Guadalupe Cárdenas Gil nunca recuperó la sonrisa desde el día en que la soledad le anunció que su dolor sería interminable. Como todas las tardes, sentada en la última banca de la iglesia, miraba a la Virgen de los Remedios para pedirle, una vez más, que su corazón dejara de sufrir, que le indicara por dónde caminar. No le incomodaba vivir en casa de su tío, sino que esto le recordaba diariamente su desierta vida. La llenaba con recuerdos mientras cocinaba, barría, trapeaba, regaba las plantas y un sinfín de tareas domésticas que debía terminar para poder ir a la escuela de oficios por la tarde y perfeccionar el punto de cruz, trazar moldes para confeccionar ropa y seguir colectando recetas de cocina de la región. Esa era su vida desde los catorce años en su pueblo natal, Jiquilpan de Juárez. Desde entonces cada 31 de mayo asistía y ayudaba a preparar la fiesta de la Virgen e integrarse a la peregrinación para eximir sus pecados. Lupe aceptaba que no había cumplido con los mandamientos y Dios la había castigado.
Felipe y Clementina, sus padres, la consentían porque era su única hija. Buscaron el varón, pero nunca llegó. Así que la niña era la reina de la casa. Cuando ingresó a párvulos al Convento de las Monjas Adoratrices siempre fue una niña ñenga y le hacían burla en el colegio.
—¡Mamá, ya no quiero volver al colegio, las niñas se ríen de mis piernas y de mi lunar!
—No digas tonterías. Las monjas son las mejores del pueblo. ¡Tendrás que seguir ahí, aunque no te guste! Ya verás cuando tu padre vuelva, le diré tu capricho. Ya, ya, ¡sécate las lágrimas! Eres muy pequeña y no sabes muchas cosas que pasan en los colegios. Pero las madres están pendientes para cuidarlas y protegerlas. Ya no llores, mañana te acompaño al colegio.
Abrazó a su madre hasta quedarse dormida. Felipe llegó poco después.
—Ya llegué vieja, ¿qué tal el día? ¿Y ora, qué le pasó a Lupita?
—Nada, se encaprichó porque ya no quiere ir con las adoratrices. Dice que sus compañeras le hacen burla. Mañana iré con la madre superiora.
—Me parece muy bien, ¡de mi reina nadie se burla!
—Manuela, Manuela, ven, ayúdame con Lupita, llévala a su cama. Anda, desvístela y regresas a servirnos la cena.
—¿Qué quiere patrón? Preparé todo para cocinar enchiladas con pollo. ¿O le sirvo su atole de tamarindo con tamales de carne? ¿Qué se le antoja? ¿O, como siempre, sus frijoles bien refritos con su chocolate?, encontré batidas con don Marcelino.
—Tráigame unas enchiladas y una corona. Dejamos para mañana el atole.
—¿Y usté, señora Cleme?
—A mí atole y un tamal.
Esa noche no hicieron sobremesa, él llegó cansado y fue a dormir, ella lo alcanzó un poco más tarde; antes fue a regar sus huele de noche que le gustaban tanto, le recordaba a su mamá y no permitía que nadie más lo hiciera.
Al día siguiente Clementina le advirtió a la madre superiora que si no se esmeraban en el cuidado de su hija dejarían de aportar la mensualidad para sostener el convento y realizar las reparaciones que tanta falta le hacían a la construcción del siglo XVI.
A las adoratrices no les convenía por ningún motivo que Lupita se fuera del convento, la mensualidad que aportaba el señor Felipe Cárdenas era muy jugosa. Por instrucciones de la superiora la madre Paz llamó a la niña y le dijo: “Ya no te apures por las cosas que te dicen tus compañeras, cualquier burla que te hagan vienes a decírmelo. ¿Entiendes?”.
Ciertamente, sus compañeras dejaron de reírse, pero ya nadie se juntaba con la niña del lunar negro y grande que parecía el de una bruja. Cuando inició el primer año de primaria las cosas no cambiaron. Seguían sin hablarle y otras se marcharon a otros colegios. Se acostumbró a ser una niña solitaria y apartada, si no rechazada. Nunca más le dijo a su madre nada porque el costo de haber acusado a sus compañeras fue muy alto.
