Comprendo mejor y me convence más el materialismo histórico de Marx y Engels que el materialismo científico actual. Juzgo a este más cercano a un rancio positivismo del siglo XIX, que a una verdadera ciencia moderna, como la física cuántica, la psicología transpersonal y los nuevos descubrimientos de los psiquiatras, cardiólogos y neurólogos que sostienen que la mente y el cerebro son dos elementos distintos.
¿Pero qué es esto del materialismo científico? Pues, justamente, aquello que la mayoría de los médicos, biólogos, psiquiatras y, en general, miembros de las ciencias naturales, aprenden en sus facultades universitarias y que llevan repitiendo desde la escuela primaria: que todo lo que existe en el universo, incluyendo a nuestro cuerpo, es el producto de operaciones o fuerzas físicas, químicas y biológicas. La fisiología está en el centro de la neurología y sostiene junto con las neurociencias ortodoxas que la mente no existe; que la mente es producto de las operaciones del cerebro; una máquina programada por quién sabe quién —menos por Dios, evidentemente— y que opera de una manera robótica; que los seres humanos morimos y se acabó todo: se declara muerte clínica y entramos en la nada.
Esto de entrar en la nada ya no corresponde a las “ciencias duras” sino a la filosofía, se escudan así casi todos los miembros de las ciencias naturales. Pues justamente aquí es donde deberían de investigar estos. Afortunadamente ha habido algunos valientes que lo han hecho a lo largo de la historia y recientemente han llegado a resultados importantísimos para la vida humana. Resultados que han sido ridiculizados, no tomados en cuenta, y lo peor de todo, escondidos. Una explicación ante esta actitud por parte de los científicos ortodoxos podría ser el miedo: el miedo a lo inexplorado, el miedo a perder un trabajo en una facultad universitaria y tal vez, el miedo a descubrir la falsedad de una ideología que ha sido abrazada durante una vida entera. Aquello me parece menos grave que lo que podría haber detrás de estas mismas actitudes por parte de algunas instituciones con gran poder político. Tomemos a los gobiernos —como paradigma clásico, elijamos al gobierno estadounidense— y pongámonos un poco paranoicos y conspirativos: detrás de estas actitudes puede haber no sólo asuntos de lavado de cerebro y control mental, sino la foucaultiana actividad de vigilancia y castigo. Usemos como ejemplo del materialismo científico, la metáfora del cerebro como máquina, como “centro operativo” del cuerpo.
La metáfora del cerebro como máquina está ya en los textos que hablan de las ciencias de la mente desde el siglo XVII ¿Porqué? Porque el XVII fue el siglo del maquinismo y los filósofos, científicos y gente cuya opinión retumbaba por aquí y por allá en aquellos tiempos, estaban extasiados ante las nuevas máquinas. Esta metáfora se fue refriendo y refriendo durante muchas épocas posteriores hasta nuestros días. En el siglo XX, durante los años cincuenta, al inicio de la guerra fría, la metáfora vuelve a aparecer, esta vez al lado de una computadora enorme. Según la psicología cognitiva, el cerebro ahora es una computadora y la mente humana tiene el modelo de una CPU. En esta época se comenzó a indagar en la inteligencia artificial y así, la metáfora se fue lexicalizando e incorporando al lenguaje popular y de las “ciencias de la mente”, asociando al cerebro humano con el centro de control de una máquina biológica y a los lóbulos frontales con el “centro ejecutivo” del cerebro-robot.
Aquí comenzó ya a descubrise la agenda política del neurocentrismo y la inteligencia artificial. Pero sería hasta un poco después de la caída del muro de Berlín, en 1989 y al final de la guerra fría, que papá Bush declaró que los años 90 del siglo XX, serían la década de las neurociencias. Por este motivo, se destinaron enormes recursos y apoyos económicos a los institutos y facultades que se dedicaron a la investigación sobre estos temas ¿Es esto casualidad? Mirar el cerebro “en acción”, mirarlo por dentro mientras piensa un ser humano es la perfecta vigilancia y control. Incluso tal vez, podríamos pensar en una robotización para la guerra. Dice el filósofo Markus Gabriel que desde hace muchos años se ha querido indagar en el cerebro humano para controlar a los consumidores. Esto también se vincula con que el prefijo “neuro,” que encontramos ahora en todos lados: “neuroeconomía”, “neuromarketing”, “neuroeducación” y todo lo que se nos ocurra. Aquí podemos comprobar de nuevo que hay más ciencia en la teoría del materialismo histórico que en la del materialismo científico, una ideología que no puede avanzar en la historia de la ciencia porque ha quedado anclada en conceptos rancios y ha dedicado sus mayores esfuerzos para crear consumidores, vigilar a sus ciudadanos y crear robots.
Los descubrimientos de la ciencia materialista fueron muy importantes a lo largo de la historia y no por estar a favor de un post-materialismo habría que ignorarlos. El hallazgo de la comunicación neuronal —química y eléctrica— dentro del sistema nervioso; la física newtoniana, las exploraciones de Galileo, Kepler yLeibniz; los experimentos fisiológicos, los avances en la astronomía y todos los demás descubrimientos de la modernidad científica no pueden dejarse de lado, pero hay que tomar todos estos avances como escalones para el progreso, no como teorías irrefutables. Tampoco hay que ignorar que la historia de la ciencia y la técnica van de la mano de la historia del pensamiento, de la filosofía, como bien lo han sabido distintos historiadores, filósofos, intelectuales, escritores y científicos en distintas partes del mundo. Habría que tomar en cuenta libros como aquella Historia de la filosofía y de la ciencia, de Ludovico Geymonat o incluso aquella Introducción a la historia de la filosofía, del filósofo Ramón Xirau. Hay infinidad de textos que podrían ayudarnos a comprender que la ciencia cambia radicalmente a lo largo de la historia; lo que en un periodo fue considerado “ciencia de verdad”, en otro fue pura charlatanería. Si a lo largo de la historia a veces se miró al macrocosmos y a los astros para curar las enfermedades del hombre, en otros periodos se miró dentro del microcosmos galénico —el cuerpo— para intentar sanarnos. Si en algunos momentos se creyó que todo lo que había en el universo era tangible, visible y mesurable, en otros se creyó que había elementos en el universo que el ser humano no podía percibir.
