Contra el protocolo

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Ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen “de nosotros” o “entre nosotros”? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a la locura colectiva. Todos “se comportan” como si estuvieran entusiasmados, aunque “verdaderamente” nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal punto. Witold Gombrowicz (“Contra los poetas”)

 

Pertenece dicho epígrafe a una memorable y brillante defensa de la autenticidad y de la humanidad; también a una denuncia muy valiente de la falsedad que se esconde tras el consenso hipócrita, la vacuidad de las formas consagradas, la conveniencia, el conformismo, el esnobismo, la pose kitsch, los cuales prolongan y rinden verdadero culto a los valores aparentes, pero consagrados. Sin volver a confrontarlos con la realidad de la vida, sin someterlos periódicamente al examen crítico de la conciencia individual. “Sacrificamos con demasiada facilitad en estos altares la autenticidad y la importancia de nuestra existencia” suena tajante el juicio y la advertencia que nos lanza Gombrowicz al final de su ígneo discurso. Un final apelativo y provocador que incita a un nuevo comienzo. El comienzo de este discurso excepcional no es menos genial y nos viene aquí como anillo al dedo, de manera que, como profesora de literatura, no sabría resistirme a la tentación de citarlo y de traer sus palabras a la realidad profana de la Academia y de la vida universitaria de hoy: “Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan”. Nada más cierto también en el caso de nuestros protocolos. Sin embargo, se ha llegado a un punto en que ya no se puede, ni se debe callar.

Empezaré compartiéndoles mi preocupación cada vez mayor por un fenómeno cultural y académico que ya lleva varias décadas, pero coge fuerza rápidamente, de modo que la situación se vuelve cada vez más grave y apremiante: parece que llegamos al absurdo de que la labor intelectual y la práctica académica transcurren por aceras paralelas, sin cruzarse siquiera; ya no se pueden integrar en un mismo proyecto de vida. De esto nos habla la primera parte de la gran novela de Roberto Bolaño, 2666; sobre esto mismo reflexionan numerosos ensayistas contemporáneos de primera plana, desde la crítica literaria, la filosofía, la sociología, las ciencias políticas, la cultura, en general. Y de este fenómeno general se derivan muchas desgracias y muchas de las miserias del presente que vivimos, que abarcan también el asunto que vamos a abordar aquí hoy.

La universidad quedó convertida en un espacio artificial, hermético, estéril, como la “poesía pura” que provoca la “rabia elemental” de Gombrowicz. Un escenario donde compiten ciegamente los llamados “especialistas” o “expertos”, de espaldas a la realidad nacional y mundial; desde luego, sin real compromiso social y ético y, sobre todo, sin contrariar o importunar con sus críticas el discurso oficial o institucional, de las directivas. Este espacio queda hoy encerrado entre las modas académicas, sintonizadas con las modas críticas y culturales reinantes en la aldea global y las normativas o protocolos de la burocracia, pues la máquina administrativa manda y la academia obedece: cabizbaja, llena formularios, cumple requisitos y acumula puntos. Entonces, lo que tenemos es, de una parte, el efecto arrasador de las modas académicas, que prosperan al abrigo del pensamiento crítico, ya desterrado y, de todos modos, castigado cada vez que asoma su cabeza en el panorama académico; de otra, la proliferación maligna, kakfiana, de reglamentos y protocolos obtusos, contradictorios, miopes, ridículos pero draconianos, amenazantes, que además se convierten en instrumentos de represión, censura e incluso terror, muy útiles para el poder de turno. En la Academia de nuestros días estas dos facetas fusionan y duplican su fuerza, de manera que, institucionalizada, la moda se vuelve ley, se acompaña de autoritarismo, de obligatoriedad: se “impone”; mientras la burocracia se vuelve aún más frívola, vacua e inconsistente, si es que cabía más, al seguir los caprichosos pasos de la moda. Juntas sofocan toda iniciativa, frustran todo esfuerzo, toda aspiración verdadera, son la muerte de toda ilusión, de toda esperanza de cambio.

Así se hace que, si un contemporáneo que empieza su carrera como académico se convierte en cierto momento, por uno de estos afortunados accidentes del destino, en un intelectual, se encuentra atrapado en un terrible dilema. Aquellos profesores de excepción que son auténticos intelectuales necesitan ahora librarse del peso de la academia para poder pensar en libertad, es más, para poder volver a respirar aire fresco, pues la universidad de hoy se nos convirtió en cárcel, como bien dice desde el título la carta de despedida de la Universidad Pedagógica Nacional del gran profesor Renán Vega Cantor**. Invito a todos los jóvenes que sienten vocación verdadera para la docencia y la educación a leer esta lúcida e inquietante reflexión crítica, hecha desde la cumbre de una trayectoria ejemplar, sobre lo que llegó a ser la Academia en nuestros días. Y también esta conmovedora, bellísima, pese a la amargura, profesión de fe de un docente fuera de serie que dedicó su vida a la enseñanza. (Por cierto, Doctoritis crónica, un librito tan pequeño como valioso, es de lectura obligatoria). Preocupa que más de un profesor con este perfil de excepción decida retirarse antes de tiempo de la universidad, renunciar, decepcionado, a la Academia, mientras los mediocres, apoyados por sus roscas, reciben todos los honores: premios, órdenes, distinciones, méritos y reconocimientos habidos y por haber. Este reciente suceso me trae a la memoria el caso de la crítica literaria y ensayista argentina Beatriz Sarlo, quien vive esta traumática transformación de la universidad en carne propia. Si bien años atrás había empezado su libro de ensayos Tiempo presente celebrando como una riqueza su doble calidad de académica y de intelectual crítica, en 2003, Beatriz Sarlo se retira de la Academia y de la investigación institucionalizada, arbitrada y burocratizada, por razones muy similares a los que alega hoy nuestro admirable profesor Renán Vega.

Les pregunto entonces, si ellos se van, ¿quiénes quedan en la universidad? O bien, ¿en mano de quiénes queda la universidad si los máximos exponentes del pensamiento crítico y de la auténtica excelencia académica se retiran, evaden para reencontrarse con la libertad en otra parte… Les recuerdo aquí la respuesta visionaria de Jorge Ibargüengoitia: “la muerte de la Universidad, si es que ocurre, ha tomado las características clásicas de la novela de Agatha Christie: una anciana millonaria se muere y todos los personajes que la rodean -las fuerzas oscuras y ajenas- salen beneficiados con la muerte; han expresado en algún momento deseos de que ocurriera y, por último, han tenido oportunidad de precipitarla. En otras palabras, si la Universidad se muere, muchos van a pensar que murió asesinada”. Desprendida de la esfera pública, la Academia está en una profunda crisis, y hoy más que nunca necesita de un cambio real, pues se le ve servir a dos amos: arrodillada ante las modas que arrasan y deslumbran con su feria de oportunidades, el relumbrón que siempre acompaña al dinero, y servil, intimidada ante los valores oficiales y los discursos del poder. Ibargüengoitia ve venir el problema ya desde la década de los setenta, cuando denuncia, a su manera, medio en chanza, medio en serio que a la Universidad, entre todos y a la vista de todo el mundo, la han matado.

