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Habiendo sido Jorge Herralde una figura estelar en la historia de la edición española, nadie debería de sorprenderse ante los secretos que sus haberes contengan: cartas en las cuales se agradece una publicación con más zalamería que prudencia u opiniones poco favorables sobre manuscritos con carencias variopintas, cifras, enfados, desavenencias, etc. Puestos sobre aviso por las notas periodísticas que referían la apertura del archivo Anagrama, es de suponer que no todos los autores hayan estado de acuerdo en que se ventilase parte de su vida privada. De todos los posibles reparos, sólo el veto de Javier Marías se impuso para que su expediente se mantuviera a salvo de las miradas indiscretas.
Los papeles de Herralde es el laboratorio de un catálogo. Por él conocemos los ingredientes que el editor seleccionó y en qué tubo de ensayo los resguardó. Sabemos qué condiciones había en ese momento, qué afanes mantuvo y cuántos de ellos se frustraron, sobre todo a causa de sus colegas ––seducidos casi siempre por el prestigio de otras casas editoriales–– o por agentes literarios que optaron simple y llanamente por el dinero. De poco nos enteramos de todo esto por boca de los autores y mucho por las misivas de Jorge Herralde.
Sería bueno anotar desde ahora que la historia de Anagrama está contada a medias por una sencilla razón: está plasmado en este libro el punto de vista del editor y escasamente referidas las voces de quienes son parte sustancial de ese catálogo. Podría conjeturarse que por eso Jordi Gracia habría elegido como subtítulo del volumen un anglicismo: Una historia de Anagrama. Como en el caso de las revistas, las editoriales también son producto de una alianza indecible: editores, autores y lectores. Si se desestima el papel de estos dos últimos, será por megalomanía o por intenciones inconfesables.
Los editores son, dicho en términos gruesos, gente que está al servicio de los demás. Leen para formarse un criterio y continúan leyendo para proponer, sin mucha certeza del público al cual interpelan, una conversación que aspira a la coherencia. Para dotarla de solidez y posibilidades de futuro, esa conversación posee casi siempre una buena dosis de ímpetu anti establishment. El público, por lo demás, una noción abstracta y al mismo tiempo un comodín en un ejercicio mental, carece de rostro y por lo tanto de lealtad. Es ubicuo e inasible, excepto cuando descubre que se le estimulan sus intereses o, más exactamente, cuando se le han creado nuevas necesidades.
El editor, escribió Herralde en El optimismo de la voluntad, “tiene que ser un experto en conciliar paradojas”. Los papeles de Herralde, planteado este propósito, tendría que leerse como el examen de esas paradojas en el catálogo de Anagrama. Dicho de otra manera, Los papeles de Herralde no se refiere a unos papeles cualesquiera: se trata de las misivas que el dueño de Anagrama, a lo largo de treinta años, le escribió sobre todo a autores y editores, sin faltar aquellas que, en momentos de rijosidad, se permitió enviar a la prensa a causa de omisiones, excesos o simples desacuerdos con el periodismo cultural.
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La portada de Los papeles de Herralde sugiere el orden que habrá regido en Anagrama. Dos sillas figuran en primer plano, enseguida un escritorio cubierto de libros y papeles diversos; al fondo, dos estantes con algunos pocos libros, entre los que se advierte el Diccionario de la RAE y el diccionario Larousse de francés-español, además de un par de recopiladores. Sólo la saturación del escritorio ––en el que uno imagina manuscritos, contratos, pruebas de imprenta, cartas, etc.–– impide asociar esa oficina con la de aquellos expertos en asuntos fiscales. Un orden difícil o, en última instancia, de clave secreta. Fuera de él, o más allá de él, gobernaban mujeres: desde la secretaria de mayor confianza hasta Lali Gubern, incorporada a la vida de Herralde poco después de fundada la editorial.
