Con Líneas de fuga. Muestra de poesía mexicana contemporánea (1960-1986) Iván García se arriesga a realizar una antología que rompe con la mirada habitual. Renglones como los siguientes, llevarían a considerarla como provocadora: “He procurado, eso sí, relativizar la importancia de autores que, a fuerza de una promoción persistente (y muy a menudo también de una suma de privilegios sociales), acaban colocándose como figuras indiscutibles del medio literario”. Pero más que provocadora, se trata de una muestra propositiva, como el antologador lo quiere; la presencia de la chamana María Sabina o la del narrador Jesús Gardea, anuncia su carácter heterodoxo. Así resume García sus intenciones: “Exploración formal, diálogo con la tradición, mirada abierta a otras tradiciones, revisión de materiales indígenas y tono menor son las líneas principales que articulan esta reunión de poemas, que no se asume como algo cerrado”. La antología reúne a 18 autores, la mayoría de ellos nacieron en los años que se anuncian, pero hay algunas excepciones. En la siguiente conversación, García amplía y clarifica sus objetivos.
Me parece que Líneas de fuga mantiene el espíritu de rebeldía de la antología de Jorge Cuesta y Poesía en movimiento, en el sentido de romper con una poesía canonizada. Tú empleas la palabra “fisura” en la introducción, que para mi es una variante de la “tradición de la ruptura”.
Lo que intenté fisurar o rasgar es el escenario con los nombres habituales para ver qué podía haber detrás de ese mundo de reflectores y el desvelo por la (auto)promoción. Y lo que apareció fue, por ejemplo, Extava P’in, Roberto Bernal, Xalic Guzmán o Bonifacio de la Cruz. Pero tampoco es un libro de raros. Hay nombres muy conocidos en el medio. No tengo ningún inconveniente con eso.
¿Puedes ampliar la explicación de lo que denominas “filiación hispánica”, que asocias a una veta conservadora?
Lleva al conservadurismo, sí. Hay un amparo en una retórica prestigiosa, dura de roer. Un poema formalmente bien trabajado, apegado a formas fijas, sublime, solemne, con predominio de metáforas, etcétera. En contraste, Brasil se comió su cordón umbilical. Todo esto ya se ha comentado bastante, afortunadamente. Hace poco Pedro Serrano también señaló este conservadurismo en relación con la marca que dejó Paz. A decir verdad, Pedro tampoco es un poeta entregado a los abismos de la exploración, pero sí una persona puntual, sensible y conocedora.
Elegiste a Jesús Gardea como muestra de un prosista que hace poesía; pienso que otra opción hubiera sido Daniel Sada, que es sabido solía escribir empleando versos medidos. ¿Sada sería un ejemplo de prosista de “filiación hispánica” y Gardea no? ¿Por eso anotas que no es un literato?
Gardea es un escritor que admiro desde hace mucho y cuya obra he podido acompañar. Él era lector devoto de Calderón y fray Luis de León, entre otros. Lo que se buscaba era muy simple: señalar a través de él que hay una prosa que está cargada por la poesía. Más aún, que hay narradores (pensemos en Rulfo, Broch o Guimarães) que tienen una relación mucho más profunda con la poesía que muchos versificadores. Algo similar pasa en algunas cartas, diarios y memorias, donde las palabras gravitan con esa misma intensidad. Lo del literato no necesariamente tiene que ver con versos medidos, sino con una cuestión de superficie, epidérmica. Mandelstam decía: en toda Rusia, yo trabajo con la voz mientras a mi alrededor la chusma literaria garrapatea. El literato garrapatea. Trabaja con la muñeca finamente entrenada y nada más. Desde la fina oreja hacia fuera, y no desde la garganta y más abajo, como quería Charles Olson. Más abajo, hacia el vientre. Y aún más: mi voz viene de mis pies, es como si atravesara mi cuerpo, decía la actriz Julia Varley. En ese atravesamiento, para mí, está lo fundamental. El cuerpo cae en una trampa y es tironeado por múltiples fuerzas. La voz o las voces que surgen de allí, tironeadas en ese artificio máximo, es lo que considero importante. Los nervios, la columna, el cerebro, la voz, todo el conjunto va electrizado.