En este contexto álgido, me resulta importante dirigirme sobre todo a los jóvenes, a los estudiantes, para proponer un análisis crítico de un documento como el Protocolo para la prevención y atención de casos de violencias basadas en género y de todo lo que implica para la vida universitaria regirse por él y haberlo institucionalizado también en la Universidad Nacional de Colombia, igual que en tantas otras universidades del mundo entero. ¿De dónde sale y en qué tradición se inscribe un documento como el protocolo que hoy, me viene a decir a mí, a nombre de la ética profesional institucionalizada: “profesora, para actuar bien, cuando a usted una persona le manifieste que es víctima de acoso sexual o de violencia de género, usted créale enseguida sin pedir prueba alguna? No dude, no investigue, no cuestione, no critique, ni confronte al denunciante porque, por el mero hecho de denunciar, éste se convierte en víctima, de manera indiscutible e irrefutable. Su deber es no desanimar la queja, al contrario, fomentarla”. Le faltó decir explícitamente lo que está entre las líneas: “No analice, actúe como un burócrata: active el protocolo, déjese guiar por las rutas de atención ya establecidas, como si todos los seres humanos y todas las situaciones fueran lo mismo, decline toda responsabilidad, dele trámite que para eso está el servidor público y no para pensar”.

Cualquier espíritu de otros tiempos pasados se quedaría pasmado viendo la manera tan torcida como hemos llegado a pensar y a actuar en el siglo XXI. Pues ¿se puede obligar siquiera a una persona a dejar de pensar? Menos aún al profesor que se ha formado la vida entera para pensar y enseñar a pensar. ¿No es violencia el constreñimiento, no conduce a actuar sin ética, ni razonamiento, de manera que volvemos a caer en la “banalidad del mal” contra la cual nos previno Hannah Arendt? La pensadora alemana de origen judío analiza el caso del Holocausto, que debería dejarnos muy pensativos, porque allá, renunciar a razonar por sí mismo y a discernir por obedecer como burócrata costó el horror: el genocidio.

El protocolo que las universidades han institucionalizado reproduce, sin distancia crítica, los lugares comunes del discurso masivo de género. Se trata de una versión amañada, corrupta e instrumentalizada que, en vez de defender la diversidad y dignidad humanas, hace su objetivo central de aniquilar el pensamiento crítico, como si éste fuera el enemigo N°1 de la mujer. Institucionalizada también en las universidades, esta versión pobre y errática instaura una clase de terrorismo académico. ¿Cómo se explica esta radical y peligrosa desviación? ¿Y cómo surge un sentir-pensar mayoritario que, a nombre de la defensa de la diversidad y la pluralidad, censura a cualquiera que cuestione este protocolo, considerando que, respecto de este documento no es admisible ni la crítica, ni la mirada diferente? Que el actual triunfo, bajo el “totalitarismo kitsch” (Milan Kundera), de la tiranía de lo último y de lo que está de moda lo vuelve incuestionable. Es más, considerando que cualquiera que critique el protocolo defiende implícitamente el machismo, la violencia, los abusos. Y aquí, según una lógica débil, que ya ha hecho mucho daño en este país, la lógica disyuntiva y disociadora del “si nos estás con nosotros, estás en contra de nosotros”, sigue toda la sarta de anatemas que se suele lanzar en lugar de articular una respuesta.

  Al contrario, mi crítica del protocolo no pone en duda ni un instante la legitimidad de la igualdad de derechos, trato y oportunidades entre todos los seres humanos, sin discriminación de género, ni de ningún otro tipo. Tampoco cuestiono en ningún momento el hecho de que el proyecto mismo de universidad, un proyecto fundamentalmente moderno, implica asumir institucionalmente la misión de vigilar y luchar por estos valores, de preservarlos y hacerlos realidad en la vida universitaria. Es más, no sabría concebir la cultura, ni la educación sin apostarle a estos valores que, repito, para mí en ningún momento están en tela de juicio. Claro que hay que tomar medidas para preservarlos, porque sin ellos nuestra humanidad queda cancelada; y para combatir el abuso, la corrupción y la violencia de género y de toda clase. Aunque creo que nos hace falta otro tipo de medidas, de más amplio alcance y más profundo calado. Sobre todo, no podemos olvidar que, en esta lucha, el pensamiento crítico es nuestro más importante aliado, y no el enemigo N°1.

Lo que sí cuestiono fuertemente es que este protocolo contra las Violencias Basadas en Géneros [VBGs] no defiende en realidad los valores que pretende defender, no hace justicia: no resuelve los verdaderos casos de VBG, es ineficaz; en cambio produce “falsos positivos”, corrupción, injusticia. Como discurso del poder que confunde justos con pecadores en función de los intereses del aquí y ahora, ejerce acoso laboral con la falsa excusa de combatir el acoso sexual e incluso comete crímenes, suicidios inducidos a personas a menudo inocentes que no aguantan el linchamiento público, mediático y en redes. Pero la mía será una denuncia en formato crítico y no jurídico-burocrático: una verdadera denuncia, es decir, una crítica sustentada con argumentos y no con trampas leguleyas o retóricas, propias de la denunciomanía contemporánea, la denuncia convertida en moda. Pues como advierte el extraordinario protagonista de la novela Sin remedio de Antonio Caballero, “decir la verdad no es tan fácil como denunciar”. La verdad es más compleja y necesita un análisis matizado y detenido. La toma de posición no se improvisa; la reacción rápida y visceral no pasa de ser una pose.

Detengámonos un momento a aclarar por qué el protocolo contra las VBGs es irremediablemente ineficaz, ya que mucha gente de buena fe, y a ella me dirijo, aun observando que esta medida no parece haber servido de mucho, conserva sin embargo la esperanza de que, con tal de perseverar en esta misma dirección, en un futuro los males quedarán solucionados y el cambio se hará realidad. Por lo tanto, saludan el protocolo contra las VBGs como un comienzo, algo tímido, es verdad, porque no es que haya surtido mucho efecto, pero, por fin, un comienzo de la lucha anticorrupción, pensando que, al menos se está haciendo algo, así todavía, según toda evidencia, no se haya resuelto nada. Pero algo es más que nada. Si bien es a todas luces insuficiente, mejor con él que sin él. Y de aquí no hay sino un paso hasta el dicho y el tipo de pensamiento que más odio de mi tierra de origen: “mal con el mal pero peor sin mal”. Aquí tenemos una variante, algo atenuada, de esta manera de pensar que francamente me provoca rabia, porque desconfía del cambio y lo desaconseja: “más vale malo conocido que bueno por conocer”.

