Las palabras sin las cosas

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María Fernanda Flores Ramírez

Cuando los signos aún formaban parte del objeto, todo aquello que se podía leer también se podía palpar. Sin embargo, hace mucho que los nombres ya no tocan las riveras de los hechos. Una vez abierto el abismo entre soma y gramma, hubo que aprender a buscar el sentido de las palabras como buscamos lo que a simple vista no se ve… pero esto lo supe después de recorrer sin éxito las hileras infinitas del diccionario, en cuyo orden alfabético se disuelven los nombres de las cosas. Nunca supe cuál era el objetivo de mi búsqueda, quizá por ello tampoco pude desarrollar un método específico. Tan sólo me limitaba a transcribir definiciones en una libretita a doble raya, que ni siquiera yo supe cómo descifrar después. El rojo chillante de aquellas líneas paralelas era el único criterio de clasificación que me permití acatar, como queriendo prevenir que mi bitácora terminara en manos de algún lector indiscreto.

Para rellenar cada página en blanco ensayaba una caligrafía distinta e irrepetible, cada vez más parecida a una obra del azar que a un sistema de signos. A veces dejaba frases sin terminar o cambiaba el verbo de lugar; también sustituía los nombres comunes por sinónimos extintos o poco conocidos y -si el texto me lo permitía-, suplantaba los “sí” y los “no” por expresiones menos definitivas. Pensaba que mediante ese tipo de artimañas la palabra sería cada vez más mía, que en algún momento, cuando mi mano adquiriera la fuerza necesaria, podría romper el molde prestado y por fin comenzaría a ser un escritor.

En esa época intentaba escribir por escribir. No quería ocupar mi tiempo en contar historias o inventar una trama. Mi única intención consistía en documentar el momento preciso en que las palabras comienzan a nombrar objetos, como etiquetas adheridas a la superficie de las cosas. Por eso concentraba toda mi atención en las piezas sueltas del vocabulario, las observaba con cautela durante ratos prolongados, memorizaba sus contornos y los reproducía de distintas maneras. Temía que la costumbre de emplearlas a mi antojo encubriera los aspectos esenciales de su anatomía, pero estaba seguro de que mediante los movimientos reiterados de mi pluma, lograría descifrar su lógica interna y la razón de su unidad.

Durante los ensayos me rehusé a seguir el orden impuesto por la letra de molde. No quería que ningún elemento externo interviniera en la contemplación de la forma, así que hice cuanto pude por mantenerme en la superficie irregular de la escritura a mano. Pero mis pretensiones de neutralidad se tornaron banales justo después de confrontar los relieves de la ípsilon: no importaba la manera en que la dibujara ni los sustantivos que la acompañaran, esa letra jamás renunciaría a esa potencia asociativa capaz de congregar en una sola línea los objetos más distantes del mundo. Cadenas montañosas y planicies desérticas, seres livianos y trazos indecisos, manchas de tinta sobre un mar embravecido por la luna. Era como una ola salvaje que comunicaba orillas remotas, luego se transformaba en espuma y se disolvía para siempre en las líneas primerizas de un escritor en formación.

El descubrimiento de formas sujetas a contenidos me pareció chocante al principio, sobre todo porque representaban la imposibilidad de liberar mi escritura del discurso conocido; sin embargo, en lugar de abandonar la empresa por imposible, me propuse a examinar cada uno de los átomos que conforman el tejido vivo de la lengua. Esta vez quería llegar al límite en que las palabras dejan de significar y se convierten en estructuras vacías e inmóviles, como engranes inertes que al ponerse en movimiento, dan origen a esa delicada red sonora del discurso.

Para avanzar en esta dirección primero había que retroceder; sí, retroceder hasta el encontrar arquetipo… Pensaba que si lograba conectar el significado actual con su modelo original, alcanzaría un uso riguroso de los nombres. En mi escritura no habría ocasión para el intercambio de sinónimos. Cada palabra tenía que convertirse en una flecha precisa y cada punto final debía sellar una postura ante el mundo. Hasta la supuesta neutralidad de los espacios en blanco tendría que encarnar silencios incómodos o intenciones conscientes, porque la libertad anhelada comenzaría precisamente así: por el adecuado uso del lenguaje.

La parte más artificiosa del proyecto consistía en ubicar y despejar los accidentes cotidianos de la lengua, aunque si quisiera prevenir a los hablantes de caer en malos entendidos, también habría que eliminar los giros lingüísticos de uso corriente, los dobles sentidos, los ademanes y la gesticulación. Sabía que la ausencia de estos recursos restaría belleza y agilidad al idioma vivo, pero cuando por fin llegara al momento en que la palabra apuntase directamente a la cosa, podría mostrarle a todos cómo es el mundo mediante la sola definición. Como meta provisional me había propuesto reunir y organizar todas esas impresiones en un compendio elemental; mi propósito final consistía en redactar un texto que en lugar de leerse, pudiera contemplarse.

Sin darme cuenta ya estaba embarcado en una empresa abstracta, rigurosa y universal; una verdadera batalla naval en contra de las formas inexactas de hablar y de los usos retóricos del lenguaje. En el frente, las gramáticas comenzaban a garantizarme algunas victorias, desde las trincheras los principios de la lógica custodiaban la formalidad del discurso con celo infinitesimal. Preveía que al finalizar la campaña problemas como la interpretación y la traducción estarían resueltos, pues a cambio de una operación menor, las lenguas de babel resultarían plenamente intercambiables.