Compuesto por un preámbulo sin chispa, cansado ––el compromiso último de Herralde antes de hacerse de una vida menos ajetreada––, más un prólogo, seis capítulos y un epílogo, cada uno de estos últimos acompañados de cartas varias, Los papeles de Herralde sólo puede ser decidido por la admiración. Jordi Gracia, que se asume como editor del volumen, es autor de una considerable bibliografía. A la intemperie. Exilio y cultura en España y El intelectual melancólico, entre otros títulos, delatan su pertenencia a las filas de Anagrama. Su cercanía con Herralde no le impidió, sin embargo, juzgar con severidad los excesos ocasionales del editor. Y puesto que Los papeles de Herralde ha sido editado por un admirador, el sujeto de marras es descrito al mejor estilo de las novelas policiacas. Jorge Herralde es, a los ojos de Gracia, “insensible al desencanto, blindado contra el sentimentalismo e impermeable a la tormenta”. Sólo le faltó compararlo con Kalimán y resaltar cuán tierno es con los niños y cuán galante es con las mujeres.
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La máquina de follar, de Charles Bukowski, fue el primer libro de Anagrama que leí. A éste le siguieron títulos suficientes como para que naciera en mí una reserva frente a cierto español peninsular que, acaso de manera inevitable, utilizaban no únicamente los traductores de la casa. Lo hacían los de Bruguera y los de Tusquets, los de Seix Barral y los de Lumen… Para desintoxicarme ––sin duda el mejor camino que seguí––, fue necesaria una elevada dosis de poesía latinoamericana y, agradecido con Renato Leduc, le di tiempo al tiempo.
Sané de la alergia que me provocaba el español de Anagrama no sin de dejar de pensar que la empresa tenía un sello muy casero. Si bien Herralde había propuesto una conversación (no otra cosa es lo que se propone un editor), me pareció que la suya se embarcaba en un horizonte muy estrecho. Pese a que no le ocurre con frecuencia, en octubre de 19709, Herralde debe aclarar un desencuentro con Raoul Vanegeim a causa de una nota que relacionaba De la huelga salvaje a la autogestión revolucionaria con la situación española de ese momento. Anagrama insistía en temas de relevancia (“hundir el imperialismo neocapitalista y, de paso, la sordidez del franquismo”), pero éstos eran abordados en una lengua a la cual le había sido cercenado un continente, sobre todo cuando el mercado latinoamericano estaba entre sus objetivos comerciales. El paso del tiempo ha hecho lo suyo y hoy se sabe que España, con menos de cincuenta millones de habitantes, es apenas otra porción en el vasto mundo de hispanohablantes. No es el castellano hablado en España el modelo a seguir de la lengua, por más que en su momento Francisco Umbral intentara desacreditar a los novelistas del boom al acusarlos de no saber escribir.
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Debe observarse que Anagrama no surgió en un desierto editorial. Existían ya en España Seix Barral, Aguilar, Lumen, Alianza, Alfaguara, Destino, Península, mientras que otros sellos nacían al mismo tiempo (Tusquets, por ejemplo) o unos cuantos meses después, como La Gaya Ciencia. Anagrama, no obstante, se caracteriza por su radical interés en la actualidad. Aunque Francisco Franco no morirá sino en 1975, subterráneamente las costumbres habían empezado a modificarse pese a la férrea persistencia de la censura. Por su audacia, a Jorge Herralde, quien da la impresión a veces de querer inmolarse a causa de los títulos secuestrados por el Ministerio de Información, los censores le juegan muy malas pasadas, pero también a Seix Barral. Recuérdese que ésta había decidido desde tiempo atrás el traslado a México, en convenio con Joaquín Mortiz, de aquellos títulos cuyo contenido habría sido más difícil de aprobar por la censura. En los años anteriores a la Transición, Herralde publicó libros cuyos temas por lo general se encontraban más a la izquierda del Partido Comunista (editó, por ejemplo, cinco libros de Mao Tse Tung, cuatro de Lenin y dos del Che Guevara), el triunfo de Adolfo Suárez significó, al igual que para otras editoriales, la pérdida de lectores que eran clientes cautivos. La derrota de partidos como el Comunista Español provocó en ellos un “desengaño”.