No se imaginan cómo lamento tener que pulverizar o, mejor dicho, polvificar esta esperanza biempensante. A los creyentes en el Protocolo y los milagros que podría operar, con tanta fe que, al parecer, pasan por alto que éste se aplica por fuera de su campo legítimo, ya que no es propio juzgar con leyes de la esfera pública fenómenos que pertenecen a la esfera privada e incluso íntima de la vida, a los que insisten en pedir protocolos y más protocolos, los quiero poner ante unas cuantas evidencias.

Aparte de que se aplica donde no viene al caso, un protocolo, por su mera índole, no da para resolver problemas reales de una comunidad universitaria como lo son la violencia, el acoso, el abuso, la injusticia y la corrupción porque su campo legítimo es la vida convencional, la diplomacia, con sus etiquetas y ritos, los eventos y convenciones de toda clase, y no la realidad ética, donde se confrontan y, en el encuentro, miden su validez los diferentes valores. Por tanto, para resolver los problemas que se nos presentan en la academia, no sólo este protocolo en particular, sino en general todo protocolo resultará inútil simplemente porque lo que se necesita no es un protocolo, sino unas medidas reales, verdaderas, el cambio hecho realidad, en la práctica, en la vida universitaria, y no en los papeles. El protocolo es, en nuestro caso, una pseudo-medida, una medida formal, convencional, burocrática que se toma en los papeles para que, desde el punto de vista jurídico, todo sea legal y correcto y las directivas puedan estar tranquilas, gozando de esta cobertura, porque ahora, lo que hagan o dejen de hacer queda cobijado también por el discurso legal. El protocolo funciona entonces como una clase de seguro de que nada cambiará.

Así, el protocolo contra las VBGs no protege a las auténticas víctimas, sino a las propias directivas, con el sacrificio inaceptable tanto de la comunidad universitaria en su conjunto, como de las verdaderas víctimas, incluidos los “falsos positivos”. Por esta razón, los protocolos lo remedian y dejan todo correcto en los papeles, sin alterar en un ápice la realidad. Son un verdadero tesoro, la medida perfecta para las directivas que quieren conservar el statu quo. Nada mejor que hacer la apología del protocolo, pues éste los pone jurídica y públicamente a salvo de eventuales reclamos por no haber tomado las medidas pertinentes para combatir problemas graves como el abuso, la violencia, la corrupción, etc., pero, al mismo tiempo, permite que todo siga exactamente igual. Si miran atrás, tienen ustedes una magnífica vista sobre el lado perverso de la burocracia.

Espero que se entienda ahora que, si desde 2017, fecha de su implementación en nuestra universidad y hasta hoy, nuestro protocolo no ha resuelto los problemas que pretendía solucionar, sino que, al contrario, los ha agrandado y agravado, es precisamente porque va en la dirección equivocada: más que inútil, es incluso contraproducente. Por más procesos que abran y por más que se enlode en los medios y en las redes el nombre de la Universidad Nacional, mientras se elija como jueces a los árbitros de moda, a la burocracia y al escándalo mediático, los problemas sólo se ahondarán. Por consecuencia, no se trata de intensificar la lucha pidiendo más de lo mismo, sino de replantearla y reorientarla. Para eso, urge comprender que el discurso masivo de género se institucionaliza precisamente porque, en esta versión adulterada, deja de ser un discurso crítico y ético que busca el triunfo de la verdad y se transforma en un nuevo discurso hegemónico, cortado de la misma tela que el discurso hegemónico machista que pretende corregir. Desde luego, solo se trata de un pretexto, un truco ideológico, politiquero: no es que lo corrija, lo combate en su lucha por el poder, lo cual es algo muy diferente, lo desplaza para ocupar su lugar de mando y constituirse en el nuevo centro alrededor del cual se arman las nuevas roscas académicas. De esta forma, lo que tenía que ser una lucha por la justicia, se convierte en una lucha por privilegios. Y éstos, que siempre se consiguen a cambio del atropello del otro, son corrupción y no justicia, pues no hay manera de hacer justicia sólo a unos, y a costa de los demás, como si una discriminación pudiera redimirse con otra. La justicia verdadera debe incluirnos a todos.

Ahora bien, es apenas natural que un discurso del poder no haya sido muy eficaz, que digamos, a la hora de desenmascarar a los verdaderos abusivos. Más bien, nos podríamos preguntar cómo iba a funcionar algo así. Sería hasta mejor idea poner de pastores a los lobos para que cuidaran de las ovejas. Y no es que me ensañe aquí, según otro lugar común muy de moda, contra toda directiva, en abstracto: me refiero a las que llegaron al poder por vías antidemocráticas y se mantienen allá esgrimiendo como armas los discursos hegemónicos autoritarios, dictatoriales. Que son las directivas que desgraciadamente, mientras no haya una auténtica autonomía universitaria y elecciones democráticas, libres, todavía tenemos en la Universidad Nacional, donde, como pudimos convencernos, la llegada al poder de una mujer no ha significado el fin del autoritarismo. Ante la obvia contradicción de quienes pretenden luchar contra los abusivos sin querer darse cuenta de que el discurso que manejan es precisamente el discurso del poder y de las directivas, surge, sin embargo, mi duda de si los defensores del protocolo son, de hecho, todos de buena fe. Porque, si lo que realmente se busca es combatir y denunciar el abuso, el acoso y la violencia, resulta ilógico esperar la salvación de parte del discurso jurídico-burocrático institucionalizado: obviamente, éste es el primero en corromperse e instrumentalizarse en manos de los abusadores, que suelen ser, en su mayoría, los poderosos, las directivas, y solo en menor medida y accidentalmente los humildes.

