La palabra mountweazel se usa en inglés para referirse a la entrada falsa de un diccionario o enciclopedia. Al parecer alguna vez fue usual que los diccionarios tuvieran una que otra entrada falsa completamente intencional, escondida entre las definiciones reales. Esto se debía a que era muy fácil que un diccionario plagiara el registro lexicográfico de otro, apenas alterando algunos detalles, pero si copiaba por error una entrada falsa, resultaba muy fácil para los editores del primer diccionario probar el plagio y emprender una demanda. Asumo que la palabra mountweazel existe porque es demasiado tentador explicarla. Y he empezado por ella porque el libro El diccionario del mentiroso, de Eley Williams (traducido este año por Sexto Piso), me hizo conocerla, y en cierto sentido porque el propio libro funciona a veces de igual forma: es demasiado tentador contar a alguien de qué trata. En resumen, podemos decir que es una novela sobre un personaje que se dedica a separar el trigo de la paja en un antiguo diccionario enciclopédico repleto de entradas falsas. El número de entradas falsas es tan enorme que hace sospechar que no se trata de una trampa legal, o de un error, sino de un sabotaje premeditado. La novela intercala los fragmentos “detectivescos” con los fragmentos de la vida del saboteador, un lingüista peculiar de apellido Winceworth. La novela se burla de su héroe y lo exalta a la vez: “winceworcesco (adj.). Aquello cuyo valor reside en ser inútil”.
Hay varias cosas que decir en torno al concepto de El diccionario del mentiroso. Lo primero es que el título promete no una novela, sino un diccionario satírico, como el Diccionario del diablo de Ambrose Bierce, y de manera parcial cumple su promesa, porque intercaladas en la narración están todas estas palabras que inventó Winceworth, y que el lector comprensiblemente colecciona, como si hubieran puesto mal cerrado un cofre lleno de monedas en la parte de atrás de un carruaje, y hubiera dejado una estela de botines diminutos que cualquiera habría podido seguir. El libro cumple y no cumple su promesa, pero en el fondo toma la decisión más inteligente. Un diccionario de palabras inventadas, además de terriblemente trabajoso de escribir, habría sido trabajoso de leer, y en ningún caso el esfuerzo se vería recompensado. Por otra parte, condimentar la narración con estas invenciones puede agradecerse: “relectopatía (f.). Hecho de releer sin querer la misma frase o línea debido a la falta de concentración o de interés”; “chic-choc (m.). Informal. Presión alternativa ejercida por las patas de un gato sobre un trozo de lana, una manta, un regazo, etcétera”; “albáfugo (adj.). Que escapa de madrugada, generalmente tras haber tomado una decisión importante”. Más sorprendentes todavía son las definiciones que se intercalan de palabras reales y singulares: clepsammia (f.). Del griego “robo” y “arena”, se refiere al mecanismo del reloj de arena, y da la idea del tiempo como un ladrón (en español y en inglés existe la palabra clepsidra para los relojes de agua, que significa “ladrón de agua”); grawlix (m.). Maldiciones que los personajes lanzan en globos de cómics, consistentes en series de signos tipográficos aleatorios, en apariencia sin ningún sentido; zugzwang (m.). Situación en el ajedrez en la cual un jugador está obligado a hacer un movimiento que lo perjudica. Sin embargo, más allá del encanto y el exotismo indudable de estas palabras-especias, y de la comicidad de muchas escenas (la escena del pelícano a mitad de la novela se me hace quizás la más memorable), El diccionario del mentiroso contiene algunos problemas, derivados precisamente de este doble carácter de promesa cumplida e incumplida, si atendemos a su título.
En el párrafo anterior sinteticé algunas de las palabras imaginarias o raras que más me impresionaron, pero no debe el lector de estas líneas suponer que las doscientas páginas del libro están desbordadas de detalles como estos. Las palabras que va dejando el carruaje a lo largo de las páginas se alternan con sobornos que no son exactamente monedas brillantes, sino billetes ordinarios y a veces cupones recortados de un periódico: curiosidades como que antes se fabricaban sólo cuatro bolas de billar con un colmillo de elefante, o que una vez alguien inventó una variante del ajedrez en la que cada peón poesía una función específica. Datos que no son precisamente literarios, que de hecho se pueden encontrar en miles de páginas de internet (en ocasiones se trata de páginas especializadas por temas, que contratan a diseñadores profesionales para hacer coloridas infografías). Lo que quiero decir es que algunas de las palabras “curiosas” con las que el libro trata de sobornarme me las he encontrado ya antes en páginas especializadas de Facebook e Instagram, y entonces sucede un hecho en extremo incómodo: como cuando vas a una reunión de trabajo y te topas con un compañero de aula que pegaba mocos debajo de la mesa. Coinciden realidades demasiado distintas, casi irreconciliables, produciendo incomodidad por ambas partes. Propongo un nuevo término: gnoseomémico. Referente al conocimiento aprendido mediante memes y publicaciones en redes sociales.
