Desaparecidos. Cartografías del abandono
Conocí al sociólogo uruguayo Gabriel Gatti en el otoño de 2019 en la Universidad de Stanford. Sintonizamos de inmediato porque enfrentábamos el mismo predicamento. Nuestro trabajo como profesores invitados no incluía seguro médico y nos exigían contar con uno que garantizara la “repatriación de restos en caso de fallecimiento”. Podíamos dar clases a condición de no causar problemas con nuestros cuerpos. Así las cosas, nos dimos a la tarea de buscar un seguro barato que asegurara el viaje a casa de nuestros cadáveres. Fue mi primer contacto con alguien que, curiosamente, se dedica a estudiar la desaparición de las personas.
Gatti llegó al tema por dramáticos antecedentes personales. Su familia huyó de la dictadura uruguaya cuando él era niño y se instaló en Argentina, donde su padre desapareció poco después del golpe militar de 1976. Su hermana Adriana corrió la misma suerte en 1977 y su primo Simón tenía 28 días de nacido cuando desapareció en 1976 (reaparecería en 2002 con otro nombre). Sin embargo, las investigaciones de Gatti no están animadas por el victimismo o el encono. A diferencia de los depredadores, no busca negar o borrar; por el contrario, su tarea consiste en dotar de sentido a lo que en apariencia no lo tiene; construye mapas para ubicar a quienes hasta ahora carecen de sitio. El saldo más reciente de este empeño es Desaparecidos. Cartografías del abandono, espléndido libro a medio camino entre el ensayo y la crónica.
Gatti comienza por definir el sentido político de “desaparecido”. El término surgió en Argentina durante la dictadura militar para describir a quienes habían sufrido una desaparición forzada con intervención del Estado en un contexto en el que antes había garantías civiles y sin que se pudiera obtener información al respecto. La desaparición es un acto represivo que vulnera el orden democrático.
El término fue tan explosivo que, durante el Mundial de 1978, la Junta Militar argentina contrató a la agencia Burson-Marsteller, especializada en el manejo de imagen, para que los medios internacionales hablaran exclusivamente de fútbol en esos días. En Sultans of Sleaze: Public Relations and the Media, Joyce Nelson estudia la hábil y costosa campaña de control mediático que logró que la prensa desapareciera a los desaparecidos.
Con los años, el concepto amplió su rango: hay muchas formas de suprimir la identidad. Gatti admite en sus cartografías casos muy distintos. Ahí están, por ejemplo, los muertos sin nombre de la Guerra Civil española, las víctimas del crimen organizado en México, las numerosas personas que carecen de documentos, los descastados del capitalismo postindustrial que vagan por las ciudades como zombis que lanzan profecías en una lengua que nadie entiende.
En República Dominicana, Gatti entrevista a una nueva versión de las parteras, gente que se dedica a que los sin papeles “nazcan” oficialmente en un acta. En ese país, buena parte de la población carece de identidad cívica. Lo mismo se puede decir de México. Hace apenas unos meses, Carolina Coppel y yo fuimos comisionados por el colectivo Llegó la Hora de los Pueblos para tramitar los documentos de cerca de 150 zapatistas que debían viajar a Europa. Para obtener pasaporte, primero debían conseguir acta de nacimiento, algo difícil de lograr en Chiapas, donde un tercio de los campesinos carece de papeles. Cuando tratan de obtenerlos se someten a toda clase de sospechas; no sólo deben demostrar que son mexicanos, sino que no son guatemaltecos que buscan emigrar ilegalmente a Estados Unidos. Con el apoyo de Alejandro Encinas, subsecretario de Gobernación, se pudo hacer una extenuante tramitación en tiempo récord. ¿Pero qué sucede con quienes no tienen la organización ni el empuje de los zapatistas? En sentido estricto, millones de habitantes de mi país son apátridas.
Gatti también estudia el sistemático robo de bebés a gente pobre que se dio en España de 1940 a 1990. Una red de monjas que trabajaba en hospitales aprovechó la fragilidad de mujeres indefensas que daban a luz después de una violación o sin compañía de una pareja, para decirles que sus hijos habían muerto en el parto. En complicidad con el hospital y la Iglesia, se quedaban con los niños para darlos en adopción a familias ricas. Esto comenzó con el franquismo pero duró varias décadas.
En Uruguay, Gatti ofrece otra variante del borramiento existencial, el de las franjas sociales que ya no responden a la categoría de pobreza, las masas nómadas que aparecen en las periferias de las ciudades y carecen de costumbres reconocibles. Son manchas, sombras en la demografía. En su desconcierto un especialista que ha extraviado los conceptos se refiere a ellos como “bichos”; lo hace sin afán despectivo, movido por la desesperación, buscando definir a una especie indefinible.
