La caja de herramientas

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Hace veinte años, en julio de 1999, escribí en La Habana y                                                     publiqué en la mexicana revista Crítica de Puebla “El póquer colorado”, sátira sobre la censura bajo el régimen represivo cubano. Lamentablemente el cuento aún mantiene su referente dictatorial, y tal vez su burla a dueños de la verdad y policías políticos. Está dedicado al gran escritor ruso Mijail Bulgakov, otra víctima de Stalin. Aquí se une al homenaje a Harold Bloom y su defensa de la crítica literaria que valora la obra literaria como objeto artístico y no como documento histórico o multicultural, lo que impone la presencia de un canon y un agón, es decir, de una escala de valores y de una competencia, que los críticos no deben ignorar.

CANON Y AGÓN

La caja de herramientas… Supongamos un plomero cuya caja de herramientas carece de distintos tamaños de llaves de las llamadas picoloros o de un juego de boquillas para destornillador eléctrico… ¿Puede imaginarse un mecánico automotriz sin que esté rodeado, a diestra y siniestra, de los instrumentos cuyo uso le permiten diagnosticar, extraer, reparar o sustituir las piezas dañadas? Nada más que imaginarlo da risa, es una broma, de mal gusto si se trata de nuestro fregadero o automóvil. ¿Y entonces por qué aceptamos sin pestañear que un crítico literario carezca hasta de un martillo para machacarse la lengua cada vez que suelte un disparate? ¿Por qué no pensamos que un buen lector también necesita de un instrumental mínimo, enriquecido, por supuesto, de un modo empírico, aunque no conozca palabras técnicas para referirse a determinados valores o defectos?

Una de las causas -—tan sencilla y común que se ha vuelto trivial—es cuando se confunde creación con crítica literaria. A lo que se suma —¿resta?—una penosa evidencia, que se mantiene tapada, oculta porque descubrirla irrita la convivencia, trae enemigos, rompe hipocresías: Al parecer predominan fuertes asociaciones de bombos mutuos que para lanzar elogios sólo necesitan clases de declamación y urbanidad, de palabrejas y memoria para citas; junto a jugos gástricos capaces de procesar frases al estilo de “talento inmarcesible”, “logros geniales”, “mención inexcusable”… Además, a este milenario ejercicio de las relaciones humanas hay que añadirle hoy los vertiginosos avances de la comunicación que Internet viene generando, con sus abismales zonas de trivialización “espontánea”, de muñequitos que indican estados de ánimo… No, casi nunca, de ideas u opiniones. Más las formas indirectas –algunas muy sutiles— de publicidad y promoción de ventas, que obviamente no necesitan para nada un instrumental de análisis, herramientas para fregaderos o automóviles que no van a evaluar sino a alabar. Estas últimas bien pagadas en semanarios literarios que en un tiempo tuvieron prestigio, exhibieron rigor y aún hoy lo mantienen en ciertas zonas culturales, aunque en las reseñas de libros por lo general sean propagandas, repletas de lugares comunes y adjetivos hiperbólicos, que recomiendan sin el menor pudor las chatarras.

Un aspecto decisivo se halla en la relación entre canon y agón, que comienza en la actitud del escritor, en su conciencia de que tal fragor entre uno y otro no es discutible porque cae de modo inexorable, porque es tan real como el movimiento de los planetas alrededor del sol. Hay un canon y al haberlo hay siempre una competencia o agón, en cualquier lengua, cultura, región o país.

Cuando escribí el siguiente cuento satírico estaban danzando en mi mente, por supuesto que sin un orden cronológico o una escala de valores estéticos y artísticos, los textos y autores cercanos a mi deseo. Ese “bagaje” actuaba como enriquecedor del leitmotiv: burlarme de la censura, de la represión a los disidentes y el ocultamiento de las críticas a un sistema fracasado. Mientras escribía las primeras versiones, cuando los borradores se superponían, yo no sólo estaba pensando en los autores satíricos cubanos que el desarrollo de la prensa plana había alentado desde el siglo XIX, en los humoristas de carácter costumbrista con fuertes críticas políticas, sino en aquellos que de disímiles maneras arman la tradición en la lengua hispana, con Francisco de Quevedo y Villegas como la más elevada muesca del canon, allí donde la picaresca exhibe sus cúspides narrativas, arte de un ingenio impermeable a siglos. Pero donde también la poesía burlesca, de punzantes ironías, ejerce una vigorosa influencia, como —por sólo citar un ejemplo— aún se disfruta en el agrio intercambio de poemas entre Góngora y Quevedo, que llega a la ordinariez.

