a qué género pertenecía la obra en que trabajaba? ¿Era un tipo de escritura autobiográfica disfrazada de novela como el libro de Mercedes Pinto?” “Tenía dudas sobre si el manuscrito debía tener un destino público, pues me daba miedo que la descripción de zonas sensibles […] lastimara a personas queridas…”–, una pregunta que al requerir una respuesta se vuelve unos puntos suspensivos, una página después de la cual nos esperan más capítulos.
Ángel Miquel, Tolvanera, Ediciones sin Nombre / Secretaría de Cultura, 2017. 275 pp.