I.
Un poeta irlandés cuyos viajes y mudanzas constantes lo convirtieron, en la página, en un galgo o una gacela, consiguió otra clase de virtudes que las de su padre (sacerdote protestante). Una voz que se vuelve más seductora cuando se vuelve fuertemente contra sí misma. Una musicalidad sin excesos canoros, de improbable traducción. Una naturaleza coloreada a mano, pero no del todo amansada: “cualquiera sea su nombre/ cada bosque es el misterio y la conmoción recurrente/ de su fresca oscuridad es una voz extranjera”.
Poemas que son narraciones líricas, cine trazado por un cubista recatado. No asombra que la ventana de un vagón fuera una compañía frecuente para este diestro, hábil para un respingo en el cierre de un párrafo: “como la sombra del humo de este tren sobre la hierba: así pasa la vida de los animales”. Una mano dotada para el reverso de la sorpresa, la anticipación: lo que se sabe que sucederá en una vida, las dádivas que augura la posteridad.
Louis MacNeice sólo se autorizaba a pronunciar ideas si las hacía pasar por el ojo de la cerradura de una rima. Su errancia tenía hacia dónde dirigir su luz de linterna: cómo convertir los mecanismos de una mente afecta a la especificidad en poesía no mecánica. Cómo librar una orden de captura para el tiempo –no ignoraba que ese punto de fuga siempre anhela saludar desde el infinito–, cómo encerrarlo en una imagen: “este mes permanece/ como la falsa animación de una levitación fallida,/ la jugada es del tiempo, la pérdida es nuestra”.
MacNeice empieza a encadenar y se interrumpe, no se propone abusar de las facilidades de la enumeración. Su perfección técnica no lo intimó a ser un pedante que asfixia con guantes puestos sus propias líneas. Fue poeta gracias a un método, es evidente, aunque el método no lo sea. (Sólo con un método poético eficaz puede trabajar quien consuma los galones de alcohol que ingería el autor de Oración antes de nacer.)
La percepción psicológica no suele reconocerse en un poeta, y en MacNeice no se traduce en un diagnóstico clínico sino en un objeto puntual para una persona determinada, un detalle justo. Un ejemplo oblicuo: en una reseña sobre historias populares MacNeice repite –que elija ese dato ahorra la contratación de un biógrafo– la información siguiente: en una escuela de la bahía de Ballingskelligs no había asientos sino piedras, y los chicos salían a buscar musgo para que estuvieran más acolchadas, y de paso juntaban bellotas para fabricarse tinta.
La voz de MacNeice es igual de prístina en su prosa: cristalinos ensayos sobre Yeats, sobre el zoológico de Londres, sobre Islandia. Insistía en que los libros que aparecen en un espejo no son para leer, y que en la sala de lectura del Museo Británico hay “maniáticos, escritorzuelos, eruditos pobrísimos”, y otras criaturas “dormidas, colgadas como murciélagos en un mundo de valores invertidos”.
Las variadas y sabidas asignaturas de la poesía apenas hablan de la suya, apenas empiezan a ejemplificarla: juguetes de infancia –“cada niño con su orilla”–, animales, territorios –Belfast o Provenza–, un momento del día o una fecha en particular: un lunes de Pentecostés, las compras de Navidad. Nada que no hayan hecho otros poetas, nada que otros hicieran como él.
Para el funeral de Dylan Thomas, MacNeice se calzó los zapatos que había comprado, en compañía del poeta galés, para el funeral de Yeats. No siempre se ven ridículas las supersticiones cuando ha muerto su usuario.
II
Los buenos poemas se parecen a acertijos, a cartas de triunfo de la perplejidad. Los del catalán Gabriel Ferrater tienen un tipo de narración única, plenas de elipsis, cosas silenciadas y márgenes aconsejados. Lo visible y lo pensado se citan en extraña comunión. Ferrater desmiente la irresponsabilidad semántica de la poesía. No sorprende que Josep Pla le haya preguntado si había escrito novelas. El narrador de los poemas de Ferrater es alguien siempre a punto de quemar las naves.