       EL PÓQUER COLORADO

                                                             A la memoria de Mijail Bulgakov.                                           

El uniforme oculta los calzoncillos rojos de óvalos blancos, cosidos por su madre con un corte de algodón satinado que guardaba para un vestido. El teniente Abel se aleja unos pasos del espejo para esconder la barriga carbohidratada, de flaco estrecho. Toma por el manubrio la bicicleta verde olivo y se dispone a pedalear. Reacciona cuando le parece ver la sombra de Marilyn. En ella va pensando, con la rutina lenta de cada madrugada, al salir hacia la Oficina. Una conversación había quedado colgada. Otra vez la borrasca del divorcio amenaza su cronómetro de psiquiatra seguro de que la actuación no presenta fallos. Otra vez Marilyn le impide averiguar, evaluar.

Raúl sospecha que lo sacarán de la jaula del chimpancé y lo conducirán ante un oficial de caso. Mientras le pela un plátano, supone que el comienzo de la madrugada es ideal para extraer información, desestabilizar, amedrentarle. No hay sorpresa cuando abren el oxidado candado y le ordenan salir. Rumbo al interrogatorio trata de que se le escape la cabeza hacia otro lado. Y recuerda el inicio de sus relaciones con Marilyn hace unos tres, tal vez cuatro meses.

Abel avanza por la circunvalación hacia Villa, el antiguo colegio católico convertido en la Oficina cubana de Disney World. El tráfico despejado le permite evadir baches, favorece la sombra de Marilyn. No es la primera vez que desatan los diablos. Como cuando se empeñaba en cocinar y lavar y ante su negativa se fue para la casa de la hermana, hasta que logró rescatarla después de semanas de psicoterapia, de aceptar que saliera con el pelotero dos o tres veces, de comprender la aventura con aquel jonronero como acto de contrición.

Raúl camina despacio entre los dos guardias de terciopelo rojo y negro. Doblan por un pasillo y a una señal se abre una reja de barrotes rosados. Treinta o cuarenta metros después le detienen ante una puerta también rosada. El sargento gira el llavín, enciende las luces y le ordena sentarse en el sillón de dentista frente al buró gris metálico, encima del cual hay un juego de cartas extendidas en media luna. Le dice que espere. Siente el doble llavín cerrando la puerta, verifica que el gabinete carece de ventanas, sólo una escotilla entre la pared y el techo, por donde sale un aire tibetano. Comprende que la espera, el sillón de dentista y el frío son partes del juego. Y cuida fuerzas, escapa a la imagen alocada de Marilyn, a su primera aventura con una mujer casada.

Abel detiene la bicicleta ante la garita. Coge aire tras casi cinco kilómetros de pedaleo. Dice la contraseña: “Papaya”. Y espera que la reja se esconda detrás del muro malva, adornado con imágenes de Charlot. Va hasta el estacionamiento, apoya la bicicleta y anda hasta la estatua ecuestre. Saluda militarmente, pone rodilla en tierra, alza el mentón y declama la consigna. Se dirige a firmar el libro de entrada, tras apartar de un manotazo las piernas del oficial de guardia que ronca como una locomotora soviética. Y a su despacho, a repasar los documentos para ultimar la táctica del interrogatorio. Pero susurra el nombre de Marilyn, y antes de sacudírselo para abrir la carpeta azul añil, con una foto del payaso Oleg Popov en la cubierta, le dan rabias de  lobo los cuatro años de uñas sacadas, electrodos en las sienes, picanas eléctricas en sus testículos. Calcula cuatro por doce, pero como aún faltan dos meses para el aniversario de boda, el tiempo machacado es de cuarenta y seis meses sin resolver su caso más importante.

Raúl piensa que ante el aire que sale por la escotilla temblaría un noruego de la Laponia, mucho más un mango vestido con el mono de seda violeta que le ordenaron ponerse.. A riesgo de una cámara oculta o de que se abra la puerta rosada, aparta la maquina de obturaciones, se levanta y comienza de los abdominales a las planchas, al calor que le trae a Marilyn el primer día que se acostaron. De nuevo le pide a Antón pasar por la puerta del costado, entrar a la nave donde la Biblioteca Nacional almacena los libros prohibidos bajo el rótulo de “Reserva Amarilla”. Y de nuevo sobre un montón de volúmenes polvorientos, depredados por las polillas, retoza con Marilyn, encantada con la idea del sitio que ostenta en la puerta un lumínico con el letrero: “Almacén de Insumos”, bajo unas siglas que descubre como Unión de Estudios y Análisis Casuísticos. Y mientras a cada plancha su cuerpo desciende y asciende, Marilyn aparece debajo moviéndose, gritando obscenidades, pidiéndole más duro y más duro porque dice que con su marido es una ceremonia de imposición de medallas, el discurso de alguna efemérides.