Ésta es, además, la razón que explica el éxito y la permanencia en el medio académico de esta forma tribal de organización que son las roscas. La casi imposibilidad de desenmascararlas sin meterse en serios problemas jurídicos se debe precisamente a que las roscas perpetran cualquier cantidad de actos de abuso y corrupción, una barbaridad, pero lo hacen con todas las de la ley y por eso impunemente, debido a la complicidad que tienen de parte del discurso jurídico-burocrático institucional. A sus enroscados miembros los cubren siempre papeles oficiales en los que todo quedó, como de costumbre, correctísimo, perfecto, porque en eso sí que son expertos. Por eso la rosca, una de las grandes lacras de nuestra sociedad: la tendencia de los mediocres, que siempre serán mayoría, a formar grupos de poder para mantener sus privilegios, es imposible de desmantelar con el discurso jurídico-legal y menos con la policía, porque todos estos flancos los tiene protegidos, todo está arreglado. A la notoria incoherencia e insensatez, suponiendo que se esté actuando de buena fe, que consiste en pretender combatir el autoritarismo con autoritarismo y medidas exclusivamente represivas, se le añade de llano la ridiculez de apelar a la policía y a la justicia como garantes máximos de la lucha anticorrupción, como si el presente y pasado de estas dos instituciones en nuestro país fueran un dechado de virtud y honradez, o bien, en lenguaje cervantino, como si fueran luz y espejo de la caballería andante. Ya en 1921, Walter Benjamin advierte, en “Para una crítica de la violencia”, que hay que desconfiar de la justicia que pueda impartir el discurso jurídico-legal, el cual no siempre tiene detrás a la verdad ética. Si la violencia y el crimen de estado existen, es porque hay que distinguir, con Benjamin, el derecho, que pertenece a los medios, de la justicia, que pertenece a los fines. Los medios en sí, desprendidos de los fines y los valores, en ausencia de una toma de posición, que supone el ejercicio del pensamiento crítico y de la ética, no hacen justicia por si solos, ni son siempre justos. Considerarlos fuera de todo cuestionamiento sólo lleva a un culto al método, a las formas que, en estudios literarios derivó en los enfoques de corte formal, con todas sus limitaciones. Por tanto, el derecho y la ley son susceptibles de ser instrumentalizados, secuestrados para mantener el orden establecido, ejercer el poder, engendrando así violencia, mientras le faltan a la profundidad y grandeza humana. Una verdad que la literatura siempre ha rescatado de la ilegalidad, enfrentándose a la ley convencional. A través de la justicia poética, la verdad novelesca repone en sus derechos esta fuerza extremadamente seductora, por auténtica, y con ella, nuestra humanidad, que a la ley se le escapa, escurriéndose por entre los intersticios de los códigos. Sepultados en el olvido, archivados por la burocracia, están los verdaderos caminos: la ética profesional, no la institucional; y la verdadera educación: no la convencional. Y, desde luego, no hay que olvidar al socio más risueño de la distancia crítica: el humor, en estos tiempos de cólera.

Les propongo aquí solo un breve esbozo de lo que debería ser un análisis de este discurso degradado y del proceso a través del cual un discurso crítico se ve sustituido en la esfera pública por un simulacro banal, una clase de mala copia, una versión corrompida, pervertida, kitsch, que triunfa. Más allá del caso particular del discurso feminista y sus avatares, me preocupa un fenómeno más general: el triunfo omnímodo, en la actualidad, de discursos antimodernos muy ligeros que se ponen de moda. Su fanatismo ideológico, extremadamente reductor y peligroso, se disfraza de una actitud falsamente rebelde y contestataria, reducida a una pose, que recluta cada vez más adeptos entre los jóvenes no muy críticos o todavía inmaduros. Estas versiones muy reductoras pretenden denunciar los fanatismos y monstruosidades en que desembocó la razón instrumentalizada, una crítica al capitalismo que, en su versión resistente, ya planteó la Escuela de Frankfurt a lo largo de varias generaciones, y aquí, de forma especialmente iluminadora, nuestro gran ensayista y profesor Rubén Jaramillo Vélez. Crítica en sí muy válida, pero deformada y mal aplicada por una versión discursiva que es más bien un producto de la razón instrumental, una mala copia que saca de contexto, aligera, absolutiza, radicaliza, extiende de forma abusiva e indiscriminada la censura a todo tipo de razonamiento, incluido el pensamiento crítico. Éste, como su nombre lo indica, no se petrifica, no se dogmatiza, no se instrumentaliza precisamente porque está en perpetuo movimiento y porque también se autocuestiona permanentemente. Es decir, en vez de corregir las limitaciones del pensamiento moderno, este tipo de discursos antimodernos, que pretenden corregir los excesos de la razón absolutizada y están muy de moda, desechan lo más resistente de su propuesta, mientras potencian su cara más oscura y se instrumentalizan.

Volviendo al discurso feminista o de género, habría que ver que, en su versión moderna, inicial, se trata de un discurso crítico, que defiende la justicia, la igualdad, promueve la tolerancia, el respeto y la comprensión por la diversidad de género y, en general, por la otredad, por los valores y los puntos de vista ajenos, por la pluralidad de la mirada y la inclusión. Me interesa, entonces, el fenómeno de degradación y corrupción del discurso feminista, como resultado del cual en la actualidad prevalece y tiene mucho éxito, en virtud de la moda, su versión masiva y hegemónica que, además de ser muy reductora, se ha radicalizado hasta el fanatismo. Lo cual es especialmente grave, porque no se trata ya solamente de una versión más pálida, empobrecida, caricaturesca, con respecto al discurso auténtico, sino de la negación rotunda, en todo aspecto, del discurso original y de los valores que defendía.

Así, este discurso, que ya no es crítico sino con fuerte sesgo ideológico, es corrompido, es decir, comete injusticias, arbitrariedades; es oportunista, aliado del poder de turno, es decir, inmoral, antiético; es autoritario, intolerante, intimidante, violento, dogmático, perseguidor del cismático, de cualquier heterodoxia. Es antidemocrático e incluso criminal, pues llevó al suicidio a más de un “falso positivo”: se nos convirtió en un terror, un peligro semejante al fascismo o a cualquier tipo de totalitarismo. Una vez perdió de foco sus nobles metas iniciales, su desviación, su extravío, se hace patente también en que, últimamente cada vez con más frecuencia, yerra el blanco, confundiendo y mezclando en un mismo saco a los disidentes, a los críticos del poder y de las directivas, es decir, a los exponentes del pensamiento crítico, en general, con los acosadores o violadores. Como vimos, pareciera que la idea es sentar a la crítica misma en el banco de los acusados. Su adversario, que persigue destruir como a un verdadero objetivo militar, actualmente, más que el machismo y la violencia de género, es el pensamiento crítico que cuestiona y puede desenmascarar a este discurso incoherente, de segunda mano, pues las inconsecuencias y contradicciones son síntomas típicos de la adulteración, del kitsch y, a la vez, son responsables de permitir los malos usos, es decir, los abusos, las aplicaciones ilegítimas. Por eso, desde su posición de pensamiento débil exitoso, se ensaña con el pensamiento crítico y pretende erradicarlo, actúa como cualquier discurso de poder ilegítimo, interesado en callar toda voz disidente, en eliminar toda oposición.