Escribió los poemas que tenía que escribir (doscientas cincuenta páginas en cincuenta años); no sobró nada. Para Ferrater, la poesía era el lugar ideal para hacer de la relación consigo mismo un arte de la ironía marcial. Pocos practicaron tan bien el truco de dirigirse (dirección de actores) a sí mismos. Su poesía tiene toda la actualidad del mundo –si fuera útil plantear una obra en esos términos– porque es un autorretrato.
Vuelve a hacerse patente con el autor de Las mujeres y los días que clave en la poesía es la maestría en la maniobra y colocación de tiempos verbales. Sus versos son lecciones acerca de cómo poetizar el paso del tiempo. Ferrater convence de que, no obstante Proust, el pasado fue hecho para la poesía. Es un especialista en tiempos desplazados, que buscan recapturarse o que no han sucedido. En hacer pasar por futuro lo que ya ha tenido lugar, para que el pasado se prolongue indefinidamente.
Sus poemas prefieren sorprender al pasado por la espalda: “Dame la mano. Haz ver que tienes miedo/ de volver atrás, de cruzar otra vez/ la puerta del colegio y de retomar/ la estupefacción de los juegos antiguos/ bajo estos pinos fuera del tiempo, debajo/ del tiempo. Será un momento muy breve. Es un/ momento, y ya se desgarra, como la seda/ marchita que tapiza un sofá viejo./ No puedes perderte más. Dame la mano,/ que es la obra buena del pasado, que eres tú.”
Los temas son pretextos para un epigrama: las manos, el sol, un pozo, una mujer. Ferrater sufría, como no pocos grandes poetas, la tentación del aforismo disimulado. Sobre todo al tocar el dinero y los ajustes de cuentas, la naturaleza y la infancia. En su obra, un niño es un comodín: “o también la luz misma, cuando agrieta/ la mano del niño cansado de hacer fuerza/ para irritar a sus hermanos, simulando/ que les esconde quién sabe qué cosa de valor y va aflojando/ la presa”.
De un lado, lo técnico y lo anacrónico; del otro, lo coloquial. En Ferrater los dos polos se potencian. Puede insertar palabras francesas, inglesas, alemanas, y de pronto la palabra “cerebrito”. El suyo es un ritmo natural, como si un paseante pensara en voz alta. A la potencia la consiguen el tono y el estilo, no la voluntad de decirse o de glorificarse.
Al igual que Auden o Eliot, o su amigo Gil de Biedma, Ferrater era un poeta y a la vez un crítico extraordinario. Cuando no se es un poeta maquinal, queda mucho tiempo para pensar en –enseñar, razonar– la obra de otros. Ferrater era el lector ideal para cualquier editorial porque no tenía impaciencia como poeta. Como queda dicho, su producción poética fue escasa: el rigor para con los demás va de la mano de una particular autodisciplina, que nunca perdió ecuanimidad y aun piedad.
Lo sabe cualquier poeta, casi cualquier crítico: la literatura no se deja conocer con facilidad. Hablando sobre Lichtenberg, reveló algo sobre sí: “el ingenio es un caparazón púdico que encubre una observación –casi siempre una delación de sí mismo– muy aguda”.
Informante y traductor, Ferrater conocía el ambiente editorial como pocos. En una ocasión dijo que el problema de la pareja de Carlos e Yvonne Barral era que ambos estaban enamorados de Carlos. No ignoraba, para nada, los crueles azares de la recepción: “La mayoría de lectores/ incurren en todos los malentendidos:/ antes de empezar, en los posibles,/ y cuando leen, en los imposibles”. Desde cierta perspectiva, da la impresión de que la obra de Gabriel Ferrater fue haciéndose y quedando casi de casualidad, que es como a veces se manifiesta lo más necesario.