El dossier del detenido prueba la acusación por diversionismo ideológico: Intelectualoide autosuficiente e hipercrítico, como consta en el modelo 1984 de los informantes del barrio y del centro de trabajo, verificado por el celador del Comité de Zona y por el Núcleo. Abel lee las instrucciones del coronel: Ante las denuncias sobre el aumento de los presos políticos y las campañas orquestadas sobre violaciones de los derechos humanos, es imprescindible actuar con mayor inteligencia, no regalarle armas al enemigo. Ejercer de una forma discreta, con la astucia que los gusanos emplean para corromper funcionarios, favorecer deserciones, fraguar malestares, rodar rumores. Ni siquiera el gusto de llamarlos presos políticos. Comunes, tan comunes como los vendedores de mariguana. Y Abel sabe que requiere serenidad, contundencia… La confianza apenas sufre. Su entrenamiento es de primera, desde que lo reclutaran para la Oficina recién terminada psiquiatría y pasara la Escuela Superior. El único ruido es Marilyn atiborrada de trifulcas inconclusas, pendientes de juicio.

Raúl corre al sillón cuando oye pasos, alguien que se apoya en la puerta rosada. Un escalofrío borra el cuerpo de Marilyn, sus conversaciones contra la manía preguntona del marido, y le trae al arresto de ayer por la mañana en la guarapera que abrió un vecino en la esquina de su casa. El llavín no suena igual que el frenazo del auto, pero el desconcierto es la misma sensación de que está a expensas de ellos. La certeza de que sólo tiene derecho a aceptar es igual a la intuición que tuvo cuando un guardia se bajó del auto rosado, y apuró el vaso de guarapo porque sabía que era con él, que le tocaba poner la nalga, el merengue de los oficiales de caso.

Cuando Abel termina el dossier y se encamina a la puerta rosada tiene que suspender a Marilyn. Al introducir el llavín sólo es un teniente dispuesto a ejercer de manera impecable, como su uniforme de charreteras brillantes, como la idea que defiende sin sombra de vacilación, sin bajar la guardia un segundo, sin ni siquiera el fantasma de una duda. Allá fuera, a la intemperie, deja las decadencias y los suspiros de su mujer. Entra duro, entra como psiquiatra a extraerle las piezas al enfermo, aliviarse y aliviarlo, cumplir.

Ni se voltea a ver al que llega a Groenlandia. Raúl sabe que cualquier signo de ansiedad lo aprovecharía en su contra, y espera sin mover un dedo a que el dentista se acerque, rompa el silencio, le brinde caramelos de miel de abeja o un seco pescozón en la cabeza.

Abel cierra y sin mirar al reo da la vuelta hacia el buró. Pone el termo de café y el dossier sobre la superficie metálica, toma asiento y recoge las cartas que permanecían extendidas en forma de abanico. Las baraja como si hubiera acordado una partida de póquer con el que yace sobre el sillón. Las pone en dos paquetes que entremezcla con rapidez de vicioso. Cuando se unen toma una de arriba y otra de abajo para completar la preparación del juego. Tres veces repite las operaciones con agilidad de Las Vegas o de Montecarlo, sin alzar la vista hacia el detenido. Por fin habla:

—¡Déjese de boberías! ¡Échese para delante y pique! ¿Lo prefiere cerrado o abierto?

Raúl había jurado no dejarse provocar. Como el póquer no le es ajeno puede contestarle enseguida:

—Cerrado es más elegante, y más rápido. Lástima que no tengamos fichas o monedas para apostar.

—Eso cree usted. Vamos a jugarnos sus Fricciones.

—¿.Cómo dice?

—Sencillo. Por cada partida que yo gane usted me explica una de sus Fricciones.

          —¿Y si es al revés?

—El termo está lleno de café acabado de colar. Si gana le serviré.

—De acuerdo, señor…

—Señor teniente, pero no se preocupe por mi nombre. Ni por el suyo. Aquí no importa, sólo el número de la celda.

—Gracias, muy amable.

Abel reparte cinco cartas con una sonrisa tenue, parecida a la que pone cuando su esposa llega tarde, le pregunta por qué y ella contesta con cualquier invento. Raúl toma las suyas concentrándose en que las manos no le tiemblen, como cuando tuvo desnudo el cuerpo sobre el montón de libros y Marilyn por pudor se cubrió la cara con La rebelión de las masas… Gana el dentista: tres reyes contra pareja de cuatro.

          —¿Por cuál desea comenzar?

—Por el mismo título. ¿Por qué se llaman Fricciones?

—Usted sabe que trabajo de lexicógrafo. En el Instituto preparamos un diccionario de criollismos, un Léxico Mayor. Me dedico a cazar palabras…

—¿Entonces?

—Se me presentó un problema con textos que ni son ensayos ni novelas, que subvierten géneros. Están más allá o más acá de la dicción y de la ficción, son fricciones, subversión de los límites, oscilaciones tensas entre los distintos tipos discursivos.

—Por favor, sea menos críptico. ¿Qué tiene que ver con sus textos?

