Aproximaciones a la obra de George Steiner

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La esperanza es gramática.

George Steiner

 

Entre 1960, año en que publica Tolstoi o Dostoievski, y 1971, cuando aparece En el castillo de Barba Azul, George Steiner tiene una década de gran productividad, con, además de los mencionados, varios trabajos importantes —La muerte de la tragedia (1961) y Lenguaje y silencio en 1967. Y su papel como ensayista y crítico literario empieza a ser conocido no sólo en inglés y francés, lenguas en las que escribe, sino en español, italiano, alemán (lengua que también maneja perfectamente). Sin embargo es difícil situarlo taxonómicamente: especialista en literatura comparada, teórico de la traducción, filósofo del lenguaje, historiador literario, judío defensor de la cultura grecolatina, francés de nacimiento, pronto, acompañando a su familia, saldrá al exilio en los Estados Unidos (donde ha desarrollado su vida profesional). La categoría taxonómica que mejor le cuadra es la de ensayista, pero con la conciencia de que el término excede y elude la clasificación. Su papel, a la vez de investigador y divulgador, usa las mejores armas de la academia —rigor, conocimiento, preparación teórica— y las condimenta con las del periodismo y la enseñanza, la claridad expositiva y el interés por lo nuevo.

En 1971 aparece en español Extraterritorial, casi al mismo tiempo que en inglés, libro de ensayos que da a conocer a la vez un panorama del cambio ocurrido en el pensamiento en lo que va del siglo, con la irrupción de las llamadas ciencias del lenguaje, y la transformación de antiguas disciplinas, como la filología, en semiología y lingüística, sobre todo a partir del trabajo del Círculo de Moscú y posteriormente el de Praga, con la lectura de autores antes poco atendidos como Ferdinand de Saussure (1857-1913) o Louis Hjelmslev (1899-1965). Así el trabajo que va de Jakobson a Chomsky es revisado con una voluntad de exposición narrativa, aunque no necesariamente histórica para poner de realce el cambio. Es de agradecer la claridad en campos subrayadamente abstrusos que no pocas veces requieren conocimientos técnicos y familiaridad con los lenguajes metodológicos. Y es también de agradecer, y además de subrayada importancia, los señalamientos que trae ese cambio —una revolución del pensamiento muy profunda— en la propia práctica de la literatura, a través de brillantes señalamientos sobre Borges, Nabokov y Beckett.

Desde entonces ha transcurrido ya medio siglo y las cosas han cambiado mucho. Las ciencias del lenguaje se han empantanado en jergas, matices bizantinos, polémicas, histrionismos, banalizaciones a veces poco perceptibles bajo la especialización. El profundo contenido transformador se ha visto mediatizado por el regreso de concepciones historicistas a los principales centros de investigación y reflexión, la mayoría de las veces ligados a la academia. Incluso hay el fascinante caso de Bajtín, el último grito de la lingüística hacia fines del siglo xx, hoy tal vez una superchería o un montaje digno de un novelista distópico de gran imaginación, mientras que Borges, Nabokov y Beckett son clásicos sin descendencia visible, pero con muchos epígonos. Incluso el señalamiento que cierra el libro sobre las posibilidades que la interacción entre la filosofía del lenguaje y de la ciencia contemporánea traería parecen haber quedado en promesa. En el casi medio siglo que vivió después de escrito el libro a su autor le dio tiempo para darse cuenta de ello, transformar sus opiniones e ideas, su mirada también evolucionó y su interés por lo que podríamos llamar un pensamiento aplicado a la lectura de autores y artistas de diversos momentos, desde los clásicos hasta los nuevos, le permitió volverse el crítico más influyente de la cultura en ese lapso y su obra es una guía de lectura ejemplar.

Hay que entender y atender a ciertos datos biográficos: su condición judía, su pertenencia a una familia culta, la convivencia plurilingüística de su formación (francés, alemán, inglés, yidish y, ya en la edad madura otras lenguas por interés propio). Su exilio juvenil y su aprovechamiento de las condiciones y medios de la cultura norteamericana, su vinculación a las academias y su papel como “maître à penser” heterodoxo y sin dogmas ni normatividad evidente. Equidistante de las tentaciones autocontemplativas del pensamiento francés y alemán, así como de la supuesta neutralidad del inglés, resulta sintomático que su primer libro, Tolstoi o Dostoievski, sea sobre literatura rusa, libro ambicioso y profundo, a pesar de no haber podido leer a los autores en su lengua original. Sin embargo, yo quisiera ver en ese desconocimiento de la lengua rusa un factor que se transformó en virtud: no hablar desde el pulpito del especialista y así establecer una cierta empatía con el lector. A su vez la calidad de sus ideas e intuiciones ha hecho, no sin resistencia, que sea tomado en cuenta también por los especialistas. En Extraterritorial se puede ver esto claramente con su diálogo con Chomsky.