De hecho, la mera actitud de extrema intolerancia ante el examen crítico y la autocrítica, ante los cuales lanza anatemas e injurias como los dogmáticos, no lo recomiendan como un discurso crítico. Tuve la experiencia de someter públicamente este exitoso y engañoso discurso al examen crítico y me vi atacada por sus defensores que me tacharon de machista, defensora del patriarcado, de los violentos y los abusadores, si bien había dejado muy en claro que, lejos de ser mi posición, este tipo de actitudes, que considero indefendibles, me indignan. Contra toda evidencia, se empeñaron en encerrarme en su retrato robotizado del adversario ideológico, en el que de ningún modo cabía. Lo que irritaba era la crítica y ante ella los pseudo-defensores de los derechos humanos y de la mujer no vacilaban en recurrir maquiavélicamente a la violencia, la amenaza, la difamación, la invitación al linchamiento público. Comportamiento típico de toda inquisición o régimen totalitario. Si vas a criticar, te tiramos a los leones, era el mensaje subliminal de un discurso iracundo que olvidaba por completo que yo también soy mujer. ¡Qué lejos estamos aquí del discurso crítico y progresista a favor de la diversión, la tolerancia y la pluralidad, de la integración e inclusión!… El discurso que pretende mejorar el ambiente laboral es precisamente el que lo deteriora gravemente, imponiendo una acartonada seriedad oficial donde debería haber empatía, calidez, cercanía intelectual y corporal, franqueza, informalidad, risa y humor, en pocas palabras, el ambiente propio del diálogo en confianza, que ha sido siempre indispensable para todo círculo de intelectuales. Desde luego, un discurso atento y sensible a las particularidades de género es muy necesario hoy en día, pero este discurso debe ser crítico y dialógico.

No todo lo que vuela se come, decimos en rumano, no todo lo que reluce es oro, decimos aquí, en el país de El Dorado. Para no comer cuento, para no tragar entero es vital la defensa y la supervivencia del pensamiento crítico que nos permite discernir entre lo auténtico y lo chiviado, entre lo valioso y lo banal, siendo que, a veces, la banalidad no es tan inocua como a primera vista puede parecer el deslucido y aburrido lugar común: recordemos a propósito la advertencia de Hannah Arendt. Vaciado de su potencial crítico y autocrítico, un discurso de segunda mano se presta a ser instrumentalizado, que es lo que efectivamente ocurre cuando el discurso feminista acaba sirviendo para la intimidación, el chantaje o la extorsión. La palabra discriminación es polisémica y, si bien tenemos que rechazar por indeseable la discriminación que implica injusticia, corrupción, privilegios, tenemos, en cambio, que reivindicar la discriminación cuyo sinónimo es el discernimiento.

Por diferentes y hasta contrarios que sean, ambos discursos de género, el crítico y el banal, se derivan de la modernidad; su genealogía sin embargo no es la misma sino para el lego. Desde lo más remoto que se pueda rastrear la palabra moderno, desde la Baja Edad Media, ya en los albores del Renacimiento, modernus, en el latín tardío, encerraba una ambivalencia que luego iba a acompañar a través de los siglos la idea de lo moderno, con sus avatares. Se trata de una oscilación, una ambigüedad entre dos sentidos muy diferentes y de alcance sumamente distinto: de una parte, está la modernidad como renovación crucial de mentalidad del ser humano que le apuesta al cambio. Nace así una nueva actitud ante el paso del tiempo, tan importante que marca una nueva era: surge la conciencia del devenir histórico, de la importancia del contexto histórico, del mundo de la vida y todo el relativismo que resulta de ahí. Para el conocimiento, que también debe participar de este continuo fluir, esto implica la necesidad de la visión crítica y autocrítica de un pensamiento que se está revisando, repensando, examinando críticamente a sí mismo, permanentemente, para no morir, para no estancarse, para no degenerar o congelarse en la mueca estúpida de las ideas fijas, cayendo en el dogmatismo.

Pero, de otra parte, moderno significa meramente actual en el tiempo, el modo de hoy o la moda de hoy y este sentido funda el culto a la moda, que vuelve compulsivo el consumo, fomenta el consumismo y que de crítico no tiene nada, antes bien es indiscriminado. Un culto que luego se dispara, con la crisis de la modernidad y su desplazamiento, en el mundo globalizado, por lo que algunos sociólogos, como Gilles Lipovetsky o ensayistas como nuestro Fernando Cruz Kronfly, llamaron la hipermodernidad: la modernización desprendida de la modernidad, es decir, precisamente la razón instrumental triunfante, la cultura técnico-instrumental avanzando sin brújula, en el vacío, como rueda suelta. En la visión de Matei Călinescu, un autor de mi tierra, el kitsch, tanto en lo estético, como en lo ético (las actitudes, los comportamientos) es producto precisamente de este fenómeno de desprendimiento de la civilización técnico-instrumental del pensamiento crítico y del ideario que lo guiaba y, en este sentido, resulta ser un subproducto de la modernidad. Entonces, simplificando mucho el complejo asunto de las diferentes facetas de la modernidad, habría que hablar al menos de dos modernidades, como propone, entre otros, Călinescu, en su libro Cinco caras de la modernidad, siendo este último rostro el kitsch. Esto, si bien no explica en totalidad un fenómeno tan complejo como el que estamos enfocando, empieza a dar luces sobre lo que, de entrada, podría parecer paradójico y hasta sin sentido: cómo un discurso, por ejemplo, el feminista, deriva en lo contrario de lo que planteaba inicialmente y se convierte en un discurso autoritario, del poder, de la verdad única, que reproduce y agrava todas las taras del patriarcalismo y machismo que iba a combatir. ¿Cómo se hace que los que deberían ser los críticos de la violencia se convierten en sus promotores? ¿Que precisamente el discurso contra el acoso sexual se nos ha convertido en una maquinaria grotesca de acoso laboral y judicial, y de vigilancia de la ortodoxia de lo políticamente correcto? La amenaza ha permeado incluso el léxico institucional y así, nuestra universidad se llenó no solamente de protocolos, sino también de observatorios de lo políticamente correcto. Fíjense bien, “observatorios”. Ricardo Piglia apunta que, durante la dictadura de Videla, las paradas de buses llegaron a llamarse “zonas de detención”. Estos observatorios movilizan toda una red de colaboradores en la empresa de “seguridad”, de vigilancia de la ortodoxia: son los profesores descargados de sus deberes docentes para cumplir esta nueva función dentro del sistema, los cuales, si nos fuéramos a convencer de que la verdadera solución a nuestros problemas son la educación y la enseñanza, deberían volver a la cátedra, a dictar sus cursos.