          —Me gustó la palabrita. Me parece la más apropiada para nosotros en estos momentos.

—Muy interesante. ¿Pero no le resulta pedante, pretenciosa?

—Desde luego. Mientras disfrute su hospitalidad no dejaré de darle siempre la razón. Yo me reservo la verdad.

—Caramba… ¿Así que unas cuantas palabras mal hilvanadas y dos o tres frases son Fricciones? A lo mejor lo que necesita es un buen ungüento para fricciones en el cerebro: cebo de majá, lodo cenagoso, huevos de codorniz.

—¿Habrá en las farmacias o tengo que esperar alguna donación?

—Gracioso. Me gusta que mantenga el buen ánimo. ¿Qué pretendía con esos escritos?

—Me parece otra pregunta, fuera de contrato. Y quiero café.

—¿Jugamos?

El teniente baraja velozmente. Le permite picar el paquete. Reparte. De nuevo vuelve a ganar: tres reyes contra pareja de cuatro.

—Parece que hoy no está de suerte. Volvamos a la pregunta: ¿Qué pretendía con sus ficciones, fricciones, dicciones, como quiera llamarlas?

—Puro entretenimiento. Un recurso mnemotécnico, soy un desastre, se lo juro. Ustedes siempre le quieren fabricar la quinta pata a la mesa.

—Así es, por eso mismo no han podido arrebatarnos el poder. La quinta pata se llama quinta columna.

—Le vuelvo a dar la razón. La Oficina siempre tiene la razón. Las columnas nunca deben moverse, ni bajo un terremoto.

—Déjese de ironías, no está para complicarse más la vida sino para salir del  lío, resolver en paz. Recuerde que se trata de un juego complicado, con facetas desconocidas. Aquí no todos los oficiales gustan de mis métodos, en  cualquier parte siempre hay halcones y palomas…

—Siempre lo desconocido tiene algo atrayente, algún desafío, curiosidades a explorar. Y más cuando no me queda otro remedio.

—Volvamos a la pregunta. ¿Qué pensaba hacer con sus textos? ¿Cómo los iba a divulgar? ¿Tenía la idea de imprimirlos, fotocopiarlos, enviarlos a una emisora de radio o a algún periódico en el exterior? ¿Quiénes los han leído?

—Le ruego que revise bien, son apuntes como los que se toman en una clase, en una conferencia. A nadie se le ocurriría publicar algo que ni siquiera es un borrador.

—¡Ah sí! Que no sirvan no significa que usted deje de creer que ha escrito un testimonio imperecedero, soberbio. De poco le servirá el disfraz de modestia, quitar máscaras es mi plato fuerte.

—Si logra encontrarle algún sentido me hará un hombre muy feliz. Hasta a una piedra se le pueden sacar alusiones. Además, tendría que volver a ganarle al apuntador…

—Usted es uno de esos mediocres que como no pueden obtener fama con sus textos, limpiamente, se escudan en la disidencia para que les hagan entrevistas, artículos, fotos. Puro sensacionalismo mediático.

—¿Será que allá son bobos?

—Es muy triste servir de monigote, dejarse llevar por la vanidad. ¿Lo ha pensado?

—¿Y usted no se siente importante ahí, interrogándome?

—Hablando de interrogatorio… ¿Se anima a otra partida o pasamos a un método más convincente?

—Me gustaría tomar café.

El teniente recoge las cartas como si se interesara en los adornos de las jotas y ases. Las baraja hasta que un ligero movimiento, una distracción de la muñeca, hace saltar una dama de corazón rojo. La recoge enseguida, pero los dos piensan en Marilyn. Abel se la imagina de rodillas, suplicándole que anule la solicitud de divorcio porque está arrepentida. De rodillas contándole cada insignificancia de sus aventuras, como en un caleidoscopio que gira contra su instrumental inquisitivo, contra su obsesión de que nada puede estar en la casa fuera de sitio, de que nada puede hacerse fuera de hora. Raúl se la imagina en cuatro patas, cabalgando sobre ella por el almacén, con riendas que la obligan a besar los libros; hasta que la tira contra Masa y Poder para ver cómo lame la cubierta, cómo su lengua acaricia el volumen; hasta que por último la lleva hasta una tonga que encabeza El hombre rebelde, y la posee por atrás sin que ella suelte ni un gritico porque muerde las letras del lomo. Los dos miran sus cartas. Gana el teniente: trío de reyes contra pareja de cuatro.

          —¿No le parece extraño que siempre salgan las mismas cartas?

—Aquí el que hace las preguntas soy yo. ¡Déjese de suspicacias! ¡Pura casualidad!

—Debe de ser. ¿Por qué le gustan tanto los tríos? Acepto…

—Bien, me alegra su confianza. La Oficina es incapaz de las artimañas que usan a diario los escorpiones que hace décadas pretenden destruirnos.

