Una semana antes de que se inaugurara la exposición Itinerarios en El Apartamento visité el estudio de José Manuel Mesías. Me parece necesario describirlo. Tiene un puntal alto, catedralicio. Desde el suelo hasta el techo se aglomeran libros de arte, de biología, de historia, pinceles, búcaros, vasos, tubos de pintura, estatuillas, piezas incomprensibles de metal, platos, cuadros incompletos, juegos de naipes, ceniceros, fotografías, sillas que no son para sentarse (porque formarán parte de otra exposición) y que se colocan al revés como murciélagos en una viga para que no roben espacio, un caballo disecado con dos colas (es decir, las dos mitades anteriores de dos caballos, unidas entre sí para crear un solo monstruo de cuatro patas, sin cabeza), varias espadas auténticas, una capilla de madera que contendrá un objeto inmenso e inconfesable (salido de las páginas de un antiguo bestiario marino cubano). Una gata duerme regularmente dentro de la capilla, en lo que llega el objeto, o en lo que lo fabrican.
Resultaba extremadamente difícil para un invitado torpe como yo distinguir qué constituía una reliquia, qué un objeto doméstico y qué una pieza de arte. Me daba miedo sentarme en una silla que había pertenecido a un general mambí o arrojar las cenizas de cigarro en una futura instalación. Había visto algunos de sus cuadros ya en Instagram, incluyendo uno impresionante de cientos de garzas sobre un llano incendiado (las garzas caminaban sobre el fuego, llevaban consigo el fuego, y las líneas encrespadas y canosas del humo eran las mismas que las de las llamas naranjas, que a su vez eran las de las garzas blancas). Menos me habían llamado la atención sus piezas “conceptuales”. Lo admito: por simple prejuicio, por haberme acostumbrado a que me gustara poco o nada el arte conceptual. Sin embargo, me fue imposible no interesarme por las piezas conceptuales una vez que entré al estudio, que es además de su taller su apartamento, su vivienda, su estudio en el sentido inmobiliario (El Apartamento, donde expuso, es una galería y no una vivienda, de manera que es válido decir que Mesías duerme en el estudio y expone en el apartamento: el chiste tal vez le habría gustado a Guillermo Cabrera Infante). No saber qué cosa era el arte en el estudio y qué no, en lugar de hacerme cuestionar la validez de ese arte (lo cual habría sucedido en casi cualquier otro caso) me hizo interesarme más. Siendo francos, puesto que disfruto escribir, que se me ocurriera un relato en aquel estudio constituía un muy buen comienzo.
Mi relato, desde luego, no importa mucho: importa la historia que escuché de Mesías aquella tarde. Había pasado años recolectando objetos de diversa índole: fragmentos de pelotas de fútbol, piezas perdidas de rompecabezas, barajas, hojas de plantas artificiales. Había recolectado los objetos mayormente en la calle. No los había buscado, los había encontrado. Ahí estaba la gracia: en que por alguna razón se le seguían apareciendo estos objetos. O por lo menos, la gracia estaba en que había encontrado la manera de distinguirlos. Lo primero que me pregunté internamente al escuchar a Mesías fue qué hubiera pasado si yo mismo me hubiera dedicado a recolectar todas las barajas sueltas que hubiera visto en la calle. La respuesta era simple: no habría pasado nada, porque no recuerdo haberme encontrado ninguna baraja en la calle, o en cualquier caso, me habría encontrado una o dos en años, pero jamás cincuenta o cien.
Su pieza escondía una petición de principio: yo tenía que creer su historia. Yo tenía que creer que alguien había visto decenas de barajas en la calle, en incidentes separados a lo largo de los años. Y para eso Mesías preparó un mapa en el plegable de la exposición, que documentaba dónde se había encontrado cada baraja, y cuál baraja había sido. Pero había más. Había testigos que habían estado con él en el momento en el que se había encontrado muchas de las barajas y de los objetos en general. Y me fue imposible no creer en la historia, porque era una historia demasiado buena. Entonces, para cuestionar mi propia credulidad, pensé en la posibilidad de un relato sobre un artista con un aura religiosa, mesiánica (otra broma para Cabrera Infante), que encontrara las barajas por azar (las barajas, que junto con los dados son el símbolo perfecto del azar), y pensé en un final triste, en que alguien descubriera que él había falsificado los hallazgos, que alguien descubriera que él había llevado a la gente a caminar por sitios donde había acomodado con antelación las barajas.