Y luego está el “giro forense”, los desaparecidos que murieron pero no se encuentran. Recuerdo un acto en le Museo de Tolerancia de la Ciudad de México, en el que Javier Sicilia habló de la necesidad de consagrar un espacio —un antimonumento— a las víctimas de la violencia. Desde el público, una mujer compadeció al poeta y activista por haber perdido a su hijo, pero agregó que al menos él tenía una tumba dónde llorar. Los deudos de los desaparecidos han sido privados de ese consuelo. De ahí la importancia de trazar cartografías, sitios de la ausencia como las que propone Gatti.
En su libro Huérfanos del narco, Javier Valdez Cárdenas, periodista sinaloense asesinado en 2017, narra la escena de un niño que espera que su padre regrese de Desaparecido, pensando que se trata de un país. En cierta forma, tiene razón. Ese país existe, pero no está en el extranjero: es el nuestro, la inmensa necrópolis que habitamos y que Mago Torres, Alejandra Guillén y Marcela Turati han cartografiado como El país de las dos mil fosas. Durante dos años, Torres, Turati y Guillén coordinaron a más de noventa periodistas para hacer la labor que no hace el ministerio público. Investigaron las desapariciones ocurridas durante la década que comenzó en 2006, cuando el presidente Felipe Calderón declaró su “guerra contra el narcotráfico”. La Secretaría de Gobernación registraba 855 fosas para el periodo y la Comisión Nacional de Búsqueda 1,150. El colectivo de periodistas demostró que eran más de dos mil. Los delitos van acompañados del ocultamiento y la burocracia oficial suele ser cómplice del extravío de información.
Las alarmantes cifras aportadas por ese informe no han dejado de crecer. Empecé a leer el libro de Gatti el 16 de mayo de 2022, ese día se anunciaba que, de acuerdo con datos oficiales, México acababa de rebasar los cien mil desaparecidos. Cuando lo terminé, el 13 de junio, había 476 desaparecidos más. Al modo de un reloj o una clepsidra, el libro mide, página a página, algo que se acaba.
El tema de la desaparición adquiere especial significado en un momento en que nuestra presencia se ha vuelto optativa. De manera elocuente, Gatti comienza su libro describiendo el aislamiento forzoso en los primeros días de la pandemia. En marzo 2020 nos volvimos menos reales; nuestra presencia pasó de ser un requisito a ser una opción; de ese modo, nos acercamos simbólicamente a los que faltan.
A medida que la vida gregaria recupera su ritmo, se ha vuelto necesario aclarar si un acto es presencial o no. Difícilmente regresaremos a la unidad de mente y cuerpo que nos caracterizaba. Una franja de nuestra experiencia ya pertenece a la zona afantasmada de lo digital.
A partir de la lectura de Gatti, se puede establecer una hipótesis inquietante: las diversas variantes de la desaparición humana prepararon el terreno para el predominio de la realidad virtual. Habitamos un planeta donde todos los teléfonos inteligentes extraen datos de las personas, pero donde no todas las personas pueden probar que existen.
Cuando el Titanic mandó por telégrafo la señal de alarma S. O. S. aludía, sin que muchos lo supieran, a un mensaje teológico, pues las siglas significan Save our souls (salven nuestras almas). En tiempos de desaparecidos, urge otra señal de alarma, la de salvar nuestros cuerpos.
El destino —ese “fantasma sincronizador”, como lo llamaba Nabokov— hizo que mi primer contacto con Gabriel Gatti tuviera que ver con buscar una forma barata para que se dispusiera de nuestros cuerpos en caso de muerte. Fue una azarosa señal de que estaba ante alguien dedicado a darle otro sentido a la desaparición.
Gatti sabe que no puede restituir lo que se ha perdido, pero puede nombrarlo. En su obra de teatro El cartógrafo, citada por Gatti, Juan Mayorga escribe: “Francia es el mapa de Francia […] El mapa crea Francia”. La identidad es algo que se construye. Los desaparecidos habitan un no lugar. Darles sitio, encontrarlos, decirlos, es una primordial tarea ética.
En ese mismo texto, Mayorga agrega: “El mapa más exacto siempre lo hace el enemigo”; conocer el territorio es un requisito para dominarlo. La frase tiene una carga perturbadora: el conocimiento se somete a una subjetividad que puede tener fines aviesos. ¿Hay una cartografía ajena a los afanes de dominio? Gabriel Gatti la ejerce. Sus mapas, surgen, en efecto, de una voluntad de apropiación, pero responden a una causa moral: son enemigos del olvido. El sociólogo busca los huecos, los resquicios habitados por la ausencia, donde vuelve a través del tiempo. A diferencia de la intensa industria de los mapas coloniales, estas coordenadas no se conciben para invadir a los otros, sino para que los otros aparezcan.
Desaparecidos transfigura el abandono en una cartografía legible, próxima, como las líneas de una mano.
- Gabriel Gatti, Cartografías del abandono, Turner, México, 2022, 320p.