La sangre también recuerda, primera novela de Amelia Domínguez, compendia en su título el tema que aborda: la violencia ejercida por los colonos españoles sobre los pueblos originarios de México y el consecuente levantamiento de éstos por su liberación. El crimen de un líder indígena ocurrido en plena época colonial deja una mancha sobre la tierra. Con ella persiste la opresión que provoca, dos siglos después, otro asesinato en el mismo lugar.
Estos sucesos forman el eje en torno al cual se anudan cuatro historias centrales, intensas como la narración y el suelo en el que transcurren: Tehuantepec, Juchitán (Xochitlán), Oaxaca, México. Las vidas de un poderoso matrimonio español del siglo XVII, formado por Inés y Juan de Avellán, resurgen en la investigación que Aurora realiza más tarde, in situ, durante los años ochentas del siglo XX. Mientras visita en Oaxaca a Feliciano Cruz, poeta y líder indígena, recorre los caminos políticos istmeños y los de la incertidumbre afectiva, ambos desolados. Investiga los pasos de una organización de izquierda que gana, y luego pierde, la presidencia municipal de Xochitlán.
Como dice Miguel Donoso Pareja en la cuarta de forros: La autora “…construye una visión histórica con gran solvencia narrativa”. Es el conocimiento de primera mano de la región y de su acontecer histórico lo que le da solidez a las atmósferas y contextos en la novela de Amelia Domínguez. Refiriéndose a los hechos de injusticia y muerte que aparecen en la obra, Donoso concluye: se trata de eventos que merecen ser difundidos. Como lectora, celebro por ello que Ediciones de Educación y Cultura haya publicado esta obra.
Feliciano reencarna en un sueño al líder de aquellas antiguas insumisiones y presiente, igualmente, su muerte a manos del poder arbitrario, brutal, que rebasa épocas y se reproduce en las represiones cotidianas ya sin máscaras, sin metáforas y sin misericordia. La sangre de Feliciano revive la de aquel guerrero indígena y queda ahí, como una sombra oscura, recordando sobre el asfalto para que otros también evoquen y revivan.
La novela es, por otro lado, una novela contemporánea. No sólo porque no se cuenta linealmente sino que inicia cuando Aurora recibe por el periódico una noticia: “Balean en Tehuantepec a poeta oaxaqueño” (p. 11). A partir de ahí, la retrospectiva se incorpora al relato a modo de flashback. Pero la obra sincroniza también con las tendencias narrativas actuales porque sus personajes no son héroes desde el momento en que se ven vencidos y separados por las circunstancias. Viven la imperfección y el fracaso existencial característico de nuestra época sin que nada en ellos, sin embargo, logre apagar el sentido profundo de la vida. Se saben vulnerables, pero eso mismo vuelve más urgente oponer la existencia al nihilismo circundante. Hay quizás, en la autora, la intención de guiar la interpretación del lector mediante símbolos.
“Feliciano Cruz”, más que un significado revela un símbolo. El nombre parecería llevar una contradicción de lenguaje, pues es imposible un ser feliz que carga a la vez con el sacrificio de los crucificados. Pero aquí la contradicción intencional es luminosa: La felicidad de este hombre se afirma a medida que se entrega por la liberación de su pueblo, único hecho capaz de motivar su vida.
Aurora también goza el arte, busca realizarse en el conocimiento, anhela la igualdad porque es el prejuicio y la desigualdad social lo que la alejan de lo que ama. Es la mujer íntegra en su soledad y búsqueda del amor, tan lejano como la posibilidad de justicia social. Yendo de decepción en decepción, su nombre no deja de ser una esperanza en sí mismo, promesa de cambios quizás para otro tiempo, quién sabe, más pronto que tarde habrá de llegar la armonía entre los seres. Tiempos comprensivos los habrá como habrá aurora, mañana seguramente. La noche de Feliciano quizás anuncie el triunfo de la Aurora.
Por su temática, la novela también reencuentra las tendencias discursivas actuales que proponen el género, no como un medio grandilocuente de edificación, sino como una vía modesta de comprensión de las profundidades humanas y sociales. Razón por la cual su verdad no está tanto en la historia expuesta –que no es exacta—, sino en el buceo que realiza por el alma de personajes más ficticios que históricos, para labrar con ello una obra de arte.