Como era de esperarse, el proyecto naufragó demasiado pronto y yo era el único testigo. Ya sospechaba que el establecimiento de puntos fijos en un terreno tan impredecible como el lenguaje termina siendo mero simulacro. Por suerte, un segundo antes de arrancar las hojas desperdiciadas como gesto de renuncia, quise creer que antes de las grafías no hay nada: ni estructura prelingüística ni semilla del significado, que las palabras vienen al mundo únicamente cuando logran invocar las cosas que hay en él, cuando su forma se vuelve capaz de soportar un sentido robustecido por la historia.

Gracias a este cambio de actitud frente al lenguaje, el diccionario entero comenzó a revelarse como un compendio de significados que por mucho tiempo pasaron desapercibidos ante mis ojos. A pesar de conocerlos hace mucho y de emplearlos infinidad de ocasiones, no cesaban de presentarse como si fuese la primera vez que nombraban el mundo. Era difícil no quedarse pasmado ante el misterio de la predicación, sobre todo cuando ya no se limitaba a describir objetos, también evocaba otros nombres, claves, ecos, formas y símbolos.

Si al principio de mi búsqueda me había dejado impresionar por el modo en que las grafías quedaban impregnadas en la superficie blanca del papel o de la memoria, ahora los movimientos vitales de aquellas criaturas eclécticas se presentaba cada vez con mayor insistencia. No dejaban de brotar desde el centro de esos renglones inhóspitos y comenzaban a crecer lentamente hacia el éter, como simulando vida propia: ¡ah, cuántos faros vegetales y efímeros que irrumpen en el mundo sin saber por qué, simplemente florecen y se consumen sin preguntarse jamás si han sido vistos y admirados!

Mi pluma comenzaba a ganar un tono de gravidez ontológica: ya no se trataba de redactar textos pulcros y transparentes como aire, sino de entretejer con ellos la parte inacabada de la realidad. Únicamente había que recurrir a la combinación más simple de fonemas para ejercer el don de la palabra, aunque, a decir verdad, ya ni si quiera era necesario agregar descripciones precisas cuando se trataba de asuntos cotidianos. El objeto al que apuntaba la grafía se presentaba con tal obviedad frente a los escuchas que parecería una necedad querer mantenerlos dentro del juego del significante y el significado.

En realidad era demasiado fácil hablar sobre cualquier tema sin importar la circunstancia. En cada conversación uno se mantiene tan cerca de las cosas que no es necesario tenerlas enfrente para conocerlas o manipularlas. Basta con evocar las primeras sílabas de cada nombre para dar inicio al gran desfile del mundo, solo hay que tirar suavemente del hilo invisible que atraviesa las palabras para que éstos se transformen en juicios, descripciones y ampliaciones del universo conocido.

No encontraba nada que objetar. La facilidad con la que se dejaban hilvanar las partes aniquilaba al instante cualquier prejuicio, y si algún inconveniente se interponía entre el papel y el asentir, solo tenía que alzar la cabeza para corroborar que el mundo estaba impregnado de aquellas letras que no sabían mentir. Únicas e idénticas a sí mismas, sin margen para el error, se habían convertido en un espejo fiel de la realidad, una cartografía tan precisa que me permitía ubicar cualquier punto entre el pasado y el futuro, pues cada sentencia lograda encarnaba una coordenada específica en la historia o en la imaginación.

El espectáculo era extraordinario: inclusive a nivel del lenguaje la pretendida universalidad de las ideas filosóficas, encadenadas desde el principio a un idioma materno, podía elevarse al grado sumo de la belleza que caracteriza lo perecedero; lo que al igual que nosotros, está a punto de desaparecer.

Quería ingresar de inmediato en el territorio de la verdad, sentía que por fin me encontraba bajo el umbral que da vida a las palabras y que ya solo era cuestión de tiempo para sacar a relucir todas esas conexiones subterráneas que atraviesan los cuerpos materiales con la misma displicencia con la que se inmiscuyen en asuntos hipotéticos. Sin embargo, al verme rodeado de palabras por todas partes, en un instante me sentí sobrecogido. Como un rayo que atraviesa a su víctima por azar, la extrañeza de vivir entre nombres y no entre cosas golpeaba con furia hasta las partes más solidas de mi construcción. No podía regresar a las certezas blandas que alimentaron mis primeras edades, pero tampoco quería aferrarme a la serenidad inmóvil de las ideas petrificadas. Ni siquiera el fondo mudo de la sensación podría asegurarme un punto fijo para comenzar de nuevo. Simplemente me encontraba allí, tumbado y envuelto por un silencio transparente, observando cómo los sustantivos delineaban a capricho los contornos de la materia, mientras el verbo conjugado expandía su dominio sobre los pliegues de la temporalidad.

Ahora en lugar de escribir ensayos improvisados, quisiera aprender a esbozar lienzos trasparentes; lienzos que en lugar de enmarcar frutas o parajes, exalten la interacción natural, casi instintiva, de los sustantivos que se agolpan como racimos de uvas, de los verbos que imitan el movimiento de los arrecifes y de los adjetivos que se tumbaban uno detrás del otro con indiferencia. De mis intenciones originales queda poco, casi nada, apenas un ímpetu ciego, un impulso deforme sin metas y sin contenidos; sendas perdidas que conducen a ninguna parte, instantes fecundos que no germinaron por falta de tiempo. Pero todavía sigo entero y miro de lejos como otros luchan por encontrarse en las cosas mientras yo intento perderme en las palabras.