Una peculiaridad que poseen los datos gnoseomémicos está en que inducen paranoia. Si uno escucha el mismo dato en la boca de otra persona resulta difícil no preguntarse si también lo ha aprendido por vías gnoseomémicas. Sin embargo, no podemos preguntarle directa y sinceramente a la otra persona sin revelar que hemos sido nosotros, ante todo, quienes aprendimos el dato por vías gnoseomémicas, con lo cual lo más probable es que la situación quede paralizada, y nunca se sepa nada. ¿Estoy diciendo que Eley Williams sacó estos datos de sus redes sociales? En lo absoluto. De hecho, en la sección de agradecimientos de El diccionario del mentiroso se mencionan dos libros que me gustaría leer alguna vez, y que constituyeron fuentes evidentes: Perseguir al Sol. Los creadores de diccionarios y los diccionarios que crearon, de Jonathan Green, y El significado de todo. La historia del Diccionario de la Lengua Inglesa de Oxford. Lo que estoy diciendo es que el comportamiento de estas curiosidades durante nuestra lectura recuerda demasiado al de la información que aprendemos mientras pasamos tiempo en Facebook o Instagram: se trata de un ansia adquirida, inculcada por el propio libro o por la red social, por llegar a un párrafo o a una publicación que nos cause un placer fácil y efímero, tal vez mezcla del componente estético de cualquier sorpresa intelectual (por así llamarla) y del regocijo por haber aprendido algo que parece importante saber, o al menos algo entretenido de contar a otra persona (una cosa que se pueda compartir en el perfil, o contar por teléfono a aquel a quien se quiera impresionar). Y en el intermedio de los sobornos queda una narración a veces divertida, pero con frecuencia ordinaria, de las que hay por montones.
Sin los sobornos gnoseomémicomorfos (gnoseomémicomorfo. Que tiene la apariencia de algo que puede aprenderse mediante memes y publicaciones en redes sociales, aunque no necesariamente haya sido el caso), la novela es una típica novela contemporánea modelo matrioska o, como preferiría llamarle, de doble eje: una historia extraordinaria que es la que de verdad interesa al lector que fluye en paralelo con una historia “ordinaria” con la que el lector se sienta probablemente identificado, de modo que el lector reproduzca los asombros de los personajes de la historia ordinaria ante los episodios de los personajes de la historia extraordinaria. Sí, la historia ordinaria es un espacio hueco para amplificar la extraordinaria, es una cámara de eco. Numerosos autores comercialmente exitosos, entre ellos Roberto Bolaño, han sabido aprovechar el modelo de novela de doble eje. En la historia externa ordinaria basta crear personajes rodeados de trivialidad, desesperados por encontrar algún significado, alguna profundidad en el relieve del páramo, y añadirle características que los acerquen al lector ideal promedio. En el caso de El diccionario del mentiroso, conviene desde luego que la protagonista de la historia ordinaria tenga un trabajo mediocre, un jefe patético, que tenga una relación amorosa con su compañera de piso pero que no se haya atrevido a hacerla pública, y conviene que el protagonista de la historia extraordinaria viva a principios del siglo veinte, entre fiestas en salones lujosos y aventuras con mujeres de la aristocracia rusa. También conviene que sea entrañable, es decir, que sea un pobre diablo con mala suerte. La novela de doble eje puede impresionar al lector casual, porque aparenta poseer una estructura experimental. Si a eso añadimos la ya mencionada sensación de erudición mientras leemos (la sensación de conversar con una persona erudita, que nos sorprenda con anécdotas, etimologías y demás, una persona de la que aprendemos cosas) se puede entender que El diccionario del mentiroso parezca al lector casual una novela de “alta literatura” (poner comillas a un término tan incómodo tal vez me salve de la inquisición), es decir, un objeto estético singular, que parece contraponerse al producto fácil de la “baja literatura” (una vez más: note el lector inquisidor mis comillas), pensado desde un inicio para vender ejemplares.
La novela desde que comienza parece insinuar que fue escrita por una persona que ama apasionadamente la lexicografía, ese campo de estudios tan poco tratado, tan poco atractivo para el público mayoritario. Y uno siente que quiere atrapar a los pocos lectores en el mundo que comparten esa pasión por la lexicografía, quiere ser una novela para ellos. Por otra parte, El diccionario del mentiroso posee errores en su argumento que ningún lexicógrafo (o ninguna persona con medianos conocimientos de lingüística, o con cierta agudeza metodológica en general) toleraría. Por ejemplo, la protagonista de la historia ordinaria se dedica a comprobar cuáles entradas del diccionario de inicios del siglo veinte eran falsas buscándolas con Google: si arrojaba resultados la daba por verdadera, si no los arrojaba la daba por falsa. El factor de riesgo más grave que el personaje no tiene en cuenta yace en que otros diccionarios más recientes (muchos diccionarios se habrán publicado en un plazo de cien años), ya sea por plagio directo, o porque una comunidad de hablantes las haya adoptado, pueden haber incorporado palabras inventadas por Winceworth, el protagonista de la historia extraordinaria. De hecho, mi expectativa era precisamente que al final la protagonista de la historia ordinaria descubriera que muchas palabras falsas, muchas mountweazels puestas como sabotaje se hubieran convertido con el paso de las décadas en palabras “reales” y respetables, aceptadas por varios diccionarios. No necesariamente por obra de un plagio: bastaba que algunos lectores del diccionario en el que participó Winceworth las popularizaran para que otros diccionarios del futuro las recogieran de vuelta. Otra propuesta que tal vez agradaría a Eley Williams: pigmaleónico. Que empezó como una ficción, un juego o una broma, y terminó convertido en un suceso real.
