Verso Bajo 4

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María Fernanda Flores

La tecnología al servicio de lo instantáneo

 

Me interesa el diálogo público acerca de la escritura, pero cuando es en carne y hueso. Los intercambios mediante la Internet se han vuelto para mí un estanque donde pescar a la busca de alguna rara avis. Fuera de ello, coincido: “pertenecer a una red social no tiene mucho sentido” —si ya sé que lo tuyo fue un condicional; lo mío también pero subordinado a esa pesca que menciono más arriba.

En cuanto al diálogo en sí creo que éste se encuentra más cerca del ping-pong que del ajedrez, más del ajedrez que de la transcripción de un juicio, más de la transcripción de un juicio que de los discursos de políticos enfrentados en época de elecciones. Pero quitándole primero, a tales encuentros, sus características de enfrentamiento bélico —siendo el ganar o perder uno de sus contenidos— y fortaleciendo la ganancia no a expensas del interlocutor sino derivada del encuentro mismo.

Lo que quiero decir es esto: imaginá un segmento graduado de 0 a 6; en el extremo del cero está el diálogo, en el del 6 lo que podríamos llamar la alternancia de monólogos. Ahora fijáte en qué lugar del segmento pondrías esto que estamos haciendo —que bien podría generalizarse groseramente para el género epistolar.

Pongamos por ejemplo el correo electrónico: El poner las réplicas de modo intercalado con los párrafos del mensaje al que se responde (como a unos cuantos les gusta hacer) tiene todo el perfume de una puesta en escena orientada a producir la ilusión de un diálogo, y hay veces cuando esto se logra muy eficientemente.

Lo que digo no va en detrimento ni de lo uno ni de lo otro, esto es ni del diálogo ni de la alternancia de monólogos —si así fuera, no estaría escribiendo ahora—, pasa que, cuando encuentro la oportunidad, escribirlo me facilita el pensarlo. Sin dejar de lado la utilidad y el beneficio que me pueda brindar, más adelante, cuando revise el contenido de mis diarios.

 

El pupitre literario

Se suele decir decir, de los poemas, que son cortos o largos; aunque, por mi parte. prefiero hablar de poemas compuestos por tanta cantidad de palabras, y desligar los instrumentos de medición ambigua de ser la base única para una evaluación.

En los encuentros literarios, lo social conspira contra lo literario: no se permite que nadie acapare el micrófono y, por consiguiente, aquellos textos cuyo tiempo de lectura excede lo prudente no encuentran lugar. Lo anterior, me imagino, viene de asimilar la lectura de un texto a las clases que uno recuerda de cuando iba a la escuela… no creo que necesite explicarlo más.

No obstante, no sería raro que te encuentres tarde o temprano con alguien que te dé su evaluación de un poema basándose en su extensión; y acá los habrá del lado de los de pocas líneas así como también del lado de los cantos heroicos de varios cientos de páginas. Su secta no me atrae.

  

Escribir como pintar

Como ya te habrás dado cuenta, soy un bicho raro —y no solamente por mi andar solitario (el cual es marcadamente parcial, puesto que, si no, no tendría una familia —“parcial” significa que es la parte que me copia Fernando, el personaje de la “saga familiar” —pensado esto no sin una media sonrisa).

De tanto en tanto, asomo la cabeza fuera de mi agujero, y me doy una vuelta para ver qué cosas nuevas hay en el mundo; actividad que siempre ha probado ser buena.

A ver… ¿por qué comencé por ahí? —quiero decir: además de mi vocación borgeana… Ah; sí:

Si vieras mis papeles, seguramente te sonreirías: cuadernos y más cuadernos, de todos los tamaños y espesores, de tapas duras, blandas, libretas de espiral y, como ya te imaginarás, hay tres recubiertos de negro. También: carpetas repletas de hojas impresas tanto de signos tipográficos como de tachaduras y enmiendas. Y es que, en mi caso al menos, el camino de la escritura se parece a pintar un cuadro. Las hojas de estas carpetas que te menciono suelen tener vida más acotada; aunque últimamente, dado que, desde 1998, no publico ningún libro, se mantienen más allá del promedio esperado.