Es muy interesante ver cómo ha evolucionado la lectura de Nabokov, Borges y Beckett. Steiner no los descubre, ni mucho menos, son ya muy famosos en el momento en que aparece Extraterritorial, pero ese término del título hay que entenderlo como una condición lingüística: del ruso al inglés en el caso del autor de Lolita, del inglés al francés en el autor de Esperando a Godot, y del español al español en el caso de Borges, tal vez el más extraterritorial de los tres. Además, entonces era más difícil ser consciente de las similitudes como ahora lo es ser consciente de sus diferencias. ¿Cómo entender el título? Como un más allá del territorio y de la lengua, o, al contrario, como un subrayado de ambas cosas. Que un crítico como Steiner, que acabaría siendo representantes de una concepción clásica de la lectura, se ocupe de tres autores tan iconoclastas o rupturistas ha contribuido a que se vuelvan clásicos del siglo xx, pero tal vez también a que pierdan parte de su poder subversivo.

Eso nos llevaría a la pregunta implícita en este y en varios libros de Steiner ¿Es la crítica un género subsidiario o menor? ¿Es toda lectura una mediatización? No hay que temer contestar que sí, pero tampoco el decir que no. Hay buenas razones para ambas respuestas. La palabra misma es ambigua, porque a su contenido de hecho comunicativo suma, no sé si con conciencia, un sentido simplificador que no es deseable. Con pocas variaciones, sobre todo sustituir lectura por traducción, este párrafo se podría aplicar a su libro mayor, Después de Babel. Una de las virtudes de Extraterritorial, en tanto elemento no de mediatización sino de mediación, para evitar la ambigüedad señalada, es que leído cincuenta años después sigue siendo iluminador, aunque ahora lo tiñe una enorme nostalgia por el sentido de novedad que tenía entonces. Y es que la misma idea de novedad se ha transformado.

También se ha transformado la de extraterritorialidad. Hoy es cada vez más común que escritores de una nacionalidad escriban en una lengua distinta, pero no necesariamente ajena: pienso en los japoneses que escriben en inglés, pero podría haber otros ejemplos. En aquellos años aún no saltaba al conocimiento público masivo la obra de Elías Canetti, autor extraterritorial si los hay. Y por otro lado la lengua se ha vuelto protagonista del texto en otro sentido en autores como Georges Perec, Eduardo Sanguinetti, Severo Sarduy o Julián Ríos. Lo extraterritorial no tiene que ver, aunque a veces los textos se cruzan, con la idea de vanguardia o con lo experimental, sino con una vivencia de la lengua desde dentro de ella. La misma idea de lengua materna se está transformando y probablemente en un sentido distinto al de la globalización, pues si en esta reina la unificación en la primera la diferencia (y los mecanismos de diferenciación).

A lo largo de su dilatada carrera —sesenta años publicando libros— Steiner tuvo siempre muy claro que era lo que quería y lo planteaba al lector de manera franca, no importaba que con el tiempo o las lecturas pudiera cambiar de punto de vista, gustarle menos algunos autores, gustarle más otros, interesarse por temas extraños. También supo encontrar en el terreno del periodismo de largo aliento un espacio adecuado. La expresión “largo aliento” merece algunas consideraciones: era capaz de escribir notables reseñas de una extensión que hoy seria lamentablemente inadmisible para cualquier editor sin que el ritmo decayera, y podía escribir sobre un personaje heterodoxo del medio cultural —la idea de autor en su perspectiva funcionaba más que como aglutinante como herramienta de unidad—, ser bifronte entre el experto en arte y el espía político, como es el caso de Anthony Blunt en “El erudito traidor”, o de criticar inteligentemente autores que le incomodaban por su radicalidad, como Simone Weil o Emile Cioran, pero no condescendía a elaborar listados de cara al auditorio, como su contemporáneo Harold Bloom, otro de los muy pocos críticos que alcanzaron categoría de estrellas mediáticos.