Gary Snyder escribe en su poema “Lo que debes saber para ser poeta”, que entre esos saberes debe estar “por lo menos un tipo de magia tradicional”. Los poemas de María Sabina, Extava P’in y Jorge Esquinca creo que forman parte de ese espíritu. ¿Podrías hablar más de este aspecto?
Sabina y P’in nacen en ese mundo tradicional, aunque no sea el de la magia exactamente. Esquinca, en ese poema excepcional que es “Dolmen”, se muestra muy sensible a todo ello. Hay una voz que martillea y es casi un murmullo. Hay otros ejemplos tal vez menos explícitos, pero igualmente afines, como cuando Cázares cierra su poema con una serie de nombres hebreos: Abarim, Amalec, Baala, Baal-hermón, etcétera. Eso es casi un abracadabra (voces magicae). No me lo esperaba. ¿No decía Tsvietáieva que al niño no hay que explicarle nada sino hechizarlo, y que entre más enigmáticas sean las palabras más profundamente arraigarán y actuarán en él? Así opera también la poesía. Tiene mucho de esa fuerza ciega. Tras el desencantamiento del mundo, hoy ese tipo de voces son tomadas a la ligera. Pero en la poesía continúan irradiando su energía. Hay tarareos infantiles muy antiguos, fórmulas como las Ephesia grammata, glosolalias, xenoglosias, alaridos de trabajo, oraciones de marineros en lingua franca, canturreos de cuna, el falso fenicio de Plauto y el aullido de Nemrod inventado por Dante, sin olvidar un poema en proceso como el “Almiraphel” de Bernardo Schiavetta. No sé quién dijo que la lengua de la poesía era la lengua de las “brujas” empaladas en el fuego. La imagen es tremenda y compleja, pero lo cierto es que esa lengua sería una hebra consumiéndose, inestable, urgente, no un ornato prestigioso ni un absurdo a lo Benedetti. Hay un tono, una vibración remota (primitiva en el mejor sentido) de la que en milenios no nos hemos podido curar. No es simplemente algo de “gente fumada” o “ingenua”, está muy al fondo de la poesía.
Mencionas en la introducción a Héctor Viel Temperley; la huella de su Hospital Británico se encuentra en Hospital de Cardiología de Pedro Guzmán. Escribes en la introducción que te hubiera gustado incluir textos de gente recluida en hospitales psiquiátricos y cárceles; si pensamos en Artaud, parecería que estos reclusos tendían una relación con el elemento mágico.
Sí, en la glosolalia es muy claro, se trenzan experiencias mágico-místico-religiosas con las ciencias y la literatura. Pensemos en Artaud y sus “cacas glosolálicas”, en Xul Solar y Crowley o en la médium Hélène Smith. Dentro de las prácticas esotéricas que llegaron de Europa en el siglo XVI y que fueron sufriendo distintos procesos de transformación en América, hay también una vibración muy próxima (como en la cura de palabras, todavía vigente, donde a veces encontramos oraciones recitadas al revés). En México, en relación con la poesía, el terreno de la locura se ha explorado poco. Recientemente se publicó en la UNAM Papeles de Tebanillo González, inquisición y locura a fines del siglo XVIII, una obra excepcional de Enrique Flores que “aborda el delirio y a un tiempo canibaliza las formas del delirio”. ¡Qué horror, qué aburrimiento, un académico! Entre los académicos a veces hay disparadores y flaneos muchísimo más osados que entre quienes simplemente hacen versos. Tenemos gente de mucha hondura como Silvana Rabinovich. Se supone que los poetas son creadores, pero a menudo arrastran ese prejuicio por lo académico que es ya una idea cómoda y perimida. Hay que crear nuevas lecturas del mundo. Volviendo a la pregunta, también es necesario tener cuidado con ese componente de los reclusos. Podemos engancharnos sin motivo. Hace meses traduje un texto de Milo De Angelis, quien lleva décadas dando clase en el reclusorio de máxima seguridad de Milán: “En diversas cárceles se escriben muchísimos poemas, por todas partes y sin tregua. Sólo que no es poesía. Son desahogos, confesiones, palabras arrojadas a un cuaderno, palabras sin búsqueda ni peso. Como tantos otros que se leen a diario, sí, pero con la coartada extra de creer que tienen una garantía por haber surgido allí, en ese lugar de sufrimiento, como si eso fuera un salvoconducto. Obviamente no es así. Son poquísimos los reos que, en estos años, me han dado a leer algo significativo. No me sorprende: también afuera es así”. El problema es que el medio mexicano casi no se ha dado por enterado de estas posibilidades poéticas. En el mundo existe Wölfli, Bispo, Nannetti, Stela do Patrocinio. ¿Y aquí? ¡Open de Gates!