Sin duda, para entender las ambivalencias estructurales y hasta las contradicciones internas de la idea de modernidad, se debe tener en cuenta el alcance del fenómeno, que abarca y revoluciona todas las esferas de actividad del ser humano en la tierra, siendo éstas tan diversas. Por lo tanto, es natural que en cada ámbito específico de actividad, se viva de forma diferente. No extraña entonces tanto que la modernidad estética que estudia un crítico literario como Călinescu siga un camino bien diferente del que marcó la modernidad en las ciencias exactas, por ejemplo. Y es más bien del lado de la modernidad estética del que se encuentra la defensa y la exploración de lo innovador, del pensamiento portador del cambio, en una palabra, del pensamiento crítico. (Lo cual, dicho sea de paso, justifica teóricamente lo que a simple vista pueda parecer extravagante: que una profesora de literatura y crítica literaria haya sido llamada y se haya sentido llamada a analizar este fenómeno. Aunque quizás esté aquí sobre todo por un estado de ánimo que me hace a menudo tararear un inolvidable corrido de Guadalupe años sin cuenta, versos que me permito retocar ligeramente. Dice:

 

porque su vida sencilla

le dictó una carta abierta

[que ha quedado sin respuesta]

y el camino que ha tomado

es unirse a la revuelta.

Guadalupe años sin cuenta, Corrido de las ilusiones.)

 

Al contrario, las incursiones (absurdas) de la ciencia en los dominios de la poesía, al calor del poderoso mito de la razón, provocaron más bien desastres cuando pretendieron colonizar y orientar hacia el progreso la esfera de lo estético, encauzar la vida conforme a su sabiduría. Fue éste precisamente el tipo de razón que se instrumentalizó y perdió su discernimiento, sus facultades críticas. Me refiero a las famosas reglas neoclásicas en las que desembocó la tentativa de proponer una teoría de la belleza ciento por ciento racional, y a varios episodios de la conocida Querella de los Antiguos y los Modernos, durante la cual algún defensor del culto a lo moderno acabó haciendo el oso porque creía simplemente que, a más reglas, más numerosas y sofisticadas, mejores obras. Con tales premisas, encontraron que Homero, en la medida en la cual desacataba o no cumplía con suficiente rigor las reglas neoclásicas, era un poeta bastante regular y su arte era bastante deficiente… Se puede rastrear aquí la procedencia de la idealización de la regla y del reglamento, dentro de un culto a la razón y al progreso que, como bien sabemos, iba a degenerar en el neoliberalismo, con su humanismo abstracto, que concibe la realización y plenitud del ser humano dentro de los parámetros pragmáticos, utilitaristas de la acción, del éxito, de la competencia. Un humanismo que hoy nos hace añorar la verdadera humanidad perdida y evaluar la posibilidad de un nuevo humanismo sin “ismo”.

¿Qué clase de justicia le hace la ley jurídica y la policía a la vida íntima? ¿No será que repetimos el error de los neoclásicos al cuestionar con sus criterios, que consideraban novedosos e infalibles, pero que a la postre resultaron ser una falacia, la validez de la poesía antigua y de Homero, pensando ingenuamente que, al acatar más reglas, iban a ser mejores poetas que los antiguos? ¿No será ésta más bien una nueva forma, contemporánea y trasnochada, de culto al progreso y a la razón instrumental? ¿Cómo se explica esta verdadera tendencia de nuestra época que consiste en la invasión de la esfera íntima, privada, de la vida por una verdadera proliferación de reglamentos y códigos pseudo-éticos que persiguen controlar, incluso psíquicamente, a los descreídos y poco solidarios sujetos contemporáneos y a sus pulsiones?

Una reflexión reciente de Fernando Cruz Kronfly podría dar luces sobre una particularidad muy llamativa del discurso feminista degradado, la cual en gran medida explica también su éxito: ¿por qué esta vez el partido se juega en el terreno fangoso e incierto de la intimidad y de la sexualidad, en los dominios donde aflora el chisme que enloda a cualquiera?, pues, si no somos de los que confunden el testimonio con la verdad desnuda, tenemos que asentir que, sobre todo en este terreno, los hechos testimoniados resultan de difícil o incluso imposible comprobación.

En los últimos ensayos de Cruz Kronfly es muy notorio, desde el mismo título, La condición humana. Tierra de nadie, el refuerzo de la perspectiva antropológica y psicoanalítica, sobre todo del psicoanálisis de la cultura, lo cual se podría leer como una respuesta implícita a nuestras preguntas. En el contexto contemporáneo – y no hay que pasar por alto que el ensayo que da título a todo el libro es un discurso que Fernando Cruz Kronfly pronuncia en Bogotá, en la Universidad Nacional, es decir, nos lo dirige a nosotros, en noviembre de 2016, un año de mucha protesta social y estudiantil- al autor le parece fundamental rescatar precisamente aquella faceta de la condición humana que la razón instrumental, tanto moderna, como contemporánea, a través de sus ideologías e imaginarios, ha tratado de ignorar y escamotear, pues le resultaba inservible y hasta contraproducente, por ser no sólo imposible de manipular, sino directamente indomable.

Cruz Kronfly nos recuerda la condición animal que nunca hemos abandonado por completo. Por tanto, somos seres fragmentados, animales perturbados, desarraigados, trastornados, desequilibrados por definición; somos, según Cruz Kronfly, “pantano movedizo, imposible de configurar definitivamente en favor del bien o en favor del mal (14)”. Nuestras pulsiones eróticas y tanáticas son susceptibles de ser manipuladas por los diferentes imaginarios e ideologías. Si bien éstos no son necesariamente nocivos, conviene reparar en que se hacen muy necesarios sobre todo como justificaciones o como disfraces del mal y de las pulsiones de destrucción.

Entonces, paralelamente a la dualidad de la modernidad, como línea gruesa de sentido, que esquematiza sus múltiples y matizadas caras, conviene tomar conciencia, remontándonos mucho más atrás, a los mismos comienzos del hombre en la tierra, de la dualidad inscrita en la propia condición humana, animal y cultural a la vez, y de las pulsiones de vida conviviendo y negociando espacio todo el tiempo con las pulsiones de muerte. Ahora que los grandes relatos modernos perdieron legitimidad y quedaron reducidos a puros cuentos, éstas últimas se esconden y legitiman a través de minificciones evanescentes e imaginarios superficiales y banales, que se convierten en los pretextos contemporáneos para encubrir lo peor del ser humano: su pulsión de muerte, destructiva, agresiva, que siempre está al acecho, y que lo insta a atropellar al otro y a dominarlo.