Steiner escribió al final de su vida textos autobiográficos deslumbrantes, como Errata, pero en todos sus textos se configura el retrato de sí mismo. En Blunt, personaje digno más de la ficción que de la vida, le debía parecer el aventurero que le hubiera gustado ser, y en Weil o Cioran no podía reconocer del todo la razón en la escritura que tanta fascinación provocaba, le resultaban excesivos. Y para situar el exceso encontraba razones para desmontar el mecanismo creativo de esa misma fascinación, sobre todo si se trataba, como fue el caso de los autores citados, de ensayistas y no de creadores (pues es difícil encontrar algo o alguien más excesivo que Beckett). Lo perdía, creo, su confianza en una debilitada y matizada idea de progreso, que no perdió hasta el final de su vida. Pero Steiner no fue, como Weil, una víctima de la guerra mundial ni un sobreviviente a ella, sino alguien que, gracias a Dios o al azar, huyó, y en ese exilio reconstruyó la confianza en el hombre y en la cultura. No fue, como los escritores europeos de su generación, a los que por fechas pertenecía, un sobreviviente. Sobre la diferencia entre víctima, sobreviviente o exiliado haré algunas consideraciones más adelante. Por eso, por ejemplo, podía admirarse ante la gran narrativa norteamericana del siglo xx mientras que la inglesa le parecía envejecida, vetusta, incluso estéril. A veces Steiner me hace pensar como ensayista, en la sombra de un narrador que siguió un camino inverso: siendo norteamericano se volvió europeo (más que inglés), mientras que Steiner, gran cronista de la aventura intelectual de occidente, se volvió estadounidense. O al menos extraterritorial.

En todo caso su filiación americana se adscribiría a lo que representan culturalmente, Boston, Chicago o Nueva York (su reconocimiento público se debe en buena medida a su constante colaboración en The New Yorker), y no en el otro eje, formado por Los Ángeles, San Diego y San Francisco, ni mucho menos por el formado por Las Vegas, Miami y Orlando en La Florida. Así, si James narrador decimonónico que proyecta su sombra en el xx, Steiner será un crítico típico del siglo xx, con una curiosidad omnívora y una confianza en que lo puede leer todo, que proyecta su sombra en el xxi (espero).

Cuando treinta años después da a conocer Errata, su autobiografía, el irónico título es un guiño al lector. Steiner es un caso no sólo excepcional sino además privilegiado y él tiene plena conciencia de ello. El ambiente en que estudia desde la preparatoria, la disciplina didáctica de su padre, que agradece y que hoy rozaría el delito, lo preparan para leer, leer, leer. Descubre pronto su vocación por la enseñanza y agradece a los muchos compañeros de aventura que aportaron ejemplos, enseñanzas y curiosidades a su formación. Pero esa excepcionalidad tan manifiesta en Errata, una de las biografías más admirables del último medio siglo muestra también que más que ser un hombre de su tiempo como él hubiera querido se trata de una vida fuera del tiempo. Es cierto que se interesa, opina y reflexiona sobre política, y con gran tino, pero siempre parece mirar las cosas desde fuera. No sólo es un hombre razonable en una época de sinrazón, sino que la pertinencia de sus señalamientos desnuda nuestra miseria actual. Errata, como si hubiera sido planeada, se publica y se escribe antes de la revolución tecnológica digital que tanto daño hará —está ya haciendo— al libro (soy de los que no tiene esperanza que ella lo beneficie). Lo que hay detrás de su autobiografía es una costumbre y una obligación moral del hombre de letras, y por lo mismo expresa su confianza en el ejemplo. Un libro sobre castillos en el Tirol despierta su vocación por los inventarios y a eso se dedicará toda su vida. Una lista es ya una forma del pensamiento. De allí el gusto que da elaborar las no siempre triviales listas de los libros de un siglo, de un decenio, de un año o los que se llevaría uno a la isla desierta.

La condición moral de la autobiografía revela rasgos de los libros ensayísticos de Steiner: la religión en él está muy lejos de ser una experiencia de la gracia —tal vez por eso no entiende a Simone Weil—, para él la religión (no sólo la judía) es un humanismo. Por eso entiende perfectamente los nexos religiosos que hay entre marxismo y teología. Por eso también quiere, hasta con cierta angustia, mostrar las ventajas de una civilización y cultura burguesa que él vivió y le permitió ser ese hombre libros. Los 150 millones de pobres actuales en Estados Unidos muestran que esa burbuja no durará mucho. De esa condición viene también su aprecio y reflexión sobre la música como suma del arte: abstracción y concreción, normatividad matemática y libertad absoluta, sensibilidad a flor de piel y rechazo de cualquier crítica o interpretación que no sea metafórica. Sobre ella o se habla técnicamente, y entonces es un álgebra, o se habla metafóricamente, y entonces es puro impresionismo. Y, agrego yo, la música crea esa admiración por una condición poco señalada, en parte debido al desarrollo de los medios técnicos de reproducción auditiva, su sentido social. Si bien la música viene del origen y es anterior a cualquier otro lenguaje expresivo y creador la concepción de ese arte que tiene la sociedad contemporánea tiene que ver con su interacción social, de los salones de la corte a las salas de concierto a los grandes estadios. Y en un futuro dominado por los soportes digitales es probable que esa condición cambie e incluso desaparezca, como el cine, que ha cambiado como lenguaje creador a partir de una frecuentación diferente a las de las salas de cine tradicionales.