A partir de 1979 Anagrama saldrá de ese bache que comenzó prácticamente desde su fundación hasta el atolladero que significó la distribuidora Enlace. La recomposición de la sociedad española pareció repercutir en ese organismo que crearon diversas editoriales para lograr una mejor comercialización en América. De este traspiés, que identifican con Rosa Regàs y La Gaya Ciencia, Herralde se recuperará en poco tiempo no sin antes extraer considerables cantidades del bolsillo, como lo acepta y lo comunica en algunas misivas.
Después de una década de entusiasmo “guerrillero”, tras la muerte de Franco, y con un balance en donde se imponen las pérdidas, Herralde modificará la línea de Anagrama.
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Si a finales de los setenta Anagrama atraviesa por una severa crisis económica, todo parece indicar que a partir de los ochenta todo será distinto. Atrás han quedado los libros “secuestrados” o censurados. Crea nuevas colecciones y le dice adiós a títulos que más parecían orientados a formar lectores con la esperanza de que se involucraran en una nueva toma del Palacio de Invierno.
Gracia recuerda que Carlos Barral incluye a Herralde entre los miembros de la vida editorial española de una manera que suena humorística o a franca resignación: “incluso un ingeniero”. No dice con qué bagaje cultural llegó a convertirse en el gran animador de la cultura española, pero los muchos libros de la juventud, la influencia de Sartre y la lectura de suplementos culturales en tres lenguas ayudan a entenderlo. También es evidente, pese a que en ese momento Herralde no los llame “asesores”, que Joaquín Jordá y José Ramón Llobera lo fueron, como más tarde lo sería Agata Orzeszek.
Con ánimo de seducir, entre 1980 y 1981, Herralde se torna obsesivo al divulgar los nombres de los escritores que integrarán Panorama de Narrativa, su nueva colección. Inclusive, acaso con talante mandarín, se da el lujo de sugerir que autores de Anagrama (Alejandro Rossi y Javier Tomeo) sean traducidos al italiano, según se lee en una carta dirigida a Roberto Calasso. En 1989, con un final frustrado, es ya capaz de ofrecer trescientos mil dólares por una novela de Tom Wolfe. Su lucha con los agentes literarios es singular, particularmente con Carmen Balcells. Tan singular como su prolongada disputa con Javier Marías y, en el pasado, con Francisco Franco.
Un día, bastante asentada su editorial, Herralde decide que no leerá ya los manuscritos de sus amigos. Será labor de los muchos lectores que entonces tiene. Así, irá rechazando y hasta se permitirá verter palabras poco comedidas. Ante Juan Antonio Masoliver, viejo amigo y figurante frecuente en las cuartas de forros, se niega a publicarle un libro y además lo acusa de que “está dolido” porque sus libros han pasado de noche para los lectores. Y sobreviene una de las muchas rupturas que aguardan a un editor.
En una carta a Grasset, editorial donde publicaba André Glucksmann, le confía su nueva orientación: “concentrar sus esfuerzos en las colecciones de ficción”. En 2008, en su discurso de agradecimiento por el Gran Premio Provincia de Buenos Aires, reconoce que su editorial está constituida por “dos tercios aproximadamente de ficción y un tercio de no ficción”. Y pasa a explicar el porqué de la persistencia del ensayo en su catálogo. Dice que se siente impelido a incorporar a “aquellos autores y aquellos textos que contribuyan a iluminar nuestros tiempos inciertos, a combatir aunque [sea] mínimamente las injusticias, a ampliar y profundizar el ámbito del saber”.
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Frente a Los papeles de Herralde uno está punto de exclamar “ah, un héroe de nuestro tiempo”. Lo parece, en efecto. Desde sus comienzos, por la misión evangelizadora que se impone. Mejor dicho, civilizatoria, en una España ahogada por el franquismo. Después, por su empeño en mantener la empresa de un solitario frente a grupos económicos que se han apropiado del mercado editorial. Por eso parece lógico que, al retirarse, Herralde haya preferido caer en los brazos de Feltrinelli, una casa con la que, además de la amistad, lo unen complicidades muy antiguas.
Jordi Gracia (ed.), Los papeles de Herralde. Una historia de Anagrama (1968-2000), Anagrama, España, 2021, 480 pp.