—Es gracioso, siempre salen reyes y cuatros. Maquiavelo decía que el  azar es del carajo.

—¿Maquiavelo dijo eso?

—Por supuesto.

—¡Basta! Pasemos a su primera Fricción.

El teniente abre la carpeta, extrae un pedacito de papel gaceta amarillento, rasgado en una de las puntas y doblado en forma de acordeón. Lo alisa con el borde de la mano:

PALABRAS QUE NO SE LE PUEDEN PERDONAR A UN POLITICO:

Pueblo            Centralismo       Marcha                   Mitin

Sacrificio        Ahorro               Deberes                 Disciplina

Futuro            Partido               Vanguardia            Medicina

Voluntario      Socialismo           Masa                       Educación         

Líder               Historia                Comandante          Revolución

—Supongo un mínimo de valentía, que asuma la responsabilidad por el veneno.

—Las palabras también sufren, se anquilosan, pierden significado. Hasta el platino se desgasta.      

—El único desgastado es usted, no trate de disfrazar un pesimismo anarquista pasado de moda.                                                                                                   

—Su triunfalismo es conmovedor. Las utopías angelicales siempre fueron diabólicas, no esté tan seguro de que el anarquismo sea una reliquia. Peor huelen los sistemas jurásicos.

—Prefiero creer en el futuro que mirar para atrás con añoranzas.

—¿Y quién le ha dicho que a mí me gusta el pasado? Tengo más que de sobra con el presente.

—Estamos de acuerdo. Volvamos a su lista de palabras.

—Exactamente, el deseo de refrescar el idioma, de no ser esclavo de un lenguaje muerto.

—Buena basura será ese diccionario.

—El primer poeta que le dijo a su amada que tenía labios de coral fue un genio, el último…

—Ni usted es poeta, ni me gusta lo de labios de coral, ni creo que palabras como justicia, libertad, honradez, hayan perdido sentido.

—No están en mi lista.

—En realidad hay dos que me intrigan, no logro insertarlas en su cadena de improperios. ¿Por qué metió medicina y educación?

—Porque uno no está siempre enfermo o estudiando.

—¡Ah, vaya! A ustedes lo único que les gusta es el relajo, el carnaval de ron y mambo. El choteo es lo único que son capaces de indagar. No creen, son dignos de lástima.

—¿Cuándo se ha visto que un escrito tumbe a un gobierno? ¿No se da cuenta de que mi apunte sólo es delirante?

—Claro, claro. Ahora nos vamos a entender. Eso es: delirante. Admite estar enfermo, ¿no? Permítame ofrecerle un buchito de café bien caliente.

—Es lo primero que tomo desde ayer por la mañana. Disfrutaba un guarapo cuando llegaron sus muchachones.  

Abel recuerda que a las siete en punto de la mañana, cuando llegue a la casa, tiene que colar café para que ella se despeje antes de salir para la Federación. Raúl, con el calorcito rodándole hacia el estómago, recuerda otro termo lleno de daiquirí, que se habían tomado juntos en el almacén mientras reponían fuerzas tras la lectura.

—¿Le parece que su delirio necesita tratamiento?

—Por supuesto que no. Habría que convertir el planeta en un manicomio. ¿Qué haríamos con los políticos, los banqueros y los militares?

—Insiste en las bromas. Pensé que comenzaba a darse cuenta de que necesita atención. Si admitiera esta variante a lo mejor salíamos juntos por la mañana, cada uno para su casa… Mientras tanto debemos pasar al segundo apunte.

—¿Y si me negara a seguir en el póquer? ¿Si diera la partida por terminada? ¿Si no contestara más preguntas?

—Nos iríamos al parque. Pero no hará eso, estamos conversando, atiendo su caso sin violar ninguno de sus derechos… Lo ayudo, tengo el deber de sacarlo de lo que usted mismo llamó delirios. Permítame barajar de nuevo.

Abel mezcla las cartas sin quitarle la vista. De nuevo el triunfo lo acapara el teniente: tres reyes contra pareja de cuatro. Pero esta vez Raúl se limita a suspirar, a esperar la lectura del apunte:

Yo el supremo,, Tirano Banderas, El Señor Presidente, El gran Burundú Burundá ha muerto, El otoño del patriarca, El recurso del método, Terra nostra, La guerra del fin del mundo, Temporada de ángeles, Mariel, La historia me absorberá, Mi lucha, Informe contra mi mismo, Amalia, Pedro Páramo, El atroz redentor Lázarus Morell…

—Muy bien, he verificado que se trata de una lista de obras, vinculadas, curiosamente, por el tema del dictador. No fue fácil identificarlas. Pero queda una que nuestros referencistas no han hallado: La historia me absorberá. ¿Podría identificarla?

—Esos libros están en un librero de caoba en la casa de un amigo, entre los Diálogos de Platón y Las mil y una noches. Apunté los títulos por entretenimiento.