La frase de Donoso Pareja se vuelve ilustrativa. Él menciona la construcción de una visión histórica y propone la difusión de los eventos injustos que se relatan. No dice que se haya escrito historia o una novela histórica, aunque sabía que en el fondo narrado existían datos ciertos. Sucede que Feliciano o como se haya llamado el personaje en la vida civil, fue poeta, y además fue alumno de Donoso en uno de sus talleres literarios. Fiel a su teoría, al escritor ecuatoriano no le interesaba qué fue cierto y qué no en la realidad sino que la novela cumpliera con los requisitos del género narrativo. Y la obra de A. Domínguez los cumplía, por su forma al mismo tiempo que por su contenido. La literatura, deduzco, debe ser ante todo literatura, pero ello no significa que deba estar vacía de verdades y de ética.
Algunos datos indicarían que la autora, por su parte, se propuso dar a la lectura una obra de ficción. Cambió el nombre real de Feliciano y cambió el de las organizaciones campesino-estudiantiles que aparecen en escena, además de inventar lugares y personajes secundarios. Por ello, aunque parte de los acontecimientos sean históricos, no se trata de una novela histórica. La ficción permea y envuelve buena parte de la trama, llena los huecos informativos, imagina las ausencias, completa las elipsis, hace hablar los silencios de la historia, inventa. Hace, en fin, literatura. ¿Es, como indica una opinión, que novela e historia se excluyen y no se puede hacer ambas a la vez sin caer en la degeneración del género? Sí, la novela está dominada por la ficción y la historia no debería estarlo, pero más allá de estos debates que se remontarían a Homero y Heródoto, más que por los venerables pruritos de los fundadores de la historiografía, creo que las dos disciplinas se estorban por otra razón.
Cuando la historia especula no hace literatura, formula hipótesis, conjeturas, inferencias, deducciones, o debería formularlas. El universo literario escapa por entero a este orden de verdades apodícticas. Su reino es de otro mundo. Aunque a los textos de ficción se anexen parcelas de realidad, de lógica o alguna dosis histórica, éstas se subordinan a la ficción y giran en torno al eje de la creación artística. Domínguez da una clave (p. 151) cuando, a través de la narradora, se dice que Aurora ha buscado inútilmente en los archivos más datos biográficos de Inés, la española cuyo marido fue asesinado en Tehuantepec. Quiere saber qué fue de ella, en qué acabó, pero la historia es parca y se le niega. Decide no conformarse, resuelve inventar el resto de la historia, alarga la narración valiéndose de su imaginación. Y vuela: de concierto con el lector, cuenta lo que supone, imagina… Lo imposible en la realidad se hace de palabras, se transfigura, el escritor se convierte en lo que quiere ejemplificar, narrar, criticar, comprender, convocar, exorcizar de su entorno y el universo.
En cuanto a su forma, la novela muestra que el relato en tercera persona sigue vigente como una forma de desentrañar los universos compuestos de personajes y situaciones múltiples. Hay quien dice, sin convencer del todo, que la narración en tercera persona resulta arcaica. Se afirma también que ésta es la técnica narrativa que más induce la credibilidad del lector. Esta credibilidad, vista del lado del escritor, constituye el problema mayor de la verosimilitud: hacer que el relato, cierto o no en realidad, parezca literariamente verdadero. La literatura debe ser creíble para que el texto funcione como arte. Pero a la verosimilitud y a la credibilidad se puede llegar relatando en primera, segunda o tercera persona, o desde perspectivas mixtas, pues su logro no depende del sujeto de la narración sino de la destreza en el manejo de las herramientas verbales, tiempos, proporciones, atmósferas y demás recursos narrativos.
La sangre también recuerda se cuenta en tercera persona, es de ese tipo de novelas que ponen en escena a un narrador o narradora omnisciente. Es decir, un narrador que sabe todo lo que ocurre en el plano de los sentimientos, pensamientos, aconteceres de los personajes y sucesos novelados. Su ángulo es por ello figuradamente imparcial, distante, externo al de los acontecimientos y protagonistas del relato. Él o ella, narrador o narradora, sabelotodo, planea por encima del universo relatado y sólo se acerca a los personajes cuando los hace emplear el estilo directo para dialogar o para expresarse en monólogo.
La crítica contemporánea ha señalado sus reservas frente a la narración omnisciente porque, dice, el narrador se asume como un Dios omnipresente y omnisciente. Su supuesta neutralidad y su posición superior representarían, pues, el estilo decimonónico del relato, propio más bien de la novela realista. En este último aspecto la crítica puede tener razón y la omnisciencia sería, más que un rasgo caduco en la literatura contemporánea, un recurso facilista reproductor de retratos objetivos de la realidad. Pese a todo, importantes escritores siguen empleando la perspectiva del narrador semiomnisciente para desarrollar sus obras, como ya, desde el siglo XIX hubo quien usó la primera persona en la narración. ¿Ejemplos? Flaubert con Madame Bovary (1857) y Dostoievski, especialmente en Memorias del subsuelo (1864); y en general las obras escritas en forma de diario personal. Tal vez porque los suyos fueron años en que el realismo comenzaba a ser insuficiente como vehículo expresivo antes de venir a romperse a finales del siglo bajo la presión de sensibilidades vanguardistas.