No pude aguantarme, y le conté mi idea a Mesías, y él me respondió al instante con la posibilidad de un relato todavía mejor: que alguien descubriera la farsa y el artista cayera en la ruina, pero que no hubiera sido el artista el que hubiera falsificado los hallazgos, que el artista no entendiera cómo hubiera podido alguien descubrir una farsa que no era tal, y que finalmente saliera a la luz la existencia de un personaje oculto, un alma benévola y desconocida que desde hacía años, para alegrarlo, para darle un misterio y un sentido a su vida, se hubiera dedicado a ponerle barajas en los sitios por donde sospechara que él fuera a caminar, y luego se hubiera visto obligada a seguir la costumbre, para que el artista no se sintiera abandonado por Dios.
Puede leerse la exposición Itinerarios de dos maneras, sospecho. La primera es esta: como una ilustración sobre el misterio del azar, sobre el significado que nos vemos obligados a darle al azar. La otra es como un intento de intercambiar el objeto el artístico por el privado y por el histórico. Esta segunda lectura es más común. Se ha intentado antes situar en la galería de arte el casquillo de bala que corresponde al museo, así como el plato familiar que suele situarse en la pared de la casa. Sin embargo, lo que sucede con estas transgresiones comunes es que los objetos poseen o fingen poseer un pasado, una historia, explícita o no. Por el contrario, la historia de los hallazgos de Mesías es el azar, es decir, la ausencia de historia. Son privados (porque él los ha encontrado, porque los objetos lo han elegido a él para aparecérsele) y a la vez paradojalmente impropios (no los ha usado, no los ha gastado, desconoce su origen). En la exposición las barajas están montadas sobre un espejo. Un espejo es una no-superficie, un no-objeto. Lo que está sobre un espejo flota sin contexto. En su estudio, lo que distingue a las piezas de arte de las reliquias históricas o de las pertenencias cotidianas es que no se sabe de dónde salieron. Por eso me atraen las instalaciones de Mesías, porque a diferencia de otras, son genuinamente misteriosas.
La única pieza de Itinerarios que parece romper la regla es una foto minúscula de carnet de identidad. Contra cualquier probabilidad, Mesías se topó tiempo después con el hombre de la foto en La Habana Vieja. Se fotografiaron juntos, para documentar el pequeño milagro. Sin embargo, que apareciera el dueño de la foto no disminuyó el misterio: lo aumentó. La pieza verdadera ya no es la foto de carnet (una de tantas que ha encontrado Mesías en la calle), puesto que tendría una historia, sino el encuentro físico entre el artista y el hombre. Luego he pensado en que si se fuera a escribir el relato sobre una persona que le falsificara los hallazgos a un artista, podría incluirse este último episodio. La persona podría dejar su foto, para que él la encontrara, y luego aparecérsele.
El mejor bromista para Mesías, no obstante, no ha sido ningún ser humano, ha sido el azar. El azar hace las mejores bromas (una situación graciosa necesita el factor externo, imprevisto). Lo que mejor mueve los argumentos de las historias, lo que más nos conmueve de la suerte de sus héroes, resulta el protagonismo que en ellas cobra el azar (una hoja cae sobre la espalda de Sigfrido mientras se baña en la sangre del monstruo, y esa parte de su piel ya no será invencible, Tetis baña a Aquiles para blindarlo y lo agarra por los pies, y será el talón el que le provocará la muerte). La mayoría de los juegos son interesantes a causa del azar. El azar es el alma benévola que divierte en los buenos tiempos y que en los malos sublima la desgracia, despojándonos de culpa. Es la que entretiene nuestros días. El azar crea nuestro cosmos. Nos viste, nos calza. Caminamos y hablamos a través del azar de la ciudad y del lenguaje. El azar es todo lo que está fuera de nosotros. Sin el azar estaríamos solos.