Estos errores me llevan a pensar que un auténtico lexicógrafo tal vez se sintiera traicionado por la relativa superficialidad de la novela, y que por tanto no sea ese su lector ideal. ¿Cuál sería entonces su lector ideal? ¿Alguien que se crea un amante de la lingüística, pero que en verdad no lo sea? ¿Alguien que odie la lingüística, a quien se trate de atraer y engatusar? ¿Un lingüista no se molestará porque un escritor se dedique a explicarle cómo funcionan los diccionarios? Se me ocurre otro término: writerexplaining. Momento de un texto en la cual el escritor trata con condescendencia a su lector, explicándole las cosas como a un niño pequeño, ya sea en voz del narrador o de uno de los personajes. En ocasiones el writerexplaining (no uso cursiva porque he inventado la palabra en castellano, comentario que a su vez, si el lector tiene conocimientos de edición, puede ser leído como un molesto caso de writerexplaining) se puede usar de manera consciente, como una broma cruel. Por ejemplo, en la última novela de Michel Houellebecq, Serotonina, el narrador menciona una suite, y añade entre paréntesis qué cosa es una suite, con la aclaración de que lo hace por si alguno de sus lectores resulta ser de clase baja.
Por las razones anteriores tuve el impulso de considerar que El diccionario del mentiroso constituía una trampa, que habían amarrado una cola falsa a un pavo común y corriente y lo habían hecho pasar por pavo real (sí, es una referencia a la cubierta que Sexto Piso decidió mantenerle al libro). Por un segundo vi en el libro un símbolo de la abducción que la lógica de la industria del entretenimiento ha hecho de la industria editorial (la edición de libros cuyos temas, matices y estructuras parecen deducidos por un algoritmo como un agujero en el mercado, es decir, como una oportunidad). Se toma una premisa indudablemente atractiva (la de un terrorista lexicográfico), se mezcla con unos ingredientes preelaborados, se le añade levadura y ya está: se tiene un producto que aprovecha una oportunidad en el mercado, doscientas páginas esponjosas, fácilmente digeribles, que además pueden ser exportadas a otras lenguas. Otra ocurrencia: fermentogénico. Producto cuyo volumen final ha sido industrial o artesanalmente multiplicado mediante la adición de levaduras. Me he tomado dos meses para terminar este ensayo, sin embargo, porque mi primera conclusión fue sospechosamente rápida y avinagrada, y porque al parecer estaba dejando fuera otros factores indispensables.
Después de todo, me terminé de leer El diccionario del mentiroso, y no sólo eso, debo confesar que lo leí con placer. ¿Qué sucede entonces? ¿Se trata de un placer culpable? A pesar de detectar las fallas “metodológicas” de la protagonista de la historia ordinaria, a pesar de estar consciente del funcionamiento fermentogénico del libro (los sobornos con curiosidades y palabras ingeniosas cada cierto número de párrafos), a pesar de la información gnoseomémicomorfa, a pesar del writerexplaining, lo cierto fue que disfruté el libro. ¿Cuál es el problema entonces? ¿Pretendo que hay algo más en la lectura que simple placer, o que debe siempre haberlo?
En el momento en el que me leí la novela no me sentía bien de ánimo. Había tratado sin éxito (por segunda vez) de leer cierta novela clásica voluminosa de “alta literatura”. Nada de lo que empezaba a leer me interesaba. Tampoco me concentraba lo suficiente como para escribir. Revisaba el móvil cada media hora (sin ningún sentido, porque no esperaba mensajes ni correos de nadie). Entonces encontré El diccionario del mentiroso, y me despertó la curiosidad, y durante dos días la novela me entretuvo, me hizo reír, me hizo buscar cosas en Google, me generó temas de conversación con otras personas, y me hizo, después de todo, escribir este texto. Era nada más y nada menos que exactamente el libro que necesitaba.
Dos meses después de leerlo, seguí pensando en la imagen del pobre Winceworth batallando contra un pelícano, seguí pensando en la segunda acepción de la palabra pelícano, que Eley Williams intercala en el texto (“símbolo utilizado en el cristianismo por la cualidad de sacrificio de este animal, que lo lleva a infligirse heridas para alimentar a sus crías con su sangre”), seguí pensando en la extensa disertación sobre el trasfondo macabro de los relojes de arena (y su versión más reciente, hecha de píxeles, que es el cursor de una computadora bloqueada: tiempo que pasa sin pasar). Me he enterado de que Eley Williams tiene otro libro, una colección de cuentos, en los que aparentemente el lenguaje ocupa también un papel protagónico. No está traducido al español, y no he podido encontrarlo, pero espero hacerlo pronto.
Eley Williams, El diccionario del mentiroso, México, Sexto Piso, 2021, 222p.