Ahora vivimos en un mundo donde prima el materialismo científico. Sin embargo, un grupo de investigadores está impulsando cada vez con mayor fuerza las teorías de un universo en el que existen elementos invisibles, intocables, inmesurables, para los humanos. Apoyados en físicos y filósofos de inicios del siglo XX, como Schrödinger, Jeans, Planck, Pauli, Einstein, Heisenberg o Eddington, quienes tenían un pensamiento poco ortodoxo y dudaban sobre distintas teorías científicas antiguas, pudieron revolucionar la física newtoniana y convertirla en física cuántica, la cual podía, entre otras cosas que parecerían disparatadas, asegurar que un objeto o ser humano podía encontrarse en dos lugares distintos al mismo tiempo. El descubirmiento de los agujeros de gusano que podrían hacernos viajar en el tiempo y en el espacio, según Rosen y Einstein, o la materia oscura, que supuestamente abarca el ochenta por ciento de la materia que hay en el universo y que es invisible. Muchos científicos naturales siguen cayendo en el error que aprendieron en sus primarias: el hecho de que algo no sea mesurable, pesable, visible, no quiere decir que ese algo no exista o no lo podamos investigar. De hecho, el método científico debería de utilizarse para investigar cualquier cosa, no sólo aquellas que nuestros sentidos humanos —falibles— nos permiten percibir. El ejemplo perfecto podría estar en estos ajugeros de gusanos, materia oscura y otros fenómenos que tienen que ver con la psicología transpersonal, etnopsiquiatría, o incluso la parapsicología, una ciencia tan despreciada y ridiculizada a lo largo de su historia. Pero hay grandes científicos que nos llevan más allá del materialismo: Charles Tart, aquel gran psicólogo defensor de la parapsicología, pone en duda que la materia sea aquella única fuente de existencia; Pim Van Lommel, el cardiólogo que estudia experiencias cercanas a la muerte en pacientes que han sido declarados muertos por paro cardiaco y luego vuelven a la vida y narran lo que han visto y vivido durante el tiempo que estuvieron muertos; Peter Fenwick, neuropsiquiatra y neurofisiólogo, experto en epilepsia, quien, al igual que Van Lommel ha descubierto que la muerte no es el fin de todo, y en El arte de morir ha divulgado de manera extraordinaria los casos que ha estudiado de personas que después de sobrevir a una experiencia cercana a la muerte, han narrado sus vivencias parapsicológicas.
Investigar sobre asuntos del espíritu es también hacer ciencia, y cuando digo espíritu me refiero al Geist alemán, que significa tanto pensamiento —intocable, invisible, inasible, como espíritu, más cercano a un fantasma o a un ente desencarnado —intocable, invisible, inasible—, entes que han sido estudiados científicamente desde Allan Kardec, pasando por la Society forPsychical Research del siglo XIX, hasta la mejor parapsicología, psicología transpersonal, etnopsiquiatría, antropología y otras grandes ciencias de nuestra época.
En resumen: ir más allá del materialismo científico es sacarnos de la cabeza la falsa idea de la ciencia ortodoxa: de que todo aquello que que no implica tratar con materia es charlatanería, creencia pueblerina y religiosidad para engañar a los ignorantes. Pensar más allá del materialismo científico no tiene que ver con religiones, aunque tal vez sí implique un asunto espiritual y es que pensar más allá del materialismo significa también admitir que es muy probable que tengamos Geist —en ambos sentidos—. En muchos periodos y en muchas culturas alrededor del mundo se ha pensado que el espíritu sobrevive a la muerte del cuerpo. ¿De dónde habría salido esa teoría?, ¿tan sólo del miedo a la muerte de varios individuos o de algo que varias culturas, que sin haber tenido contacto entre ellas, han comprobado?; ¿estamos tan desarrollados científicamente y somos tan especiales para no tener Geist? Ir más allá del materialismo científico adquiere un componente político y filosófico al afirmarnos como seres humanos complejos, históricos, sociológicos, antropológicos, tal vez en comunicación con la naturaleza y con lo divino y no como simples máquinas biológicas con cerebro computadorizado. Nos encontramos más alla del materialismo científico cuando desechamos aquella metáfora que nos recuerda que no podemos localizar específicamente en algún lóbulo, parte del cerebro o grupo de neuronas, nuestra voluntad, nuestros deseos y nuestras especificidades como seres humanos. Ir más allá del materialismo científico es saber que tenemos una mente, independiente de nuestro cerebro que no actúa como una máquina, facilmente manipulable, controlable por cualquier poder político. Ir más allá del materialismo científico es saber que la ética, la moral y la voluntad son tan sólo algunos de los elementos que no se pueden programar como a una máquina. Esto tal vez lo sabía ya Sócrates cuando planteó que los seres humanos tenemos una vocecita interna que nos aconseja cómo actuar correctamente, una voz de la conciencia que nos indica lo que está bien y lo que está mal. A esta voz interna, la llamó daimon y el materialismo científico ha parecido intentar destruirla en distintas épocas de la historia occidental.