Notas sobre la traducción de poesía

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Fotografía de Toni Mardefons

Que l’effacement soit ma façon de resplendir

Philippe Jaccottet

Empecé a traducir poesía siendo muy joven. Seguramente como un ejercicio literario, pero sobre todo como método para profundizar en la lectura de aquella poesía que contenía cierta complejidad, que era la que más me atraía. Para entender mejor los poemas que empezaba a amar.

Sin embargo, nunca se me había ocurrido que pudiera publicar aquellas traducciones. (En aquellos años primigenios tampoco publicaba la poesía que escribía.) Se trataba tan sólo —que no es poco— de hacerme míos de verdad aquellos poetas que amaba (como Quasimodo, Jabès o Brecht), de llegar a entender por qué me habían sacudido como lo habían hecho en aquellos tiempos en que apenas empezaba a querer ser poeta. No hace falta mencionar que aquellas traducciones, como la mayor parte de la poesía que entonces escribía, se perdieron en la noche del tiempo.

A principios de la década de los noventa alguien me regaló un ejemplar de Poésie (1946-1967) de Philippe Jaccottet, una recopilación publicada en 1971 (título 71 de la famosa colección blanca de Gallimard, que en estos momentos se acerca a los seiscientos libros) que reunía los libros que hasta entonces el poeta suizo había dado a conocer. La persona que me había regalado el libro ya me avisó de que Jaccottet —un nombre que yo entonces desconocía por completo— era un poeta “que me gustaría mucho”. Y no se equivocó en absoluto, porque desde aquel momento este poeta siempre me ha acompañado y ha sido uno de mis poetas de cabecera, junto con los anteriormente citados. De repente que abrí el libro al azar me topé con este poema:

¿Qué es la mirada?

Un dardo más agudo que la lengua

el trayecto de un exceso a otro:

de lo más profundo a lo más lejano

del más tenebroso al más puro

un ave rapaz

que me sorprendió —como años antes lo había hecho la poesía de Salvatore Quasimodo—, sin sospechar, naturalmente, que con el tiempo tendría el privilegio de traducir y publicar en catalán esta maravilla de poema (y el resto de los que forman el extraordinario Aires), además de, hasta ahora, siete de sus libros.

En aquella primera ocasión, mi aproximación a Jaccottet, una vez leído el libro, consistió en traducirlo parcialmente, pero de una manera muy profunda, tratando de buscar en las transcripciones que yo hacía al catalán formulaciones distintas a la simple equivalencia de las palabras, intentando que hubiera una huella personal en el proceso de traducción. En definitiva, actuar “como si tuviera que publicarlo”. Indagar hasta qué punto me estaba permitido no hacer una traducción casi automática (palabra a palabra), vigilar hasta qué punto podía permitirme apartarme de la intencionalidad del poeta. ¿Debía ser transparente, inventarme un nuevo lenguaje con el que transmitir un sentido que ya existía y que otro había escrito y descrito en una lengua otra?

Y entonces empezaron a nacer las dudas. Todavía ahora, que ya he publicado más de treinta traducciones, sobre todo de poesía, a menudo me gusta afirmar que la traducción es el arte de la duda. (Una vez más, aquellos intentos de traducción se perdieron.)

Fue a propósito de la sugerencia que el editor y activista quebequés Gaston Bellemare me ofreció de traducir al catalán Installations de Nicole Brossard lo que me hizo empezar una cierta carrera de traductor —si me está permitido decirlo así— profesional. Fue justo a principios de este siglo. La traducción de este libro capital en el contexto de la poesía quebequesa, aparte de hacerme sufrir bastante —porque ese libro era, ciertamente, como una video-instalación hecha con los fragmentos, pedazos, recortes, fragmentos, recuerdos con los que la poeta construye su universo poético— me enfrentó con el problema nuclear del sentido de mi propia escritura poética: las dudas que yo tenía como poeta nacían y crecían en cada pieza, a veces como problema, a veces como nuevo elemento de reflexión. Especialmente porque la oscuridad (aparente) de los textos me obligaba a lecturas continuadas de cada poema hasta llegar a “apropiármelo” y comprender, así, la música de su sentido. Era como transitar de una cámara clara, iluminada, hacia una cámara oscura –y al revés–, y así sucesivamente. La traducción fue repetir constantemente este tráfico a lo largo de los catorce meses empleados en el trabajo. Pero creo que me fraguó como traductor. Y, modestamente, me mejoró como poeta.

También me hizo comprender mucho mejor la poesía de la contemporaneidad, que es sobre todo un tenso y complejo asunto de lenguaje –un cuestionarse el valor seguro de la lengua– que constituye la dimensión lingüística final para todas aquellas cosas que no pueden ser dichas de otro modo.