Al terminar la primaria Lupita, además de ir a la escuela de oficios, visitaba también un hospicio del Sagrado Corazón, les ayudaba a las madres a cocinar o les enseñaba alguna oración a los huérfanos. Recibía clases de piano, literatura e historia. Las monjas iniciaron el camino de su educación y junto con su mamá la instruyeron, como a las señoritas de la época, en buenos modales para que se casara con un buen partido. Su madre sabía perfectamente, muy a su pesar, que su hija no era una niña bonita, ni siquiera sonreía.
Todo transcurría sin más problemas hasta que un día la vida le dio un vuelco radical a esa familia.
—¡Mamita, no te vayas, por favor, te lo pido! ¡No me dejes sola! ¿Qué voy a hacer sin ti? ¡Quédate, yo te cuido, pero nunca me dejes, por favor!
Gritaba y se ahogaba en sollozos hincada a un lado de la cama, acariciaba el largo cabello negro y lacio de su madre inerte, hasta que su padre fue a retirarla a la fuerza. Ella lo pateaba y lo empujaba, quería estar junto a su mamá. Don Felipe la arrastró hasta el otro cuarto y la recostó en la cama.
—Mamá ya no estará, se fue al cielo y desde allá te cuidará y te hablará para que no la extrañes. Ya no llores. Duerme. Mañana viene mucha gente a despedirla y después nos iremos al jardín de los muertos.
Lupe se quedó dormida entre los brazos de su padre, que rogaba que Clementina no los hubiera contagiado “porque entonces sí no sé qué voy a hacer. ¡Virgen de los Remedios, ayúdanos, sálvanos de esa enfermedad!”
Cuando llegaron del panteón Lupe se fue a su habitación y se encerró. Ya no era una niña, pero, fuese cual fuese su edad, perder a su madre era un dolor irreparable. La muerte de Clementina la marcó con una huella indeleble, la abandonó en una recóndita orfandad y evadía cualquier encuentro con la servidumbre o con su padre. Su vida transcurría en su habitación, dormía, lloraba y se exigía bordar el punto de cruz como se lo enseñaron: perfecto, impecable. Tejía con gancho aquel mantel en que su mamá la dirigía. Se quedó inacabado. Sus lágrimas escurrían en silencio cuando tejía y destejía, como si su vida hubiera quedado mutilada. No deseaba terminarlo porque pensaba que al hacerlo se olvidaría de su madre. Olvidó a su padre hasta que un día preguntó por él.
—¿Manuela, a dónde se fue mi papá?, no lo he visto.
—No, el señor hace ya muchos días se fue en su camioneta, la troca, la blanca, y dijo que volvería en unos días. Pero ya pasaron como casi dos meses y nadie sabe de él. Ni tus tíos ni tus primos ni sus amigos.
—No me digas eso, ¡es mi culpa, no lo cuidé! ¡Ni siquiera me acordaba que tenía un papá, soy mala, es mi culpa! Vamos con mi tío Dámaso, seguramente ya sabe algo. ¡Ándale, dile a Jacinto que nos lleve!
—Sí, mi Lupita. Pero tengo que decirte que tu tío Dámaso ha estado bien pendiente de ti. Todos los días manda a preguntar.
—¿Por qué no me habías dicho, Manuela?
—Porque no me abrías la puerta de tu cuarto. Casi no comías ni te bañabas, solo encerrada. Te dejaba la comida afuera en la mesita; te preparaba lo que te gusta y nada, hasta apenas empezaste a probar bocado. Don Felipe sólo bebía charanda; igual, sin comer. Todos los días y todo el día se quedaba en la mecedora donde doña Clemencia tomaba el fresco. No se levantaba. A veces Jacinto lo cargaba al baño y lo ayudaba a bañarse y se lo llevaba a la cama. Pero al ratito ya estaba otra vez ahí en la mecedora. Hasta que se fue.
Llegaron con su tío Dámaso, que en cuanto la vio corrió a abrazarla.
—Mi Lupita, ¡mira nada más cómo estás de flaca! Te siento los huesitos. ¡Eulalia, Eulalia, ven!