Otra línea que hay en el libro es la influencia de gente como Hugo Gola y Eduardo Milán. Me parece que en Gabriel Bernal Granados se hace patente esta influencia, ¿también en Tania Favela, de quien manifiestas tu admiración?
Sí, en Tania Favela esto es incluso más fuerte, pues fue discípula de Gola durante muchos años (Bernal Granados, en cambio, mantuvo cierta distancia y sus fuentes son muy diversas, con Davenport como escuela practicó una traducción de excelencia). En un primer momento, se trataba de una relación epigonal, algo muy comprensible, pero eso impedía un salto. Gola era cautivador, expansivo, su contención y su silencio eran el mismísimo fuego. En ese sentido, no era fácil tener una relación cotidiana con él. Pero allí se empozaron muchos elementos favorables para Tania, se fueron sedimentando y después surgió La marcha hacia ninguna partee. No es que rompa con la proximidad de su maestro, pues es fácil identificar distintos procedimientos de composición del argentino en aquel libro, sino que digirió lo de Gola y lo tomó como resorte para un conjunto radical, un textil de voces que es todo mérito suyo. Con Milán estoy siendo injusto, pero él también ha sido un disparador, con ideas muy bravas en el medio poético que sin duda alentaron y aportaron complejidad a más de uno.
Me parece claro que la parte final de la muestra, la de las mujeres tzotziles, en la que los dibujos sustituyen a la palabra (como se explica, en su lengua escribir y dibujar es lo mismo) lo que quieres ejemplificar es la idea de Heriberto Yépez de que en este milenio hay que “evolucionar a formas anteriores a la palabra”.
Esa propuesta de Yépez la llevo al trazo, pero también me gustaría que apuntara al gruñido, la glosolalia, el grito, el zarpazo. No es que eso no exista, ya señalé algunos casos arriba y podría añadir ahora al butoh (que en Hijikata y Murobushi tiene toda la radicalidad que la vida es capaz de arrojar), pero eso no parece abundar en México. Están los estertores de Estrada y recién supe de Sarmen Almond. Es difícil. Lo epidérmico que mencioné abunda en lo experimentoso. Abunda la evasión, la palabra huera, el cuerpo sedentario y sin entrenamiento. Para mí, hay un balbuceo, un exceso y un silencio que el poeta simplemente no se puede ahorrar. Y atravesar eso siempre ha sido complicado. No todos los días se junta la energía suficiente para hilvanar un poema. Cuando sucede, es uno de los hechos más maravillosos y potentes de este mundo. Y uno como lector, si se compromete lo suficiente, puede experimentar dentro de sí esa potencia del lenguaje.
Líneas de fuga queda como una “obra abierta”, diría Eco, ¿iría creciendo en ediciones futuras; la cierras aquí?
Es un ejercicio abierto, sí, y hay pendientes: la poesía de niños, los libanas, los traductores que son verdaderos artistas, etcétera. Pero más que hacerlo crecer, preferiría que se degluta a sí mismo y se dispare en nuevas direcciones.