Una actividad que trata de hollar el espacio de lo indecible: transitar por las grietas del lenguaje –o provocar estas grietas por medio de su fractura– para llegar a hablar de cosas que no pueden entenderse desde la pura racionalidad. Me daba cuenta de que la poesía de Brossard, como la de Martine Audet, la de Denise Desautels o la de Danielle Collobert me ayudaban a comprender mejor el sentido profundo de los poetas clásicos que admiro (como Leopardi, San Juan de la Cruz o Hölderlin). Por eso he traducido tanta poesía quebequesa —¡tan contemporánea como la siento y vivo!

“Cuanto más complejo es el mundo, más abstracto se convierte en el arte”, nos enseñó Paul Klee.

El propio proceso de creación de un poema me parece que puede ser visto como la traducción de una experiencia límite, inexpresable, del poeta hacia un lenguaje otro. “Un poema es siempre, y en el mejor de los casos, una traducción”, escribió con acierto el poeta Josep Palau i Fabre.

El traductor rehace el camino trazado por el poeta en su proceso creativo, lo recorre en sentido inverso, en un itinerario lleno de desvíos, trampantojos, atajos, cruces, caminos ocultos, trampas, senderos, que se entrecruzan…, y en cada paso el traductor debe decidir hacia dónde continúa su itinerancia, tratando de averiguar el porqué.

Decidir: no hace falta decir cuántos errores puede cometer el traductor –sin querer– porque debe interpretar lo oscuro que ha dicho el poeta, y trasladarlo a su lengua –artificial, artificiosa, intangible– para, finalmente, reescribirlo en la lengua de llegada; una lengua que, a menudo, no dispone de aquellos registros lingüísticos o recursos fonéticos que se le piden. Entonces debe buscar equivalencias, aproximaciones o, simplemente, inventar.

La tarea del traductor no consiste en traducir palabras, puestas una al lado de la otra, sino en traducir un texto, un poema, una pieza, un artefacto. Un todo.

Una creación que habla de sí misma y del otro.

La traducción es la lectura más profunda que podemos hacer de un texto: es la mejor (quizás la única) forma de penetrar en los misterios del poema, del poeta.

El traductor recorre, con su oficio, el camino inverso: a partir de los indicios de sentido que el poeta le deja, sigue el laberinto hasta encontrar la cabeza del hilo seminal; o, quién sabe, esa palabra, luz o sonido primigenios.

Éste es un itinerario solitario, cargado de dudas y de rompecabezas: un avanzar y retroceder siempre, a menudo a tientas. Porque, en definitiva, al traducir tratamos de transmitir la música del sentido: leer con las orejas, como dice Biel Mesquida.

A menudo se dice que la poesía es intraducible.

Y, sin embargo, seguimos traduciendo poesía —pese a la “imposibilidad” de hacerlo. Parafraseando a John Cage diría: “No puedo traducir la poesía, y lo estoy haciendo: y eso, también es poesía.”

Yves Bonnefoy afirma que la traducción de poesía “es poesía en sí misma”.

El traductor revive, desde su propia experiencia, una experiencia creadora expresada en un texto de carácter polisémico; esto significa, entre otras cosas, asumir la imperfección del trabajo realizado y la posibilidad de la evolución de la traducción, ya sea inmediata –por errores, por comentarios ajenos, por relecturas en la distancia–, ya sea en el tiempo, por la propia evolución de la lengua de llegada o por el progreso en el descubrimiento lingüístico de traductor.

A menudo, también oímos preguntar si es necesario ser poeta para traducir poesía.

Y la respuesta, y lo digo con toda la humildad, es que sí: hay que ser poeta para traducir mejor a la poesía. En el entendido de que no todos los poetas muestran capacidad para traducir poesía y que algunos de aquellos que no lo son han mostrado un gran talento al intentarlo.

(Me vienen a la cabeza algunas traducciones recientes de poesía norteamericana hecha por soi-disant poetas, en comparación con la que Dolors Udina, que niega ser poeta, firmó con la impecable versión de los Sonetos del portugués.)

Porque traducir poesía significa, ante todo, saber leer poesía. Es decir, entender que el texto poético se ubica en otro ámbito, más allá de la racionalidad. Y quien quiere traducir poesía debe empaparse de esa nueva razón poética que el poeta instaura con el poema. Y después, mucho después de haber digerido el texto original, de haber convivido con él y de haberlo amado apasionadamente, traducirlo a la lengua propia. Como escribe Nicole Brossard, el traductor debe asegurar “la reproducción ficticia, sea imaginaria, utópica, mental o plausible, en otra lengua”.

Y Virginia Woolf afirma que “escribir poesía, ¿no es una transacción secreta, una voz que responde a otra voz?”

Para mí, esta concepción dialógica que se establece en el acto en el que se conectan el poeta y el traductor en el proceso de girar el poema (el traductor), y de reescribirlo (el lector), se convierte en sí mismo un acto de creación poética.