—Del amigo hablaremos después. Del entretenimiento ahora mismo: No trate de evadir la divulgación de propaganda enemiga. Pero la pregunta es sobre el que no aparece registrado.

—Una obra menor..

—Es inútil que trate de encubrirlo. La Oficina trabaja como un cronómetro. Contrasta con la disipación de los filósofos de café con leche, de los artistas del ron.

          —Pero nos damos una ducha y enseguida se nos quita.

—Dejemos las divagaciones.

—La historia me absorberá es deliciosa. Una sátira costumbrista llena de equívocos y paradojas donde el personaje central encarna a un político, que por fin resulta ser un payaso desempleado porque los niños no se reían en el circo. Si mal no recuerdo termina abriendo una fosa. Se la recomiendo, tiene chistes que harían reír a Mahatma Gandhi.

—¿Y el autor?

—Murió después de una prolongada arteriosclerosis que lo hacía creerse Mussolini. También escribió un largo tratado de oratoria, pero fue un fracaso, hasta los gramáticos bostezaban. Ahora nadie se acuerda de él, ni siquiera aparece en el Diccionario de autores, que incluye humoristas de la radio y la televisión.

—¿Cómo se llamaba?

—Le juro que no recuerdo su nombre. La información me la dio Antón, un amigo filólogo que acapara títulos de obras del teatro bufo, recortes de crímenes pasionales, crónicas de accidentes automovilísticos, invitaciones para bodas, testimonios de esclavos…

—Verificaré sus informaciones, irá a su expediente. La estancia aquí siempre está llena de sorpresas. Usted debe haber oído los cuentos. Pero liquidemos sus Fricciones. Aún me quedan dudas.

Esta vez las cartas comienzan a mezclarse sin Marilyn. La tensión del interrogatorio concentra a los jugadores.

—¿Por qué no las mira?

—Supongo que saqué una pareja de cuatro, que usted tiene trío de reyes.

—¡Casualidad!

—Me voy acostumbrando a las casualidades. ¿Por qué no me brinda otro buchito de café para celebrar su victoria?

—Primero veamos otra de sus Fricciones:

Sorprenderse, extrañarse, es comenzar a entender. Civilización es, antes que nada, voluntad de convivencia. Disociar ideas cuesta mucho más que asociarlas. Esa extraña dualidad de prepotencia e inseguridad que anida en el alma contemporánea. El que manda es, sin remisión, cargante. El Estado ha sido siempre el gran truchimán. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese todo el mundo no es todo el mundo. Aguantar es envilecerse. La idea es un jaque a la verdad. Estas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de los náufragos. Lo demás es retórica, postura, íntima farsa. El que no se siente de verdad perdido, se pierde inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia realidad.

—¿Reconoce que es suyo?

—Reconozco mi letra, yo lo copié. Pertenece al único filósofo español. No me haga el honor de concederme tanta inteligencia.

—De nuevo el truco de la modestia. La vanidad se lo come por una pata.  ¿Por qué no me explica el mensaje?

—Las palomas son las que llevan mensajes, y los satélites las dejaron desempleadas. Si no me sirve un buchito de café no le digo ni media palabra.

—Olvida que las reglas las ponemos nosotros.

—Estoy fuera del juego.

—Mientras permanezca en el país es cómplice, quiéralo o no es cómplice. Y aquí dentro algo más, no se le vaya a olvidar el chimpancé.

—¿Cómo piensa obligarme? ¿Me va a empastar las muelas?

—Por favor, ni los escritores son tipos duros ni aquí hacen falta barbaridades. Le voy a servir café, vaya, para que vea que lo de las torturas es propaganda enemiga.

—Gracias, hace mucho frío.

—Espero la explicación. Eso de sentirse náufrago… ¿Trató de irse en una lancha y se le hundió o es otro delirio?

—Otro delirio.

—El otro delirio comienza ahora. Le anuncié una sorpresa. Espere unos minutos.      

Abel aprieta un botón oculto y la puerta se abre de inmediato. Un sargento de boina de óvalos rosados se cuadra delante de él.

—¡Ordene!

—Traiga al otro detenido, por favor.

Raúl comprende la sorpresa, no resiste que el teniente pierda al menos esta partida:

—Trae a Antón.

—Adivinó. Lástima que en el póquer no tenga tanta suerte. Dicen que los perdedores en el juego son afortunados en el amor.

Tres o cuatro minutos después entra el sargento con una silla de ruedas sobre la cual viene Antón, también vestido con un uniforme de seda violeta.

—¡Bienvenido a estomatología! Por fin juntos el lexicógrafo y el filólogo. ¿A qué podemos jugar? Canasta después, cuando aparezca el  personaje que falta. Entonces seremos cuatro, la canasta es divertida de parejas, como el dominó. ¿Me ayudan a completar el expediente?