—¡Qué barbaridad, Lupita! Genaro nos dijo siempre que estabas bien. ¡No lo puedo creer! Ven, te prepararé tu atole que tanto te gusta y desde hoy vivirás aquí con nosotros. Somos tu familia, tus primos y primas te quieren mucho, lo sabes. No te voy a dejar ir. ¿Me oyes?
—Tía, ¿pero… y mi papá?
—Hija, tu papá volverá –le dijo Dámaso. Ya lo fueron a buscar por todos lados, al rancho, a la casa de Bella Vista, a las cantinas, ¡hasta en Jalisco! Ya sabes que le gusta también el tequila y el mezcal. Tú no te ocupes de eso, no faltaba más. Es mi hermano, ¡carajo!, ¡no lo voy a dejar que se lo lleve la chingada! Y de ti me hago cargo yo.
—¡Gracias, tíos!
—Ven, vamos a tu habitación –le dijo Eulalia–, te voy a dejar la de Margarita. Ella está en Morelia.
Eulalia la metió a bañar porque tenía muchos días sin hacerlo, le arregló la cama y la vistió con ropa limpia.
—Vamos al comedor para cenar. Te hicieron tu atole.
Lupita se sentía extraña; pensaba en su papá, pero sobre todo en su mamá. Apareció en el comedor, cautelosa y sigilosa. No sabía cómo la iban a recibir sus primos. Tímidamente caminó; ahí estaban Dámaso, Alberto, Lázaro, Josefina y Raymundo.
—Buenas noches.
—Buenas noches, bienvenida. Se levantaron a abrazarla.
—Ven, siéntate junto a Josefina.
Lázaro replicó:
—¿Por qué? No. Yo siempre me he llevado bien con ella, vente pa cá, prima. No faltaba más. ¿Verdad apá?
—Dónde ella quiera, ya déjenla en paz.
—Cleotilde, ya sirve –ordenó Eulalia–. ¿Fuiste por los tamales con Angelita?, que Manuela te ayude.
La familia Cárdenas saboreó la cena como nunca, hasta Lupe. Mientras, conversaban de los quehaceres de su sobrina, ¿seguiría o no en la escuela de oficios? Entre palabras cálidas y otras alegres llegaron a la tristeza cuando recordaron a Clementina y Felipe.
—¡Nada de llorar, Guadalupe!, sabes muy bien cuánto te queremos. Harás lo que tú quieras, seguir estudiando los oficios que haces muy bien, siempre fuiste buena alumna. Aunque podrías ir al Colegio Morelense, donde Margarita estudia, y puedes ingresar a la secundaria.
—No, tío, muchas gracias, prefiero seguir con los oficios. Me gustan mucho y ayudar en la cocina y en lo que se necesite.
—Me parece muy bien, ¡ahí estamos! Felipe volverá, entiéndelo. No sabe qué hacer con tanto sufrimiento. Tu madre era su vida, además de ti. Démosle un tiempo. Mientras, nos hacemos cargo de tu cuidado y también estaré pendiente de tu casa para que todo esté en orden.
Se despidieron y se fueron a dormir.
Los días siguientes Lupe se asomaba diariamente por la ventana con la esperanza de ver llegar a su padre. Josefina estaba muy cerca de ella, la animaba con leyendas y chistes rosas. La invitaba a salir al parque.
—Prima, ¡ándale, vamos a dar una vuelta! Vamos a la iglesia de la Virgen de los Remedios a pedirle por tu papá y que tu mami esté en el cielo. Entonces Lupe se animó y desde entonces no dejó de visitarla hasta que se casó.
—Vámonos ya –anunció Dámaso–. ¡Listos para ir al rancho! Nos quedaremos ahí el fin de semana.
—¿Al rancho, Lázaro?
—Sí, prima, se llama Lugar de Añil, su nombre en náhuatl era Xiujuilpan y antes, en purépecha, Huanimban, “lugar de huanitas”. Ahí verás los colores del jiquilite, el añil, la purpurina, el amarillo y rosado de sus flores amariposadas conviviendo con las de los maíces tostados que florecen en los árboles huanitas que coronan el territorio de nosotros los Cárdenas.