Desde la perspectiva que se nos abre ahora podríamos reconsiderar el discurso y la propuesta de quienes aseguran no poder parar la lucha hasta que no lleguen a la “solución final”, creyendo ingenuamente que se puede erradicar el acoso y la violencia de género. No sé cómo lo entiendan éstos, pero para mí este no poder parar significa que hace rato perdieron el control de la nave. Más que carácter combativo, lo que demuestran son muy escasas lecturas serias y una total incomprensión de la condición humana. Por eso, harían bien en parar, no obstante, para pensar y darse cuenta de las incoherencias de su discurso y de que su propuesta, resumida en lemas como “cero tolerancia”, se inscribe en una nefasta tradición colombiana, que propone la guerra como medio para alcanzar la paz. Mientras nuestra lucha contra la violencia y el abuso de todo tipo se plantee como una guerra y las armas sean de papel formateado, de tipo vigilar y castigar, no podrá superar el binarismo, el radicalismo y el reduccionismo, por tanto, seguirá sirviéndole perfectamente al sistema. Pero lo que sobre todo importa es reconocer que la verdadera lucha anticorrupción, la verdadera resistencia al sistema y a su lavado de cerebro debe apostarle a la educación, que es precisamente lo que este discurso banal que destila odio descarta desde un principio, desdeña y desacredita continuamente, porque no le interesa, no le sirve. Sustraerse a la manipulación de la razón instrumental, desenmascarando el mito del progreso y de la civilización siempre ascendente, porque se ha aceptado y asumido plenamente la condición humana, celebrando incluso sus aparentes limitaciones, conduce naturalmente a ponderar justamente la educación; pues se entiende ahora, con Cruz Kronfly, que cada vez que nace un nuevo individuo hay que empezar de cero, la tarea de educarlo y ganarlo para las buenas causas, de introducirlo al mundo ético y de la civilización. Es decir, en lugar de adoctrinarlo, se trata de formarlo para discernir y pensar por sí mismo. Con la aparición sobre la Tierra de cada uno de nosotros empieza, una y otra vez, la batalla entre el bien y el mal, pero se libra en el fuero interno y no a través de procesos disciplinarios. Una vez más, la versión empobrecida del discurso de género es opaca a los sentidos figurados y se toma la lucha en un sentido demasiado literal, reductor y poco reflexivo. Hay que tener la fuerza de no contestar a la violencia con violencia, de no refugiarse tampoco en el tan de moda victimismo. No se trata de doblegarse ante la injusticia, sino, al contrario, de resistir de verdad. El camino a explorar creo que sería la revuelta íntima que propone Julia Kristeva y la resiliencia en el sentido de Boris Cyrulnik, es decir, la resistencia crítica: una reacción pacífica que, sin embargo, nada tiene que ver con el sometimiento o con la resignación, porque consigue vencer al enemigo con sus propias armas. Se trata de tener la inteligencia emocional y la fortaleza interior de convertir la agresión, la experiencia negativa, traumática, en algo que no solamente es incapaz de aniquilarnos como personas, sino que, además, nos hace crecer.

Ahora bien, cuál de los dos legados de la modernidad es la tradición legítima de la universidad resulta a estas alturas una pregunta más bien retórica. Claro está que la universidad es y debe seguir siendo la Casa del Pensamiento Crítico y no la Casa de Modas y de Shows en la cual se nos ha convertido últimamente, en la sociedad de consumo y del espectáculo. Sin embargo, un examen crítico de nuestro actual protocolo contra las VBGs, de su aplicación, con todas sus rutas y observatorios, demuestra que éste se inspira, es más, toma por modelo la versión degradada del discurso de género, y no la auténtica. Lo cual es simplemente inaceptable: que un documento que pretende reglamentar y mejorar la vida universitaria tome por fuente un discurso corrompido y banalizado, confundiéndolo con el discurso crítico, pensante y ético; que tome por el original a una copia kitsch. El reglamento, que no protocolo, debe estar al servicio de la seguridad y la calidad de vida de nuestros jóvenes y de nuestra comunidad universitaria. En su actual versión a menudo mutila la vida de los jóvenes. Y si esto ocurre, se confirma precisamente nuestra premisa de que la universidad dejó de ser la Casa del Pensamiento Crítico y quedó convertida actualmente en el campo de batalla de discursos ideológicos, manipuladores, en su lucha por el poder.

Para terminar, quisiera plantear por qué este discurso banal de género, cuya legitimidad he cuestionado fuertemente, me resulta todavía más incoherente e inaceptable cuando es invocado por un profesor. El discurso banal de género invita a creer que las únicas medidas reales y efectivas en contra de la violencia y del abuso son las demandas jurídicas y la vigilancia policial. Más allá de lo ilusa que, por obvias razones históricas y sociales, podría resultar esta propuesta en el caso de Colombia, me resulta difícil entender cómo se puede ser docente y, al mismo tiempo, desconfiar hasta tal punto de la educación y de la enseñanza, de su potencial formador, a nivel tanto profesional como humano, donde forja y moldea el carácter.

Frente a la novedad aparente, cuando todo permanece dentro de los mismos carriles, mientras el poder pasa de unas manos a otras, la educación hace posible el replanteamiento, el cambio profundo, estructural. Otro gran privilegio de la educación es que da la oportunidad valiosa, extraordinaria de acoger el cambio sin violencia, de elegirlo libre y conscientemente. Todo cambio real es precedido por un cambio de mentalidad, que va a la vanguardia. Pues bien, la educación, disponiendo los ánimos e iluminando las mentes, le abre la puerta al cambio. Un cambio que, además, cuenta con la aprobación del fuero interno de uno, al que no se le puede sacar el cuerpo. Sin ser autoritaria, ni impositiva, la ética, que legisla para adentro y para afuera, afirma su fortaleza ante la ley y la justicia y, con más razón, sobre sus versiones burocratizadas: por más que la ley vigile, si la conciencia no acompaña, se le saca el cuerpo a la ley, igual que se burla o corrompe a la justicia.

Tanto lo que tradicionalmente se llamó “machismo”, como el narcisismo propio del sujeto contemporáneo que, de nuestros días, se le viene sumando son, en el fondo, comportamientos y actitudes kitsch, de mal gusto y conciernen a todos los géneros, indistintamente, porque son las consecuencias nefastas de una mala educación (Lean el cuento “Aguaceros de mayo” de Tomás González). De los comportamientos abusivos que de allí se derivan, que son censurables y no se puede permitir, hay que proteger no sólo a la mujer, víctima histórica, sino a toda persona vulnerable, sin discriminación de género, ya que la relación del abuso con el poder es mucho más significativa que su relación con el género. De hecho, cuando el discurso feminista masivo se transforma en discurso hegemónico, camufla las verdaderas relaciones de poder y enturbia las aguas, disfraza la desigualdad debida a la jerarquía con la supuesta lucha de género y así, por ejemplo, presenta al profesor que critica a sus directivas desde una posición “subalterna”, como el macho dominante y abusivo que agrede a una mujer.

