“Mi querida niña, ¿por qué estoy en este palacio y no al lado de nuestro fuego?”
Sin tomar en cuenta su estancia en la frontera franco-suiza en sus últimos años –ese ir y venir donde se cuidaba de unos y de otros–, Voltaire hizo dos estancias largas fuera de Francia. La primera, tras once meses encarcelado en La Bastilla, tuvo por destino Inglaterra, adonde fue expulsado por órdenes reales. Tenía veintitrés años. No hay que imaginar cargos especialmente horribles: había escrito sátiras que cayeron mal en la corte. Cosas que Ovidio entendería.
Así, por el canal de la Mancha se fue, a decir de Gustave Lanson, un espíritu prometedor y bello, y regresó un filósofo. De Inglaterra, el joven admiró todo lo que hacía contraste con su patria: la autoridad del parlamento que se levantaba como un dique contra los abusos de la monarquía; un sistema de impuestos justo y prorrateado, sin exenciones arbitrarias para la nobleza y el clero; la tolerancia religiosa; los adelantos médicos y científicos; la alta estima que granjeaba el trabajo, por encima del linaje; en fin, ideas todas que retomará después su pluma con las consecuencias que conocemos. En muchos sentidos, Francia se transformó en el siglo XVIII siguiendo las huellas de Inglaterra. Pues, la propia Enciclopedia de D’Alambert y Diderot, ¿no empezó justamente como la traducción de un diccionario inglés de oficios y materias? Al volver a Francia, luego de tres años a las orillas del Támesis, Voltaire hará valer su estancia inglesa como prenda que lo acredite para discurrir sobre las mejores formas de gobernar, un poco como en su vejez Solón podía hablarles a los atenienses de lo que aprendió en Egipto.
Su segunda estancia larga en el extranjero, sin embargo, fue menos dichosa. Habituado como estaba a tratar con príncipes y reyes, recibió un día una carta de Federico II de Prusia, en la que éste elogiaba al sabio maestro francés con palabras dulces, al tiempo que le ofrecía un puesto en su corte. Dicho de otro modo, se daba el lujo de contratar a Voltaire como maestro de francés. Y Voltaire, amigo de la vanidad como el Jeannot de su cuento, estaba en las nubes. Su sobrina y amante, que leía esta carta a su lado, tuvo un mal presentimiento.
Con cincuenta y seis años encima Voltaire tomó el camino para Alemania. Pensaba que su momento había llegado. Si Luis XV había demostrado su ineptitud al despreciarlo, el joven monarca prusiano no podía menos que ser él mismo un gran sabio, por el solo hecho de llamarlo a su lado.
Tres cartas de Voltaire en este periodo, como proponía Lanson en una bella edición,[1] bastan para ilustrar por sí mismas lo ocurrido entre 1750 y 1753 en el ánimo del autor de El Ingenuo. Traduzco:
I
Al señor Conde de Argental
Potsdam, este 24 de julio 1750
Mis divinos ángeles, los saludo desde el cielo de Berlín; pasé por el purgatorio para llegar. Un descuido me ha retenido quince días en Cleves… En fin, heme aquí en esta residencia otrora salvaje y que está hoy tan embellecida por las artes cuanto ennoblecida por la gloria. ¡Ciento cincuenta mil soldados victoriosos (nada de procuradores), ópera, comedia, filosofía, poesía, un héroe filósofo y poeta, grandeza y gracias, granaderos y musas, trompetas y violines, banquete de Platón, sociedad y libertad! ¿Quién lo creería? Todo esto, sin embargo, es muy cierto, y todo esto no me es más precioso que nuestras pequeñas comidas. Hay que haber visto a un Salomón en su gloria; pero hay que vivir cerca de usted, con el Sr. de Choiseul y el Sr. Abad de Chauvelin. Que esta carta, se lo ruego, sea para ellos, que sepan a qué punto los echo de menos, incluso cuando escucho a Federico el Grande. Estoy muy apenado de tener aquí el departamento del Sr. Mariscal de Sajonia. Se ha querido poner al historiador en la recámara del héroe.
Tales honores no debí esperar;
tímido, apenado, me atrevo apenas a disfrutarlos.
¿Quinto Curcio mismo habría podido dormir
si hubiera osado acostarse en la cama de Alejandro?
II
A la señora Denis
Berlín, en el castillo, 26 de diciembre de 1750
Le escribo al lado de un brasero, la cabeza pesada y el corazón triste, lanzando los ojos sobre el río Spree, porque el Spree cae en el Elbo, el Elbo en el mar, y que el mar recibe al Sena, y que nuestra casa de París está bastante cerca del Sena; y digo: “Mi querida niña, ¿por qué estoy en este palacio, en este gabinete que da al Spree, y no al lado de nuestro fuego?” Nada es más bello que el decorado del palacio del Sol en Faetón; la señorita Astrua es la voz más bella de Europa, ¿pero era necesario abandonarla a usted por rollitos de repostería y por un rey? ¡Cuántos remordimientos tengo, mi querida niña! ¡Mi felicidad está envenenada! ¡La vida es corta! ¡Qué triste es buscar la alegría lejos de usted, y cuántos remordimientos si se encuentra!
III
A la señora Denis
Berlín, 18 de diciembre de 1752
Le envío, mi querida niña, los dos contratos del duque de Wurtemberg. Es una pequeña fortuna asegurada para usted. Adjunto mi testamento. No es que crea en la antigua predicción suya de que el rey de Prusia me haría morir de pesar. No me siento de humor para morir de una manera tan tonta; pero la naturaleza me hace más daño que él, y siempre hay que tener listo el equipaje y tener un pie en el estribo para viajar al otro mundo donde, cualquier cosa que suceda, los reyes no serán de mucha confianza.
Como no tengo en este mundo ciento cincuenta mil bigotes a mi servicio, no pretendo en absoluto hacer la guerra. No anhelo sino desertar honestamente, cuidar mi salud, volver a verla a usted, olvidar este sueño de tres años.
Veo bien que se ha exprimido la naranja; hay que pensar en salvar la cáscara. Voy a hacerme para mi instrucción un pequeño diccionario sobre los usos de los reyes.
Mi amigo significa mi esclavo.
Mi querido amigo quiere decir usted me es más que indiferente. Entienda por yo lo haré dichoso: yo lo toleraré tanto como me sea útil.
Cene conmigo esta noche significa: me burlaré de usted esta noche.
El diccionario puede ser largo. Es un artículo para incluir en la Enciclopedia.
Con toda seriedad, esto estruja el corazón. ¿Es posible todo lo que he visto? ¡Deleitarse en malquistar entre sí a quienes viven con él! ¡Decirle a un hombre las cosas más tiernas y escribir contra él requisitorias! ¡Y qué requisitorias! ¡Arrancar a un hombre de su patria con las promesas más sagradas y maltratarlo con la malicia más negra! ¡Qué contrastes! ¡Y es el mismo hombre que me escribía tantas cosas filosóficas y a quien creí filósofo! Y lo llamé el Salomón del Norte…
Usted se acuerda de esa vieja carta que nunca le inspiró confianza. Usted es filósofo, me decía, yo lo soy también. Ay, Señor, no lo somos ni el uno ni el otro.
[1] Voltaire, Répertoire des lectures populaires, premier volume, Imprimerie Paul Brodard, Paris, 1919.