Con los cuadernos, en cambio, la cosa es muy distinta: quedan guardados. Tengo, por ejemplo, una caja de madera que me regalara la mamá de Silvia —mi mujer—, donde conservo unos cuantos. Cierta vez también, regalé alguno a alumnos de mis talleres: “cuadernos de poder”, les dije que eran, con una sonrisa que no expliqué (pero que don Matus habría comprendido).

No me extraña, por lo tanto, que haya personas, como vos, que buscan otros caminos para preservar eso que es lo irrepetible; porque es acá donde la escritura se parece a pintar un cuadro: hay una primera línea, una suerte de salto en el tiempo que pasa y no vuelve, que no regresa, salvo cambiado tanto por la memoria como por el aire de la mañana.

Los diamantes tienen muchas facetas, y la escritura es como un diamante.

Observar esos trazos de puño y letra ofrece un viaje diferente; no me animo a decir que sea mayor o menor, pero no tengo dudas de que es diferente. Como cuando leemos la biografía de un autor: es también leer una historia, nos acerca a ese personaje con quien estamos ligados por lazos de admiración, los que bien pueden transformarse en cariño; esto puede que tenga que ver con mi parte posmoderna (no fue casual tampoco que te enviara, hace unos días, esa parte de mi “After Barthes”[i] acerca del autor como un muerto).

Sobre las artes plásticas no tengo para decir más que cualquier observador atento; en esto, no soy ni seré muy singular.

Para lo que sí me siento capaz —y lo vengo probando desde hace quince años— es para acompañar los derroteros de pensamiento de personas especialmente predispuestas a ello. Esto tampoco me convierte en un guía, no en el sentido de quien indica el camino puesto que conoce el territorio y sabe cómo salir y entrar; no. Un guía, en el sentido que me interesa, es quien señala los obstáculos, sobre todo cuando han sido eludidos, y deja que sea el otro quien tome las decisiones.

Lamentablemente, para lo que suelen pedir las instituciones, carezco de papeles oficiales: “what you see is what you get” pone los pelos de punta a más de un funcionario de oficina pública. A esto se agrega, como agravante, que la figura del maestro está muy depreciada (y despreciada); ni siquiera los lamentos ante los fracasos y largas angustias alcanzan para revisar esa valoración.

Es decir: toda propuesta de trabajo me interesa, más aún cuando tiene que ver con esos terrenos por donde circulo con placer. Lo que tendrías que hacer es ordenar tu búsqueda, trazar un mapa; y nada mejor que ponerse a escribir sobre eso para despejar la maraña que se ve a primera vista.

No sé si te habré sido de ayuda, espero que sí al menos como para alcanzar la punta de tu ovillo.

 

Una historia del doctor House

Cuando era chico, el padre de House trabajaba en Japón. House y un amigo andaban jugando por ahí y ocurrió que éste se lastimó. House lo acompañó hasta el hospital, pero se equivocaron de puerta al entrar. En el pasillo se encontraron con uno de los ordenanzas y él los encaminó hacia donde debían ir.

El amigo de House tenía una infección pero los médicos no lograban dar en la tecla de qué hacer para curarlo.

Ante la sorpresa de House, estos mismos médicos hicieron llamar al ordenanza para consultarle.

Resultó ser que este hombre era también un médico japonés, un Buraku, un intocable. Sus ancestros habían sido asesinos, ladrones de tumbas y cosas por el estilo, lo más bajo de las castas feudales. No era reconocido oficialmente por lo que sabía, trabajaba en el hospital limpiando lugares que otros rechazaban limpiar, se vestía mal, y ni siquiera trataba de parecerse a los médicos venidos de occidente.

Pero, cuando estos últimos no lograban resolver alguno de sus casos, lo llamaban para consultarlo. Vale decir que lo tenían en cuenta solamente cuando ya no sabían adónde más solicitar ayuda, él era su último recurso. Y la mayoría de las veces este descendiente de ladrones de tumbas encontraba una respuesta para eso que nadie había podido solucionar. Una vez más limpiaba ahí donde otros ni siquiera sabían que estaba sucio.

 

* Tiempo más tarde “After Barthes”, tras varias lecturas y modificaciones, se convirtió en “Hacia lo Fragmentario”.

Fragmentos de una novela acerca de lo literario, cuya lectura puede comenzar por donde se guste y continuar por cualquier parte —siempre y cuando continuar fuera verbo existente con miras a un final