De hecho, lo que diferencia un texto poético de otro que no lo es, y justamente lo que lo define como poema es el nervio, el latido, el esprit del texto. Es decir, el intangible de la vida moral del poeta que, a través de los recursos poéticos, llega a desquiciar al lector dándole la vuelta a la sensibilidad. Porque el poeta rodea el sentido oscuro de la vida, lo que llamamos «lo indescifrable».

Y es entonces cuando surge la pregunta: ¿dónde está el nervio, el quid, el latido del poema?

He aquí el misterio, el hechizo, el encanto y la fascinación de la poesía.

El poeta ha elegido cuidadosamente cada una de las palabras con las que ha dado vida a un poema; con precisión, con rigor máximo, la ha ido escribiendo con los ladrillos que le proporcionaba la belleza de la tradición de su lengua, para que otro (el lector) la haga suya, habite en esta “justeza de voz”

Con palabras encontradas

construyo poco a poco

una frágil, efímera casa

de paredes transparentes.

Poemas que alguien, tal vez,

habitará un día

escribí hace años. Porque cada palabra de la lengua con la que el poeta poetiza lleva acumulado un peso específico: popular, funcional, de culto histórico, de tradición, de uso, de conciencia identitaria. Y el traductor debe ser consciente de ese material sensible, precioso y preciso con el que trabaja; y esto es válido para ambas lenguas, tanto la de partida como la de llegada.

También suele presentarse el problema de la polisemia de las palabras. Porque las lenguas evolucionan con el paso del tiempo, y las palabras se desgastan, pierden su sentido etimológico, seminal. En francés la palabra esprit tiene un número incontable de sentidos y sinónimos. Traduciendo Tel quel, de Valéry, debía ir eligiendo, en cada ocasión que salía este esprit, cuál de los posibles sentidos era el más adecuado (imaginar, en definitiva, cuál era lo que al autor le habría parecido más adecuado…)

Otra cuestión que se plantea a menudo es si un poema traducido es simplemente —¡simplemente!— una pieza que pertenece sólo al poeta, y el traductor resta, tan sólo, como el torsimany, el intermediario que facilita al lector la comprensión del texto. O, acaso, el traductor no es tan sólo el pasador del poema sino quien ha entendido que la versión que ha creado la ha sabido injertar de la propia poética, sin traicionar el original. (No hablo de versiones de la poesía, que es otra cosa.)

Por ejemplo, Salvatore Quasimodo incluyó en su obra completa, Tutte le poesie, sus traducciones llamadas Lirici grecci donde reunió “le pagine più amate dei poeti della Grecia”, para “transformare in poesia italiana le più belle liriche antiche» y tratar de mantener, sobre todo y por encima de cuestiones filológicas o métricas, de hacer que brote la “densità poetica di un testo”.

Por último, quisiera añadir unas notas personales sobre la experiencia, como poeta, de ser traducido.

Creo que es un gozo poder ser traducido y tener la posibilidad de establecer un diálogo con el traductor, porque éste cuestiona continuamente el sentido preciso de una palabra, de una expresión, de un giro, de una imagen. Y esto, como poeta, te hace reflexionar e, incluso, a través de la búsqueda conjunta que se hace con el traductor, encontrar mejores soluciones para aquel verso que se te resistía en el momento de escribir. (Ungaretti dijo a Jaccottet que un determinado libro suyo “est meilleur en français qu’en italien.”

He tenido tres tipos de traducciones de mi poesía: la traducción a una lengua que conozco bastante (el francés, el italiano y el español), la traducción a una lengua que no domino (el inglés, el alemán, el rumano) y la traducción a una lengua absolutamente desconocida, incomprensible para mí (el árabe, el polaco, el chino).

Inútil decir que en el primer caso me siento cómodo y puedo saber (y, en su caso, pedir enmiendas) cuando creo sospechar que hay algún resbalón. En el segundo, me cuesta mucho discernir si las palabras escogidas corresponden exactamente a mi escritura y hago total confianza a la expertez del traductor. En el tercer caso, la cuestión se convierte en un perfecto analfabetismo, donde es imposible opinar de nada.

Porque no se trata de intervenir en el trabajo ajeno —si no te han pedido la opinión—, pero sí saber cuál puede ser la recepción del hipotético lector de una de estas lenguas.

Existe una traducción al francés de L’ arquitectura de la llum firmada por Denise Desautels, que comportó horas y horas de trabajo (telemático y presencial) y mucha aproximación al sentido profundo de cada palabra, en francés y/o en catalán. El resultado, creo, es excelente, y el trabajo nos hizo crecer a ambos como poetas.

Un diálogo fructífero en el que la destreza de uno y otro se borró, y ambos nos convertimos, a la vez y conjuntamente, traductor y poeta.

Acaso sea ésta la experiencia más fructífera que me ha concedido de la traducción de poesía.

Muchas gracias por su atención.

 

Charla pronunciada el 22 de agosto de 2022 en el Seminario de Traducción Literaria que imparte Iván García en el Departamento de Letras Portuguesas (UNAM).