Raúl y Antón quieren intercambiar una mirada de apoyo entre el sillón de dentista y la silla de ruedas. En realidad es de miedo, no saben lo que el otro ha hablado. Tampoco lo que el oficial guarda en la carpeta… Abel prolonga la expectativa. Hace como que revisa papeles pero no interrumpe la vigilancia de los pacientes, el escrutinio de las reacciones, igual que cuando conversa con Marilyn y la deja pendiente de un garfio que le permite evaluar las actitudes. Por fin rompe el hielo:

—Antón, ¿podría repetirle a su amigo Raúl lo que nos dijo sobre los préstamos de libros que usted le hacía, violando el reglamento del Almacén de Insumos, las directivas de la Unión de Estudios y Análisis Casuísticos (UNEAC)?

—Bueno compañero oficial, la verdad es que nunca pensé… Vaya, me parecía que… Yo no quise…

—Lo cito: “Raúl me presionó mucho. Abusó de la amistad. No me quedó más remedio que prestarle algunos libros prohibidos”. ¡Eh, Antón! ¿Declaró o no eso?

—Sí, perdóname Raúl, pero yo… Lo que pasa es…

—No no, Raúl, no tiene nada que perdonarle, lo que tiene es que admitir su culpabilidad. Declarar que fue él quien lo instó a violar la ley, a transgredir disposiciones oficiales muy estrictas.

—Si espera que me haga cargo de la cobardía de Antón…

—Espíritu autocrítico.

—Alguna vez él y yo aclararemos el asunto.

—Así que ahora quiere vestirse de héroe. Raúl, usted ni idea tiene de cómo bailan aquí la suiza los tipos que se las dan de machos. Terminan en el cachumbambé, suben y bajan pidiendo más y más papel para confesar. Tenemos que mandarlos a parar, a callar. Salen con logorrea.

—Será que ustedes tienen un taller literario y despiertan las vocaciones de escritor…

—Nosotros despertamos o dormimos lo que beneficia al pueblo.

—Como la declaración de Antón.

—Conmigo no la cojas, yo, yo no tengo la culpa de que se enteraran.

—Antón, no le haga caso, pronto comprenderá. Pasemos a otra parte. Usted nos dijo que Raúl introducía una mujer en el almacén. ¿Es así?

—Me insistió tanto, usted sabe… Sí, yo le daba a veces la llave de la puerta del costado porque me aseguró, bueno, que ella estaba casada y no podían correr el riesgo de que la vieran en alguna posada, en lugares públicos. Imagínese, los socios abusan de la amistad, a uno le da pena…

—Esa persona falta para completar las dos parejas y poder jugar canasta o bridge. Necesitamos conversar un ratico con ella, saber quién es, conocer cuáles libros sustraía del almacén. Raúl, espero, le conviene ayudarme.

—Ni lo sueñe, ni con un taladro en el esfínter. Además, ella en su vida se ha leído un libro completo. Le doy mi palabra, le juro por mi madre que no tiene nada que ver con el mundo intelectual. Puro sexo, ni sabe lo que significa diversionismo ideológico.

—Pero usted sí sabe que el encubrimiento está penado por la ley.

—Por favor, mantengo una relación muy delicada, no puedo exponerla a un escándalo. Está casada, trabaja de funcionaria en un organismo importante. Y le aseguro que sólo estuvo en el almacén tres o cuatro veces, un rato, una aventura. Nada más alejado de nuestro asunto.

—Bien, quizás Antón pueda ayudarnos y ayudarse, acabar de salir para la calle sin problemas. Entre más rápido terminemos mejor para ustedes y para la Oficina. Antón, ¿usted la vio alguna vez?

—De lejos, no podría identificarla, yo no quiero meterme en escándalos, en enredos de tarros. Es que Raúl…

—¿Qué coño te pasa conmigo?

—Tranquilito, no le pase por la mente ninguna bestialidad. Aquí somos nosotros quienes repartimos las barajas, los tickets, el aire acondicionado, los empastes dentales, las sillas de rueda, los platanitos y hasta las cáscaras de los platanitos. No se vaya a equivocar. ¡Calma! ¡Mucha calma!  ¿No será mejor que nos apuremos con el detalle que falta? Cerrar el expediente, firmarlo, elevárselo al coronel, esperar en paz. ¿Les sirvo un poco de café?

Raúl agarra la tapa del termo, se toma el líquido humeante y la vuelve a pasar al teniente, sin mirar a Antón.

—Era para los dos. Lo siento, Antón…

—Pensé que a él también le serviría.

—¡Ay Raúl! No se haga más el difícil, colabore y verá que salimos bien. Mire, este texto suyo, este solamente, lo puede llevar a la cárcel. Tenga  un poco de fe en mí…

—F E significa Familia en el Exterior.