Desde luego que también cuenta que la música es un arte que, en varios sentidos, no en todos, escapa al infierno de las ideologías. El muchas veces propuesto enigma de la condición del arte como fuente de sentido humano que sin embargo permite que el que disfruta de una pieza de Bach, luego de oírla, de la orden para ejecutar a un prisionero o envíe a los hornos un tren de condenados, se tiene que plantear en otro ámbito y Steiner lo sabe, la música —todo arte— no nos hace mejores individuos, pero tal vez si hace mejor a la sociedad. Por su juvenil exilio, por su formación cultural, procedencia racial y religiosa es particularmente sensible a ciertos hechos y actos, más frecuentes de lo que quisiéramos, y que podemos resumir en la siguiente expresión: “la tentación totalitaria”. Cito una de las más escandalosas: el filonazismo del filósofo más importante del siglo xx, Martín Heidegger.

En Errata cuenta como escuchó hablar por vez primera del autor de Ser y tiempo. Por elusión: con la estrategia de un profesor, casi de película de suspense, y que le da al pensador alemán de ser llamado, becketianamente, el innombrable. Que el gran crítico literario se avocara años después a escribir una monografía sobre la obra del filósofo nos indica varias cosas, una de ellas, pero sin ironía, que para Steiner la filosofía es también, como para Borges, una rama de la literatura. La segunda: propone que la filosofía sea entendida desde la literatura, muy en el camino de Extraterritorial, y la tercera, la más difícil de todas, exponer un pensamiento tan abstruso de manera clara, acorde con sus exigencias cartesianas. Las dotes de narrador de Steiner se hacen presentes en los relatos de su aprendizaje.

Se ocupa también de explicar y valorar su trilingüismo y sus palabras recuerdan a un autor de la generación anterior, Elías Canetti. La convivencia de lenguas en su hogar hace que la noción de lengua materna se relativice y se transforme. Para él el alemán, el inglés y el francés conviven en su formación y crecimiento, y facilitan tanto la conciencia de Babel, que dará el que se considera su libro más importante, Después de Babel, como el tono de sus aproximaciones extraterritoriales a la literatura.

Errata, que en principio parece un libro escrito como colofón de su obra —lo escribe cuando Steiner, a los 70 años, si bien está en edad de jubilarse todavía seguirá plenamente activo desde su cantón suizo, piensa y polemiza como a los treinta años. Daría la impresión de que se sintió tocado por uno de sus temas, la muerte, pero como una proximidad vivencial, y que por eso busca saldar deudas, resumir, inventariar los problemas que lo obsedieron, también aquellos por los que pasó fugazmente, hace memoria, homenajea, ajusta cuentas y establece distancia, y también a veces se queja, curiosamente, de una falta de reconocimiento cuando está en el momento más alto de su fama. Tres elementos retendré de su autobiografía: la descripción, fugaz, pero que se volverá esencial, de la obra de Heidegger, la reflexión sobre las mixturas y maridajes del pensamiento con las ideologías totalitarias y su ambigua y no del todo bien definida vivencia de la fe y de Dios.

En otros libros hay —habrá— posibilidades de agregar matices a un escritor que hizo del matiz su rasgo principal, pero tanto en Extraterritorial como en Errata está presente esa posición que lo hace un eximio representante del pensamiento contemporáneo caracterizado por su condición civilizada. Sin el furor por ser moderno, sin el histrionismo de pensadores de su edad en Francia —Foucault, Deleuze, Derrida, Barthes— y sin la asepsia protectora de algunos de los pensadores anglosajones del mismo periodo. En algún momento señala el enorme vigor de la narrativa norteamericana frente a la inglesa, que encuentra envejecida y estéril, pero es curioso que hablé en estos libros poco de los alemanes, que si bien están constantemente mencionados no forman parte del aire testamentario que tiene Errata ni del propositivo que tiene Extraterritorial.