La enseñanza y la educación pueden perfectamente corregir la mala educación, fomentando el espíritu crítico y el comportamiento ético, cuestionando y poniendo al desnudo los lugares comunes y los falsos valores, mientras reafirma los valores éticos. Así, el pensamiento crítico, aliado de la educación auténtica, puede desestabilizar, provocar la crisis del sentido que asocia a la virilidad el comportamiento autoritario, sobrado, de quien pretende saberlo todo mejor que nadie y tener siempre la razón, y le da una connotación positiva, llena de atractivos y seducción. Puede demostrar que el comportamiento de quien quiere a toda costa dominar y por esta razón tiende a atropellar, a someter al otro, lejos de ostentar seguridad, es propio del hombre primitivo, inculto y de las relaciones tribales. Así, quien quiere imponer, a veces incluso de forma violenta, sus ideas, creencias, gustos, sin admitir la verdad del otro, irrespetando a los demás, no solamente no es atractivo, sino que su perfil es incluso indeseable. Es del lugar común y del patán, de la persona hosca, torpe, poco instruida y refinada. Paulatinamente, una asociación ya cuestionada va cediendo ante otra y llega el momento cuando resulta evidente para una mayoría de gente que la actitud del que reclama estar siempre en posesión de la verdad absoluta, más que viril, es más bien ridícula y necia, propia de la estupidez, así como se le concibe desde Sócrates. De esta forma, la educación y la ética van desprestigiando un tipo de comportamiento, desenmascarándolo como mera pose, como actitud no auténtica, lo cual deja su huella también en el lenguaje. Con el triunfo de la nueva connotación, va mermando el número de individuos dispuestos a adoptar este tipo de comportamiento, hasta que, definitivamente nadie más querrá pasar por bruto, patán, abusivo y sin escrúpulos. Paralelamente a este proceso, se rescata valores olvidados o sepultados por los falsos valores: por ejemplo, vivir plenamente su propia vida, ser libre, autónoma, ser independiente, un ser humano que no se compra, ni se vende, que respeta al otro y su espacio, y a su turno se hace respetar, que sabe vivir y dejar vivir al lado. Se rechaza la discriminación, creando la conciencia de que nadie es ciento por ciento hombre, ni mujer. Todos somos mezcla, en distintas proporciones, no solo desde el punto de vista racial, sino también de género. Por tanto, hay que desconfiar de la “pureza”, que no es compatible siquiera con la vida. Como cantan Jarabe de Palo, “en lo puro no hay futuro/ la pureza está en la mezcla”. La auténtica educación, que despierta las conciencias, hace ver, por convicción y no por miedo, que la diferencia y la mirada de los demás no son estorbos, sino riquezas. Que el reconocimiento del otro y la no discriminación según género, etnia, convicción política, etc., son la clave para salir de la barbarie y la violencia, para superar el triste y nefasto legado fascista de los violentos que imponen el terror, eliminando al que es diferente o al que discrepa. Violentos que no deben tener segunda oportunidad en esta tierra, para que el nombre de Colombia deje de ser asociado a las masacres y nuestro país se convierta realmente en una potencia de la vida. Así actúan la ética y la educación, que no son mera palabrería, ni meras abstracciones, sino fuerzas con enorme potencial que hay que activar para construir una sociedad justa, para recomponer el dañado tejido social.

Abandono aquí el campo de la ética en el que me he aventurado, porque no es el mío sino en la medida en que coincide con el de la literatura, para recomendar un libro entrañable. La novela El viaje vertical de Enrique Vila-Matas, que analiza con mucha finura este proceso de cuestionamiento de los prejuicios y lugares comunes que venimos arrastrando, paralelamente al descubrimiento de los auténticos valores que aprueban el examen del fuero interno y permiten la vida verdadera, plena. Hay más de un viaje de autodescubrimiento en esta novela fuera de serie, cuyo protagonista es un hombre de negocios octogenario que emprende un viaje real, pero también un viaje de formación y un viaje al interior de sí mismo, porque su compañera de toda la vida lo echa de la casa, reprochándole que por su culpa no pudo vivir su vida y que, encima, ni siquiera sabe quién es.

Esta mención apresurada pretende también sugerir el lugar que, a mi modo de ver, deberían tener la literatura y el humor en una verdadera enseñanza y educación para el cambio. Y como el humor se practica, no se predica, me despido con una

Addenda literaria: Solidaridad gremial

Como profesora de literatura quisiera manifestar aquí mi solidaridad y mi aprecio incondicional a una gran figura de nuestro gremio, así se trate de un ente de ficción o, con más razón aún porque se trata del protagonista de una novela excepcional y los seres ficticios tienen el privilegio de vivir a temperaturas más altas que nosotros, mortales, y de tener una conciencia más aguda.

El profesor Ismael Pasos de la novela Los ejércitos de Evelio Rosero ha sido en estos últimos años víctima del discurso banalizado de género y de personas inescrupulosas que no dudaron en aplicar el protocolo contra las VBGs también a las obras literarias, para ajusticiar incluso a los profesores ficticios, censurando los “comportamientos inadecuados” según el protocolo de marras.

Considerando que estamos ante un caso inaceptable de violencia y abuso textual, ante este evidente malentendido, muy comedidamente me permito conminar a eventuales críticos reincidentes: ¡Cambien de formato, háganme el innombrable favor!… Y al profesor Ismael Pasos le auguro lo mejor: que se siga turbando ante la belleza de las mujeres jóvenes, que las siga espiando y mirando con deseo, por los siglos de los siglos…

 

 

* Implementado en la Universidad Nacional de Colombia en el 2017, el Protocolo para la prevención y atención de casos de violencias basadas en género, cuyos fines declarados son defender y hacer justicia a la mujer y a las orientaciones sexuales minoritarias, resulta confiscado por el poder y transformado en un discurso jurídico-burocrático que, a menudo, en manos de las directivas o de los arribistas, sirve en realidad para eliminar o acallar a los docentes incómodos y para perseguir al siempre molesto pensamiento crítico.

 

** https://todossomoscolombia.org/de-la-prision-academica-a-la-libertad-intelectual-mi-despedida-de-la-universidad-pedagogica-nacional-de-colombia/