Lupe apenas sonrió, pensaba que le gustaría conocer esas flores.
La familia se divirtió a lo grande. Como siempre, estar en el rancho era un enorme regalo porque los hombres montaban a caballo, revisaban el ganado y tomaban charanda. Las mujeres se ocupaban de preparar la comida y mientras comían contaban los quehaceres de los alrededores, que siempre se repiten y alguna que otra ocasión son nuevos. Después iban a caminar por los sembradíos y volvían a Jiquilpan antes de que el aguacero los agarrara en el camino.
Con todas las tareas de la casa Lupe comenzaba a dejar la tristeza. Regresar a los oficios y a sus clases la animó mucho, más de lo que ella imaginaba. Volvió a jugar a la roña con Lázaro y Josefina y reían sin parar cuando se alcanzaban. Estaban en el patio cuando Dámaso llamó a Lupe.
—Hija, tengo que decirte una noticia, y por más que le doy vueltas no encuentro las palabras adecuadas.
—¿Dígame, tío?
—Es de mi hermano, tu padre. Lo encontraron en su camioneta en la barranca que va al camino de Aguililla. Ya tenía algunos días sin que nadie se diera cuenta. Fue uno de mis hombres a quien se le ocurrió atisbar.
Dámaso agachó la cabeza para ocultar sus lágrimas y Lupita se arrodilló llorando.
—Se murió, ¿verdad? Sí, ya lo sé, lo sabía, él nunca me hubiera dejado sola tanto tiempo. ¿Por qué, tío, por qué me pasa esto? ¡No podré con tanto sufrimiento!
—Sí, debe ser muy doloroso perder a tus padres casi al mismo tiempo, pero nos tienes a nosotros. Siempre contarás con esta familia, tu familia. Tu papá era mi hermano más querido y cercano. Su partida me ha dejado un dolor nuevo que no conocía. Además de ser hermanos éramos camaradas, cómplices y socios. ¡No sé qué hacer, qué decir! Es una pena muy grande para todos. Aunque no es lo mismo porque tú has perdido a tus seres más cercanos y queridos. Manuela, échame otra charanda, ¡chingao! Quiero brindar por Felipe. ¡Nunca más lo volveré a ver, nunca! ¿Sabes qué es eso? ¿Por qué la vida te entierra?
—¡Dámaso, cálmate, por favor, ya no llores, ya no grites! Él ya está en mejor lugar. ¡Cálmate, no te vayas a enfermar!
—Cómo quieres que me calme, Eulalia, ¡chingada madre! ¿Sabes cómo murió? Se lo tragaron los zopilotes, ya tenía días, semanas, ¡Dios sabe cuánto tiempo! Ni siquiera lo pude velar ni despedirme; no lo pude volver abrazar para decirle cuánto lo quería, que era mi hermano preferido. Ya nada hay que hacer más que llorar y embriagarme. ¡Déjame solo!
—Tía, ¿es cierto que a mi papá se lo comieron los zopilotes en la barranca? Dímelo, ¿es cierto tía? No entiendo. ¡Mi papá, mi papá!
—Hija, cálmate, te va a hacer daño. ¡Eres muy joven para perder a tus padres, muy joven! Seré como una madre para ti, ¡cálmate por favor! ¡Manuela, Lázaro!, ¿quién viene?, tu prima se ha desmayado. ¡Vengan por caridad de Dios!
—¡Prima, prima, despierta, chingao! Manuela, trae alcohol, ¡anda, carajo!
—Ya está reaccionando.
Guadalupe volvió a caer en depresión, se refugió en su habitación. Más solitaria, lloraba por las noches y por las mañanas se quedaba en silencio, como si su afonía la hiciera existir. No había forma de comunicarse con ella, sólo su presencia ausente. Su dolor era tan grande que la evadió de la realidad. Se convirtió en una muchacha áspera e intratable. Solo sus ojos negros brillaban cuando preparaba la comida que a su mamá le gustaba. Ya no volvió a jugar con Lázaro, tampoco con Josefina. Su rostro nunca volvió a sonreír hasta que conoció a Ramón Ponce Álvarez.
Capítulo quinto de la novela en proceso Lagrimas de la Luna.