Verso Bajo – 8

1712
Gage Smith

Una cuestión de medidas

Estaba en el auto, leyendo, mientras esperaba a que se hiciera la hora de ir a buscar a Jazmín, cuando escuché el silbato: un sonido familiar pero, atrapado como estaba en la lectura, no reaccioné enseguida: era el vendedor de churros, o churrero (como le decíamos en la niñez). Y me llevó de regreso al barrio, cuando pasaba por las mañanas y, de nuevo, por las tardes. Lo mismo que en tiempos más cercanos, cuando vivíamos en Villa Thorne y lo veía pasar por la ventana del estudio, poco antes de que Lucas saliera con su triciclo a la vereda. Escribo esto en mi cuaderno, mientras lo miro irse, con su canasto y su música, subido a esa bicicleta que lo aleja una vez más; y pienso que ya debe de tener más de noventa años.

 

Aquel escribir

 

Como ya sabés, vivía yo en la calle Galván, justo enfrente, aunque un poco en diagonal, a uno de los extremos del pasaje Shakespeare; en realidad, mi casa era el tercer departamento de la planta baja, el que estaba justo al fondo antes del galpón donde don Emilio, quien era el dueño del edificio, guardaba sus herramientas; y era el pasillo el que desembocaba en la vereda de Galván. Sentado en ese umbral esperaba el micro que cada mañana me llevaba hasta la escuela y, mientras lo hacía, observaba los movimientos del barrio amanecido hacía poco; especialmente los de la casa de repuestos de autos que estaba dos casas hacia mi izquierda. Paraban ahí, todas las mañanas, las furgonetas de Mario Lo Gullo, la casa de sepelios cuya sede quedaba por ahí cerca, en la calle Roosevelt; eran de un color verde muy oscuro, con la carrocería toda cerrada, sin ventanas salvo en el asiento para el conductor y su acompañante, y unas, muy pequeñas, que se ubicaban en las puertas dobles de la parte de atrás. Me fascinaba esa composición de letras, pintadas sobre el costado, arriba y a la izquierda del nombre: “sepelios”, y trataba de imaginarme lo que podría significar. Pero más me atraía imaginar qué sería lo que llevaban y traían esas furgonetas; y quién las manejaba: porque me las encontraba estacionadas en la puerta, a veces dos, a veces tres, pero nunca las veía llegar o marcharse. Unos cuantos años después, supe lo que aquella palabra quería decir, pero ya las camionetas habían dejado de aparecer.

 

Números

Estaba hoy en la cola del correo, esperando para despachar una encomienda, cuando llegó un señor mayor y me pidió si le cuidaba el lugar que estaba detrás de mí así él podía ir a sentarse adentro —la sucursal 11 es pequeña y la longitud de la cola hacía que estuviera yo del lado de afuera—; le sugerí que avanzara hasta la ventanilla dado que seguramente no lo harían esperar si lo veían, pero insistió en esperar —algo me dijo que tenía ganas de quedarse un rato, sentado en una de esas butacas que hay en la 11, que no son muchas pero parecen suficientemente cómodas, y mirar las personas y lo que hacían. La cola avanzó un poco más y quedé justo en la puerta; las dos señoras que estaba delante de mí se pusieron a conversar con aquel señor —dije al principio que era mayor porque no se ajustaba con propiedad a la palabra “anciano”—; en un momento dado éste le pregunta qué edad creían que tenía; inmediatamente pensé en 80 años, pero le erré. Como ninguna de las dos quiso arriesgar un número, les dijo 39… y se rió; fue una risa cortita y maliciosa, después de la cual agregó: “Se los dije al revés.” Las dos se quedaron de lo más sorprendidas, y la verdad fue que también yo. El hombre tenía 93 años. Para probarlo, porque le dio la sensación de que no le habían creído, sacó su documento y se los mostró: había nacido en 1920; “El mismo año que el Rayo”, pensé, y eso fue todo. Una de las mujeres le preguntó si se alimentaba bien y le respondió que comía de todo; pero se retractó enseguida: le dijo que dulces no tanto, pero no por él sino por su mujer, quien tenía 83 años y debía cuidarse. Cuando me llegó el turno le insistí para que pasara antes que yo y me sonrió y aceptó después de resistirse un poco, no mucho; me dijo: “Mis 39 años te lo agradecen, pibe”; a lo que le respondí: “Aproveche que no va a poder hacer esa broma cuando llegue a los 99.” Volvió a hacer esa risita corta y maliciosa y, como si fuera en confidencia, me dijo: “Cuando llegue a los 99, la broma va a ser ésa.”

Despaché mi paquete y volví a mi estudio del primer piso frente al parque; me preparé un mate cocido bien grande y empecé a leer mi nuevo libro, el cual ya había elegido ayer y estaba sobre el escritorio que tengo en la cocina, justo al lado de la bandeja donde apoyo el plato con los bizcochitos de grasa: “A Set of Six”, de Joseph Conrad. Un beneficio colateral que tiene Conrad son sus notas de autor, creo que todos sus libros tienen una y es como tenerlo sentado justo enfrente contándote estos y aquellos entretelones. Cuando llegué al final de la nota, vi que estaba fechada en 1920… otra vez aquel año.