Lo normal, en la práctica, es la mezcla de distintas perspectivas y la confluencia de diferentes sujetos de la narración en un mismo relato. Es evidente, a la vez, que muchos autores experimentan hoy con la primera persona que convierte al narrador en un personaje más y lo compromete en la perspectiva del yo sin que se trate, obviamente, de la autobiografía del autor. No hablo del ejercicio egocéntrico de la auto narración donde la creatividad brilla por su ausencia, sino de la experiencia lingüístico-imaginativa en primera persona.
Puede ser una autoficción, una otrificación en figuras ficticias, o el desdoblamiento del yo narrador en distintas voces. Como exploración de las insospechadas posibilidades del lenguaje y renovación de las estructuras novelísticas, las autoficciones y otrificaciones narrativas han resultado ser muy fecundas. Constituyen un reto a la imaginación enfrentada así a la invención de vivencias, a la construcción de contextos inhabitados para crear atmósferas, caracteres y estructuras verosímiles.
Podemos seguir las tendencias en la práctica de novelistas contemporáneos. Por mencionar a algunos, J.M. Coetzee, Marcela Serrano, Elena Ferrante, Paul Auster, E. Carrère; el polémico Houelebecq que inventándose, ya como profesor (Sumisión) ya como agrónomo (Serotonina) encarna los riesgos de sus personajes mientras vive muy lejos de tales oficios. La lista se alargaría y no acabaría de nombrar a los escritores que han experimentado con literaturas del yo, sea como autoficciones o como otrificaciones, involucrándose en sus escenarios. La audacia cuesta, y se puede medir con el número de detractores a diestra y siniestra que se ha ganado, por ejemplo Houlebecq, pero como escribió un comentarista, quienes lo aplauden y quienes lo rechazan parten de un mismo error: confundir al autor con los personajes que crea en cada una de sus novelas. Estos pueden ser misóginos, nihilistas, racistas o sus contrarios, abiertamente abominables o solitarios ingenuos aplastados por la posmodernidad, pero no son el autor, ni cuando se hacen odiar ni cuando inspiran ternura.
Por un error cognitivo o de atención –si no queremos malpensar y decir que por absoluta mala fe—, hay quienes identifican al autor con lo que son, hacen, piensan o dicen sus personajes. Si se trata de un error, éste se ha visto favorecido por las condiciones actuales de (in)comunicación que no propician la lectura atenta, reflexiva, acelerados como vamos en el vértigo de las muchas ocupaciones y del exceso de información. Distinguir al autor del narrador y a este de los personajes de una obra, me parece el A, B, C de la lectura. Sin embargo, hoy por hoy no es obvio que se sepa leer. Recuerdo cómo un comunicador de televisión, académico, interpeló a un escritor: Tu nueva novela es autobiográfica. El entrevistado respondió que le gustaba esa percepción: “mi trabajo como escritor es engañarte hasta el final”.
Un lector de literatura debería saber lo que desde Proust es una verdad de Perogrullo: que el autor no es el narrador ni los personajes, y que los escritores no sueltan el velo tan fácilmente. La literatura de ficción ayuda a comprender el mundo mediante el relato de historias en conjunto falsas, pero que bien escritas, logran convencer de que son verdad. ¿Ilusionismo? Privilegio y límite de la ficción el revelar verdades mediante fantasías, pues nos guste o no, fingir es mentir. No por ello diríamos que una obra como La sangre también recuerda es una sarta de mentiras. No cabría semejante calificación si el texto se propone como novela y no como historia, como ficción y no como biografía o autobiografía.
Desde este ángulo, la novela de Amelia Domínguez es un producto bien estructurado, con todo y narrador omnisciente –o a causa precisamente de él—, mantiene bien la unidad. Es una denuncia política que escapa al panfleto y una historia de amor que no cae en la cursilería. Bien podría tratarse de pura invención en los mundos paralelos que nos abre, lo que importa es si ese conjunto estético que se nos brinda llena o no nuestras expectativas de arte, humanidad y autenticidad. La sangre también recuerda, me parece, lo logra generosamente.
Amelia Domínguez, La sangre también recuerda, Ediciones de Educación y Cultura, México, 2019, 190p.