—¡Déjese de pujar gracias!

—Más gracioso es pensar que quien no esté con ustedes está en contra del país…

—Más o menos, a veces inconscientemente. Pero lo suyo es muy consciente. En esta Fricción no hay ni una pizca de ingenuidad:

INSTRUCCIONES PARA INGRESAR EN UNA NUEVA SOCIEDAD Lo primero: optimista. Lo segundo: atildado, comedido, obediente. (Haber pasado todas las pruebas deportivas) Y finalmente andar como lo hace cada miembro: un paso al frente, y dos o tres atrás: pero siempre aplaudiendo.

—De nuevo textos ajenos, teniente. Es un poema de un escritor que hace rato salió de la circulación nacional. Murió en los Estados Unidos.

—¿Por qué lo copió? ¿Y esta Fricción también anda fuera de circulación?

PARA ESCRIBIR EN EL ALBUM DE UN TIRANO Protégete de los vacilantes, porque un día sabrán lo que no quieren. Protégete de los balbucientes, de Juan‑el‑gago, Pedro‑el‑mudo, porque descubrirán un día su voz fuerte. Protégete de los tímidos y los apabullados, porque un día dejarán de ponerse de pie cuando entres.

—Es del mismo poeta. ¿Usted es necrofílico?

—Me alegra su humor. Por cualquiera de las dos últimas Fricciones agarra por lo menos pareja de cuatro, ocho añitos a la sombra, en una granja de alta seguridad en Ciego de Avila donde se va a acordar mucho de esta sesión, de lo que pudo hacer y por cabezón no hizo. ¿No es verdad, Antón?

—Sí sí, por supuesto. Teniente, yo creo que con su ayuda podemos arreglar el asunto sin necesidad de llegar a los tribunales.

— Raúl, aprenda… Les decía que necesito… Lo siento, pero debo romper su intimidad, saber quién le acompañaba al almacén. Lo de menos es que se trate de una mujer casada. Somos, de oficio, extremadamente discretos. La vida privada no es de nuestra incumbencia. Pero se exige completar las informaciones.

—No puedo exponer a mi amiga. El esposo…

—La Oficina no acostumbra a meterse en las camas. Además, debemos jugar canasta antes de que amanezca, traer a su media naranja un ratico, nada más. Después le explicaremos al marido que fue imprescindible para completar un informe. Garantizo discreción.

—Teniente, teniente, creo que se llama Marilyn o Marielín. Y Raúl me comentó algo, trabajaba en un lugar muy importante, en la Federación.

Raúl baja la cabeza, la hunde en el pecho como si estuviera hundiéndole de un derechazo tres costillas a Antón. Abel recibe el impacto de su mujer como si fuera una bruja cabalgando en la noche de sábado. Apura la pregunta inevitable, mirando fijo a Raúl, sabiendo que le va a provocar un preinfarto:

—¿Se llama Marilyn y vive en calle Yarini, número 1959, entre Carrión y Montenegro, reparto Carpentier, municipio Hurón Azul; y es funcionaria, en efecto, de la Federación?

Raúl alza la cabeza con los ojos rompiéndole los párpados, y Abel no necesita más pruebas. Suspira hondo, como si hubiese corrido un kilómetro con un león persiguiéndole. Aprieta el botón secreto. Al momento entra el sargento y lo saluda militarmente.

—Llévese a Antón para la celda del orangután. Prepare la montaña rusa, estaré allí enseguida con Raúl.   

En los minutos siguientes hace como si revisara otros papeles, mientras Raúl, desconcertado, admira la sagacidad de la Oficina, que desmiente el viejo lugar común de que las policías del mundo sólo saben lo que la gente les dice. Al poco rato vuelve a entrar el sargento.

—Todo listo.

—¡Vamos, Raúl, adelante!

De pronto lo que parecía ser una pared corre sobre unos carriles y aparece un sendero de grana multicolor. Al fondo se ve un arco lumínico delante del carrito de la montaña rusa. Hacia allí caminan, sin palabras, hasta el primer asiento. Abel levanta el tubo de seguridad y con un gesto le señala a Raúl que monte. Se sienta a su lado y le indica al sargento que ponga en marcha el aparato. Cuando arranca y comienza a subir la primera cuesta, la más grande, dice:

—Yo soy el esposo de Marilyn. Si me lo cuenta sin omitir ningún detalle, inclusive de cuando estaban juntos, lo saco libre. Píenselo. De lo contrario me bajaré cuando termine la vuelta y usted seguirá y seguirá y seguirá bajando y subiendo.

Raúl comprende que las opciones han desaparecido, tendrá que transigir antes del amanecer. Abel comprende que su curiosidad se saciará hasta el vómito, tendrá que posponer al disidente. Los dos se aguantan del tubo rosado cuando comienza el descenso.