Sé que esto no ocurrió realmente así, pero mientras Conrad escribía la nota para la edición del libro que había comenzado a leer, la madre del hombre del correo daba a luz a este último. Y en algún lugar de Illinois, nacía el Rayo. Inexplicablemente, estos acontecimientos estuvieron relacionados, y todavía lo están; y esta relación se reunió conmigo, esta mañana, en la cola del correo. Puede que deba dejar anotado acá que suspendí la escritura del cuento que estaba componiendo para escribir estas líneas. La memoria utiliza los años, los números de los años, como una referencia fuerte; no le importa que se trate de un artificio al servicio de un orden plagado de intereses en su mayoría mezquinos. Al menos, así es como mi memoria ordena sus recuerdos y me permite recorrerlos sin mayores contratiempos. Y los años anteriores a mi llegada a este mundo funcionan como las páginas de un libro. Así, puedo pensar que, cuando nací, el hombre del correo tenía ya 33 años; y 39 mi primer día de escuela primaria; y 51 cuando egresé de la secundaria. Que, al comienzo de 1980, año cuando me reencontré con el Viejo, tenía 59; y 60 —como yo ahora— cuando aquel año terminaba y me estaba mudando a mi primer departamento. Y tenía yo 58 cuando se murió el Rayo; y 44 cuando el Viejo dijo adiós, para irse a quién sabrá dónde, y me dejó con un puñado de hojas en blanco que todavía estoy tratando de leer. Cada número de cada año, como si lo anterior fuera poco, me recuerda a cada número de aquéllos que escribía en mi primer cuaderno: serie numérica que, sin saberlo yo, resultó ser mi primer diario.

 

Luego de tantos años

Llega un día, casi siempre más temprano que tarde, cuando el uno se encuentra con el uno: es inevitable. Para algunos, muchos, ése es el peor día de sus vidas; para otros, los menos, ése cuando vivirán una charla que irán recordando, luego, cada vez con más detalle. Habrá también, claro, quienes ni siquiera lo notarán; en ocasiones, se me daba por pensar que éstos eran los que corrían con más suerte; pero, ahora, ya no estoy tan seguro. Por mi parte, soy de los que dejan que el uno hable; y aún lo escucho hoy. Luego de tantos años, todavía lo sigo escuchando.

 

Lecturas y regalos

Cierto día, allá en la primera mitad de los sesenta, dado que la familia se iba a pasar unos días a Necochea y el viaje en el ditella solía tomar sus buenas horas, me fui a la librería Rodríguez a ver qué encontraba para leer en el viaje. Me decidí por dos títulos de la colección Robin Hood del Espacio: “Islas en el cielo”, de Arthur C Clarke, y “Abandonado en Marte”, de Lester del Rey. La pasé muy bien con su lectura aun cuando no tenía ninguna noticia previa sobre ellos ni de sus autores y que me estaba calcinando en el asiento trasero junto a la bicicleta. Por esas cosas de las idas y las vueltas, aquellos libros quedaron por alguna parte y mi vida por otra. Hace algún tiempo me decidí a recuperarlos; no aquellos ejemplares de mi viaje sino otros, similares, que pudiera conseguir usados. Aquellas ediciones de tapas duras venían con sobrecubiertas impresas a color, las cuales repetían las ilustraciones de sus ediciones en inglés; y descubrí que mi búsqueda no resultaba exitosa; de acá fue que me decidí a buscarlos en inglés. La suerte mejoró. Hace poco menos de dos años, conseguí “Islands in the Sky” (en una edición pocket), y su lectura me regaló un momento que no podría describirte. Con el libro de Lester del Rey, la cosa fue más difícil puesto que los ejemplares que encontraba se escapaban del poder de mi bolsillo; hasta que hace dos días llegó el ejemplar que tanto busqué: una edición original, en inglés, de tapas duras y con la sobrecubierta original, la cual tiene la misma ilustración que aquella que leí cuando era chico. Sospecho que su lectura me regalará momentos que tampoco podré describirte.

 

Me desperté en medio de la noche

Una de las tantas veces que me despierto, cosa que ya se me ha vuelto costumbre desde hace cosa de un par de años, y escuché la lluvia que golpeaba contra el techo de chapa. Hacía años que no escuchaba ese golpeteo de las lágrimas de la oscura. La noche anterior había escuchado los grillos. Una vez me dijiste que la inmortalidad andaba entre esos dos sonidos. Y me ha llevado toda la vida comprenderlo.

 

Aspecto canino

Me entusiasma cuando una persona se esfuerza, al escribir un poema, para que no caiga en lugares donde ya han caído otros y, al mismo tiempo, evita el recurso escandaloso. No hay muchos escritores inclinados a hacerlo; la mayoría prefiere ir a lo seguro, aun cuando se encuentre muy visitado. Por eso, dejé que tu perro me arrancara la mano; así tengo una excusa para no aplaudir.